Capítulo I

El sonido del electrocardiograma lo acompañó como cada día; soso, estresante y estable, aunque eso último solo era un estado momentáneo. Al principio halló consuelo en aquella repetición incesante y leal, misma que se transformó con el paso del tiempo en las campanadas que ya anunciaban su partida.

Era inevitable.

Había escuchado la conclusión médica y sabía que, por mucho que fuera a extrañar el sabor de la comida rápida, la cerveza, la cumbia o las polladas de sus vecinos, le alegraba dejar ese hospital definitivamente, sin ir y venir por los síntomas, los chequeos o los últimos esfuerzos que su masa corpórea daba con tal de mantenerlo a flote. Luego de casi tres años sintiéndose un trapo viejo e inservible, era hora de despedirse. Adiós a esa incomodísima cama y a tener que escuchar los quejidos de las enfermeras luego de cada ronda, acaloradas por el trajín de la jornada. Al olor a lejía, las batas blancas, los uniformes celestes, llantos de bebés y gritos de niños a los que nunca pudo acostumbrarse.

Era un mocoso de catorce cuando firmó su sentencia sin saberlo. Riñón, un amigo del barrio, le había dado la pluma que marcaría ese contrato; un cigarro todo chusco, de los baratos, claro, con sabor a mierda de rata que le provocó una tos de perro e hizo soltar la carcajada a su colega.

Se había enviciado por hacerse el mono como decía su madre, por no querer quedarse atrás de su grupito. Porque ni siquiera le gustó la primera o la segunda calada, ni el tercer o quinto cigarro. Solo lo hizo tantas veces que se volvió costumbre; un cigarrito para matar el tiempo, otro para verse atractivo con las chicas, un par para no desentonar con los patas y otro más por si acaso.

Si hubiera un premio para las decisiones más estúpidas estaba seguro que ganaría.

Debía aceptar su responsabilidad, su culpa. La enfermedad no había llegado sola, él mismo se encargó de darle la bienvenida cada vez que abría una cajetilla nueva.

Aún podía vislumbrar en su confundida mente el día en que, luego del trabajo, había regresado a casa más cansado de lo normal. Se había vuelto recurrente ese malestar en el pecho, pero decidió que debía ser causado por alguna gripe que no resultaba sorpresiva en aquellos tiempos invernales llenos de la humedad habitual en la Ciudad de los Reyes.

No era tarde, así que se dio una ducha y salió a medio vestir justo antes de que el partido empezara. No iba a perderse un clásico por una nimiedad. Botella en mano, culo perfectamente armonizado con el punto hundido del sillón, cabello mojado que empapaba su torso desnudo y chanclas de casa a un lado, aunque se pasara la mayor parte del tiempo descalzo.

Cuando el delantero pasó la mitad de la cancha, se llevó a dos contrarios y esquivó al defensa, la multitud guardó silencio absoluto previo al gol que lo hizo saltar de su cómodo asiento y festejar aun con los Doritos aplastados en sus manos. Luego de algunos improperios de celebración, empezó a buscar su celular para marcarle a su joven empleado y restregarle con sorna su victoria ante el equipo de sus amores. Antes de hallarlo volvió a sentir la misma opresión, pero intensificada al punto de faltarle el aire. Empezó a toser con fuerza, llevándose una mano a la boca y dando pasos rápidos hacia el baño mientras intentaba calmarse.

Se quedó sin palabras luego de abrir el caño y contemplar su mano teñida de un rojo mezclado con su saliva, sintió un raspón en la garganta e hizo una mueca intentando aplacar el malestar. Jamás le habían gustado los hospitales, pero no hubo más remedio que ir a un matasanos para ver qué estaba mal consigo.

La espera fue interminable y, para cuando tuvo los resultados, la voz del médico le resultó lúgubre y lejana.

Había sido tan abrupto aquel cambio, aquella sentencia pronunciada en un susurro que paralizó su vida. Entonces, esa perspectiva de que se hacía viejo no le disgustaba tanto cuando la única segunda opción era el morir apenas pasando el decalustro. Ante esa situación aún se sentía joven, quizás no era el mismo chiquillo ignorante que tomó decisiones erróneas en su pasado, pero tampoco creía ser merecedor de aquel destino final; solitario y sin gloria.

La huesuda no tenía belleza alguna, sin embargo, se había imaginado su llegada de otra forma. Cuando tuviera más de setenta, mientras dormía apaciblemente en una casita que apenas hubiera acabado de pagar, escuchando el rumor de la noche por última vez y ...bueno, no así.

