Capítulo 32

La curiosidad es más fuerte que la debilidad de mis piernas.

Después de beber otro refresco, no tardo en ponerme de pie para continuar estudiando y guardando en mi memoria cada detalle de la vivienda de Milo. La bebida gaseosa me ha ayudado a recuperar las fuerzas y, aunque siguiera mareada, estaría aun así chismoseando por todos lados.

Primero, camino hacia el comedor donde hay una mesa de madera oscura con patas de hierro negro y sillas modernas que se ven cómodas y costosas; es un juego de muebles grande, como para diez personas y no puedo evitar preguntarme para qué necesita tanto. En el centro de la bonita mesa, se encuentra una planta de hojas verdes brillantes que parecen desafiar las leyes de la gravedad y que me encantaría saber de qué especie es para comprarme una igual. La cocina sigue el mismo estilo industrial con mesadas de madera y muebles opacos de color oscuro, los electrodomésticos son grises y brillantes como los de la cocina de un restaurante. Tiene una amplia isla en el medio en donde se encuentra concentrado cortando tomates con movimientos expertos.

—¿Qué cenaremos? —pregunto con curiosidad.

—Pasta.

—¿Pasta con qué?

—Pasta a la amatriciana, pero versión vegetariana.

—¿Y eso cómo sería?

—Tienes muchas preguntas. —Ríe por lo bajo—. Solo déjate sorprender, te juro que no te voy a envenenar.

—¿Necesitas ayuda? —me ofrezco.

Niega con la cabeza y aparta los ojos del cuchillo sin dejar de cortar como un experto. Mi parte dramática y pesimista teme que se corte un dedo y la sangre comience a brotar sin control de su extremidad. En cambio, me dedica una sonrisa y vuelve la mirada hacia la tabla.

—Me gusta tu casa —digo con sinceridad—, es varonil y moderna. ¿Siempre ha sido así?

—La modifico con el pasar de los años para ir adaptándome a los tiempos.

—¿Y cómo haces para que alguien trabaje aquí? ¿Lo hipnotizas o le borras la memoria como en Men in black?

Una carcajada escapa de sus labios y comprendo que he dicho una estupidez tan solo dos segundos después de que las palabras me abandonen.

—Lo hago con magia, Pop —explica con paciencia, pese a la risa—. Veo algo que me guste en la televisión o en Pinterest y lo replico aquí.

—Asombroso, eso te hace ahorrar mucho dinero. Y me sorprende también que tengas Pinterest.

Asiente con la cabeza, se lo ve divertido.

—Es una buena red social —continúo—. No tienes que interactuar con nadie y puedes ver cosas bonitas todo el tiempo.

—Estoy de acuerdo.

—¿Tienes tu cuenta privada?

Asiente con la cabeza y noto que debería dejar de hacer tantos comentarios estúpidos, pero no puedo detenerme, es como si tuviera un vómito incontrolable de palabras. ¿Son nervios o es mi torpeza innata?

—¿Cuántas veces has renovado el espacio?

Vierte los tomates cortados en cubos en una sartén que tiene ajo y aceite de oliva. Luego de moverlos un par de veces, lleva sus ojos dorados hacia mi rostro para luego observarme con una mezcla de diversión y algo más que no puedo descifrar.

—No muchas, unas dos o tres veces desde la última vez que salí.

—¿Y qué haces para no aburrirte?

—Bueno, el tiempo transcurre distinto aquí. —Apoya sus manos en la mesada y los músculos de sus brazos se hacen visibles; aparto con rapidez la mirada—. Lo que en el exterior puede parecer una década aquí quizás son unas pocas horas, como en la película Interstellar —explica—. No tengo mucho tiempo para aburrirme.

—¿Eso quiere decir que quizás ha transcurrido una semana desde que entramos?

El pánico me invade en cuestión de segundos. Demonios, ¿cómo explicaré mi ausencia? He prometido ayudar a Gertrudis, acompañarla por las mañanas en el hospital hasta que le den el alta y también debo abrir la tienda por la tarde para un comprador misterioso que nadie sabe quién es, pero que ha prometido gastar mucho dinero. ¿Y si me he perdido todo eso?

