IX
¿Final o principio?
El pitido de la máquina que monitorizaba las pulsaciones de Madeleine, su aspecto esquelético, el verla tiesa en la cama, sin apenas poder hablar, se convirtieron en el cúmulo máximo que Ryan podía soportar. Aunque estaba con ella en la habitación, no la miraba. Era demasiado triste. Habían pasado ya tres semanas desde aquel susto terrible de la metástasis múltiple. No habían podido convencerla para ir al hospital y practicarse un reconocimiento para así determinar con exactitud lo que le había pasado, ella simplemente se negó sosteniendo que era una pérdida de tiempo dado que no cambiaría el final de la historia. Herranz y Ryan no insistieron más, se habían quedado sin argumentos. No obstante, Herranz estudió los signos y síntomas del episodio y emitió un diagnóstico empírico con ellos diciendo que el tumor cancerígeno, se había apoderado de sus pulmones de un salto y con saña, como una hiena que saltaba a por la carroña. El cáncer de Madelaine avanzaba a pasos gigantescos, con una velocidad e intensidad que los exámenes de hacía cuatro semanas no informaron, pensaba Ryan. La enfermedad seguiría propagándose hasta apoderarse de todos los órganos vitales de su madre y nada podía hacer la medicina para detenerlo. Ella estaba sufriendo, cada día que pasaba se incrementaba un poco más que el anterior. Verla retorciéndose de dolor hacía a Ryan desear su descanso, no obstante, luego se arrepentía porque estaba seguro de que no quería despedirse de ella para siempre. Aún no. Los exámenes habían determinado cuarenta y cinco días de vida para Madelaine. Habían superado ya veintiocho. Quedaban diecisiete.
Ryan esperó a que llegase Camile a casa de Madelaine. Después de dar un tierno beso a su madre en la frente, salió de casa. Tenía que hacerlo. La presencia constante de la sombra de la muerte allí lo estaba ahogando en la más absoluta tristeza. Se puso a caminar sin rumbo una vez más, hasta que acabó siendo embargado por una necesidad. Buscó una estación de metro y cogió el primer tren que apareció con dirección a Getxo. Se sentó en uno de los bancos rojos contrapuestos y clavó su mirada en la amplia ventanilla. Las primeras estaciones al salir de la ciudad eran subterráneas, pero pronto saldría a la brillante luz de la tarde y contemplaría desde el tren, el curso de la ría, como un anticipo de lo que iba buscando. Bajó en la estación de Neguri y caminó hasta divisar el objeto de su viaje. La inmensidad del mar, con su superficie perlada de reflejos del sol en su cenit.
Nunca pudo disfrutar de la tranquilidad de una vida normal. Su existencia se parecía más a la de esos agentes secretos que protagonizaban películas. Siempre escondiéndose, mintiendo y enfrentándose a sus enemigos. Aunque en su caso, él nunca vio a esos enemigos, eran más misteriosos de lo que él mismo lo estaba siendo hasta con sus seres queridos. No obstante, cuando ya no soportaba fingir, escapaba de todo y de todos, y corría en busca de un lugar donde ser él mismo, donde nadie le hiciera preguntas y no tenía que mentir. Por eso siempre estaba viajando, tan solo buscaba un poco de paz. Y uno de esos lugares en los que la encontraba, era el mar.
Caminó calle abajo hasta llegar a la zona peatonal, el paseo del puerto. Siguió adelante a sabiendas de que a tan solo una calle a su izquierda, estaba la calle Zugazarte donde tenía su casa, pero no quería ir a casa, quería quedarse junto al mar. Entonces sus pies lo llevaron nuevamente hasta el Embarcadero, ese lugar donde hacía poco le había pasado algo inexplicable y terrorífico, pero al que aún así, no pudo evitar acercarse, ignorando todo pensamiento. Alcanzó una de las escaleras que servían de acceso extra a los que embarcaban en sus veleros y canoas más pequeñas junto al muelle, y bajó por esta hasta alcanzar el escalón hundido en el agua sentándose allí para contemplar el mar. En cuanto lo hizo, sintió caerle encima todo el peso de su desgracia, desgarrando su corazón.
No tenía fuerza alguna. Parecía que estuviera cayendo en pedazos y no había nadie que viniera a juntar los trozos de su vida para poder arreglarlo. La única que podía hacerlo estaba tumbada en la cama luchando contra un cruel enemigo, luchando por vivir un día más. Soltó un bufido apesadumbrado. La incertidumbre sobre lo que vendría a continuación se prendía de sus entrañas con garras de hierro. No podía conmensurar todo lo que perdería con la partida de Madelaine. Todo lo que tenía y conocía, moriría con ella.
La desesperación se volvió cruel con él, sentía que había tocado fondo y no había modo de salir de él. ¿O tal vez había una manera? Recapacitó. Una ínfima luz se encendió en la inmensa oscuridad de su alma entristecida. De pronto se sintió inspirado y vio llegar el momento de acudir a esa parte de la vida que Madelaine y Jackson compartían y él respetaba, pero nunca compartió con ellos. Se vio a sí mismo acudiendo a aquel en quien se negaba a creer. O por lo menos pensaba que no creía.
Si estás ahí, si puedes oírme. Me han dicho que no hacía falta pronunciar palabras, tan solo pensar en ellas. Pues ahí van. Sabes lo que tengo dentro, conoces mi congoja. Por favor, dime si mi vida vale la pena, si debo seguir intentando buscar respuestas. No sé nada de mí mismo, no sé lo que soy o quién soy. No comprendo nada de lo que me sucede. Por favor, por favor, te ruego que me ayudes…
Pidió cerrando con fuerza los ojos. Unas lágrimas amargas escaparon de sus párpados sellados.
Ayúdame… Ayúdame… Ayúdame…, repetía con los puños crispados sobre las rodillas. Demuéstrame que sirve de algo hacer esto, retaba. Vamos, no tengo a nadie más en la vida, no sé qué hacer, rogó. Delante de ti no puedo fingir, esto es todo lo que soy, tú me conoces mejor de lo que yo lo hago… ¡Dime algo, haz algo! Te lo suplico…
No recibía más que la brisa del mar en su rostro y la quietud de su entorno como respuesta. Suspiró y dejó de intentarlo. En ese instante, un tenue escalofrío recorrió su piel al recibir una ráfaga de aire más frío. Abrió los ojos sintiéndose estúpido ante su insensato arrebato, pero se encontró con una sorpresa. El día se había esfumado, ahora era la noche la que le hacía compañía.
Sin poder comprenderlo, dejó el escalón y subió al paseo, buscó en su bolsillo el móvil y vio la hora, eran las veinte treinta. Sus ideas no fluían, estaban estancadas, sin salida para encontrar una explicación. Empezó a sentir frío debido a que sus zapatillas se humedecieron con la subida del mar al anochecer. Decidió ir a su casa a cambiarse de zapatillas antes de volver a la ciudad. Me habré dormido, pensó mientras se encaminaba en dirección a su calle a través del acceso entre bloques de edificios. Una nueva brisa recorrió esta vez su nuca. El escalofrío no tenía nada que ver con la temperatura del ambiente. Esta vez era un estremecimiento nervioso. Detuvo sus pasos y volvió el rostro hacia atrás buscando una razón por la que podría sentirse así… Y la encontró.
Al final del muelle, reclinada en las barandillas y mirando con fijación hacia las montañas del otro margen de la ría, estaba ella. Ryan no daba crédito a lo que sus ojos veían. Era ella indudablemente. Vestida de negro, sus ropas ondeaban en la brisa ligera del anochecer. Estaba de espaldas al mar. Apoyaba las manos en la barandilla detrás suyo. La farola iluminaba su brillante y larga cabellera castaña y de corte desigual, mechones sueltos bailaban en el viento desfilando por su rostro. Aunque no veía sus ojos, sabía que era ella. Ryan caminó hacia allí con decisión pero cauteloso, como atraído por la potente fuerza de un imán contra la que aplicaba el freno para no ir de lleno y chocar contra ella. Poco le faltaba echar a correr para alcanzarla de una vez, pero se contuvo. Sin embargo, cuanto más se consumía la distancia, apremiaba el paso para llegar hasta ella. Directo, sin detenerse, esquivando a la poca gente que permanecía en el paseo sin quitarle ojo de encima. Su respiración se aceleraba mientras se prometía no dejarla escapar esa vez. Y no tiene ninguna escapatoria. A no ser que se tire al agua y huya nadando, pensó. Unos pocos pasos más solamente... Tres, dos, uno... y se detuvo.
