VII
Consejos
Cogió el móvil y miró la hora, eran las doce y media. Pudo aparcar con facilidad. El domingo todos se marchaban en coche y había espacio. Estaba sentado en su camioneta y empezó a sentir calor. Eran mediados de mayo y el sol ya abrazaba a ciertas horas del día. Miró hacia una placa azul en el muro de un edificio haciendo esquina, calle Gastelumendi, ponía. No iba mucho por allí, pero conocía bien el lugar. Años atrás se pasaba horas sentado en las rocas del acantilado de Punta Galea contemplando el mar hasta que se teñía de negro al caer la noche. La paz que le brindaba observar a la gran dama azul era inconmensurable. No sabía muy bien por qué había dejado de venir por allí.
Getxo era un pueblo muy tranquilo, hasta en verano, cuando sus playas tenían asiduas visitas, como Sam y él, que iban por las playas buscando olas. Aunque la playa con mejores olas estaba en otro pueblo, el llamado, Sopelana, una amplia playa con olas salvajes. Con el calor que hacía en ese momento, Ryan sentía la tentación de tirarse en el mar para refrescarse, pero se centró en la prioridad del día. Volvió a mirar el reloj. Solo habían pasado diez minutos desde la última vez que lo miró. Tenía tanta prisa por llegar que el tiempo no pasaba.
Por su casa pasó como un rayo, fue un: ahora estoy, ahora no estoy. Miró con recelo la ducha recordando lo que había visto allí la noche anterior. Había visto muchas películas de terror y siempre se rió de ellas, ahora, con todo lo que le había pasado ya no le parecían tan ridículas. Se duchó y buscó la ropa más elegante e informal de su armario para ir a misa, luego metió toda la ropa que cabía en una bolsa de viaje y se la echó al hombro. Miró de reojo a la cocina y se detuvo. Lentamente se dirigió allí. Todo estaba en orden. No había bolsas de comida, ni platos en la encimera, ni el vino descorchado. Helena habría pasado por allí por orden de su madre. Era como si nada de aquello hubiera ocurrido.
Faltaban cinco minutos para la misa. Ryan se dispuso a bajar del coche y acomodó su ropa antes de echar andar. Se había puesto las botas de ante, más frescas y vistosas que las camperas que siempre llevaba, sus vaqueros eran algo más ceñidos que los habituales y se lo hacían notar en sus partes más sensibles. El cuello del polo blanco aún estaba acartonado, porque a pesar de llevar un año en su armario lo estrenaba ese día, y ni qué decir del jersey de punto azul que llevaba guardado como cinco años y poca falta le hacía ya con ese calor.
Junto a la iglesia leyó una inscripción en un escaparate que ponía, Peluquería de caballeros. Se pasó la mano por la cabeza, el pelo le estaba creciendo. Quizá ya era hora de que alguien con experiencia cogiera la maquinilla para arreglarle la cabeza para variar. Ojala fuera tan fácil que me arreglaran la cabeza, pensó con ironía. Escuchó a lo lejos un cuchicheo y risitas nerviosas. Se volvió y vio al otro lado de la calle a unas chicas que lo miraban, decían cosas y reían. Ryan oía sus palabras y reía negando con la cabeza. Si sus madres supieran lo que pensaban y confesaban que harían con él a solas, no las dejarían ni asomarse a la ventana, pensó.
Caminó calle abajo para llegar al templo. Había muchos feligreses reunidos en la entrada. Se dirigió a la gran puerta de madera maciza y asomó la cabeza justo cuando encendían las luces. Del techo alto colgaban unas arañas decimonónicas y se oían notas que salían de los grandes tubos del órgano dispuestos en la pared, al músico tras el teclado no se lo veía. Aquel lugar, entre la poca luz y la música del órgano, emulaba al fantasma de la ópera. El ambiente era totalmente diferente al de las misas dominicales del portaaviones donde sirvió hacía años, aquello era una algarabía comparado con lo que tenía delante, tan solemne y sobrio. El templo, por otra parte, era maravilloso. El sol se filtraba por el mosaico de cristal de la pared del fondo del altar, permitiendo distinguir el dibujo, se trataba del Vía Crucis hecho con cristales de diferentes colores. Había también una pintura inmensa del beato Domingo, fundador de la orden de los Trinitarios, colocado a la izquierda del altar junto a los tubos del órgano. Debajo de la pintura, había la entrada a una capilla dentro de la parroquia, una zona especial rodeada por una cristalera. Madeleine había mencionado ese detalle, dentro del altar de la capilla estaba el baúl donde reposaban las reliquias del Beato. En el lado derecho estaba el menudo organista que seguía tocando piezas orquestales. Pero lo más relevante de toda la decoración, era el inmenso Cristo Redentor tallado en madera y colgado en la pared posterior del altar, era verdaderamente una obra de arte.
La música se detuvo, una mujer se acercó al atril y llamó la atención de los presentes anunciando la entrada del sacerdote. Volvió arrancar la música y el sacerdote entró, no era el padre Peru, Madelaine le había descrito y ese era muy alto para ser él, aun así, Ryan estuvo muy atento al sermón. Una hora después, la gente empezaba a marcharse y Ryan se dispuso a ir a preguntar por el sacerdote a la sacristía. Una mujer le indicó que estaba tocando el piano. El padre Peru era el músico de la parroquia.
El hombre miraba fijamente las partituras sin dejar de darle a las teclas con absoluta concentración. Cuando salió el último feligrés, se apagaron las luces de las arañas, pero el padre no cesó de tocar hasta haber llegado a la última nota de la pieza, solo después se levantó de su banqueta, y efectivamente, era un hombre menudo, canoso y con un semblante pacífico. Mientras se dirigía hacia la sacristía, se fijó en el joven sentado en la primera fila de bancos.
—¿Puedo ayudarte, hijo? —interpeló.
—Eso espero —contestó él. El sacerdote lo miró fijamente a través de sus gafas y luego le sonrió.
—Pero si tú eres el hijo de Madeline Sheppard —expresó como si hubiera visto a una celebridad.
—Sí. ¿De qué me conoce? —Sus voces retumbaban en el salón vacío.
—Me han hablado mucho de ti —simplificó antes de dirigirse hacia él.
—Espero que bien —comentó Ryan poniéndose en pie.
—¿A qué debo el honor de tu visita muchacho? —consultó pasándole la mano. Ryan la estrechó.
—Tengo preguntas que nadie puede contestar —confesó sin rodeos—. Porque a nadie se las puedo hacer. —El hombre lo observó asintiendo, comprendió sus palabras de inmediato.
—Mira, yo ahora tengo que ir con mis hermanos a una comida, pero, si no te es inconveniente, estaré de vuelta a las cuatro y te estaré esperando para charlar —resolvió.
—Muchas gracias. Aquí estaré —prometió Ryan.
