Capítulo 6

No sé si Jude le hizo alguna promesa a Ever o si solo lo hizo para darme consuelo, pero volvió a escabullirse en mi cama cada noche. No dormíamos precisamente abrazados, el estar uno al lado del otro bastaba para saber que no estábamos solos. Solíamos especular mucho sobre cómo sería la vida de Ever, cómo sería su habitación, qué tan grande sería su casa, o cuán odiosos eran sus nuevos amigos.

No voy a negarlo, fue difícil acostumbrarme a no ver a Ever desfilando por aquí y por allá como el rey que era de Saint George. Incluso, muchas veces, mientras estábamos Jude y yo en nuestros lugares secretos, volteaba hacia mi derecha, dónde casi siempre estaba Ever para decirle algo, entonces me encontraba con nada más que su ausencia. Jude siempre carraspeaba y comenzaba a hablar como intentando que no pensara en ello.

Dos semanas después recibimos la primera carta de Ever. Corrimos al tejado, a nuestro tejado y abrí la carta casi que a mordiscos. Jude fue quién la leyó en voz alta porque era el que mejor leía de los dos. Sor Janet jamás habría creído que la alumna más torpe que tuvo se convertiría en compositora. Así de rara es la vida.

Como sea ese día reímos con cada una de las ocurrencias de Ever. La carta incluía una pequeña foto polarid de él posando frente a su casa. No sé por cuánto tiempo admiramos la foto. Solo sé que una gran alegría nos embargaba, él era feliz. Y como siempre la felicidad viene acompañada de nostalgia, así que entendimos más que nunca que él no estaba y nunca volvería a estar.

—¿Te imaginas todo lo que engordará ahora que puede comer todo lo que quiera?

Exploté de la risa con el comentario de Jude. Sí, esa era nuestra gran preocupación. Espero que se note el sarcasmo.

Jude escribió la carta de respuesta. Su letra era mil veces más entendible que la mía. No podíamos enviarle una foto, pero sí introdujimos una de las obleas de la iglesia, para que no olvidara los sabores de Saint George.

La ida de Ever nos hizo caer en cuenta que en realidad Jude y yo éramos seres de pocas palabras. Ante la ausencia del componente ruidoso, pasábamos largos ratos de silencio acostados boca arriba viendo el cielo en todos sus estados. Solía ver de reojo el perfil de Jude cuando él parecía tan perdido en sus propios pensamientos. No dejaba de pensar en cuán hermoso era, entendía a todas las chicas que estaban locas por él. Mas él seguía conmigo, siempre conmigo pese a que no era nada divertida. ¿Qué pasaba si terminaba aburriéndose? Fue así como nuestro primer proyecto musical empezó.

Éramos ladrones por excelencia. Esperábamos que todos se fueran a dormir para robar la llave del salón de música que estaba en la dirección, correr a tomar la guitarra y salir disparados al bosque. Nos adentrábamos bien en el bosque para que nadie llegara a escuchar la música. Las risas volvieron junto con los accidentes, los raspones, esas risas que te dan dolor en el estómago. Cada escapada era una nueva aventura y después de ello venía lo mejor: la música.

Siempre creí que no amaba mucho la música, de hecho hasta pensé que la odiaba, lo que amaba era la forma en la que hacía feliz a Jude. Tiempo después entendí que no, la música siempre estuvo en mis venas, es tan mía como de él.

El proyecto consistía en recrear las canciones de The Beatles, junto con algunas otras que nos conocíamos. Siendo que habían pasado tantos años desde la última vez que las escuchamos no era una tarea fácil.

—Había una que tenía el nombre de una mujer, ¿no? —dije.

—¿Una mujer?... ¡Ah! Creo que sí me acuerdo. ¿Era Eglith? O algo así.

—¡Si! Eglith Rigdi

Así fue como nació nuestro cover de Eglith Rigdi, deberían oírlo algún día, una obra de arte. Nos morimos de la risa cuando fuera del orfanato supimos que se llamaba Eleanor Rigbi, y toda la letra era el antónimo de lo que nosotros supuestamente recordábamos. Pero tuvimos algunos aciertos. Help la sabíamos a la perfección, ¿quién podría olvidar Help? Obvio Hey Jude estaba en la lista, aunque a Jude no le gustaba cantarla. Imagine, esa sí le gustaba cantarla sin importarle cuánto yo la odiaba.