Ella seguía mirando en otra dirección. No se percató de su llegada. Ryan se acercó un poco más, deteniéndose a solo dos pasos de ella. De pronto, se quedó sin palabras. No sabía cómo dirigirse a ella o qué decirle primero. Suspiró hondo intentando relajarse y ella parpadeó. Genial, has respirado muy fuerte, se recriminó él. Lentamente la joven giró el rostro en su dirección. Fijó sus hermosos ojos turquesas en él y Ryan sintió que el corazón se le iba a salir del pecho. Se obligó a reaccionar.
—Hola —se oyó decir un tanto ahogado. Cuando buscaba la siguiente palabra en el vacío en el que se convirtió su mente, la reacción de la joven lo hizo atascarse aún más. Ella lo observó con una mezcla de expresiones muy dispares. Primero entornó los ojos y lo observó como si estuviera dudando de lo que veía. Luego movió la cabeza de un lado a otro como queriendo comprobar si él la seguía con la mirada. Ryan acompañó sus movimientos en todo momento. Era extraño. Luego entreabrió los labios y tomó aire para hablar pero se detuvo. Medio segundo después, volvió a intentarlo.
—¿Me hablas a mí? —inquirió con renuencia. Ryan encontró graciosa su expresión y la pregunta, ya que era evidente que sí estaba hablando con ella. Sonrió quedamente y contestó.
—Ehm, sí —afirmó. Al momento de pronunciar el sí, fue como si a la joven le hubieran echado un balde de agua fría en la espalda. Trataba de esconder su estupor mirando hacia otro lado, pero era demasiado evidente. Ryan seguía encontrando graciosa su reacción—. Te he visto algunas veces por ahí. Y sé que tú me has visto a mí también —lanzó la acusación que desde hacía tiempo quería hacer—. Y debo decirte que desde la primera vez, me ha dado la impresión de que nos conocemos de algo —dijo buscando su rostro—. Para que lo entiendas, sufro de amnesia —simplificó. Ella volvió entonces el rostro hacia él, sin dejar de aferrarse a las barandillas. Al oír aquello, a Ryan le dio la impresión de que la joven suavizaba su expresión de pánico.
—Amnesia —murmuró ella como si de pronto hubiera dado con la solución a un problema matemático.
—Sí, hace años que busco respuestas y la única vez que tuve la seria impresión de encontrarla. Es cuando te vi —se atrevió a decir. La joven soltó su agarre de las barandillas y Ryan preocupado porque esta saliera corriendo, movió un paso y se interpuso en su camino. Ella lo notó, Ryan intentó entonces desviar su atención—. Me llamo Ryan, ¿y tú?... —la joven parecía debatirse entre quedarse o largarse. Ryan se preguntaba con voraz curiosidad, qué la empujaba a irse o la motivaba a quedarse, mientras en los preciosos ojos de la joven leía el miedo.
—Arami —musitó y desvió la mirada. Ryan sintió en ese instante retumbar en su cabeza aquel nombre. Arami… Arami... Como si reververase dentro de un salón grande y vacío, el grito de alguien al llamarla por ese nombre: Arami. Sus nervios chispeaban como un cable suelto de alto voltaje rebotando contra el suelo. De pronto, sin venir a cuento, la tensión de Ryan bajó hasta los talones y fue presa de un fuerte mareo. Echó mano de la barandilla para evitar caer de bruces—. ¿Qué sucede? —apremió Arami con preocupación acercándose a él en un movimiento reflejo. Ryan notó el mareo amainar poco a poco. Suspiró y levantó la cabeza encontrandola muy cerca suyo. Ella, impresionada, se alejó de inmediato—. ¿Te encuentras bien? —preguntó evitando mirarlo.
—Sí —respondió sonriendo a su pesar—. Debe de ser porque llevo un tiempo sin dormir —comentó.
—No deberías hacer eso. Los humanos necesitan descansar —apuntó. Ryan la miró extrañado por su comentario. Ella volvió a desviar la mirada aclarándose la garganta.
Una suave ráfaga de viento atrajo hacia él el aroma de sus cabellos. Ryan ya estaba luchando por mantenerse cuerdo delante de aquella enigmática joven, pero al percibir su perfume, una mezcla de flores de vainilla y miel, tan solo un fino hilo, bastaron para ganarle la batalla. ¿Qué significaba aquello? Se trataba del mismo perfume que percibía de forma esporádica, especialmente tras los acontecimientos extraños que siempre le sucedían. ¿Era su perfume? ¿Quiere decir que ella es una especie de ángel que me protege de los peligros y yo siempre percibo su presencia oliendo este perfume? ¿O es que el perfume me persigue como una maldición que adelanta el mal augurio? Se cuestionaba él, divagando por locuras que solo una mente enferma como la suya podría elucubrar. Y en ese mismo instante, el aroma del perfume lo transportó a otro lugar, como llevado hasta allí por una especie de fuerza superior, presentando ante su ojos la visión de un lugar maravilloso.
Estaba en un jardín, bañado con colores del crepúsculo dorado, se vio a sí mismo de pie detrás de una persona igualmente vestida de negro, como lo estaba ella allí junto a él. Entonces, así como llegó, la visión se esfumó, tan de golpe que todo se volvió negro en su mente y volvió el mareo. Ryan intentó abrir los ojos para escapar de la oscuridad, pero aún así, esta lo teñía todo de negro. Recordó haber perdido la visión en ese mismo muelle no hacía mucho y despertó en él el temor hacia un nuevo ataque de aquellas sombras amorfas. De un momento a otro ya no sabía en qué posición se encontraba su cuerpo, se sentía como aquel día en la habitación de Madelaine en el hospital, totalmente fuera de su propio control. De súbito, esa misma sensación de ingravidez se desvaneció dejándolo estático en la oscuridad más absoluta.
No sabría decir cuánto tiempo habría pasado allí dentro cuando otra visión se presentó poco a poco ante sus ojos. Se encontró observando un suelo de color marfil, pulido y brillante. Podía ver su propio reflejo a sus pies. La luz del lugar era muy intensa. Había dos personas allí con él. Hablaban entre ellas, pero él no lograba entenderles, percibía solo murmullos, sonidos ahogados, como si los oyera desde el otro lado de una pared. Ryan no se sentía capaz de levantar la cabeza para observarlos. Una de las personas allí presentes, le inspiraba un respeto inmedible y tan solo podía agachar la cabeza ante él. Entonces, esta persona se dirigió a él y sus palabras se volvieron más nítidas. Te hará compañía, dijo. Ryan sentía que dentro de aquel comentario desenfadado, había información oculta. Una información que solo él y esa persona a la que tanto respeto profesaba, sabían, y que él en su presente, no recordaba.
Debía recordar. Debía recordar. Debía recor…
—Ryan… Ryan, ¿puedes oírme? —escuchó la dulce voz de Arami llamándolo—. No sé qué le ha ocurrido —habló a un tercero para confusión de Ryan—. Ya lo sé, no pensaba tocarlo —volvió a comentar. Ryan recuperó la consciencia, sin embargo no podía abrir los ojos. Estaba como preso en un estado de sueño consciente—. No voy a dejarlo solo —reprendió Arami a quien sea que le haya hablado y a quien Ryan no oía—, yo no propicié esto, así que no es mi culpa —arguyó—. Ryan, por favor, despierta —rogó en un tono lastimero que lo caló hondo. Ella estaba preocupada por él. Ryan intentó moverse para indicar a Arami que estaba consciente y se encontraba bien—. ¡Ryan! —exclamó ella con alegría infantil al verlo moverse, despertando la ternura en él al oírla—. ¿Puedes oírme?
