Capítulo III
−¿No te arrepientes de lo que pasó con Laura?
El hombre calló sus pensamientos cuando Vida movió a su dama a B8 y dejó la habitación en silencio nuevamente, sin mirarlo luego de aquella mención. Laura fue su amiga en la secundaria, era de las pocas que le hablaba para algo más que no fuese tarea. Riñón era mayor que él por dos años y, cuando entró a cuarto, él ya se había graduado. Su amiga vivía algo lejos de la zona, en un barrio pituco, pero se había mudado con su abuela a La Victoria para hacerle compañía en lo que sus padres arreglaban unos asuntos fuera del país y veían la manera de escapar de la violencia que se vivía en esos años en que el terrorismo azotaba la patria. Ella le gustaba, no lo suficiente para arriesgarse a decírselo, pero sí para jugar un tira y afloja cuando bromeaba con ella y terminaba negando que le gustase y diciéndole que era una buena amiga, nada más.
Después de las vacaciones, Laura le confesó a su grupo de amigas que tenía novio desde hacía cinco meses, pero que no había dicho nada hasta no constatar que dicha relación duraría. Y el hombre, en ese entonces un mocoso de quince años, se había alegrado de no declararse y esquivar la choteada de su vida. Porque Laura no iba a cambiar a su flaco de metro setenta y siete, que estudiaba en uno de esos colegios particulares y tocaba la guitarra por alguien como él.
El gusto se le pasó a los meses y todo volvió a la normalidad. En ese tiempo, su jefa apenas le aflojaba la correa debido al miedo de que algo le pasara andando por la peligrosidad de las calles, aún así, lo dejaba ir a fiestas de vez en cuando bajo algunas estrictas condiciones. Para quitarse el estrés de los exámenes, uno de quinto hizo una reunión en su casa e invitó a algunos de su barrio, mismos que terminaron jalándolo a él también. Laura llegó con sus amigas y un muchacho moreno que la tomaba de la cintura y le decía cosas al oído haciéndola reír. No tardó en atar cabos y, para el comienzo de los juegos, ya había conocido al tal Adrián y le había caído bien.
No obstante, ellos terminaron antes de la víspera de año nuevo, por lo que no volvió a verlo y Laura abandonó el país junto a su abuela.
Vida soltó un bufido pesado y sonoro.
−Que avance tan precario, humano. ¿Acaso esperas que te lo saque a cucharitas?
−No es algo inesperado, Vida. Recuerda que el último no dijo nada y casi le aplicas la del potro.
El aludido batió el aire con su mano izquierda, como si fuera a despejar esos pensamientos que surcaban su mente ante la tortura que casi le confería su compañero.
−Ni lo menciones, ya sabes que me sacan de mis casillas cuando se cierran en algo tan simple. Solo quiero que disfruten su única oportunidad, ¿por qué no lo entienden? Solo la desperdician. Luego soy yo quien carga la culpa de su cobardía, de su pusilanimidad. Lo sabes bien, amigo mío. Ese sentir, lo conoces.
−En efecto, me es familiar. Mi llegada les estorba, me maldicen en voz alta ante sus dioses y culturas; no soy más que un saco de huesos cuya oz corta su hilo de vida y les arrebata su precaria existencia.
El enfermo sintió los ojos de Muerte, profundos e insostenibles sobre él, apuntándolo de alguna forma abstracta. Aun pensativo por el descubrimiento de no haber sido el único que habría contemplado aquella visita peculiar, habló sin apartar la vista de las sábanas presas de sus manos, porque su presencia incrementaba el peso de su pecho y el rostro de su compañero parecía sumergido en una curiosidad destellante reflejada en el par de lagunas que abarcaban sus iris.
− ¿Por qué darnos vida si nos la quitaran de todas formas?
−Para que tengan una oportunidad -Aclaró, con el traje oscuro iluminado por una pequeña bola de luz que se formó entre sus dedos y descansó en su palma, semejante a una canica hecha de aire, diminuta− Todo se resume en eso, humano. La vida les pertenece por un lapso de tiempo inestable, pero son libres, capaces de disfrutar de lo más mínimo. El único límite es la naturaleza de su propia especie. Ustedes y sus excusas; sus mentiras, sus negativas y su estúpida manía de culpar a otros de sus errores. Parecen condenados a convertirse en sus propias cadenas, mismas que arrastran hasta el fin de sus días. ¿No es eso lo que estás haciendo?
La pequeña bola de luz se escureció y continuó flotando sobre la mano de Muerte hasta que, en un momento dado, desapareció. Así como sus dudas respecto a cuánto sabían esos seres sobre su vida.
−Ahora es tu turno, pequeño humano. Cuenta la historia completa. No omitas detalle.