Caminó hasta el centro de Algorta y entró en el Bikain, un bar y restaurante del pueblo. La decoración rústica del local le recordaba a las cabañas de las proximidades de las montañas de Navarra, su último destino antes de quedarse en la ciudad. Lejos quedaba ahora la posibilidad de viajar nuevamente, de poder escapar hacia el silencio, tener a donde ir cuando nada tenía sentido, poder estar en un lugar donde ser él mismo. Aquellos momentos eran el mayor tesoro que poseía. Para Ryan, viajar lejos, era el antídoto ansiado contra los males que lo envenenaban. No obstante, debía reconocer que a veces, la soledad en la que se encontraba se hacía insufrible. Reconocer la imposibilidad de volver a marcharse en mucho tiempo solo recordaba el motivo que lo impulsaba. Madelaine le necesitaba en ese momento y con ella estaría.
A las cuatro en punto, llamó al timbre de la puerta lateral del templo que daba acceso a las oficinas.
—Qué puntual, hijo —comentó el padre Peru dejándolo pasar.
—Perdone, no quería parecer impertinente.
—Tranquilo, a mi la puntualidad me parece una excelente carta de presentación, si se es puntual, es porque a uno le importa mucho aquello a lo que acude. Por favor, acompáñame. —El sacerdote guió a Ryan hasta una puerta cerrada a la izquierda del recibidor, la abrió y lo invitó a entrar. Esta daba a unos tramos de escalera de caracol, tanto hacia arriba como hacia abajo. Era una estancia apenas iluminada por la luz del día filtrada por una cristalera en tonos ámbar y en forma de letra T—. Por aquí —señaló y empezó a bajar por la escaleras. Ryan lo siguió.
Al acabar las escaleras, donde había una estancia aún más oscura que la anterior, el padre se detuvo delante de una puerta muy ancha. El corredor seguía un poco más a la izquierda y se detenía en una puerta cuyo pomo redondo relucía en la penumbra. El sacerdote abrió la puerta que tenía delante y dio al interruptor de la luz. Ryan quedó sorprendido al ver el interior. Era una capilla, y estaba justo debajo del templo principal, aunque era mucho más pequeña.
—Esta es la capilla de los protestantes. Celebran su culto aquí —contó el padre caminando hacia el interior.
—¿Protestantes? —a Ryan le pareció algo bastante inusual—. ¿Esto no es una parroquia católica? —curioseó caminando despacio tras el sacerdote.
—Sí, lo es. Los benefactores que construyeron este maravilloso templo —empezó a explicar alcanzando el estrecho pasillo central entre las filas de bancos—, quisieron dar lugar al mismo tiempo a los hermanos protestantes del pueblo. Esta capilla —señaló la estancia—, viene a ser también un mausoleo —contó apuntando a la pared tras el altar, donde se veían tres encuadres de mármol con inscripciones en ellas—. Donaron este edificio a la congregación de los trinitarios y cedieron a los protestantes el derecho a celebrar su credo en esta cripta, con la única condición o más bien, la petición, de que se los dejara descansar en ella. Esta es su tumba.
—Vaya. No me habría siquiera imaginado.
—Este lugar es muy adecuado para hablar de lo que necesites —terció acercándose a uno de los largos bancos—. ¿En qué puedo ayudarte? —se sentó y ofreció asiento.
—Bueno —empezó a decir—, es un poco difícil de arrancar —admitió Ryan frotándose las manos con nerviosismo.
—Bien, tal vez esto te ayude. Conozco tu historia, Ryan. Tus padres y yo hablábamos mucho de ti —comentó el sacerdote mientras Ryan, quién no esperaba oír aquello, tomaba asiento anonadado en el extremo del bando al otro lado del estrecho pasillo, delante del padre.
—¿Qué es lo que sabe?
—Lo mismo que sabía Jackson y sabe Madelaine. Me habían dicho que vendrías a verme algún día. Al fin llegó ese día —manifestó el hombre con alegría. Ryan, sin embargo, se sentía más descolocado aún, pero partiendo de la ventaja de que el sacerdote ya conocía los entresijos de su historia, comenzó.
—Me, me ha costado mucho decantarme por esto, sabe. Pero es que no encuentro sentido por otro camino. Nunca he creído en lo sobrenatural, pero están pasando cosas, humanamente inexplicables delante de mis narices —comentó con tensión en la voz.
—Porque no creas en ello, no quiere decir que no sea verdad —simplificó el sacerdote—. Cuéntame lo que sucede. —Ryan asintió decidido a dar el paso.
—Veo y siento, por llamarlo de algún modo, cosas muy extrañas. Tengo sueños y pesadillas que se vuelven reales —contó con aprensión—. Los siento como si fueran recuerdos, pero no acabo de verlos como parte de la vida que he tenido —explicó con ademanes—. Veo monstruos, seres alados y lugares irreales a los que me veo transportado. Y veo a una mujer —añadió con un plus de solemnidad que al padre no pasó desapercibido—. Pero nunca veo su rostro.
—Háblame de ella —pidió el cura. Ryan centró su mirada en él encontrando en esa pregunta, su talón de Aquiles. Había ido allí a por respuestas, y sin dar explicaciones no las iba a obtener.
—Tengo dos sueños con ella, que se repiten constantemente —empezó a contar—. En uno voy hasta ella y me coge la mano. En ese momento la siento muy cerca. Como si fuera parte de mí. De mi vida. —El cura lo observaba como si estuviera relatando la historia más interesante del mundo y no solo unos sueños recurrentes muy confusos—. Pero en el otro sueño, el escenario cambia. La veo caer al suelo y aunque desee desesperadamente ir a por ella, la abandono, porque tengo un deber más importante llamándome al otro lado. Entonces echo a correr hacia algo en llamas. Cuando despierto de ese sueño, me siento asqueado de mí mismo y más solo que nunca.
—¿Cómo dices que se realizan las pesadillas? ¿Qué ocurre para que creas que se están realizando? —consultó el padre, como un médico en busca síntomas para diagnosticar una enfermedad.
—Pues, que, lo que ocurre en el sueño, empieza a ocurrirme en la vida real, o algo similar que acabo relacionando con el sueño. No obstante, también se manifiestan acontecimientos que no sueño. Como que alguna vez desperté en un lugar diferente al que recordaba. O lo de ayer, esas cosas consiguieron mandarme al hospital —contó. El padre mostró una expresión consternada ante sus afirmaciones— Acabé magullado y vapuleado. Pero lo peor de todo fue que no pude ver a nadie, no vi quién me atacó. ¿Cómo alguien que no veo puede herirme? —exigió saber—. ¿O cómo, alguien que no conozco puede influir tanto en mi vida como hace esa mujer sin rostro? Tiene que haber algo o alguien detrás de todo esto, porque no creo que esté delirando, ni soy un psicótico. Aunque a veces llegue a considerarme yo mismo así —terció bajando la voz que ya alcanzaba altos decibelios, reflejo de su desesperación.
—Mira, hijo, yo soy un sacerdote y por lo tanto te hablaré de aquello que conozco bien. Como sabrás he participado en exorcismos y puedo decirte con certeza, que sí, existen entes sobrenaturales, tanto buenos como los que no lo son —aseveró el padre con franqueza.
—¿Habla de fantasmas? —aventuró Ryan con una risita nerviosa, no queriendo aceptarlo aún.
