Capítulo 27
Decir adiós me ha roto el corazón, lo ha convertido en pedazos diminutos y luego lo ha triturado para que no quede más que dolor. Despedirme de mi familia está siendo desgarrador, ver sus rostros tristes y las miradas de dudas, como si se preguntaran cuándo regresaré o si no nos volveremos a ver en cinco años. Les he prometido que estaré en contacto y ellos han hecho lo propio. Mi pobre hermana está deshecha en lágrimas y mi hermano menor finge no estar interesado, aunque me ha preguntado miles de veces si estoy segura de hacer el viaje.
Después de todos los abrazos llorosos y los comentarios sobre cuidarme, me despido de mi padre con un fuerte abrazo que amenaza con desarmarme mientras siento sus brazos a mi alrededor y su silencioso llanto en mi oído. Es extraño verlo llorar, los hombres como él criados a la vieja usanza no suelen derramar lágrimas ni hablar de sus sentimientos; sin embargo, aquí está pidiéndome que me cuide.
Sin poder atrasar más nuestra partida, le doy un último vistazo a la granja familiar y luego dirijo mi mirada hacia Milo. Él entiende lo que quiero sin necesidad de palabras y tampoco sin tener que pensarlo. Posiciona una mano cálida en mi espalda y me da un leve toquecito para guiarme hacia la camioneta.
—Vayan con cuidado —nos pide mi hermano mayor—. Y no olviden avisar cuando lleguen.
—Hazle caso a tu hermano —dice mi madre y eso es todo.
—Les avisaré. Ténganme al tanto de todo —les ruego—. No duden en llamarme si necesitan algo.
—Ahora es una salvadora —se burla Santiago.
Le enseño la lengua, aunque en verdad quiero reír mientras lloro porque echaré de menos sus comentarios de adolescente molesto. Supongo que si el próximo año viene a la cuidad conmigo, cambiaré de parecer.
Subo a la camioneta, esta vez en el asiento del copiloto y cierro la puerta tras de mí. Milo no tarda en encender el motor y toca la bocina como despedida mientras nos pone en marcha.
Con lágrimas en los ojos, echo un vistazo por el espejo retrovisor a mi familia y se me encoge el alma al verlos allí reunidos en la puerta de nuestra casa, luciendo caras tristes y preparados para abrazarme si decidiera quedarme.
Al principio, cuando anuncié que nos íbamos, mi madre se quedó en la cocina como si así pudiera evitar despedirse de mí. Aun así, al sentir el revuelo de mis hermanos y al ver los muchos abrazos, ha salido y me ha dedicado su mirada materna y una pequeña sonrisa. Me estoy ganando su perdón de a poco y sé que pronto llamará para decirme cuanto me extraña y que vaya a pasar una temporada a casa. Así es, ella finge fortaleza mientras se desmorona por dentro.
—¿Estás bien, Pop?
Asiento con la cabeza, sin poder encontrar mi voz.
—¿Recuerdas que puedo leer tus pensamientos?
Mis ojos aguados se alejan de la ventana y los dejo caer sobre él. Conduce la Ford con cuidado, como si temiera que la pobre camioneta se quede a mitad de camino. Al sentir mi mirada, aparta la atención de la carretera y la posa en mí.
—A veces desearía que no pudieras hacerlo —murmuro—. No hay privacidad.
—Créeme, también desearía no hacerlo. Tu mente es más de lo que puedo soportar —bromea, o eso creo.
—Si sabes cómo me siento, ¿por qué preguntas? —Me encojo de hombros.
—Los años no me han quitado la capacidad de sentir empatía.
Observo mis manos en silencio y juego con mis dedos, intentando calmar la necesidad de llorar sin control. No me había dado cuenta hasta que nos reunimos cuánto extrañaba a mi familia, los extrañaba con cada célula de mi ser y tener que irme sin más, me ha dañado más de lo que me gustaría admitir.
No debería haberlos dejado en primer lugar.
—¿Qué quieres cenar hoy?
—¿Me harás de cenar, Milo? —pregunto con asombro, aliviada de que la charla haya tomado un rumbo más sencillo.
—No, estoy creando conversación. —Sonríe—. Tú me harás de comer a mí.
—Por supuesto.
No puedo evitar rodar los ojos.
—Tengo curiosidad sobre mi último deseo, ¿sabes? —suelto de pronto.
—Te escucho.
Muevo mis labios de lado a lado, buscando las palabras para expresar mis preocupaciones. Debe conocer el lío que tengo en la cabeza, las dudas e incertidumbres que recorren mi mente sin cesar. Por lo menos, no sabe con certeza lo mucho que me duele el pecho al pensar en su partida porque lo he mantenido tan oculto que incluso a mí me cuesta encontrar esos sentimientos.
¿Quién lo diría? Yo, Daiana Gardino, le he tomado cariño al genio malhumorado. Aunque me haga la vida imposible en cada oportunidad que se le presenta, la realidad es que ha tornado mi vida más interesante. Y menos aburrida. De alguna manera, he empezado a disfrutar su compañía. Debo tener síndrome de Estocolmo porque no existe una mejor razón que explique lo que siento.