—Alto y claro —se oyó decir con dificultad. Poco a poco se fue dando cuenta de la posición en la que estaba. Tenía la cara contra el suelo, con sus labios aplastados continuó—. Gracias por no abandonarme, soldado —murmuró sin comprender por qué había dicho eso.
—Está conmocionado —comunicó ella con voz queda a la tercera persona en cuestión—. ¿Puedes levantarte, Ryan? —volvió a dirigirse a él.
—Lo intentaré —suspiró él. Ordenó a sus extremidades que lo levantaran. Le costó, pero consiguió desatrofiar sus músculos. Al fin logró abrir los ojos, solo para percatarse de que allí solo estaban ellos dos. Decidió entonces que Arami estaría hablando por teléfono con esa otra persona. ¿Pero con quién hablaría así de mí?, pensó con extrema curiosidad. Tanteó en el aire hasta dar con algo a lo que agarrarse y se encontró con las barras de hierro de la barandilla del muelle. Se alegró de que esa vez no hubiera ido dando tumbos por ahí, ofreciendo un espectáculo a los paseantes. Al ponerse de pie, soltó la respiración contenida y mantuvo los ojos cerrados, todo le daba vueltas.
—¿Te sientes en condiciones de caminar? —consultó ella.
—Creo, creo que sí —dijo con esfuerzo. Abrió los ojos y la buscó. Ella lo observaba con una dulce sonrisa en su bello rostro—. Siento que hayas presenciado esto.
—Me has dado un buen susto —comentó ella con una tenue risa—. Necesitas reposar ahora mismo —recomendó.
—Sí, mi casa está cerca de aquí —mencionó Ryan mientras lo atacaban las náuseas provocadas por el mareo.
—¿Me permites acompañarte, por favor? Me quedaría más tranquila de ese modo —solicitó ella. Ryan la miró con atención, no se esperaba semejante regalo del universo.
—Estaría bien, gracias —replicó él tragando saliva en un intento absurdo de tragar las náuseas que ya subían por su garganta. El sudor frío se apoderaba de su cuerpo, entretanto ella asintió en agradecimiento y echó andar mudando los pasos despacio.
Caminaban a paso lento. Ella mantenía una distancia prudente de él, distancia que Ryan estaría encantado de salvar solo para estar más cerca de ella, pero debía alejarse, al menos por el momento, acababan de empezar a hablar, debía darle tiempo para conocerlo y ganarse su confianza. La noche se volvía más fresca a medida que transcurrían las horas. Hora que por cierto, Ryan ignoraba. Se hallaban ya completamente solos en todo el paseo, detalle que indicaba las altas horas en las que se encontraban. En esa ciudad portuaria, la gente se refugiaba pronto en casa. Solo se oían los cables golpeando contra el mástil de la vela de las embarcaciones. En un ambiente muy relajado, alcanzaron los escalones al concluir el tramo del muelle. Ryan subió con cuidado cada escalón, no quería dar un paso en falso y caer de bruses y romperse algo o abrirse la cabeza como la otra vez. No porque se preocupara por su integridad física, sino porque perdería su oportunidad de estar con Arami y recibir algunas respuestas.
—Esto que te ocurre, es algo que necesita cuidados especiales. No deberías andar solo por ahí —observó ella uniendo sus manos en la espalda. Ryan se preguntaba si era un comentario de civismo responsable o es que de verdad le preocupaba lo que le ocurriera. Si fuera lo segundo, implicaría que lo conoce de algo y por eso se inquietaba por él.
—No es algo constante. Se trata de algo puntual —señaló él en su defensa—. No es que sea un loco irresponsable que anda solo por ahí, desmayándose en cualquier sitio —comentó sarcástico, intentando restarle hierro al asunto. Ella lo observó con seriedad y Ryan decidió dejar de bromear—. Es solo que últimamente, se ha incrementado la intensidad de los episodios —explicó. Ella lo observó con un aire circunspecto. Ryan notó por el rabillo del ojo que ella apretaba las manos con excesiva fuerza entre sí a su espalda.
—¿Sabes a qué se deben estos cambios? —inquirió ella. Ryan se echó a reír con cierta amargura.
—Esa misma pregunta me hago yo, desde hace mucho tiempo —confesó—. He llegado a pensar que no existe nada o nadie que me ayude a responderla —comentó y luego la observó—. Ahora sé que estuve buscando en el lugar equivocado —formuló. La joven tensó los músculos de sus facciones de un modo tan evidente para Ryan, que ya no quiso fingir que allí nada pasaba. Se detuvo en un punto con poca luz del acceso al embarcadero desde la calle Zugazarte, entre dos bloques de edificios. Ella también tuvo que hacerlo, y Ryan observó maravillado como en ese punto poco iluminado se maxificaba el brillo de sus hermosos e inusuales ojos de color turquesa—. Mira, te seré sincero. Yo no sé lo que me pasa, no lo entiendo, nunca lo he entendido. Pero hay algo que sí sé, llevo mucho tiempo en este mundo y puedo asegurar que no me parezco a nadie de aquí. Soy diferente, hasta un punto inimaginable —declaró él mirándola con una intensidad arrolladora. La joven demostró su incomodidad mirando a los lados, tal vez buscando testigos o una vía para escapar—. No pretendo asustarte, ni mucho menos. Pero debes saber esto. Te conozco de algún lugar, de alguna época que he olvidado —aseguró. La joven dejó sus brazos colgando a los lados, apretaba los puños con tanta fuerza que sus nudillos se habían vuelto blancos. Ryan se estaba inquietando, esforzándose por no coger sus manos e incitarla a aflojarlos, cuando ella por sí misma lo hizo. Arami cerró los ojos y suspiró profundo. Dejando caer los hombros, declaró:
—Si necesitas de mi ayuda, y está en mis manos la posibilidad de ayudarte, ten por seguro que lo haré —prometió mirándolo a los ojos.
Ryan no supo si se debió a la emoción de oír su promesa tan vehementemente hecha o a que estuvo aguantando las náuseas, pero en lugar de manifestar cualquier tipo agradecimiento, se giró rápidamente hacia la pared que tenía detrás y empezó a vomitar. Buscó a tientas en su bolsillo algún pañuelo, como no hubo suerte, se quitó la camisa que llevaba desabrochada sobre la camiseta para limpiarse la boca con ella.
—Debo llegar a casa —murmuró para sí tras escupir varias veces.
—Pues lleguemos —determinó ella. Ryan no pudo estar más contento al verla allí de pie, no se había largado aprovechando que estaba echando la papa. Reanudaron la marcha en silencio. Tras cruzar el paso de peatones, Ryan rompió el silencio, queriendo saciar una absurda curiosidad.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —tanteó.
—Eres libre de hacerlas. Pero eso no te garantiza recibir una respuesta —replicó con franqueza demoledora, ante lo que Ryan construyó una mueca de asombro.
—Vale… —asintió—. A ver. ¿Por qué siempre vas vestida como si fueras a una fiesta? —Arami se miró la vestimenta—. Bueno, más bien a un concierto pop del que tú eres la estrella —ejemplificó.
—Esta es mi indumentaria habitual —aclaró ella un tanto desconcertada.
—¿Es por tu trabajo entonces, en qué trabajas? —quiso saber, la emoción de saber algo más de ella se apoderaba de él como se apodera la emoción de un niño al que ofrecen su más deseada golosina.
—Pregunta incorrecta —replicó ella mirando al frente. Esta vez era Ryan quien la miraba desconcertado.
—¿Qué? —rió Ryan. Ella lo miró muy seria, él dejó de reír de inmediato—. ¿Va enserio? —ella simplemente volvió a mirar al frente sin mostrar ninguna emoción—. De acuerdo. Pues, a qué te dedicas en la vida —aventuró cambiando la pregunta.
—A salvaguardar —contestó. Ryan entornó los ojos al no comprender.
—¿Salvaguardar? ¿Eso qué significa? ¿Eres salvavidas en una piscina pública o algo así? ¿Esas chicas no van en bañador?
—Sí. Proteger. No y sí —replicó y Ryan tuvo que pensar un momento para entender sus palabras. Hasta que lo logró.