—Bueno, tú puedes llamarlos como quieras. Yo los llamo ángeles y demonios. Seres del cielo y del infierno. —Ryan lo observó pensativo. Dudando de si creer o no en sus palabras—. Ellos rondan a nuestro alrededor, silenciosos, pero muy presentes. No los vemos, pero siempre están actuando en nuestras vidas —expresó. Lo que, sin poder evitarlo, a Ryan le sonaba a charla de autoayuda—. Y en cuanto a los sueños, te diré algo que en mi gremio tenemos en cuenta sobre ellos. Cuando un sueño te conmueve o perturba durante un lapso de tiempo anormal, es quizá por una intervención divina. Ryan, quizá esos sueños son avisos de lo que te pasará, o quizá sí sean tus recuerdos reprimidos. Pero los sueños no siempre son coherentes, suelen ser relativos o interpretativos. Dime, ¿desde cuándo te ocurre esto?
—Hará un año.
—¿Hace cuánto tiempo te encontraron los Sheppard?
—Fue en el ochenta y cuatro. En diciembre harán treinta y tres años. —El sacerdote se puso a pensar.
—¿No sacas nada a la luz? ¿No relacionas nada? —preguntó.
—No —respondió apenado. En ese instante, Ryan empezó a sentir una desagradable presión en la cabeza, se llevó la mano al puente de la nariz y presionó—. Espera —caviló recordando algo de aquel día—. Hay algo que me ocurre desde el principio y siempre ignoré.
—¿Qué es?
—Es como si alguien, o algo, me siguiera constantemente, pero se esconde de mi vista. Nunca le di su merecida importancia, por temor de volverme loco si lo reconocía. Pero últimamente lo noto con más fuerza.
—¿Qué sientes?
—Me siento —empezó a decir—, con esperanza —sonrió—. Es como un consuelo en momentos difíciles. Cuando más lo necesito, aparece un detalle que me calma.
—Quizá estés notando a tu ángel de la guarda —dijo el sacerdote sonriendo. Ryan lo miró de sopetón.
—¿Cree que puede ser la explicación?
—Bueno, si es así tienes mucha suerte. Pocos son los mortales que tienen la buena fortuna de poder sentir a su ángel —comentó el sacerdote. En ese momento el silencio del lugar se quebró al oírse un brusco portazo. Ryan sobresaltado miró hacia la salida.
—¿Qué ha sido eso?
—Mira Ryan, cuando actúan fuerzas divinas en la vida de uno —empezó a decir Peru ignorando el golpe y la pregunta de su visitante—, ellos lo hacen de manera discreta, oculta a nuestros ojos. Solo puedes percibirlos si ellos te dejan hacerlo. Sin embargo, cuando empiezas a ver cosas desagradables —señaló el sacerdote—, eso no tiene nada que ver con lo divino. Si no de lo contrario. Pero si percibes manifestaciones… a ver cómo te lo diría —divagó un segundo frotándose la barbilla—, combinadas, quiero decir entre cosas buenas y malas, es porque la fuerza con la que lucha tu ángel para protegerte es muy potente y no puede evitar mostrarse ante tus ojos.
—¿De quién intenta protegerme?
—La lucha de los ángeles siempre es en contra de sus enemigos eternos los demonios —manifestó con simplicidad. Ryan, sin embargo, no sabía cómo encajar aquello.
—¿Demonios? ¿Y qué qué querrían ellos de mí? —El hombre no contestó a su pregunta. Permaneció quieto, prácticamente sin respirar. Ryan lo observó con el ceño fruncido. Era como si el hombre se hubiera apagado—. ¿Oiga? ¿Padre Peru? —extendió la mano hacia él para azuzarlo, pero un movimiento de sus labios lo detuvo en seco, pareciera que estuviera hablando, pero su voz no se oía—. ¿Padre?… —volvió a llamarlo.
—Debes tener cuidado con lo que dices, Ryan —la voz del hombre salió de entre sus labios de repente, pero el movimiento de sus labios no coincidían con las palabras pronunciadas, como si una voz autómata saliera de él mientras él rezaba palabras insonoras—, o con lo que haces con respecto a todo esto —Ryan lo observó confuso y después miró a su alrededor, no entendía de dónde salía aquella voz—. Todo lo que dices y haces, será oído y estudiado por ellos para usarlo en sus sucios planes y artimañas contra ti. No debes hablar con nadie sobre esto —aconsejó la extraña voz. El padre seguía con la mirada fija en él, sin siquiera parpadear—. No desveles ningún pensamiento íntimo —Ryan tan solo negaba con la cabeza—. Nadie más que el santo padre conoce nuestros pensamientos ocultos. Los demás entes no pueden saber lo que pensamos a no ser que hablemos de ello. Si hay algo, que creas que el mal pueda usar en contra tuya, debes callarlo. —El hombre hablaba con temor, sus palabras sonaban a instrucción, y aún sin entender las razones, Ryan agradeció sus palabras.
—¿Y cómo puedo saber qué debo callar y de qué hablar?
—Seguramente ya lo sabes. Acude a la prudencia —aconsejó. Ryan se fijó en que su mirada se volvió trémula, parecía esforzarse para no desviar la vista—. No dejes que te engañen, el arma más poderosa del mal es jugar con tu mente. Aprende a diferenciar el bien del mal. Es muy importante que lo hagas, Ryan, porque el mal también se puede vestir de luz —advirtió con premura. Para ese momento, el hombre estaba siendo presa de unos espasmos nerviosos preocupantes.
—¿Se encuentra bien, padre?
De súbito, la mirada del hombre dejó de temblar y sus párpados se movieron con normalidad. Dirigió la vista hacia diferentes rincones de la estancia, buscando algo con disimulo, gesto que no pasó inadvertido para Ryan. Finalmente, el hombre lo observó con una tenue sonrisa en los labios.
—Sí —respondió a la pregunta como si nada. Aquella visita estaba resultando espeluznante para Ryan.
—Vale. Bueno, le agradezco profundamente que me haya recibido —empezó a decir poniendo fin a la conversación sobre lo sobrenatural. Ya había tenido suficiente—. Gracias por todos los consejos, las ideas se me aclararán seguramente. Oh, y déjeme decirle que leí su artículo en el suplemento dominical de, bueno, ahora no recuerdo la fecha, en la que decía que cuando una explicación científica ya no tiene cabida…
—Toca aceptar lo que todo el mundo niega —finalizó el padre.
—Sí. Por eso vine a verle. Todo lo que decía, era como si me lo estuviera diciendo a mí, resultaba curioso —murmuró levantándose del banco—. Sabe, hace dos días, si me hubieran hablado de estas cosas —indicó—, yo creería que son una panda de frikis. Pero ahora no, ahora me siento diferente.
—Siempre que me necesites, aquí estaré, hijo.
—Entonces quizá nos volvamos a ver pronto —consideró Ryan aún con la incertidumbre en el cuerpo.
—Te acompaño —indicó el sacerdote hacia la puerta.
