Capítulo 28
Pego mi rostro contra el cristal oscurecido y con los ojos entrecerrados intento ver el interior de la tienda. He llamada a la puerta infinidad de veces y nadie ha respondido, mi única idea ha sido dar una rápida ojeada, aunque no he obtenido resultados positivos. Koskovish Antigüedades se encuentra oscura, silenciosa y vacía, a pesar de que el horario de trabajo no ha finalizado.
Tengo un mal presentimiento que me ahoga, que presiona mis pulmones y me deja sin aire. Una sensación rara y fría se ha instalado en mi pecho, y cualquiera puede saber que eso no es bueno. ¿Por qué estaría cerrada la tienda si Trudis nunca se toma vacaciones? Algo está mal; mientras mi cuerpo me ruega para que no busque respuestas, que me quede con la duda y continúe mi día, mi mente me reclama a gritos que debo saber lo que sucede.
Mi cuerpo es un traicionero porque nunca podría irme de la tienda sin respuestas.
Milo se encuentra a mi lado, rebuscando en mi bolso para encontrar la llave y lleva al menos un minuto en eso sin éxito. Sé que guardé las cosas a las apuradas y no ordené nada, pero comienzo a impacientarme, ¿qué le puede tomar tanto tiempo? Es una cartera normal, no el maldito bolso de Hermione. Arrebato mi cartera de sus manos y tanteo su interior. Doy con la llave en poco tiempo y la saco triunfante. No tardo en introducirla en la cerradura y aguanto la respiración. La puerta rechina al abrirse y el frío me envuelve cuando coloco un pie en el interior del local.
Esto está mal, muy, muy mal.
—¿Dónde está Gertrudis?
El genio exterioriza mis pensamientos y muevo la cabeza de izquierda a derecha negando. No sé dónde está mi jefa.
—¿Puedes llevar mi maleta al departamento, por favor? —le pido con un hilo de voz—. Llamaré a Ximena para saber qué ha sucedido.
El tono sombrío en mi voz me sorprende y Milo se aleja de mi lado sin chistar. No es difícil saber que no me encuentro con ánimos para hablar y él lo comprende con rapidez. Quiero ser positiva, pensar que por fin mi jefa ha aprendido la lección y se ha tomado unos días libre. Sin embargo, sé que el positivismo no es lo mío y también conozco a Trudis.
Tomo mi teléfono móvil del bolsillo de mi chaqueta y busco entre los contactos el nombre de la hija menor de Gertrudis. Si Ximena no contesta, hablaré con Anna y si sigue sin contestar, no dudaré en ir hasta su casa. Las manos me tiemblan de nuevo, aunque procuro mantener la calma lo mejor que puedo. La línea marca y suena sin cesar, y cuando creo que nadie atenderá escucho la voz temblorosa de mi amiga.
—¿Si?
—¿Ximena? Soy Daiana. —Mi voz es un chillido agudo y aclaro la garganta para hablar con normalidad—. ¿Está todo en orden? He llegado a la tienda y está todo oscuro. ¿Qué ha sucedido? ¿Trudis está bien?
Un sollozo al teléfono me hace saber que lo peor ha pasado.
Llevo mi mano a los labios e intento respirar con normalidad. No sé qué ha sucedido y no quiero molestar a Ximena con mi llanto sin control por lo que muerdo mis labios para contenerme.
—Fue tan horrible... —dice casi sin fuerzas—. Me alegra que no lo hayas visto, fue horrible.
Las lágrimas comienzan a acumularse en mis ojos y tengo que reposar mi espalda contra la pared para no perder el equilibrio. ¿Gertrudis ha muerto? En mi cabeza no dejo de reproducir una y otra vez los escenarios. ¿Al final de todo, la inseguridad se hizo presente y los ladrones terminaron con mi jefa? ¿Habrá sido su corazón? ¿Sufrió? Espero que no haya sufrido.
—¿Daiana? —Una voz distinta me habla a través de la línea y comprendo con dificultad que se trata de Anna.
—¡Anna! ¿Qué ha sucedido?
—Tranquilízate, no sé qué te ha dicho Ximena, pero no es tan malo como parece. —Su la escucha cansada y repleta de tristeza, lo que no me produce tranquilidad a pesar de sus palabras de ánimo—. Mamá está bien y estable, pero es importante que sepas que se encuentra internada.
Con sus palabras, mis pulmones vuelven a trabajar y la sangre bombeando a través de mi corazón calienta mi cuerpo. Aun así, la calma nunca dura mucho.
—Tuvo un accidente cardiovascular hace dos noches, estábamos con ella por lo cual pudimos intervenir rápido y que los daños no fueran permanentes, o eso es lo que creen los doctores, aún no sabemos nada con certeza. Mamá está delicada, en observación y no ha despertado.