De lo que había sido quedaba poco. Aquel torso algo abultado, los brazos fuertes, sus ojos impacientes, mucho de eso había cambiado. Sus cachetes habían desaparecido, sus brazos eran un par de palillos debiluchos y frágiles, al igual que sus piernas; las cuencas se veían hundidas y oscuras y su cuerpo se reflejaba tan cansado como en realidad se sentía.

Era otra persona, ni siquiera parecía una cuando se miraba frente al espejo.

Cuando su vista contemplaba su ser, otra cosa que echaba de menos le volvía a la mente: Su cabello. ¡Y pensar que se había quejado de sus canas! Prefería mil veces parecerse a Papa Noel que al elfo Dobby. Hubiera querido que le arrancasen más y que se llenara de canas con tal de evitar perder aquello que le cubría la cabeza de manera natural.

Se lo había rasurado a voluntad cuando empezó esa pesadilla. Le advirtieron que era posible su caída debido a la quimioterapia, entonces fue a una barbería para que se deshicieran con cuidado de aquel tesoro y lo guardó en un frasco sobre el repostero de la cocina. No iba a permitir que, además de la vida, la enfermedad le quitara esa libertad de sentirse un hombre normal que sale un día cualquiera por un cambio de look. Es lo que pensaba cuando, por jugarretas de la costumbre, se pasaba una mano por la cabeza intentando peinar un cúmulo de cabellos inexistentes.

Al menos fue capaz de guardar un recuerdo, su último corte.

Sabía que no habría tiempo más que para extrañar, echar de menos y amar de más todo lo que en el pasado, cegado por una ilusión de continuidad sin interrupciones, no valoró.

Hacía un tiempo que se había dado por vencido, todo resultaba inútil y una carga más con la cual no estaba dispuesto a continuar. Si iba a resistir, lo haría por su cuenta. No más quimio ni más tratamientos que no fueran para aliviar el dolor; quería su cabello, su cuerpo, su vida de vuelta. Y si no podía conseguirlo, al menos se iría con esas pequeñas victorias. No quería depender de otros para morir, sería su manera, su decisión.

Pensando en eso, intentó suicidarse una vez.

Nunca había sido el tipo de persona que pensaba en sí mismo todo el tiempo, pero se le hacía justo que, por primera vez, eligiera terminar su dolor por encima de otros. Quizás su paso a otra vida sería algo triste para algunos, pero para él significaba el fin de su agonía.

A pesar de eso, si aún seguía en esa cama recordando aquello, era por una razón muy obvia. Estaba nervioso cuando tuvo el cañón en la cien, aunque quiso convencerse a sí mismo que todo estaría bien, que ya faltaba poco. Con el índice templando sobre el gatillo, su celular empezó a vibrar en la mesita donde había dejado la nota de despedida. Comenzó a sollozar en silencio, a pesar de encontrarse solo en ese oscuro cuartucho y con desgano dejó el arma a un lado. Sabía que debía desistir, aunque en cierto grado le causara tristeza.

No volvió a tratar, supuso que acabaría en otro intento fallido y tampoco se le antojaba descubrir si aquella forma de terminar con todo también resultaría tan dolorosa como su presente.

Las risas de las enfermeras caminando por el pasillo lo sacaron de su ensimismamiento. Recordar eso lo había cansado más de lo que creía; ese último año era lo mismo, no tenía fuerzas para nada, apenas podía respirar, mover cada hueso le costaba una cierta incomodidad que no llegaba a doler solo debido al tratamiento. Sin embargo, pensar era suficiente para saturar su débil mente y cuerpo. Saber que no le quedaba mucho tiempo parecía surtir ese efecto o quizás era otro más de los síntomas de aquella putrefacción que se alojaba dentro de él.

Aunque no lo ayudara con el cansancio se dormiría un rato, porque era lo poco que podía hacer y así lograba controlar las ganas de nicotina que los recuerdos habían revivido en sus dedos toscos y en sus labios cuarteados. Le resultó irónico y hasta cierto punto contradictorio aquel deseo habitual, pero prefirió acallar ese reproche diario con unas horas de sueño, todo para olvidarse del pasado y de su estrecho presente. Le dio vuelta a la almohada para sentir el lado fresco de esta en plena tarde y cerró sus párpados.

No tuvo sueños ni pesadillas, durmió en negro absoluto como de costumbre. Tampoco supo cuánto tiempo había estado dormido, pero por el tono bajo del alrededor pudo inferir que había anochecido hacía un buen rato. Cuando abrió los párpados con pesadumbre, tuvo que entrecerrarlos un poco para enfocar mejor su vista adormilada y lagañosa y parpadear dos veces para asegurarse que sí había despertado.

Había dos personas con él en la habitación.

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