Al salir de la capilla subterránea, Ryan miró hacia donde había visto aquella puerta con el pomo reluciente, tenía la intención de preguntar a dónde dirigía esa puerta, pero al mirar al rincón, no había más que una pared. Sin embargo, siguió al cura escaleras arriba sin decir una palabra. Aún estaba verde en el tema de lo sobrenatural, así pues, era mejor no alarmarse ante cualquier situación inusual que ocurriera.
—Qué elegante es el mozo que viene a visitarme —saludó Madelaine a su hijo. Sentada en el jardín del hospital, cerró su libro al verlo acercarse a ella. Ryan se sentó a su lado en el banco debajo de un frondoso sauce llorón. La brisa de la tarde mecía sus lánguidas ramas con dulzura, era como si todo el jardín conspirara para regalar paz y sosiego a sus residentes.
—Me cambiaré de ropa en cuanto pueda —terció él.
—Para una vez que te arreglas —comentó ella mirándolo con ternura—. ¿Has encontrado las respuestas que buscabas? —consultó notando su mirada puesta en la lejanía.
—Sí, lo he encontrado. Gracias por enviarme con él.
—¿Y de qué habéis hablado? —quiso saber ella. Ryan la miró con pena, pensaba seguir el consejo del sacerdote visto el esfuerzo que empleó para dárselo. Escena que por cierto, aún lo sobrecogía.
—Madre, lo siento, pero no puedo hablar de esto —se disculpó. Ella mejor que nadie, lo entendería.
—Lo comprendo —manifestó tomando su mano—. Solo te digo, que aquí me tienes para lo que necesites, vale...
—Vale —aceptó él besando la mano de su madre—. ¿Cómo te encuentras?
—Me siento cansada. Pero me abstuve de ir a la cama, no puedo estar tumbada siempre —comentó riendo quedo. Siguieron sentados debajo del árbol, charlando un buen rato más, hasta que ella ya no aguantó los dolores de su cuerpo y pidió ir a su habitación.
Madelaine estaba pálida y ya no era capaz de andar sola. No se pasaba el cepillo en el pelo porque le dolía ver cómo se iban cayendo debido al tratamiento. Aunque sonreía todo el tiempo, su mirada estaba cargada de melancolía y tristeza. Fingía estar bien emocionalmente, pero lo cierto era que estaba destrozada. Por las noches, cuando veía a Ryan dormido, se levantaba de su cama para arroparlo en el sillón y junto a él sollozaba, lamentando no poder ser de más ayuda para él.
Sin embargo, Ryan, cuando su madre le creía dormido y venía a arroparlo en el sillón, sentía morir al oírla sollozar con tanto dolor. Él conocía la fortaleza de Madelaine, y por eso se mantenía callado cuando se derrumbaba en secreto, ella nunca dejaba verse en ese deplorable estado, por tanto,Ryan respetaba esos momentos de catarsis en el silencio que ella necesitaba, por muy doloroso que fuera.
En cuanto llegaron a la habitación, Madelaine recibió una llamada de Camile desde el extranjero. Madelaine aún tomaba las decisiones más importantes de la empresa. Sam quiso saludar a su amigo y contarle que las olas en Brasil eran estupendas. Esa pareja era maravillosa, pensaba Ryan, agradecido de observar que habían arreglado sus diferencias. Al caer la noche, acompañó a su madre mientras cenaba. Más tarde, haciendo caso de su insistencia, se marchó a casa.
Dejó caer la bolsa de viaje en la cama de la habitación reservada para él en casa de Madelaine. Fue a la cocina a prepararse algo para cenar. Unos huevos revueltos con bacon a la plancha en medio de una gran barra de pan untado con mayonesa y mostaza. Al sentarse delante de su bocata pensó con gracia en lo que diría su madre al verlo cenar algo tan cargado de calorías. Al acabar recogió todo y se dirigió al salón. Encendió la tele, y apareció ante sus ojos un programa llamado, Los Cazafantasmas. Muy apropiado, se dijo con ironía. No tenía nada que ver con la película de esos cuatro tíos en monos que corrían detrás de espectros con unos aspiradores en la espalda. Estos eran tres tíos quienes al parecer iban en busca de lugares con presencia paranormal en la vida real, o eso decía en su intro. En este capítulo se encontraban en una fábrica abandonada de armas de fuego y munición. Enseñaban las imágenes con luz de visión nocturna y alegaban tener aparatos que detectaban movimientos de energía ectoplasmática que les facilitaba la localización de los entes. Hablaban al vacío y esperaban que los "fantasmas" contestaran para grabarlos. Él, sin embargo, llevaba años siendo acompañado de algo desconocido y no le había querido dar importancia. Pensar en ello hacía que se le pusieran los vellos de punta.
No obstante, se detuvo a pensar en lo que hacían esos hombres. ¿Será verdad lo que enseñaban en el programa? No se puede creer en lo que sale en la tele. Defendían que los fantasmas vagaban entre nosotros constantemente con asuntos pendientes. Y decían que algunas eran almas en pena condenadas a vivir en un lugar concreto, y era a esos a los que esos tipos buscaban, a esos condenados. Condenados, pensó. El padre Peru llamó a los entes que lo rondaban a él, como ángeles y demonios. Ryan cogió su móvil y se metió en internet. Escribió ángeles y demonios en el buscador.
Los ángeles son espíritus celestiales que se representan con alas para demostrar la prontitud con la que acatan la voluntad de Dios —leyó en un primer enlace—. Protectores de la humanidad. Mensajeros divinos —los llamaban. Los demonios son espíritus oscuros condenados al infierno. Su rey es el príncipe de las tinieblas llamado, Lucifer —leyó—. Son espíritus sembradores del caos y la destrucción, propulsores del mal y la muerte entre la humanidad, a quienes atormentan llevando a cabo así la maldición de la creación. Sí que tienen trabajo los demonios, calificó él.
Siguió buscando información. Visualizó un vídeo cuyo título resultaba curioso: ¿qué demonios pasa en esta carretera?, decía. En el vídeo, se veía una carretera que transitaba por un túnel y los coches que pasaban por allí, chocaban entre sí en un punto determinado del túnel. Era inverosímil el modo en que de la nada se desviaba el vehículo y chocaba contra otro, o al llegar a ese punto concreto, volcaba sin venir a cuento. Sin embargo, sentía lo mismo que con el programa de los cazafantasmas. Podría ser mentira. Estuvo bastante tiempo viendo vídeos similares sin acabar convencido de nada, hasta que acabó recordando algo de lo que dijo el padre Peru. Habló de exorcismos. Así que buscó vídeos sobre ello. Vio personas retorciéndose y hablando con voces distorsionadas. Había sacerdotes rezando y ordenando a gritos que los espíritus invasores abandonaran a las víctimas. Los llamaban, posesos. En esta ocasión, las imágenes le hicieron recordar uno de sus sueños, en el que alguien con una voz distorsionada como la del vídeo, lo amenazaba. Era mucha coincidencia.