Laura fue al baño con una amiga y Riñón se había ido temprano para acompañar a su novia de ese entonces. Salió a fumar a solas en el jardín trasero que solo era un terreno pequeño lleno de tierra y cachivaches que el padre del organizador tenía desparramados por ahí. La mayoría de las chicas presentes eran mayores que él y solo lo veían como un muchacho flacucho, no muy alto y con amigos interesantes con quienes irse a conversar, dejándolo de lado.
Tenía calculado irse en cuanto Laura lo hiciera, nunca le gustaron mucho las fiestas porque sin compañía se sentía un bicho raro en medio de esos desconocidos. Empezó a escuchar risas que provenían de ese cúmulo de llantas amontonadas. Todos los demás estaban dentro de la casa o en la entrada de la misma que ni habrían notado su presencia, así que avanzó un par de pasos con curiosidad hasta que, en medio de la música y cuchicheo adolescente, fue testigo de la ronda de besos que tenía lugar entre Adrián y una amiga de Laura.
Hasta la fecha, siempre pensó que ellos nunca supieron con exactitud quien había sido la persona que esparció el rumor en la escuela acerca de su infidelidad. Quien los había visto en silencio y se había callado la identidad de la otra persona, quizás por pena o porque, gracias a la variedad de cosas inútiles que habían amontonadas a su alrededor, no se llegaba apreciar su silueta.
A veces pensaba en eso; quizás no debió hacerlo, si se hubiera abstenido de dañar a quien se suponía era su amiga, ella no hubiera tenido que pasar por todo eso y el peso de ese secreto no le hubiera dejado un meollo de emociones y pensamientos regados.
La existencia de ese rumor y sus consecuencias eran enteramente culpa suya.
−Te juro que si no lo dices con todas sus letras te quito el alma en este instante, miserable. Di la verdad.
El enfermo frunció el ceño con enojo al ver que Vida lo amenazaba con una de las piezas blancas; ellos estaban jugando con sus sentimientos, con su fragilidad por encontrarse al borde del colapso mental y físico. ¿Tantas ganas tenían de verlo sufrir? ¿Tanta diversión causaba en ellos el verlo desmoronarse? Solo querían reírse de él, burlarse de su error, de su enfermedad.
−Si ya lo saben, ¿por qué carajos me preguntan?
−Solo dilo. Créeme, te sentirás mejor cuando lo saques de esa jaula en tu pecho. ¿No quieres vivir lo que te queda sin esa carga?
La voz ronca de Muerte se le antojaba dulce y conciliadora, dentro de sí quería creer que lo estaba ayudando a liberarse de su pasado, animándolo a decir en voz alta aquello que había ocultado bajo llave muy dentro de su ser. Aquello que había callado debido a esa parte de él que tanta inestabilidad le había traído a su vida.
−Yo...no comencé el rumor, pero sí es mi culpa.
− ¿Por qué es culpa tuya, humano?
−Porque yo lo besé.
Adrián había llegado hasta él con la confianza que se le tiene al amigo de tu novia, muy poca. Sin embargo, entre pláticas se dieron cuenta de que tenían muchas cosas en común; les gustaba ver partidos de futbol los fines de semana, aunque no coincidieran en equipos, odiaban el tomate y les encantaba el kétchup, incluso el enfermo llegó a decirle que su serie favorita era Starky y Hutch mientras se burlaba mencionando que se parecía al capitán y el moreno devolvía la broma resaltando su semejanza con uno de los personajes principales. Nunca se le había hecho más ameno hablar con alguien que no fuera parte de su reducido grupo del barrio; los temas salían solos, no era algo forzado. Entre la joda y los chistes habían terminado jugando de manos, dándose lapos en la cabeza de manera amistosa, pasando de los empujones a las zarandeadas y, sin darse cuenta, sus rostros terminaron tan cerca que fue incapaz de resistirse a tal tentación.
Lo besó tan intensamente hasta que sus labios terminaron sensibles e hinchados, hasta que se llenó la boca con el sabor de su saliva amarga por la cerveza y él le pasaba el aire mentolado de su cigarrillo. Lo hizo negándose abrir sus ojos porque de lo contrario la imagen de su piel perfecta rozando la suya iba acompañarlo por el resto de sus días y, aun cuando nunca los abrió, las sensaciones eran un recuerdo que tenía tatuado en la memoria. Una cicatriz que jamás iba a sanar. Porque las huellas que dejaron sus manos detrás de su nuca, deslizándose en su hombro o entre su cabello movido por el viento iban a perpetuarse en él sin importar los años ni las personas que recorrieran los mismos lugares intentando borrar su rastro.
No supo a ciencia cierta quién los había visto, pero tuvo un par de sospechas en lo que quedó de ese año. Laura tampoco llegó a saber quién fue la persona que besaba a su novio, pero no era necesario para mandarlo a la mierda y bloquear de su vida a todos sus conocidos antes de su partida. Nunca intentó contactarla luego de eso, no solo porque le resultaba imposible, también pensó en lo hipócrita que se vería consolándola por algo que él mismo provocó con sus acciones. Además, se le hubiera caído la cara de vergüenza si alguien se enteraba de ese secreto.