—Vale. Proteger, entonces. ¿Eres una especie de guardaespaldas? —curioseó. Ella asintió con tranquilidad. Ryan la miró escudriñando su tamaño, mediría como un metro sesenta y cinco, como mucho—. Pero si eres muy pequeña —observó. Sin embargo también notó bajo ese ropaje vaporoso un cuerpo atlético que recordaba a una pista de Fórmula Uno. Llena de curvas peligrosas. Cerró los ojos y sacudió la cabeza para apartarse las ideas subidas de tono que se le arrebujaban en la mente.
—El tamaño no importa, si el motor de combustión interna tiene suficientes caballos.
—¿Qué? —musitó él reprimiendo una risa.
—Es lo que decis de los coches pequeños y veloces, ¿no?—apuntó. Ryan quedó gratamente sorprendido por ese comentario.
—Un argumento que no puedo refutar —emitió—. Y bien, ¿a quién proteges?
—No puedo decírtelo —replicó ella de rebote mirando al frente.
—¿Si lo hicieras me tendrías que matar? —Ryan por su parte, solo podía mirarla a ella.
—Más bien me matarían a mí —aclaró—. Y no puedo dejar que eso pase aún —murmuró. Lo había logrado otra vez, dejarlo descolocado. Cuando Ryan intentaba encontrar algo que decir ante aquellas palabras tan desconcertantes, el sonido de una melodía enervante quebró el silencio. Ryan sintió una ligera vibración en el bolsillo de sus pantalones. Buscó en ellos y extrajo un minúsculo teléfono móvil que nunca había visto. Lo observó confuso. Pero como no paraba de sonar, contestó.
—¿Diga?
—¿Por dónde andas, Ryan? —habló Sam desde el otro lado.
—¿Por qué tengo el móvil de un octogenario en el bolsillo? —increpó anticipando la respuesta.
—Me aseguré de que te lo llevaras para no acabar preocupado por ti al no saber de tu paradero —contó sin alterarse—. Y menos mal, porque te has dejado el móvil aquí —reprendió—. Tu madre ha preguntado por tí, tío. ¿Qué le digo? —Ese aviso le provocó un ramalazo de pánico y culpa. Pero no podía ir a casa en es momento, no podía.
—Dile que he tenido un percance, y que no creo que vaya a casa hoy. Pensaba llamarla desde mi casa. Estoy por llegar allí —informó.
—Muy bien. No te preocupes por nada. Nosotros nos quedamos con ella. Pero estás bien, ¿no? —consultó Sam.
—Mejor que nunca —replicó mirando a su acompañante. Poco después de colgar la llamada, llegaron a su destino—. Es aquí —se detuvo él ante una puerta baja de madera anterior al portal—. ¿Te gustaría pasar? —ofreció ocultando sus nervios lo mejor que podía.
—¿Crees que mi presencia es necesaria aún? —preguntó ella. Ryan observó que sus dudas eran reales. Las frases que emitía la joven eran una más extraña que la otra para él, pero las comprendía contra todo pronóstico.
—Ya lo creo que sí —emitió él con vehemencia.
Abrió la pequeña barrera de madera que no era más que decorativa, dejó Arami pasar primero y la dirigió hasta el portal. Al no tener sus llaves, llamó por el telefonillo a una amable señora, amiga de Madelaine. Esta, acostumbrada a sus olvidos, con gusto le abrió la puerta. La pareja accedió a un estrecho ascensor y subieron en medio de un meditabundo silencio durante el cual Ryan se preocupaba cada vez más por el vago tufo a vómito que emanaba de él. Una vez en el cuarto piso, salieron al rellano. Ryan la miraba atentamente. Ella no lo miraba en absoluto a no ser para contestar una pregunta, y a veces ni eso. No estaba tranquila, era como si estuviera en guardia todo el tiempo. ¿Sería verdad entonces lo de su trabajo? Se pregunta él. Eso explicaría que estuviera tan concentrada en el muelle, estaría vigilando a alguien. De ser así entonces, ¿de qué la conozco? ¿A quién protege?... Aplacó su curiosidad por el momento y fue a buscar su llave en la maceta junto a la ventana del final del pasillo y abrió su puerta. Miró a Arami para invitarla a entrar y la encontró mirando fijamente hacia la puerta de acceso a las escaleras. Aquel sitio no le gustaba nada, y menos por la noche. Recordó que la última vez que estuvo en el muelle y volvió a casa, tuvo una desagradable visita. Rogó en su fuero interno que esa noche no ocurriera nada espeluznante.
—Arami —la llamó. Al pronunciar su nombre se le erizó la piel. Un día esa bella mujer huyó de él y al siguiente, más bien lo que parecía una eternidad después, allí estaba, entrando a su casa con cautela, como un lince a paso cuidadoso que estudiaba el entorno a medida que avanzaba. Se detuvo en medio del salón, mirando a su alrededor, como reconociendo el entorno, estudiandolo. Su comportamiento resulta bastante peculiar, determinó Ryan antes de dirigirse al baño a toda prisa para quitarse el olor a vómito de encima. Volvió tan rápido al salón que tuvo que agarrarse al marco de la entrada para frenar. Encontró curiosamente a Arami en la misma posición, parada en medio del salón.
—¿Te encuentras bien? —preguntó inquieto, acercándose al sofá, mirándola fijamente. Ella movió la cabeza para observarlo. Su semblante resultaba indescifrable para Ryan.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó ella a su vez, en un hilo de voz monocorde.
—Yo pregunté primero —replicó Ryan sonriendo. Ella no movió ni un músculo facial manteniéndose en sus trece. Ryan tuvo que contestar—. Me encuentro mejor —respondió como un niño a su madre cuando promete no volver a molestar a su hermano.
—Entonces me marcharé —dispuso ella volviéndose.
—¡Espera! —reaccionó Ryan levantándose alarmado. Arami se detuvo a medio paso y lo observó expectante—. ¿No puedes quedarte un rato más? —pidió Ryan, calmando su ánimos, hablando de un modo más comedido. Arami relajó su rigidez.
—Debes dormir, Ryan, lo necesitas de manera urgente —pronunció con un tono de orden que obligó a Ryan a sentarse en el sofá nuevamente.
Arami empezó a mover los pasos hacia él. El suelo de madera ni siquiera se resentía bajo su peso, era como si flotara sobre el, como un espejismo que se materializaba a medida que se acercaba. Sus ojos se clavaron en los de él provocando que el corazón de Ryan respondiera a ese acercamiento con una sobreaceleración de su ritmo cardíaco, pero manteniéndolo totalmente quieto. Ella lo detenía allí, sin siquiera tocarlo, sin siquiera pedírselo. Solo con su presencia. Solo con su mirada. ¿Quién eres? Pensaba él anonadado. Arami alcanzó el baúl antiguo que hacía las veces de mesa de centro y despacio tomó asiento delante de Ryan, apoyando sus palmas a los lados de su cuerpo sobre el baúl. Ryan observó sus manos de un blanco reluciente que recordaban a la superficie de una perla, pálida, delicada y maravillosa. Siguió con la mirada el largo de su brazo y estudió su atuendo. Llevaba una especie de capa de tela muy ligera por encima de su ropa. Al sentarse, la capa se había ahuecado dejando ver su escote. Llevaba una pieza que podría ser un corsé entallado. Su cuerpo se veía tan delicado y menudo debajo de esa tela vaporosa…
Ryan levantó despacio la mirada hacia su rostro, quedándose impresionado por la visión de esa mujer delante de él. Y en ese momento, como si le hubiera lanzado un hechizo al observarla a los ojos de color turquesa, Ryan empezó a sentir su cuerpo ser atacado por una necesidad imperante de sueño. Sentía sus párpados pesados a pesar de luchar contra ellos para que no se cerraran. No podía entender de dónde venía esa necesidad, si su tensión estaba a tope en ese momento al tenerla tan cerca, debería estar sintiéndose como si se hubiera bebido tres litros de café.
Arami lo observaba atentamente a los ojos mientras Ryan estudiaba cada detalle de su rostro con fascinación. Para él, ella era como una delicadísima muñeca de porcelana. Una obra de arte de mejillas sonrosadas y labios rosados y perfilados. Grandes y alargados ojos de un desconcertante color del mar del caribe. Sus pupilas le recordaban a las profundidades del océano que apreció buceando hacía décadas, experiencia que hasta había olvidado haber hecho, sin embargo, observando sus atentos ojos, recuperaba imágenes de su vida en las que se sintió ligero, flotando y en paz. Nunca se había sentido de ese modo ante una persona...