Luego visualizó otros vídeos en los que hablaban sacerdotes. El maligno actúa indirectamente —decía uno—. Le es imposible apoderarse de buenas a primeras de un ser humano, debe haber un proceso antes, en el que el demonio procura engañarlo y convencerlo para que le deje entrar. Así también, no puede controlar la mente, sin embargo puede jugar con ella —aclaró—. El hombre no puede oír al demonio directamente, este se manifiesta con movimientos en el entorno —contaba el sacerdote. Movimientos, de eso he visto mucho, pensó Ryan. Siguió buscando en un intento de recabar más información, pero no veía más que sandeces, como el dichoso "coro de ángeles cantando". Escuchó unos segundos hasta decidir categóricamente, que ese coro no era más que un disco de cantos gregorianos puesto al revés.
Por más que buscaba, no acababa de resolver sus dudas. Debía aceptar que las respuestas no caerían del cielo delante de él. Abandonó la absurda búsqueda y apoyando los codos en las rodillas, se cubrió la cara con las manos frotándose con fuerza. Tras darse una ducha, se tumbó en la cama sin muchas ganas de dormir. Contemplaba el vago reflejo de las farolas de la calle, filtradas a través de las cortinas blancas de su habitación. Las ramas del árbol cerca de su ventana se dibujaban en el techo, formando sombras danzantes en la tenue luz. Era una imagen delicada, silenciosa, su armonía incitaba a cerrar los ojos.
Ryan ya se iba perdiendo en la inconsciencia, cuando de pronto percibió un movimiento ajeno a él. Parecía un bulto posándose sobre la manta que cubría sus pies. El peso del bulto se movió sobre la cama haciéndose sentir más arriba. Con otro movimiento, lo notó sobre sus piernas. Cuando el peso se hizo perceptible sobre su abdomen, Ryan cobró conciencia pero no pudo abrir los ojos. Sintió como aquel bulto se posó sobre su pecho. Luchó consigo mismo y consiguió despegar los párpados sin llegar a definir muy bien lo que veían sus ojos.
—¡Esto es culpa tuya! —reprochó una voz rasposa. Ryan acabó de despejar la vista y no pudo más que horrorizarse. Se trataba del padre Peru. O lo que quedaba de él. Las cuencas de sus ojos estaban vacías, como si se los hubieran arrancado de cuajo o le hubieran explotado en la cara bañándola de sangre. Ryan trató de incorporarse debajo del hombre, pero este lo retenía con una fuerza hercúlea contra la que no podía luchar. Con sus dos manos, el sacerdote apretó el cuello de Ryan. Lo estaba ahogando, lo estaba matando. Entonces Ryan inhaló con fuerza y abrió los ojos de par en par, despertando así de una pesadilla.
Cuando volvió en sí, observó que seguía en el salón. Se había quedado dormido en el sofá. Pero no recordaba haberse tumbado allí. Miró hacia el techo y observó el mismo reflejo de las ramas del árbol que vio en su habitación, más no recordaba haber apagado las luces del salón. Se sentó en el sofá sintiéndose mareado. El reloj marcaba las tres de la madrugada. ¿Puede haber algo más raro?, pensó. Sintió entonces un impulso extraño, abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla de inmediato. Lo intentó de nuevo.
—Hola… —pronunció. Su voz sonaba pastosa. Se aclaró la garganta y siguió—. ¿Eres un ángel o un demonio?... —Dios, ¿qué estoy haciendo?, pensó regañandose a sí mismo.
Sintió una leve brisa en el rostro y levantó la vista hacia la ventana encontrándola entreabierta. Recordaba perfectamente no haber tocado ninguna ventana en la casa. Las cortinas blancas se ahuecaban por el aire que entraba. Con pesadez se incorporó y fue hasta allí. Cuando cogió la manilla para cerrarla, algo allí abajo llamó su atención. Tres figuras estaban paradas junto al árbol de la acera cuyas ramas se dibujaban en su techo. No era capaz de distinguir a ninguno. Iban vestidos de negro absoluto, además las ramas del árbol y la oscuridad de la noche, no facilitaba la tarea. Sin embargo, cuando distinguió a una cuarta figura acercarse, Ryan casi se tiró por la ventana del quinto piso.
Era ella. La chica de los ojos turquesas. Eran sus cabellos, su andar. Sacó la cabeza por la ventana en un intento absurdo de acercarse un poco más. Las figuras oscuras se acercaron a ella a su vez y Ryan observó que llevaban capas negras con capucha en la cabeza, la vio a ella hablar con ellos con naturalidad. ¿Pero quiénes son esos? Pensó. En ese momento, uno de los encapuchados levantó la vista hacia arriba. Solo se veían sus labios y no tenían un aspecto normal. ¿Es que me ha oído? ¿Lo he dicho en voz alta?, pensó confundido. La figura oscura pronunció algo y los otros dos de negro también miraron hacia él. Tras lo que pareció una eternidad, la joven de blanco también levantó la cabeza. Y ahí estaban, los ojos turquesas que cautivaron su mente y su cuerpo. Ahuecó los labios cuando lo vio, parecía impresionada, o tal vez, asustada. Retrocedió un paso y Ryan anticipó su intención.
—Esta vez no —masculló—. ¡Espera! —exclamó hacia ella. Sopesó la idea de saltar por la ventana pero parecería un psicópata, así que corrió hacia la puerta y bajó las escaleras corriendo, más bien saltándose los tramos. Llegó al portal y salió a la calle escopetado. Bajo el árbol ya no había nadie. Caminó unas calles abajo, hacia donde la vio marcharse, impulsado por el ansia de verla de cerca. Unos minutos después, considerando la inutilidad de su búsqueda, regresó y se detuvo justo donde la vio.
—Tenía que haber saltado —murmuró—. Si estaba aquí mismo —lamentó. ¿Por qué habrá huido de mí? Volvió a mirar hacia donde la vio alejarse—. La próxima vez no te escaparás —prometió antes de volver a casa decepcionado. Si huyó de mí, es que tiene algo que esconder, resolvió. Te encontraré.
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Cuando la herían en una batalla, Arami perdía facultades, por tanto debía curarse. Había dejado pasar muchas horas humanas y no era conveniente para nadie. Tranquila respecto a la seguridad de Ryan, se dirigió hacia la fuente de la plaza de Moyua. Su vestidura blanca ondeaba con delicadeza al compás que marcaban sus pasos bajo el resplandor de las farolas cual estrellas sempiternas en la madrugada. De vez en cuando se despojaba de su armadura, aunque siempre estaba en guardia para proteger a Ryan. No pensar en nada más que en la guerra contra las huestes del mal, la hacían olvidarse de mirar un poco más allá. Llegó a la fuente cuya cascada la apagaban por la noche y se sentó en el borde. En cuanto sus manos tocaron el agua, como si encantada estuviera de recibirla, se iluminó con un suave tono azul, y podía apreciarse una tenue melodía dedicada a ella. La cascada artificial de pronto se activó y el agua brillante y cantarina le dedicó su magia galante.