Un sollozo incontrolable escapa de mis labios y me deslizo por la pared hacia el suelo. Necesito una superficie firme, sentir que algo de todo lo que me rodea es sólido y que no se caerá en pedazos conmigo.
—¿Puedo verla? —ruego—. Por favor, quiero poder saludarla.
—El horario de visita ha terminado por hoy, de lo contario te diría que te esperamos aquí. —Sus palabras se clavan en mi pecho como puñaladas—. Puedes venir por la mañana y esperar con nosotras. Me encantaría que pudieras entrar a verla y me duele tener que decirte que no podrá ser; aunque seas parte de nuestra familia, no te dejarán pasar. Nos vendría bien tu compañía, de todas formas. Y estoy segura que mamá sabrá que estás aquí también.
—¿A qué hora y en dónde?
Escucho la dirección con atención e intento memorizarla, así como el horario de visita. Las lágrimas han creado un camino por mi rostro y puedo sentirlas deslizarse por la piel de mi cuello. He cortado la llamada, pero permanezco en la oscura y fría tienda, envuelta como un ovillo rodeando mis piernas con los brazos y con las rodillas en el pecho.
No puedo dejar de reproducir una y otra vez en mi cabeza la conversación, e imágenes horribles revolotean por mi mente porque no puedo pensar en otra cosa que no sea Trudis. La imaginó sin poder comunicarse con facilidad, su rostro caído hacia un lado y un dolor mortífero de cabeza. No sé si todos los episodios de ACV funcionan igual, mi cerebro tiende a crear los peores escenarios con lujo de detalle.
Trudis.
Mi segunda madre ha sido ingresada a una clínica privada, luchando por su vida mientras yo estaba vacacionando en casa de mi familia. No puedo evitar sentirme mal, como si todo fuera mi culpa. Si me hubiese quedado, si hubiese trabajado duro y no la hubiese dejado con tantos pendientes, quizás el estrés no la hubiese consumido.
Gertrudis.
Tapo mi boca cuando un doloroso sollozo escapa desde lo más profundo de mi pecho y elevo la mirada al cielo, intentando controlar el llanto.
—¿Pop? —El rostro de Milo aparece en mi nublado campo de visión—. ¿Estás bien?
Me arrojo a sus brazos sin pensarlo, necesito que me abrace y me agarre con fuerza. Necesito que alguien reúna mis piezas rotas como lo hizo Gertrudis cuando me encontró bajo una lluvia torrencial, famélica y con la piel pegada a los huesos. Recuerdo sus regaños, sus comidas, sus pequeñas muestras de afecto que se convirtieron en lo más importante de mis días por cuatro largos años. Traigo a la mente su rostro, sus ojos color avellana y su piel tersa a pesar del paso de los años. Sus labios finos, con los cuales no deja de llamarme «niña» como si fuera una cría molesta y sus pecas en la nariz que me siempre me parecieron una galaxia esparcida sobre su piel.
Lloro sin control contra el pecho del genio, el dolor de mi pecho aumenta y siento que voy a convertirme en trizas. Tengo tanto miedo que no puedo respirar. Mi cabeza está hecha un lío y un dolor punzante martilla mis sienes.
—Pop, todo estará bien. —Su voz es un susurro en mi oído.
Sus brazos me rodean con fuerza. Una mano apoyada en la parte de atrás de mi cabeza enredando mis cabellos con sus dedos mientras la otra traza un camino de arriba abajo por mi espalda, ayudándome a entrar en calor. Su respiración se encuentra relajada en comparación con la mía y su perfume me rodea y reconforta como lo haría mi manta favorita.
—Ella estará bien. Gertrudis es una mujer fuerte.
Entierro mi rostro en su cuello al escuchar escapar el nombre de mi jefa de sus labios. Me sorprende la cantidad de lágrimas que un alma destrozada como la mía puede largar. Este mes he llorado más que nunca, desde la aparición de Milo mi vida se ha vuelto tan complicada. No puedo odiarlo, no puedo gritarle que ha arruinado mi vida porque no es cierto. En cambio, me aferro con fuerza a él.
—No quiero que muera. —Sueno ahogada, casi como si hubiese olvidado cómo hablar
—No lo hará, te lo prometo.
Me alejo de su cuerpo lo suficiente para poder observar su rostro. Sus ojos dorados me recorren por completo y aunque debo parecer un desastre, con la piel enrojecida y los ojos inyectados en sangre, no me molesta que me observe. Sostengo su mirada y humedezco mis labios.
En una situación diferente, mis sentidos estarían enloquecidos y mi cuerpo reclamaría con urgencia que besara al apuesto muchacho frente a mí. En cambio, me escucho pronunciar con un hilo de voz:
—¿Puedo desear que mejore?
Pobre, Trudis. ¿Creen que sirva desear que mejore?
3/5
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