De pronto, las ansias de respuestas habían quedado en segundo plano, ya no le importaba si la conocía de antes de su amnesia o no, tan solo quería perpetuar ese momento. Su mente fue vagando por otros recuerdos mientras la observaba. Como la frase, hay recuerdos que están mejor perdidos, resonó en su mente. Esas palabras las dijo Jackson cuando él, ensimismado en recuperar su vida anterior, no paraba de cuestionarse y autoflagelarse. ¿Por qué me vienen ahora? ¿Por qué cuando la tengo delante y puedo conseguir lo que tanto he esperado? Pensaba él achacando el suceso a una coincidencia demasiado oportuna. El sueño que lo atacaba era cada vez más imperante. Él no quería quedarse dormido, necesitaba mantenerse despierto para hablar con ella. Intentó hacerlo entonces. Abrió la boca para hablar.
R:
—Tengo que hacerte otra pregunta… —pronunció con dificultad. Hablaba como si estuviera hasta arriba de alcohol. Ella no dijo nada, seguía mirándolo con fijación a los ojos—. Despiertas en mí sensaciones que no conocía. Desde el primer día que te vi en ese local, no pude dejar de pensar en ti —declaró sin vocalizar muy bien.
—Eso no es una pregunta —manifestó ella en un hilo de voz—. Debes descansar, Ryan. Te has dado un buen golpe en la cabeza y deberías dormir, ahora.
—No me he dado un golpe —protestó mientras sentía caer en un abismo profundo.
—No sabes lo que dices. Te has caído, recuerdas.
—Entonces no debería dormir. Los médicos recomiendan pasar la noche en vela cuando te has dado un golpe muy fuerte en la cabeza. Así que no pienso dormir —replicó sin apenas fuerzas. Los párpados vencían la lucha, se cerraban como si pesaran una tonelada.
—Debes dormir —pronunció ella un susurro.
—Dame respuestas, así sí me ayudarías.
—Duerme, Ryan.
—Vale —aceptó sin pretender, perdiendo la voluntad de resistirse—. Pero luego me tendrás que dar algunas respuestas, tía —masculló sin creerse que hubiera dicho aquello de verdad—. Perdona por lo de, "tía", me ha salido sin querer. Oh, no te ofrecí nada para beber, ¿quieres un té o un vaso de agua?…
—Recuéstate —ordenó ella con suavidad mientras se levantaba del asiento. Ryan la miró con esfuerzo. La observaba como a una deidad a la que veneraba con absoluta devoción—. Ryan, recuéstate —repitió ella.
—Me encanta como hueles —comentó él tumbandose en el sofá como un niño obediente—. ¿De qué marca es? Es para comprarlo y usarlo de ambientador en casa —rió, como si hubiera confesado alguna travesura infantil—. Voy a recordar cada detalle de ti, sabes… Eres tan guapa. Y rara. Pero siento que puedo confiar en ti. Dime que volveré a verte. Promételo —exigió extendiendo una mano hacia ella.
—Deja que el sueño te inunde. No te resistas.
—Te necesito, Arami —se oyó decir sin apenas fuerzas—. No te vayas… —La oscuridad lo llenó todo parsimoniosamente, hasta que al final, lo engulló. Lo último que sintió fue como si su cuerpo se levantara del sofá, como si estuviera flotando en el aire, como aquella vez en el hospital.
————————
Llovía. Se oía a lo lejos el goteo dulce e incesante. Sentía el ambiente fresco. Lentamente fue abriendo los ojos notando la claridad del día. Inspiró, expiró, y finalmente enfocó la vista. Lo primero que vio fue un falso techo de pladur, pero de repente, el rostro de Sam apareció delante de él sonriéndole.
—¡Bienvenido al mundo de los vivos! —exclamó como el presentador de un programa matinal—. ¿Has descansado? Espero que sí —continuó sin dejar de sonreír. Ryan lo miraba un tanto aturdido.
—¿Sam? —pronunció con la boca seca y entumecida a pesar de la obviedad.
—Levántate y vete directo a la ducha. ¡Hueles fatal! —acusó Sam.
Ryan se dispuso a levantar su pesado cuerpo de dónde estaba tumbado y mientras lo hacía, descubrió dónde estaba, en el salón de su casa en Zugazarte. Al sentarse notó como si su cabeza pesara como un saco de patatas, se llevó una mano a la frente para sujetarsela, sentía como si se le fuera a caer al suelo. Observó su entorno y poco a poco fue recordando lo último que vieron sus ojos antes de quedarse inconsciente. Seguía con la misma ropa del día anterior, y estaba en el sofá, recordaba haberse sentado allí. Todo estaba igual menos una cosa. Cerró los ojos atrayéndola a su mente. Tuvo que ser real, pensaba.
—No irás a dormirte otra vez —reprochó Sam—. Vamos, levanta el culo —azuzó. Ryan decidió hacer caso y se levantó del sofá.
—¿Cómo está Madelaine? —consultó inquieto.
—Contenta de que hayas descansado al fin. Dijo que valía la pena no verte si es porque estuvieras durmiendo —comentó Sam. Ryan se detuvo a medio paso y miró a su amigo, temeroso de hacer la pregunta que estaba a punto de hacer.
—¿Cuánto tiempo llevo sin ir a verla? —formuló intentando escoger bien las palabras.
—Tres días —informó Sam—. Pero no pasa, lo necesitabas —manifestó con una mueca de aprobación.
—¡¿Cuánto?! —reaccionó Ryan volviéndose, sin poder creer aquello. Sam señaló al baúl que hacía las veces de mesa de centro. Allí había un frasquito de vidrio vacía y una jeringa con una aguja de veinte centímetros. Miró a Sam y lo encontró escudriñando su semblante—. Creía que era una broma —musitó.
—Vine aquí cuando no recibía tus respuestas. Te encontré tirado en el suelo y llamé a tu madre para preguntarle si quería que te despertara o te dejara dormir. Ella eligió dejarte descansar —contó—. Después de tres días, creí que ya era hora de traerte de vuelta. Así que te inyecté adrenalina directamente en el corazón. Solo era una prueba, pero funcionó —sonrió. Ryan notó el tono de las palabras de su amigo, lo observaba con un recelo muy mal disimulado. No tenía idea de cómo podía saber aquello de él—. Espero no haberte disgustado, tu expresión no me está dando buenas vibras —declaró y apretó los labios entre sí en una mueca de expectación. Ryan resolvió que una persona tan observadora como Sam, iba a acabar fijándose en los detalles. Creía inútil seguir negándolo.
—¿Cómo lo has sabido? —empezó cuestionando Ryan. Sam volvió a sonreír. Agradecía que su amigo estuviera dejando una vía de acceso para que formara parte aquello que con tanto recelo ocultaba.
—Observé tu comportamiento durante años. Y noté unas características muy peculiares. Solo fui encajando las piezas. Aunque lo único que sé es lo diferente que eres. Pensaba seguir guardando lo que observé, pero, y perdona que te lo diga, he visto que se te agotaban los confidentes y creo que necesitas uno con urgencia. Soy tu amigo, Ryan, quería que supieras que puedes confiar en mí —declaró. Ryan asintió y miró al suelo. Sam comprendió la reacción de su amigo. Actuaba con recelo, no debía de ser fácil compartir esa parte de su vida—. Mira yo he intentado cubrirte en todo lo que he visto y he podido, pero sinceramente, no sé qué es lo que estoy ayudando a cubrir —declaró con los brazos en jarras, esperando paciente a que su amigo dijera algo al respecto—. Sé que soportas estar despierto durante semanas sin que eso te afecte, hasta que un día caes vencido durante un tiempo indeterminado, tiempo en el que vuelves a recargar fuerzas para otra temporada o algo así —compartió en primer lugar—. Y te conozco desde hace trece años y nunca te había visto siquiera estornudar por una alergia. Sé que eres muy fuerte, tanto como para levantar sacos de cemento sin resollar —observó—. Aunque no sé hasta qué punto lo eres. El señor Etxaburu, mi vecino, vino a verme preocupado diciendo que mi, "paciente chiflado", abolló la pared del rellano chocando contra ella y luego se marchó de allí como si nada. El paciente chiflado eres tú, por cierto. Le dije que estabas probando una medicación nueva —señaló.