Ella sonrió agradecida. Giró sobre el punto donde estaba sentada, hundió los pies en la fuente y descubrió sus heridas en los brazos y las piernas. Lentamente fue echándose el agua sobre ellas. En dos días tuvo más encontronazos con los demonios de los que quería mencionar. Primero en el muelle del embarcadero. Mientras ella luchaba contra el cabecilla en el agua, a Ryan lo rodearon. Fue un momento tormentoso para ella. Era una ardua tarea proteger a Ryan de tantos demonios a la vez. Incluso lograron herirlo. Y el don latente de Ryan se manifestó en un intento de hacerle ver a sus enemigos. Por fortuna ella llegó a tiempo. Cuando Ryan corría sin rumbo queriendo escapar de sus captores, ella absorbió su resistencia física y logró dejarlo inconsciente. Así solo se preocuparía de los demonios y no también de un humano desorientado que entorpecía la tarea de protegerlo.
Los demonios no hacían más que tratar de llevárselo. Son tan estúpidos, pensaba ella. ¿Es que no se daban cuenta de que en ese estado Ryan no les serviría para nada?... No podrían obtener la información que tanto anhelaban de él. Sin embargo, ella trataba a toda costa de evitar que él viera nada de ese mundo, solo suscitaría confusión en él y echaría a perder el proceso normal de reconversión.
Esos demonios daban honor a su nombre cuando peleaban, eran deshonestos, tramposos y siempre atacaban en grupos inmensos. Y cuando Arami creía que ya no podría con ellos, llegó la caballería.
Sotiria, Toroso y Coria eran sus fieles autodenominados, lacayos, por mucho que a Arami les repitiera, ellos no dejaban de tratarla como a su señora. Ellos eran unos proscritos, como lo era ella antes del indulto, también se rebelaron contra el régimen del mal como lo hizo ella en primer lugar. Esos tres llegaron un día y se postraron ante ella jurando su lealtad si ella les perdonaba, puesto que cuando aún eran demonios, todos se cebaron con ella para caer en gracia al Maestro, quien la odiaba a muerte por su rebeldía. Con la condición de que jamás se volvieran a postrar ante ella, Arami los aceptó a su lado. Así estos renegados del mal se convirtieron en sus compañeros de batalla desde hacía tantas centurias. Ninguno de los cuatro eran ángeles, pero definitivamente tampoco eran demonios.
Desde el momento en que Arami fue enviada para la misión de custodiar a Ryan, sus amigos la acompañaron desde lejos, a la espera de que ella los necesitara, puesto que aunque Arami los hubiera aceptado, el cielo aún los concideraba abominables, a pesar de eso, siempre que la veían sin poder continuar, ellos le tendían la mano y cuando ella les agradecía llamándolos: hermanos, para ellos ya era suficiente honor. Los proscritos seguían siendo espíritus malignos al no recibir la absolución como lo recibió ella, sin embargo, aunque muy poco a poco, se estaban convirtiendo por méritos propios, en criaturas menos oscuras.
—Menudo despliegue de luz y de color. He pensado en que si no es una estrella errante, debía de ser mi hermana —alagó Uriel apareciendo de repente junto a Arami.
Ella se volvió para saludarlo. Estaba ataviado con su armadura, el lienzo rojo atravesaba su pecho y posaba su mano sobre la empuñadura del sable. Su piel oscura resplandecía a la luz de sus alas desplegadas. Estas parecían dos lenguas de fuego a su espalda. Las fue replegando hasta hacerlas desaparecer—. Siento no haber venido antes —dijo observando las heridas de su hermana que se cerraban con demasiada lentitud, significado de que las dejó abiertas demasiado tiempo—. Me siento un mal hermano.
—Si tú eres un mal hermano, ¿en qué término me posicionas a mí? —comentó ella remojando sus heridas.
—No me gusta que hagas esas alusiones. Es como si te recreases en ese pasado oscuro e insufrible. Eso tiene nombre, se llama, autoflagelación.
—Nadie ha caído más bajo que yo, Uriel —dijo con franqueza—. Así que jamás creeré, que mi querido hermano, sea un mal hermano solo por no venir corriendo a curarme las heridas, como si no tuvieras más diligencias que atender —determinó.
Concentraba sus esfuerzos para sanar la brecha más pronunciada de su antebrazo mientras recordaba la llegada a casa de Ryan, de un bando diferente al del muelle dispuesto a cargar contra él. Arami, desesperada por la situación, debiendo sacar a Ryan y a su recién llegada visitante de allí, decidió hablarle de nuevo, ordenándole salir de casa de inmediato. Ryan tenía miedo, lo sabía por su expresión, pero hubiera sido peor que no saliera de casa con todos aquellos demonios amenazando su vida cual hienas a por un cachorro de león. Ella cargaba ya demasiadas heridas encima, y era consciente de que esa misma era la razón por la que Ryan pudo oírla con tanta claridad, sin que siquiera tuviera que esforzarse para ello. En los seres celestes, ocurría algo similar que en los humanos cuando enfermaban. En el caso de los ángeles, cuando estaban heridos, se hacían más evidentes, perceptibles a los ojos humanos. Cuanto más débil estaba Arami, más fácil lo tenía Ryan para sentir su presencia. Si bien sabía que su acción tendría repercusiones más tarde, siendo la segunda vez que le hablaba, además de que Ryan empezaría a cuestionarse, no podía preocuparse de eso en aquel momento, había un grupo numeroso de demonios campando a sus anchas en esa casa y debía expulsarlos.
Los tres caballeros al servicio de su majestad, llegaron y la ayudaron a deshacerse de los perros del infierno. Con unos demonios exterminados y otros dados a la fuga, Arami envainó su espada sintiendo un incremento en su desgaste. Languidecía rápidamente. Pero obligando a su entidad a reponerse, salió tras Ryan que en aquel momento se encaminaba junto a Madelaine.
Estuvo cerca de su posición a cada segundo, vigilando que no aparecieran más enemigos. Sin embargo, esa noche, cuando Ryan adormeció en el sillón de la habitación del hospital donde su madre ya pernoctaba desde horas antes, él empezó a experimentar una manifestación de uno de sus sueños como tantas otras veces. Era habitual en él pasar por esos trances, sobre todo últimamente, considerando que estaba en la recta final de su reconversión. Arami debía actuar antes de que Ryan cayera al suelo y volviera a abrirse la cabeza, o peor, despertarse. Las prioridades eran las prioridades, independientemente de la gravedad de estas. Arami estaba tan débil que siquiera pudo traspasar la puerta cerrada de la habitación del hospital, tuvo que abrirla como los humanos. Se paró en medio de la habitación y desplegó sus alas inmensas, acercándose a él lo justo para no tocarle. Los humanos se volvían más sensibles cuando dormían, por eso se repercutían en sus sueños todo aquello que sentían. Y siendo Ryan, Arami no podía fiarse de que todo quedara en un sueño con él.
Al arrimarse a él, sintió una punzada de dolor. Pero no era ninguna de sus heridas de batalla. Este dolor era más fuerte y no se podía curar como las otras. Era persistente, incesante, era lo que los humanos llamarían, el dolor de un amor imposible. Suspiró tragándose la amargura indecible que suponía aceptarlo. Batió las alas con suavidad, un movimiento delicado pero aún así efectivo para el cuerpo de Ryan que descendía empujado por la fuerza repelente creada por ellas. En cuanto lo tuvo de vuelta en el sillón, sano y salvo, se dirigió a la fuente del jardín del hospital.