Eran los ochentas, el Perú era un caos avasallado por terroristas y militares, apenas tenía cabeza para pensar en salir sin que lo levantaran o asesinaran, años después supo que tenía un problema de ansiedad desde joven, pero en esa época lo único que sabía que necesitaba era una vida pacífica, sin complicaciones. Que le gustara Adrián cambiaba esa perspectiva, ese ideal, era todo lo contrario a sus ambiciones. No podía permitírselo, no podía arriesgarse.
Se esconderían de por vida cubriéndose las espaldas para no ser descubiertos o más temprano que tarde los matarían.
Tenía una madre que lo necesitaba, unos amigos que lo querían, una vida tranquila. No precisaba más.
Aun así, lo deseaba.
Ese secreto nunca dejaría de serlo; al menos eso le comentó Adrián la única vez que hablaron, unos días después de que toda la escuela se enterara. Había ido por Laura en la salida y ella se había negado a dirigirle la palabra, no le quedó de otra que fingir preguntarle por ella a su amigo, el chico con el cual le había sido infiel, pero que nadie sabía al respecto. No supo si quería arreglar las cosas con ella y tampoco preguntó.
Aun lo recordaba algunas veces, le gustaba pensar en que, si las cosas hubieran sido diferentes, si su miedo no hubiera carcomido cada parte de él hasta el punto de hacerlo incorregible, su historia hubiera terminado de otra manera. O quizás, nunca hubiera tenido fin.
Se preguntaba si él lo hubiera dejado seguir fumando, si lo hubiera mantenido a raya con la cerveza cuando celebraban la victoria en algún partido, si vivirían juntos y conversarían hasta quedarse dormidos. Hubiera querido saber cómo se sentía oírlo roncar, tener su respiración calmada acariciando su almohada y sus pestañas rizadas cubriendo aquellos ojos castaños que lo habían hipnotizado desde el primer momento.
Estaba seguro que estaría a su lado en esas circunstancias, que lo cuidaría y le mentiría −como el enfermo hizo con su madre− diciéndole que todo estaría bien, sentado al lado de su cama sosteniendo su mano.
Volvió la mirada en esa dirección, donde podría haber estado, donde solo había un lugar vacío y silencioso. Le dolía, pero no tenía remedio. No quiso arriesgarse, siempre sintió que nada cambiaría; que el terrorismo nunca dejaría de dominar y esparcir el miedo en su patria, que nunca podrían pasear de la mano o decir libremente que era pareja sin que eso significara colocarse una equis enorme en medio del pecho. Por eso estaba más solo que un perro, más solo que la casita que su madre había levantado a punta de vender sus postres en la calle y ahora quedaría abandonada a su suerte cuando él partiera. Al menos sentía una especie de consuelo, aunque mínimo, de no tener que dejar a nadie sufriendo, pero a la vez era un recordatorio de lo solitaria que se había vuelto su presencia.
Sin amigos, sin amor, sin familia.
No le quedaba nada por lo que vivir.
Podían llevárselo en ese instante, le daba igual.
La cara del enfermo dejaba ver el rastro de su agonía, dejando de lado su limitación física, el alma se mostraba rota en cada poro de su piel. Hacía tanto tiempo que ese secreto lo acompañaba que planeó llevarlo consigo hasta la tumba. Ningún otro ser humano debía ser capaz de contar las veces en que miró de soslayo el trasero de algún conocido, las sonrisas cómplices que compartía con sus escasos amantes casuales y reservados o las veces en que se le puso dura por las cercanías en algunas fiestas y le echaba la culpa a la chica más próxima a él.
Nunca podrían escuchar el eco de sus latidos cuando Adrián le preguntó qué sería de ellos después de aquella escena y los pedazos cayendo cuando este, incapaz de aceptar el hecho, le respondió que no había nada más allá de la conexión a base de su amistad con Laura.
Nada.
Se sintió tan vacío, tan infeliz.
No podía describir el peso de algo ausente en su pecho; era extraño que aun cuando pasaran décadas desde ese día el enfermo lo recordara perfectamente. Por eso, cuando Muerte se le acercó con recelo, fijando su atención en las lágrimas que bañaban su cara, no pudo evitar pensar en aquel chico que solo formaba parte de un recuerdo. Sí, eso era.
Un recuerdo. Un chico. Un beso.
Miró a Muerte como si estuviera rogándole que parara, que dejara de contemplarlo de esa manera porque le recordaba tanto a su primer amor y sentía que esa coincidencia era la única muestra de afecto que obtendría del mundo, un premio consuelo.
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