Disfruté cada noche de los conciertos privados del chico más perfecto del mundo, es un privilegio mío, ni ella podrá decir eso. No pienses en ella, no pienses en ella, no ahora.

Aún guardo ese cuaderno, el de nuestros recuerdos disparatados de canciones junto con sus acordes. Incluso guardo una hoja que alguien maliciosamente escribió y colgó en el aula de clases en el que decía: Ima y Jude son novios.

Supongo que lo hizo alguna chica envidiosa que quería que las monjas lo vieran y tomar cartas en el asunto. Y sí que lo hicieron, solo que en aquel momento yo lo ignoraba.

Yo arranqué la hoja como si fuera nada, y miré a mí alrededor con mi típica mirada de: dicen algo y están muertos. Nadie olvidaba que yo sabía dar golpes. Aunque, arranqué la hoja la conservé conmigo. A veces la veo. ¿Cómo es que pueda anhelar el estar en un orfanato? Fui secretamente feliz ese día. Como una niña tonta me escondí en la habitación desierta, saqué el papel de entre mi camisa y lo admiré. No solo lo vi, recorrí con mis dedos cada letra, como si al hacerlo aquellas palabras se harían realidad. Y lo guardé dentro del pequeño bolso con el que llegué a Saint George.

Llegó el primero de diciembre, cumpleaños número quince de Jude. Era el año 1990. Ya llevábamos más de un año lejos de Ever, comunicándonos por cartas. No tenía nada para regalarle, y eso me había atormentado por más de medio año. Las estúpidas del orfanato se habían inventado cualquier cantidad de cosas para agasajar al cumpleañero. Resultó que el interés de todas por tomar el taller de carpintería y el de manualidades fue porque estuvieron todo ese tiempo haciendo los regalos para Jude. Así ese día Jude recibió una decena de cofres de madera de todos los tamaños. ¡¿Más o menos qué iba a guardar ahí?! Cajas de cartulina, cartas, caramelos de melcocha. Porque hasta las que entraron al taller de cocina se dedicaron a Jude. Y yo, la única niña que quiso entrar al taller de mecánica solo tenía grasa para regalar.

Ese día no importó cuánta mala mirada echara. Tuve que aguantar el desfile de hormonales adolescentes hacer fila para entregar su regalo a la puerta de la habitación de los varones. Cada una aprovechando la oportunidad para abrazar y besar las mejillas de Jude, cada una cada vez más cerca de su boca. Hice una lista negra mental, las muy puercas me la pagarían.

No había pasado medio año preocupada por ese día sin haber preparado algo. Así que intenté tranquilizarme y esperar a la noche, ese era mi momento. Cuando todos fueron a cenar lo tomé de la mano y arrastré hasta el patio.

—¡¿Qué haces?! ¡El frio está espantoso Ima! —dijo soltándose de mi agarre cuando el frío nos chocó como afilados cuchillos.

—¿Cómo que a dónde? Es hora de mi regalo al cumpleañero.

Volví a tomarlo de la mano y a andar, pero él se detuvo, e incluso me jaló hacia él. En su mirada estaba claro que no me creía.

—¿Regalo? ¿En serio tienes un regalo para mí? Pensé que lo habías olvidado.

—¡Cómo voy a olvidarlo, tonto! Eres Jude. Vamos antes de que tu club de fans se den cuenta que no estás en el comedor.

Después de veinte minutos de escapar al bosque comencé a arrepentirme de ese regalo. El frío estaba haciendo castañear nuestros dientes. Más de una vez pensé en sí lo más sensato era dar la vuelta de regreso.

—¿A dónde se supone que vamos?

—Tú solo camina, llegaremos pronto.

—Llevas diciendo eso desde hace media hora.

—¡Camina!