Con tan poca fuerza en su cuerpo, prácticamente se dejó caer en el agua. Estaba a punto de amanecer, el tiempo de cura no sería suficiente, pero permaneció allí hasta que el primer rayo tímido de sol tocó su rostro, disculpándose con ella por no poder darle más tiempo. Se incorporó de la fuente a sabiendas de que sus heridas volverían a abrirse en poco tiempo. Recorrió los jardines concentrando su atención en Ryan. Se había despertado y hablaba con Madelaine, entre otras cosas, de ir a hablar con un sacerdote llamado, Peru Urbizu. Arami lo conocía, era un buen soldado terreno del padre, un siervo muy fiel.
Más tarde, durante la reunión del sacerdote con Ryan, una legión de demonios se congregó en el exterior del lugar. Estaban pendientes de oír hablar a los hombres. Arami pidió ayuda a sus amigos proscritos para poder protegerlos. En cuanto Urbizu y Ryan entraron a la cripta, un manto oscuro de espíritus malignos se arremolinaba sobre la parroquia, pero así también, un numeroso grupo de proscritos, seguidores de Arami, lo custodiaba. Ella dejó a Ryan hablar libremente con el sacerdote sobre sus dudas existenciales, pendiente del momento en que hablara demasiado. No podía dejar a los demonios enterarse de sus pensamientos más profundos. En un momento dado, la tranquila conversación se vio interrumpida por un sonoro golpe. Resulta que uno de los proscritos había embestido a un demonio que logró colarse en el templo. Ryan lo percibió y Arami decidió que era el momento de acabar la reunión, así que impuso una mano en la cabeza del sacerdote y lo hizo hablar por ella. Explicó a Ryan que había cosas de la que era mejor no hablar. Y le aconsejó no dejarse llevar por el pánico. Cuando liberó a Urbizu, definitivamente, Ryan, notó la diferencia en el comportamiento del sacerdote, pero lo consideró un mal menor.
Se dirigió a la puerta para cerciorarse de que no hubiera enemigos al acecho, mientras asía con firmeza la empuñadura de su espada asomada por su hombro izquierdo. Al caer la noche nuevamente, Ryan fue a casa de su madre, donde llevó a cabo actos cotidianos de un humano. Comer, limpiar y sentarse delante de la brillante pantalla del televisor. Más tarde hizo lo mismo con una pantalla más pequeña, el teléfono móvil. Hasta que se quedó dormido en el sofá. Ella lo contemplaba apoyada en la ventana. Decidió que ahora que Ryan dormía, era el momento de ir a curarse. Dejó la custodia de Ryan a cargo de sus fieles caballeros, quienes gustosos acataban sus órdenes dadas con excesiva amabilidad. Así es cómo estaba allí ahora. Curándose en la fuente de la plaza.
—¿Por qué no has ido directamente al mar? —increpó Uriel.
—Hemos tenido bastante movimiento por aquí, así que entenderás que no me fie de estos conatos de tranquilidad. No son más que lapsos de falsa calma.
—He ido a casa, sabes.
—Sí… —musitó ella con tranquilidad aparente. Cuando sabía que el anuncio de Uriel vendría seguido de un reproche. Y con reproche, se quedaba corta.
—Me han mandado preguntarte, qué pretendes trabajando con esos demonios despreciables —soltó con repulsa. Arami se echó a reír.
—Han tardado mucho en "preguntar" —terció enfatizando la palabra con una mueca de burla.
—¿Por qué lo haces, Arami? —cuestionó liberando su parecer.
—¿Por qué les odias? —increpó ella a su vez incorporándose.
—Porque son abominables. ¿Cómo puedes tú estar cerca de esa escoria?
—No los llames así, no en mi presencia —avisó poniéndose de pie—. Están arrepentidos, son lo que los humanos llamarían, convertidos a la fé.
—Pseudo convertidos —señaló el ángel—. ¡Siguen siendo demonios!
—¡Yo también lo fui! Y me aceptaste de vuelta. ¿Porque a ellos los repudias?
—No soy solo yo. Es toda la corte —anunció él—. Están diciendo que no demuestras ser uno de los nuestros si te juntas con ellos.
—Uriel, me tiene sin cuidado que los de arriba me consideren o no una de vosotros. A mí me perdonó el padre, es lo único que me importa —recalcó.
—Yo sí te considero uno de los míos —replicó Uriel, afectado.
—Pues al rechazarlos a ellos de ese modo tan categórico, siento que me rechazas a mí también.
—No puedes compararte con ellos, Arami —advirtió en un hilo de voz.
—Para mí son mis hermanos, y lo seguirán siendo —zanjó ella.
—Venga ya, Arami. ¡¿Después de todo lo que te han hecho?!
—Esto es por mi culpa —terció ella lamentándose—. No tenía que haberte contado nada de eso. Ahora los estás rechazando por mi causa.
—¿Rechazarlos por tu causa? Los rechazo porque son demonios, Arami —determinó.
—¡Ya no son demonios, Uriel!
—No han recibido la absolución. Para mí eso es lo que cuenta —determinó él—. Además, ¿cómo sabes que es verdad? —preguntó acercándose a ella—. ¿Cómo sabes que no es una argucia de su jefe y que no acabarán traicionandote? —reclamó. Arami se cruzó de brazos y lo miró con gesto severo.
—¿Cómo sabes tú que yo no lo haré? —formuló certera. Uriel enmudeció. La observó de un modo críptico, podría decirse que hasta sombrío. Una mirada, que Arami, encontró extraña en un hermano celeste, puesto que era más propia de los del otro bando.
—No lo sé. Tan solo confío en tí. Porque te conozco. Porque te quiero —expresó Uriel, pero su tono de voz no expresaba lo que hacían sus labios. Arami lo achacó a su contrariedad, no obstante, no acabó de convencerla ese pensamiento. Aún así, se guardó sus impresiones.
—Ya tienes tu respuesta —se limitó a decir respondiendo así al cuestionamiento del ángel.
—Arami —empezó a decir Uriel, cuando una palma levantada de su hermana detuvo sus palabras. Ella se giró bruscamente hacia la situación de Ryan, atenta a algún aviso que solo ella pudo oír.
—Un acontecimiento atroz acaba de suceder —dijo en un suspiro. Uriel esperó expectante—. Un Therion —musitó antes de apartarse de la fuente y desplegar sus alas como en una exhalación para salir disparada hacia donde se encontraba Ryan. Vio a los tres encapuchados parados bajo un árbol junto al edificio de Sheppard. Aliviada de que no hubiera ocurrido nada por allí, suspiró dejando que el susto se disipara. Se posó y caminó tranquilamente hasta ellos.
—¿Qué ha pasado? —consultó
—Los Therion, eso ha pasado —gruñó Toroso.
—Aparecieron en tropel. Bloquearon nuestra entrada —contó Sotiria.
—No hemos podido detener su ataque, mi señora —lamentó Coria en sus característicos susurros.
—No me llames así, Coria, por favor —pidió como tantas veces—. Y en cuanto a la baja del humano, estoy segura de que habéis hecho todo lo posible —consoló apoyando una mano en el hombro de Coria.