—Tranquila, al haber un elemento externo aquí, el tiempo se ralentiza —me explica con paciencia—. Ahora transcurre con normalidad.

—¿Cuál elemento externo? —dudo a pesar de saber la respuesta.

—Tú.

—Bueno, eso me tranquiliza. —Suspiro—. Habría sido difícil de explicar.

Doy vuelta sobre mi propio eje y vuelvo a caminar por su vivienda. Observo con sorpresa que casi no posee ventanas, tan solo cuatro de distintos tamaños. Hay una en cada extremo de la habitación, como si señalara los puntos cardinales. Sobre su cama se alza una de ellas; tras el televisor se encuentra la segunda; sobre el fregadero una tercera y la última en un pequeño espacio de ejercicio.

—¿Por qué las ventanas están posicionadas de esa manera?

—Por los puntos cardinales —dice confirmando mi teoría.

—¿Y qué ves desde ellas? —curioseo—. ¿Los polos y el océano?

Revuelve la salsa en la sartén y limpia sus manos con un trapo de cocina. No me da una respuesta inmediata, por el contrario, se acerca a mí y toma mi mano entre la suya. Dejo que me guíe hacia la ventana que está sobre el lavadero.

—Ésta de aquí me enseña la vista desde la cima de la Torre Eiffel —me explica con una sonrisita—. La que está en mi cuarto creo que muestra el Coliseo, aquella —dice y señala hacia su área de ejercicio— las pirámides de Giza y aquella otra de allá creo que es un castillo en Irlanda.

Miro con asombro hacia el exterior no terminando de creer sus palabras. Tiene todo el sentido del mundo que vea esos lugares, es un genio y la magia corre por sus venas. Las estrellas brillan en el cielo y un aire cálido ingresa por la abertura en la pared. Muerdo mi labio inferior asombrada, la vista es tan asombrosa que logra quitarte el aliento sin esfuerzo alguno. Nunca había visto algo así, en mi corta vida solo he observado campos y una única ciudad que si bien es asombrosa no se compara con la capital francesa.

Estoy viviendo un sueño.

—¿Siempre tienes la misma vista?

—No.

Vuelvo mi mirada hacia él.

—¿Cambia?

—Sí, lo hace acorde a mi ánimo. —Se encoge de hombros—. Si estoy triste es probable que me enseñe zonas horribles y aterradoras del planeta para no reforzar mis ansias por explorar el mundo. Si, en cambio, estoy muy feliz me enseña playas y vistas maravillosas.

—¿Y ahora cómo te sientes?

Lo piensa un segundo.

—Supongo que feliz.

—¿Y por qué no vemos playas?

—Porque estamos en una cita, Pop. —Me sonríe—. Podremos ver lugares románticos y esas cosas.

—Vaya, nunca hubiese adivinado que el genio encerrado en el frasco de perfume era de los que resultan románticos.

Rueda los ojos con diversión.

—Soy muy romántico, tengo años de aprendizaje —se adula—. Que no lo sea contigo no me hace un peor partido.

—¿Y por qué no lo eres conmigo? —contraataco.

—No pareces esa clase de chica.

Frunzo el ceño sin entender.

—¿Esa clase de chica? —repito.

—Sí, la que se enamora del caballero en brillante armadura que promete salvarla de todas las metidas de pata —explica—. Eres más del tipo que le gustan los chicos malos, las aventuras y las motocicletas. Te gustan los tipos rudos, admítelo.

—Eso no es cierto. —Me rio—. Ni siquiera me gustan las motocicletas.

¿O sí es cierto? Nunca he pensado que tengo un tipo de hombre porque, bueno, nunca tuve muchas opciones.

—Claro que sí, Pop. Estoy en tu cabeza y he visto tus sueños. —Contiene una sonrisa—. Me has soñado como un mafioso y, oye que no me quejo, pero me sentí un poco acosado.

Abro la boca con sorpresa.