No era la mejor forma de darle un regalo a alguien, pero el daño estaba hecho. Tengo que aclarar que estábamos caminando en medio de un bosque que odiaba a la luna y por eso la escondía por medio de los enormes pinos. Durante todo el camino no solté la mano de Jude y por eso más de una vez me lo llevé conmigo a comprobar la ley de gravedad de Isaac Newton, porque las malditas ramas me tumbaban una y otra vez. Fue en una de esas tantas caídas que por fin lo vi: mi regalo.

—¡Llegamos!

Anuncié emocionada, hasta dando pequeños brinquitos.

—¡Cierra los ojos!

—¡Ah!

Jude miraba hacia un lado y otro, no había nada peculiar en el lugar en el que estábamos, más árboles y hierba, pero yo sabía lo que había tras la fastidiosa rama ante nosotros. Por fortuna él no se hizo rogar y cerró los ojos, se dejó guiar por mí y abrió los ojos justo cuando le indiqué.

¿Alguna vez han visto algo realmente hermoso? Yo lo vi ese día. La forma en cómo sus ojos se iluminaron ante las luces que se encontraban a kilómetros de distancia de nosotros. Vi a la felicidad materializarse, a la esperanza sentarse a su lado, a los sueños ser más reales que nunca.

—¡La ciudad! —exclamó casi como un suspiro.

—Sabía que se vería estupendo de noche.

No eran más que miles de lucecitas a demasiada distancia de nosotros, pero era todo. Ahí se desarrollaba la vida que queríamos vivir. Tan cerca y tan lejos estaban sus sueños.

Pero no era mi único regalo. Lo dejé perderse en la inmensidad de su imaginación y saqué, de la enorme mochila que cargaba, mi botín de guerra.

—¡Te robaste la radio del profesor Charles!

—La tomé prestada. Él no la sabe aprovechar. Hoy mismo la devuelvo.

Nos tomó tiempo a los dos encenderla. Era una pequeña radio que funcionaba con baterías. Pero jamás habíamos tenido la oportunidad de usarla. Luego nos costó sintonizar una emisora. Yo solo movía cuanto botón y perilla conseguía, por suerte no eran muchos. De pronto la magia llegó. Nos quedamos en silencio e inmóviles cuando escuchamos los primeros acordes, la voz. No sabíamos ni qué escuchábamos solo que eso era magia.

Recuerdo que nos quedamos con la vista perdida, hasta que la alzamos para vernos el uno al otro y sonreímos. Tiempo después me enteré que esa canción que escuchamos era "I love you baby" de Frank Sinatra. En ese momento hasta me dio algo de pena, sentí que el destino me movió a confesarme y no confesarme.

Al segundo coro Jude me extendió la mano para que bailáramos y claro que la tomé. Era su noche y la mía. Así fue como la chica más rara del mundo tuvo su primer torpe baile. Jude ya era alto, aunque yo no me quedaba tan atrás. Brincamos más de lo que bailamos de verdad, así como intentamos seguir a nuestro modo la canción, cantando los finales de cada palabra. Cerrando los ojos y dando vueltas con el rostro al cielo. Esa noche fuimos tan libres.

—Algún día llegaré corriendo hacia ti a decirte que te escuché en la radio —le dije en medio de nuestra algarabía.

Él asintió riendo. Corrió hacia el borde del precipicio y con las manos al aire gritó.

—¡Seré el mejor cantante de rock de todos los tiempos!

—¡Y yo seré su más grande fans! —grité a su lado.

Jamás olvidaré la forma en cómo bajó la cabeza, solo un poco para verme; ni la forma en cómo me abrazó.

—Ima y Jude —dijo a mi oído—. ¡Gracias!

Escuchamos música hasta que la batería se acabó y la noche comenzó a desfallecer. Volvimos en una carrera, unos niños que ya no tenían frío sino ansías de comerse el mundo. Esa fue, tal vez, la mejor noche de mi vida.

Tan solo tres días después de esa noche la verdadera pesadilla comenzó. Jude sería llevado a una casa de acogida. Todo lo que él pronosticó que le pasaría a Ever, le estaba pasando a él. Y todo lo que sea que esté dentro de mí y sienta se destruyó. Yo no podía vivir una vida sin Jude. 

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