—Yo tampoco sé lo que me ocurre. O lo que estoy ocultando de la gente —musitó Ryan al fin.
—¿Qué quieres decir? —consultó Sam acercándose a él. Ryan lo observó y se alejó unos pasos levantando las palmas.
—Es mejor que no te inmiscuyas más, Sam.
—Vamos, amigo, puedes confiar en mí. Puedes decírmelo. Podría ayudarte —insistió.
—No, no puedes, Sam. Nadie puede —endureció el tono.
—¿Cómo lo sabes si no lo has intentado?
—¡No me arriesgaré a destruir tu vida también! —bramó.
—¿De qué estás hablando? ¿La vida de quién crees haber destruido?
—Jackson, Urbizu y ahora Madelaine. Todos lo sabían y todos corrieron la misma suerte —declaró.
—Ryan, tu madre aún sigue aquí —enfatizó Sam.
—Sí, ¡¿pero por cuánto tiempo?! —manifestó con dolor. Sam calló. No sabía cómo contestar a eso, pero veía a su amigo cayendo en una negación absoluta y no podía dejarlo así.
—Yo podría ayudarte, Ryan.
—No sigas, Sam —pidió Ryan.
—Dime, ¿por qué crees que tienes algo que ver con la muerte de Urbizu? —formuló Sam sin comprenderlo—. Su muerte ha sido en extrañas circunstancias, pero no creo que hayas sido tú quien lo atacó —comentó Sam en tono sarcástico.
—Lo sé y punto —zanjó Ryan y amagó marcharse.
—Ryan, ¿qué está sucediendo contigo? Me tienes preocupado —se adelantó para detenerlo. Ryan se mantuvo de espaldas a él. Sentía que debía mantenerse callado por el bien de su amigo, seguía creyendo que todo lo malo ocurrido en su entorno era culpa suya. Sin embargo, debía considerar que Sam llevaba tiempo al tanto de sus rarezas y no le había ocurrido nada. Y no podía negar que necesitaba ayuda. Sam ya sabía algo, solo necesitaba estar al tanto de algunos detalles más.
—Mi amnesia es real, por tanto no sé qué me sucede, Sam —compartió Ryan volviéndose hacia su amigo que lo observaba expectante—. No sé de dónde vengo o lo que soy. No sé para qué o por qué estoy aquí. Y ha pasado demasiado tiempo desde que desperté sin acordarme de nada. Llevo muchos años intentando vivir con lo que Jackson y Madelaine me enseñaron. Intentando encajar y ocultar una naturaleza que ni yo mismo entiendo —confesó y acabó mirando al vacío. Sam lo observó y una incógnita se apoderó de él.
—¿Cuántos años tienes, Ryan? —el interpelado lo observó con cautela.
—No lo sé. Solo sé que ya tenía este aspecto hace treinta años —contó.
Sam retrocedió hasta alcanzar uno de los sillones individuales del salón y se dejó caer en él. Ryan caminó hasta el sofá y volvió a sentarse en el mismo lugar. La última vez que lo hizo fue esperando recibir respuestas de otra persona. Y sin embargo ahí estaba él, dando respuestas que aún no tenían explicación. Ryan contó su historia a Sam, recorriendo cada capítulo solitario de su vida, desvelando todo aquello que lo atormentaba en soledad desde la penumbra de su mente. A medida que el relato transcurría, Sam acabó entendiendo por qué Ryan estaba siempre abatido. Por qué llamaba a sus padres por su nombre de pila. Y por qué nunca quiso tener una relación amorosa seria a pesar de desearlo tanto. Entendió por qué siempre prefería estar solo. Esos momentos representaban menos mentiras que contar. Y sobre todo, Sam pudo medir la magnitud de la pérdida que se avecinaba en la vida de su amigo. Vio en él el miedo, la inseguridad, la desesperación. Y sobre todo, la tristeza monumental que sufría.
—Tú lo has notado. Otros también con el tiempo lo harán y por eso deberé marcharme otra vez —lamentó Ryan. Sam lo observó apenado.
—Entiendo que debas hacerlo. Pero de mí no podrás esconderte —sentenció Sam—. Eres mi hermano. Pase lo que pase, estaré contigo —prometió Sam. Ryan lo observó con gran melancolía en los ojos. Sonrió ante lo que estaba afirmando, resultaba reconfortante oírle decir aquello. Sentía estar más ligero al compartirlo todo con su amigo, sin embargo, tenía una espina de duda clavada en el pecho sobre si había hecho lo correcto contándolo.
Avanzaba junio. El temporal de cambio de estación de primavera a verano se iniciaba. Las lluvias durarían una temporada haciéndose eco del estado de ánimo en casa de Madelaine. La angustia se apoderó de la familia al comprobar que solo quedaban diez días estipulados por las pruebas médicas. Cuando Ryan vio a su madre después de estar tres días durmiendo, se le rompió el corazón en pedazos. Ella estaba feliz de verlo, pero se le veía aún más demacrada. Se prometió a sí mismo no volver a alejarse de ella, y desde entonces estaba de guardia al pie de su cama, día y noche. Como ella hizo desde aquel día que lo encontraron en el callejón, y eso Ryan, jamás lo terminaría de agradecer. Permaneció sentado a su lado leyéndole poemas de Adolfo Bécquer, Pablo Neruda, Rubén Darío, Manuel Machado, Leopoldo Lugones y otras tantas historias, entre tanto Madelaine empeoraba. Nadie reía, apenas comían o dormían.
Para esas alturas, la empresa de Madelaine ya estaba al tanto de su estado. Los amigos de Ryan estaban volcados en él. Todos se preparaban ya para la peor parte de toda aquella odisea. Todos, menos Ryan.
Y llegó el día cuarenta y cinco.
Un cálido amanecer despuntaba y Ryan lo contemplaba desde una rendija abierta de la persiana del cuarto de su madre, estaba sentado en un sillón junto a la ventana. A veces aciertan, a veces no, había comentado Tomás en un intento de consuelo. Sus palabras daban vueltas en la mente de Ryan mientras suspiraba con pesadez y sentía martillazos en la cabeza debido a la tensión en la que se encontraba. Observó a su madre que dormía. Los pitidos del monitor de pulsaciones eran constantes y relajados. A veces aciertan, a veces no, reverberó la frase en su mente. Madelaine merecía descanso, determinó él, había sufrido ya demasiado. Pero a pesar de pensar aquello, de comprender lo necesario de su descanso final, Ryan no podía controlar sus temores. Su corazón latía con tanta intensidad que hacía saltar su camiseta en el pecho. Dirigió entonces su mirada hacia una puerta blindada y un tanto angosta al otro lado de la habitación. Esa puerta era un acceso privado a la azotea. Madelaine subía allí todos los días, se sentaba en un banco y contemplaba el amanecer. Un hábito que siempre mantuvo con Jackson y al que ella nunca falló. Hasta que el deterioro de su salud le impidió subir por las escaleras o siquiera levantarse de la cama. Ryan se dirigió a la cómoda de Madelaine. Del primer cajón extrajo una pequeña caja de porcelana blanca. Permaneció un instante observando la pieza. Recordó las manos Arami posadas sobre el baúl, y sintió una imperante necesidad de tenerla junto a él en aquel momento.
—Arami… —articuló. Deseando en su interior que ella pudiera oír su llamado.
Cogió la llave de la cajita y la volvió a dejar en su sitio. Echó un vistazo a su madre y después tan solo introdujo la llave y abrió la puerta. Contempló la empinada escalera que subía a la azotea. Una lámpara cubierta de telas de araña colgaba sobre su cabeza. Dio al interruptor y subió hasta la puerta de metal que bloqueaba la salida. La luz tenue del amanecer le dio la bienvenida allí arriba. Ryan caminó hasta el borde de la azotea, metió sus manos en los bolsillos y se dedicó a contemplar el nacimiento del día en honor a Madelaine.