—¿Mi último deseo tendrá consecuencias como los primeros?
—No lo sé, nunca me he quedado a ver los resultados.
Lo dice con tono bromista, pero sé que oculta algo. Sus ojos me esquivan y he pasado suficiente tiempo junto a él para saber que no es sincero.
—Milo, creí que habíamos superado la etapa de ocultar información.
Suspira; luego, tamborilea sus dedos contra el volante, a mi parecer, debatiéndose si debe o no decirme lo que sucederá. Los segundos pasan y se convierten en minutos, las granjas se vuelven borrosas y pronto salimos de Valle Verde. El cartel que indica la cantidad de habitantes me da una triste despedida al pasar junto a él.
—Puede tener distintos resultados —dice finalmente pese a que creí que se quedaría callado—. Se supone que para este momento ya debes haber aprendido que los deseos tienen consecuencias si no los usas con sabiduría.
—¿Y cómo podría usarlos como sabiduría? ¿Si soy egoísta, resultará en un trágico final?
—No trágico, pero tampoco será lo que esperabas.
—¿Y si no he aprendido la lección? —dudo.
—La aprenderás tarde o temprano.
—¿Y cuál es?
Me mira sin entender.
—La moraleja de todo esto, lo que debo aprender —aclaro.
—Si te digo la respuesta es trampa.
Le dedico una sonrisa que espero luzca coqueta.
—Si me lo dices, ¿quién lo sabría? Solo somos tú y yo.
—Yo, yo lo sabría. Y créeme que eso es suficiente.
Bufo, no sé por qué esperé que me soltara toda la información cuando nunca antes lo ha hecho. ¿Es incluso posible para él decir más de lo que ha compartido? ¿Va contra sus propias reglas de genio?
—¿Un buen deseo sería la paz mundial? —pregunto.
Milo no puede contener una carcajada burlona.
—¿Paz mundial? ¿Acaso tengo cara de Dios? —Niega con la cabeza, riendo—. No puedes desear la paz mundial porque es casi imposible, para que haya paz debería matar a muchas personas, lo que, a su vez, provocaría más caos. Además, llevaría mucho tiempo y se tendría que solucionar cuestiones de fondo como el hambre, la desigualdad, la distribución poco equitativa del ingreso y la información, entre otras problemáticas que han azotado a la humanidad desde su nacimiento. Y desear muertes está prohibido, eso lo sabes.
—¿Y qué podría desear?
—No lo sé, Pop.
Me cruzo de brazos. No me gusta su respuesta.
—¿Sabes algo?
—Sé muchas cosas, entre ellas que no puedo decirte qué desear. Está en las reglas.
Reglas. Odio esa palabra.
—Quiero leer las malditas reglas de una vez por todas.
—Bien.
Sin previo aviso, aparece un pesado tomo sobre mis piernas provocándome chillido de asombro. El libro parece tener como cinco mil páginas, es antiguo y las páginas lucen un tanto amarillas. La encuadernación es roja y tiene escrito con letras doradas la palabra «reglas». Más es menos en cuanto a títulos, supongo. Lo ojeo con asombro y recorro mis dedos por las letras de la tapa.
—Es grande.
—No es lo único grande que puedo mostrarte, Pop.
Mi guiña un ojo.
—Iugh, que asco. Milo, eres un degenerado.
Suelta una carcajada y siento mis mejillas arder.
—Estaba hablando de tu último deseo, Pop. La pervertida eres tú.
Ambos sabemos que miente.
—¿Te pondrás a cantar «Un mundo ideal» ahora?
—No eres una princesa.
—Ni tú un príncipe —contraataco.
Sus labios se estiran en una sonrisa.
—¿Prefieres la versión nueva o la vieja? Conozco las dos. Ah, también la sé en varios idiomas.
—Prefiero que no cantes. Tienes una voz horrenda —miento.
—I can show you the world. Shining, shimmering, splendid. Tell me, princess, now when did you last let your heart decide?
—Calla —le pido, ocultando una sonrisa.
—I can open your eyes. Take you wonder by wonder, over, sideways and under on a magic carpet ride.
—Milo, cierra la boca.
—A whole new world, a new fantastic point of view. No one to tell us "no" or where to go, or say we're only dreaming.
—No te callarás, ¿verdad?
—Qué bueno que ya me conoces.
—Si deseo que te calles, ¿me quedaré muda?
Ríe, se lo ve de buen humor y entre conversaciones y bromas sin sentido, me doy cuenta que yo también me siento de buen humor.
—Peor, te quitaré la lengua.
—¿Cómo podré besar a alguien?
Sus ojos recaen una vez más sobre mí, humedece sus labios con picardía y vuelve la vista a la ruta.
—Podría enseñarte algunas maneras.
—Eso suena completamente indiscreto.
—Lo es, Pop —me asegura—. Lo es.
¿Cómo dices que dijiste, Milo?
2/5
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