—Eso no es cierto —me defiendo.

—Claro que lo es.

—No.

Me separo de él porque me siento por completo avergonzada. No puedo recordar mis sueños, la mayoría de las personas no lo hacen al despertar; sin embargo, creo que es verdad lo que dice. Es la clase de fantasía tonta que me gusta, es la clase de historia que busco en una película cuando estoy aburrida. Dios, que cursi. No puedo creer que mis sueños sean tan idiotas. Lo peor de todo, no puedo creer que él tenga acceso a mis sueños. ¿Un poco de privacidad, señor universo?

—No te avergüences, Pop. Me veía muy bien como mafioso.

Ruedo los ojos y doy otro paso atrás. Mis mejillas deben haber alcanzado un nuevo nivel de rojo, siento mi rostro como un horno portátil.

—Calla —le pido—, no te creo nada.

Da un paso en mi dirección y yo retrocedo por puro instinto. La distancia no hará que la vergüenza desaparezca, pero quizás pueda mantener privados mis pensamientos. Él da otro paso y yo vuelvo a retroceder. Parece un baile, aunque no me detengo. Sin embargo, luego de tres pasos hacia atrás mi trasero choca contra la encimera y sé que no tengo salida.

—Puedo decirte al oído frases cliché. —Sus pies se encuentran con los míos y se inclina hacia delante—. Conozco varias.

—Deja de bromear, Milo. No es gracioso. Estoy muy avergonzada en este momento.

Posa sus manos a cada lado de mi cuerpo sobre la mesada de madera. Su aroma me envuelve, así como el calor de su cuerpo. Me obligo a tragar con fuerza, el estómago me da vueltas, como si tuviera un zoológico en mi interior y no unas cuantas mariposas.

—Eres mía, Pop —susurra en mi oído—. De nadie más.

Siento que las rodillas me tiemblan y necesito que se aleje.

—Basta.

—Te haré gritar mi nombre. —Escucho la burla en sus palabras—. ¿Qué más diría el chico malo?

—Los chicos malos suelen ser callados. Son más de acción.

—¿Ah, sí?

Desciende sus labios hacia mi cuello y su nariz roza mi piel. Me agarro al mueble de cocina para no caer porque en este momento mis piernas son gelatina pura.

—Bueno, ya probaste que eres un buen actor y que tengo sueños estúpidos —murmuro con un hilo de voz—. La comida se te quemará.

Las palabras escapan con rapidez de mis labios y son poco más que un susurro. Creo que he perdido hasta la capacidad de hablar con normalidad.

—Siempre podemos pedir comida por delivery.

Sus labios se posan sobre mi cuello y la parte baja de mi estómago cosquillea. El contacto de su piel contra la mía es imposible de explicar, como esos poemas que no tienen sentido hasta que los lees y experimentas las sensaciones que describen. Un beso tras otro es posado sobre esa zona sensible de mi cuerpo y, sin darme cuenta, ladeo la cabeza hacia un costado brindándolo un mayor acceso.

Escucho una risa escapar de sus labios, pero no se aleja, por el contrario, acorta la distancia de su cuerpo contra el mío y ahora puedo sentir su pecho duro. Mi respiración es irregular, estoy agitada y he cerrado los ojos dejándome llevar por su contacto.

—Puedes decirme que me detenga —susurra.

No puedo emitir palabra. Aunque quisiera, no puedo hacerlo.

Sus labios suben por mi mentón y se dirigen hacia mi mejilla. Sus besos son cortos, aun así, el contacto es intenso; me quema y envuelve mi mente en una marea de pensamientos incoherentes. Abro los ojos de golpe cuando se detiene y encuentro su mirada dorada enfrentándose a la mía. Me observa sin una pizca de burla en sus ojos y sus labios están entreabiertos.

—¿Pop?

—¿Si? —jadeo.

—Puedes detenerme.

—Lo sé.

—¿Quieres que me detenga?

Abro la boca para contestar, pero ninguna palabra escapa de mí. ¿Quiero que se detenga?

¿Quieren que se detenga?

2/5

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