El día iba aclarándose. Se podían ver unas pocas nubes dispersas que fueron tiñéndose primero de un violeta azulado, y con el paso de los minutos, se volvieron de color rosa. A quien madruga, Dios, ayuda, decía ella solamente. Solo comprobamos que el que se encarga de traer el amanecer, no se olvida de hacerlo, respondía Jackson sonriendo ante su curiosidad, estaba claro que se quedaba con él. Ryan nunca comprendió por qué lo hacían, pero los veía tan comprometidos con la tarea y felices juntos, que al final el motivo daba igual.
El protagonista del espectáculo fue asomando lentamente. Unos tímidos reflejos dorados empezaron a expandirse. Era como si poco a poco fuera derramando miel en todo el firmamento. Ryan siguió contemplando aquella paleta cambiante de colores hasta que el día borró todo rastro de la noche. La luz del día se filtró por las escaleras del acceso a la habitación de Madelaine y la brisa fresca de la mañana fue con delicadeza abrazándola en su lecho. Eso era lo que Ryan quería que ella volviera a sentir, el amanecer, una vez más. Sonrió y decidió que ya era hora de volver dentro. Se giró con tranquilidad con la sonrisa aún adornando su rostro, pero cuando acabó de dar la vuelta, se llevó el susto de su vida. Se llevó tal impresión que no pudo evitar soltar un improperio.
—¡Joder!
—Hola, Ryan —saludó ella con tranquilidad, sentada en el banco de Madelaine.
—¡Arami! —pronunció sintiéndose entre sobresaltado y demasiado feliz de verla—. ¿Qué?... —empezó a decir incapaz de ocultar su asombro—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo?... —ni siquiera sabía cómo formular sus preguntas.
—Deja las preguntas —terció ella—. De todos modos no puedo contestarlas —respondió ella con franqueza confundiendo aún más al hombre—. Para ser sincera, ni siquiera sé cómo es que puedes verme —murmuró de forma casi inaudible.
—¿Qué? —masculló Ryan al cabo de unos segundos, totalmente descolocado por ese último comentario.
—No importa —sonrió ella desdeñando sus propias palabras con un ademán de manos. Seguidamente se levantó del banco y caminó hacia él. En esa ocasión llevaba un toque de color sobre su traje negro. Era una especie de lienzo anudado a su cintura de un color rojo burdeos—. ¿Qué haces aquí arriba? —preguntó ella, al parecer sin comprender su comportamiento.
—Subí para ver el amanecer —contó él aún intrigado por su presencia allí arriba—. ¿Es que vives en este edificio? —quiso saber, pensando en que quizá todas las casas del ático tenían acceso directo a la azotea.
—No —zanjó ella—. Dime, ¿cómo estás? —consultó mirándolo a los ojos. Inmediatamente, tras oír la pregunta, Ryan dejó de darle importancia al "cómo" o "qué" estaría ella haciendo allí, y pasó únicamente a pensar en el "por qué" subió él allí. Agachó la cabeza volviendo a sentir su alma desgarrarse al recordar a su madre tendida en la cama, esperando a la muerte llegar para llevársela.
—Mi madre está enferma —contó sin mirarla—. Tiene un cáncer terminal. Y hoy, justamente —tragó saliva para aplacar el nudo de su garganta—, se cumplen los días que según los cálculos médicos, ella sobreviviría. —Ryan creía que iba a caer en pedazos en cualquier momento tras haber reunido todas sus fuerzas para decir aquello en voz alta.
—Lamento oír eso, Ryan —manifestó ella, y Ryan podía sentir la empatía emanar de ella. La observó al fin, con los ojos anegados en lágrimas de un dolor terrible—. Lamento de sobremanera verte así —declaró elevando una mano hacia él con la intención de tocarlo, pero de inmediato desistió en su gesto.
—Mi madre se muere, Arami —logró decir antes de que se le quebrara la voz. Al instante de pronunciar aquello, sintió algo romperse en su interior. Era la primera vez que dejaba aflorar sus sentimientos y debilidades sobre la pérdida de Madelaine. Pero lo había soportado mucho tiempo en silencio y ya era hora de sacarlo. El bello rostro siempre impasible de Arami se crispó al verlo desmoronarse y lo miró con ojos turbados.
—Ryan, ¿tienes esperanzas de que el fin no llegue aún? —Ryan detuvo la purga de sus emociones atendiendo a sus palabras—. ¿Crees que ella debería seguir así más tiempo? —Al instante de oír esa pregunta, Ryan visualizó absorto la imagen de su madre en el lecho de su sufrimiento. Sintió las lágrimas recorrer sus mejillas, estaba roto por dentro, pero sabía que Madelaine necesitaba descansar. No pudo hablar, se limitó a negar con la cabeza—. No la dejes sola.
Dicho esto, Arami volvió el rostro hacia la puerta de acceso al dormitorio de Madelaine. Ryan siguió su mirada, y, como empujado por una orden silenciosa, emprendió el regreso descendiendo por las estrechas escaleras hasta la habitación. Arami se detuvo en el umbral de acceso. Ryan se acercó a su madre y tomó su mano, encendió la lámpara de la mesilla para poder contemplarla mejor. Volvió un instante el rostro buscando a Arami, la encontró mirando hacia lo alto de las escaleras donde una fuente de luz incandescente de aspecto iridiscente se hacía más fuerte. Cuando iba a preguntarle por ello, sintió el movimiento de Madelaine a su lado.
—Hijo mío. Estás aquí —manifestó la mujer con una sonrisa.
—¡Madre! —exclamó maravillado—. Puedes hablar —estaba feliz de oírla vocalizar con su debilidad tan evidente.
—Ryan —lo llamó Arami a su espalda—. Quítale el medidor de pulsaciones.
—¿Por qué? —cuestionó de pronto preocupado por su tono de advertencia.
—Tú, hazlo —aseguró ella con decisión y Ryan, obedientemente retiró el pulsioxímetro del dedo de Madelaine.
—Hijo, ¿con quién hablas? —preguntó ella.
—Con una amiga, madre. Se llama Arami. Está ahí detrás —señaló él.
—Ryan —lo llamó Arami una vez más. Ryan observó que se había acercado a él y miraba con expresión aterrorizada a Madelaine. La sonrisa se borró del rostro de Ryan al ver así a la chica. Cuando volvió a mirar a su madre supo a qué se debía la reacción de Arami. No puede ser, pensó entrando en pánico.
Madelaine temblaba. Y en ese instante inhaló aire y contuvo la respiración. El semblante relajado con el que había despertado se había transfigurado por completo. Su cuerpo se puso rígido y su rostro se volvió tan rojo como la sangre. Madelaine estaba enfrentándose a un dolor implacable en su interior. Ryan sintió en sus propias manos las fuerzas con las que Madelaine luchaba. Su cuerpo seguía presa de temblores y sus ojos se volvieron blancos. La imagen que recibían los ojos de Ryan era terrible.
—Mamá, mamá. ¡Estoy contigo, estoy contigo! —repetía.
Madelaine siquiera podía gritar para mitigar su sufrimiento porque este la ahogaba, la estaba matando delante de él. Ryan decidió que debía hacer algo, pero cuando amagó ir a por Marisa para que le pusiera un calmante a su madre, ella lo detuvo.
—No servirá de nada —musitó Arami posando una mano en su hombro. Ryan la miró desesperado—. La metástasis se está apoderando de su corazón. No le quedará mucho tiempo después de eso —contó sin miramientos mientras observaba a Madelaine—. Mejor quédate con ella. No sueltes su mano —advirtió mirando a Ryan a los ojos. Él volvió a mirar a su madre padecer bajo el yugo de la implacable enfermedad que la había contaminado—. Tranquilo. Se está acabando —observó ella. Ryan pudo percibir en sus manos que Madelaine disminuía la tensión de su agarre. Volvió a respirar. Parpadeó despacio y al final posó su mirada en Ryan.
—Hijo mío —clamó rompiendo a llorar. Ryan no hizo más que lanzarse a darle un abrazo—. Cariño, lo siento tanto. Perdóname por favor —rogó entre sollozos.