—¿Dónde está el pajarito en llamas? ¿No ha querido saludar a la escoria? —preguntó Toroso con resentimiento, sabedor de que había estado con ella junto a la fuente.
—No está preparado aún para aceptaros —disculpó ella el eterno desplante de su hermano—. Y tú mejor que nadie deberías entenderlo, Toroso —reprendió ella al conocer la difícil adaptación de Toroso a la vida sin maldades. El único de los tres a quién aún se le iba la mano a la hora de castigar.
—Creo que tenemos compañía —interrumpió el tercero llamado Sotiria. Los otros dos proscritos siguieron la dirección de su mirada hacia lo alto del edificio.
—Oh, oh… —musitó Coria. Arami, con aprensión siguió la dirección de la mirada de los tres. Y ahí estaba, su peor temor haciéndose realidad. Ryan Sheppard la estaba viendo junto a sus tres compañeros que debían ser invisibles a sus ojos humanos. En un impulso desesperado, hizo lo único que la alejaría de él y sus ojos indiscretos rápida y efectivamente. Echar a correr.
—¡Espera! —gritó él desde arriba antes de desaparecer en el interior.
—¿A vosotros también os dio la impresión de que iba a saltar? —consultó Toroso aún mirando a la ventana.
—Sí —contestaron los otros dos al unísono.
Para cuando Ryan llegó al portal del edificio, Arami y los proscritos ya estaban lejos de su alcance. Aún así, él la buscó con ahínco hasta que, breve tiempo después, abandonó su inútil búsqueda y regresó a casa. Arami se había refugiado en la habitación de Madelaine en la misma casa donde Ryan estaba. Sentía su corazón partirse en dos sobrepasado por la pena de no poder ayudarlo, de dejarlo solo con su confusión, huyendo de él como si de un malhechor se tratase. Todo lo que podía hacer por él en ese momento, era intentar no dejarse oír.
En la habitación, a oscuras, sentada en la alfombra gris, con sus alas lánguidamente desplegadas, el ángel sollozaba intensamente. Ryan no debía verla, no debía saber de ella durante la misión. Y en cuanto todo estuviera en su debido orden, ella sería desplazada de su lado para no volver a propiciar ningún acto semejante. El final de su custodia a Ryan Sheppard se acercaba, y esa noción la destrozaba, la hacía sentir endeble y a veces hasta pusilánime, sentimientos inadmisibles en un soldado, pero ahí estaban.
Cuando visualizó a Ryan volver a casa, observó que tenía la mirada perdida y hacía muecas que reflejaban aquello que discurría en su mente. Arami llegó a conseguir descifrar algunos de sus pensamientos estudiando con detenimiento sus facciones. Lo conseguía poniéndose delante de él, observándolo muy de cerca. Pero vistas las circunstancias, quizá ya nunca más iba a poder ponerse delante de él para estudiar sus facciones, o simplemente para tenerlo un poco más cerca. Y tal vez era lo mejor. Puesto que cuando lo hacía, le inundada el cuerpo un ansia terrible de tocarlo, y cuando eso sucedía, se ordenaba a sí misma alejarse de él. Y eso le dolía, tanto como arder en el infierno.
Escuchó atenta los movimientos de Ryan en la habitación contigua. Se había tumbado en la cama, y dejó caer sus botas sobre la alfombra. Un suspiro. Ni una sola palabra. Un humano normal no soportaría tanta carga en silencio. Algunos hablaban solos buscando respuestas. Otros escribían. Y en un caso desesperado buscaría a otro humano con quien hablar. Pero Ryan lo único que hacía era hablar con su amigo Sam, el psicólogo, sin acabar de decirle nada en concreto. Algunos humanos conocían su realidad pero ni siquiera con ellos Ryan compartía nada de lo que realmente lo atormentaba. No obstante, aunque le doliera verlo tan perdido, Arami sabía que no debía hacer nada por él más que protegerlo, hasta que él pudiera hacerlo por sí mismo.
La orden fue clara a ese respecto: Serás su ángel guardián. Y mientras lo seas lo protegerás con tu existencia. No te mostrarás, no te manifestarás, no tomarás contacto alguno con él, a no ser que se trate de un caso de extrema necesidad. Tienes prohibido tomar forma humana para hablar con él. Deberás tomar todas la precauciones debidas para mantenerte oculta a sus ojos. El día en el que se haya acabado el tiempo establecido por ley, te apartarás de su camino sin mirar atrás. Acata estas ordenes y demostrarás con ellas que quieres caminar en la luz. Desobedecelas y tomaremos medidas contra tí, de inmediato. Con estas palabras los Dictaminantes le entregaron su espada y el lienzo que una vez ya le habían pertenecido. Sus órdenes tenían tanto peso, que se le desgastaban las fuerzas tan solo con recordarlas. Añadido a eso, estaba el problema de todo lo que estaba ocurriendo con Ryan sin que ella pudiera evitarlo. Y cuanto más lo pensaba, menos sentido tenía. No podía ser obra de los de arriba porque lo que ocurría, comprometía la misión y tampoco que lo hicieran para probar su lealtad, porque sería actuar contra sí mismos. Por más que pensara en ello, no hallaba respuestas. No obstante, considerando sus órdenes, no era el por qué de aquello lo que debería estar causándole inquietud, sino evitar que estos mismos acontecimientos tuvieran repercusión.
Pensó en el factor principal, el reactor de todos sus males. Ese vestigio de humanidad que tenía dentro de sí. Razón por la que lloraba, sufría, amaba y odiaba con mayor intensidad que cualquier otro ente no humano. En ese instante sintió que Ryan cayó en sueños. Consiguió hacerlo al fin después un largo rato exhalando suspiros y emitiendo bufidos, que Arami sabía con exactitud, eran por ella, no necesitaba leerlo en su rostro para saberlo. Todo estaba saliendo al revés de cómo debía suceder. Los humanos no podían percibir a los ángeles o a los demonios a no ser que estos se manifestaran de alguna forma perceptible para ellos. Y menos podían verlos. Aunque eso no se cumplía con los demonios, ellos sí se dejaban ver con mayor asiduidad. Sin embargo, existía en el mundo una capacidad especial entre algunos humanos, en los que podían ver a los seres sobrenaturales sin necesidad de que estos hicieran nada para dejarse ver. Pero solo había uno entre cien mil humanos y Arami estaba segura de que Ryan, por su naturaleza, no podía ser uno de ellos. Quizá la explicación fuera que Ryan era especial y todo ocurriera por algo que salía de él, y eso significaba que la situación era más complicada aún.
Pero, pasara lo que pasara en adelante, ella se mantendría al lado de Ryan para protegerlo. Y mientras dependiera de ella, él jamás la vería. Era lo mejor para él y lo mejor para todos. Debía enmendar un error cometido al principio de todo aquello y no cesaría en sus esfuerzos hasta conseguirlo.
Lo ocurrido al principio afectó a muchos y no dejaría que nadie más cayera por su culpa. Decidió considerar que lo que le ocurría no era más que una debilidad y las debilidades había que superarlas. Por su existencia que lo intentaría.
Pero, ¿será capaz de lograrlo?...
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