—Mamá, tranquila. No tengo nada que perdonarte —expresó rápidamente. Madelaine extendió las manos y acunó el rostro de Ryan con ternura. Limpió las lágrimas que caían de sus ojos acariciando sus mejillas con los pulgares.
—Ryan, quiero que sepas que haberte conocido ha sido la mayor bendición de mi vida. Eres un ser maravilloso, me has dejado llamarte hijo, y me has llamado mamá, brindandome la oportunidad de sentirme como tal —declaró ella emocionada—. Siento dejarte seguir solo en esta cruzada, pero debes saber que eres más fuerte de lo que crees —sollozó—. Prométeme que no dejarás que nadie te detenga hasta llegar a tu destino. ¡Prométemelo!
—¡Te lo prometo, te lo prometo! —exclamó a prisa sin estar seguro de lo que prometía.
—No te quedas solo, hijo. Hay muchos que quieren ayudarte —señaló. Sus fuerzas languidecían con cada palabra. Dejó caer sus manos sobre las sábanas cómo si le pesaran demasiado—. Te quiero tanto, hijo —manifestó casi sin fuerzas.
—Y yo a ti, mamá. Y yo a ti —replicó Ryan con la voz rota.
—Dame un abrazo, ¿quieres?… —Ryan la ayudó a erguirse de la cama y volvió a estrecharla. Madelaine correspondía con las fuerzas que le quedaban—. Mi hijo, bueno. Bueno y maravilloso —musitaba en su hombro mientras despacio acariciaba su espalda con movimientos errantes. Se estaba yendo—. Oh, mira qué hermoso es el ángel que ha venido a buscarme —pronunció de pronto alegre—. Eres tan bella… —susurró. Ryan tenía su propio corazón en la mano. Madelaine pronunció unas palabras más en su oído. Ryan lo interiorizó todo sílaba a sílaba. Y de pronto, tras esas palabras tan certeras, su madre exhaló a su espalda. Ambos brazos con los que se agarraba a Ryan, cayeron pesadamente a los lados tras expirar todo el aire de sus pulmones. Ryan sollozó apretando contra sí el cuerpo ahora sin vida de Madelaine.
El dolor lo ahogaba, lo asfixiaba. Trató con todas sus fuerzas aceptar que se había ido, que Madelaine ya no estaba allí. Respiró hondo y exhaló temblando. Con cuidado, como a la flor más delicada, la apartó de su pecho y la recostó en su almohada. Acomodó bien su postura en la cama, su ropa y también sus cabellos, la cubrió con la manta y juntó sus manos sobre su cuerpo. La observó mientras el llanto le atacaba y él se resistía a él. Permaneció allí con ella, sentado en el borde de la cama, sintiendo la brisa de la mañana que llegaba por la puerta abierta de la azotea, una caricia agradable, como si intentara consolarlo.
—¿Ryan?... —pronunció quedamente Marisa a su espalda. Ni siquiera escuchó la puerta abrirse.
—Se ha ido —anunció él sin dejar de mirar a su madre.
Alguien detrás de él rompió a llorar. En poco tiempo todos estaban allí dentro. Le tocaban el hombro y decían que lo sentían. Otros le abrazaron por la espalda sin que él hiciera ningún amago por corresponder. Estaba inmerso en un turbio y oscuro agujero, solo sentía frío, un frío que nacía de su interior. Jackson y Madelaine ya no estaban. Hasta Arami se había ido. Esa debía ser entonces, la sensación de la absoluta soledad.
————————
Llovía plácidamente a las ocho de la mañana. Sonaban truenos lejanos haciendo las veces de banda sonora para complementar el tétrico aspecto del día, que se había vestido de un gris plomo, muy adecuado para la ocasión. Es una bendición, diría Madelaine si lo viera, pensaba Ryan, ella siempre buscando el lado bueno de las cosas. Bajo su paraguas negros, caminaba detrás del féretro cargado por los agentes de la funeraria. Sus botas se hundían en la hierba reblandecida por la lluvia, no miraba donde posaba los pies, lo único en lo que podía pensar, es en que no quería estar allí. Así como tampoco quiso recibir el acta de defunción de Madelaine que firmó Herranz la mañana anterior. Y no quería ver a los trabajadores de la funeraria, a los que llamó Herranz, manipulando a su madre. No quería verla en esa caja de madera reluciente envuelta en encajes. No quería ver a nadie llorar por ella. No quería estar cerca del ataúd toda la noche, vigilando su descanso y no quería ver cómo cerraban el féretro y se la llevaban de su casa esa mañana. Y sin embargo, aún así, lo hizo y seguía haciendo todo lo que no quería hacer.
Ryan miró a un lado y vio a sus amigos junto a él. Lo estuvieron arropando todo el tiempo y ahí seguían. Sam y Camile, caminaban abrazados bajo un solo paraguas. Sam consolaba a su mujer que iba secándose las lágrimas con un pañuelo de papel. Tomás lo flanqueada por el otro costado. Helena venía después. Más atrás estaban Jon Herranz y su esposa, junto a Marisa. Nadie más sabía del entierro y no hacía falta, allí estaban todos los que importaban en su vida y con ellos bastaba. Madelaine tenía razón, pensó recordando sus palabras, no te quedas solo, hijo, dijo ella y era verdad. Pero para Ryan, aún faltaba una persona en aquel círculo, mas no se haría ilusiones, era improbable que apareciera.
El séquito detuvo la marcha al llegar al lugar del entierro. Un cura los aguardaba con una pequeña biblia abierta en una mano y sujetando su paraguas con la otra. El lugar escogido para el descanso eterno de Madelaine era junto a la tumba de su marido, debajo de un roble gigante y frondoso por cuyas hojas apenas se filtraba la lluvia. Ryan cerró su paraguas y suspiró para relajar la ansiedad. Juntó las manos entrelazando sus dedos y el sacerdote inició la ceremonia rezando el salmo veintitrés. Tras él, habló Herranz diciendo palabras muy bonitas sobre Madelaine. Fue en ese momento que Ryan sintió una inquietud, como si percibiera la presencia de alguien. Sin pensarlo mucho, echó la vista atrás y allí la encontró. Permanecía a lo lejos acompañando la despedida bajo la lluvia. Arami... Ryan sonrió quedamente y asintió una vez hacia ella agradeciendo su presencia. Arami correspondió con otro asentimiento. Tendría motivos para no acercarse, pensó. Él no lo percibió, pero Marisa había vuelto la vista atrás para fijarse donde había puesto la mirada, dejándose llevar por la curiosidad de qué podría ser tan importante como para desviar la atención de Ryan del momento fundamental que estaba viviendo.
El descensor del ataúd inició su camino hacia la fosa llamando la atención de ambos hacia el frente. Los presentes arrojaban flores sobre la caja a medida que esta recorría su camino. Ryan sentía un escalofrío recorrer su piel al verlo alejarse de la superficie. Ya no te veré. Ya no te oiré. Ya no te abrazaré. Pero sepas, madre, que nunca, jamás, te dejaré de querer, y de echar de menos, manifestó para sus adentros. El vago sonido del ataúd al tocar fondo llegó hasta su corazón y Ryan cerró los ojos. Se había acabado. Los presentes agacharon la cabeza y poco a poco emprendieron la retirada. Mientras los enterradores se disponían a echar tierra en la fosa, Ryan permaneció en su sitio escuchando la tierra caer sobre el féretro. Ni siquiera cuando colocaron la lápida y se marcharon, él no había dado la ceremonia por acabada. Madelaine Sheppard, esposa, madre, amiga. Vivirá para siempre en nuestros corazones, rezaba la inscripción.
—Hasta siempre madre. Hasta siempre padre —se despidió de ambos, y, tras unos segundos tratando de recuperar sus ganas de vivir tras el episodio más duro que podía recordar en su vida, echó a andar bajo la lluvia. Esta lluvia no es una bendición. Es más bien el cielo llorando en mi lugar, porque yo ya no tengo fuerzas siquiera para hacer eso. Con ese pensamiento se alejó de las tumbas en las que había enterrado todo ese capítulo de su vida.
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