Hijos de la noche
Capi dedicado a dos nuevas lectoras Kiss_The_Book y silentyoung_ y por supuesto a todos los que me dan su love diario ❤
—Esto es lo que haremos, tú te quedarás aquí, mientras yo bajo a echar un vistazo—dijo Astrid, en un tono que no admitía discusión—. Si el aquelarre de vampiros está en la fábrica, este debe ser su nido En general, los hijos de la noche viven en solitario, pero cuando se nuclean los clanes se componen por pocos miembros. Puedo hacerme cargo de ellos sin muchas dificultades y lo haré si intentan atacarme. Pero primero me cercioraré de que tengan a tu chica allí abajo, sino simplemente nos iremos.
July asintió con un ligero movimiento de cabeza, aunque no le convencía del todo la idea de dejar a Astrid sola. Llevó su mano al cinturón para buscar el tranquilizador contacto del acero, mientras la otra tomaba la linterna de nuevo y comenzaba a descender los oscuros e irregulares peldaños, aunque sin encenderla aún, para no alertar a los hijos de la noche de su presencia.
Unos segundos pasaron hasta que la oscuridad la engulló y la chica ya no pudo ver más nada.
Desde allí en adelante el tiempo pareció interminable. Las ansias comenzaban a envolverla como las telarañas a las vigas del techo. No se oía nada, más que el sonido de su respiración, cada vez más agitada. Hasta que al fin un grito brotó de las profundidades. Solo uno y de nuevo silencio.
Julieth no supo cómo o por qué lo hizo, pero ni bien sus sentidos identificaron ese grito, como parte de un pedido de auxilio de su acompañante, ella salió corriendo hacia las sombras y se adentró en aquel túnel subterráneo.
Fue a mitad de camino, por aquella escalinata de piedra, que se dio cuenta que no era ella la que movía su cuerpo sino su huésped. Johanna era la responsable de su puesta en marcha. Su mano rozaba las paredes, que le servían de guía. Era una buena forma de no caer en un abrupto descenso y terminar de bruces contra el pavimento.
Sus pies se movían velozmente de igual forma, así que en breve llegó al último peldaño y se encontró con un suelo de baldosas dispares. Las mismas estaban manchadas aquí y allí con restos de pintura, concentrada en aquellas zonas donde el cerámico de había agrietado y formaba oscuras ramificaciones. Estaban en una habitación subterránea, un depósito para ser exactos, donde más latas de pintura yacían apiladas en viejas repisas polvorientas. Una de estas bloqueaba la visión central, manteniéndola oculta, pero asomándose por los estantes pudo ver la escena que tenía delante.
La habitación era enorme, de las mismas magnitudes de la fábrica, pues actuaba como un lugar de almacenaje del producto terminado. La mayoría de las repisas y estantes habían sido movimos y abarrotados hacia los lados, y estaban desprovistos, rotos o simplemente reducidos a un montón de fierros retorcidos Pero lo más llamativo era sin duda el centro de la habitación, donde se concentraban al menos unos cuarenta vampiros.
"¡Menudo aquelarre!" Pensó Julieth, comprobando que los cálculos de su amiga habían sido erróneos.
La joven también comprobó que aquellos nocturnos no habían sido los únicos en el recinto, pues pudo divisar algunos montículos cenicientos en el suelo, incluso motas grises flotando en el aire, vestigios de lo que habían sido. Seguramente Astrid les había dado muerte, antes de que la capturaran.
Con la impresión grabada en los obsidiánicos ojos de su huésped, la pelirroja divisó a la bruja en el suelo, rodeada por algunos vampiros. A la escasa luz de la linterna, que yacía encendida, firme en el puño cerrado de la mujer, y que era la única fuente de luz en la habitación, Julieth notó que un charco su sangre comenzaba a formarse en torno a su amiga y creaba una mancha más en aquel suelo multicolor, de un tinte rojo bermellón.
Algunos de los hijos de la noche también sangraban pero sus heridas ya se estaban cerrando y solo sus prendas de vestir estaban manchadas.
"¡Dios Santo, está muerta! ¡Astrid está muerta!" Julieth quería gritar, sollozar, pero Johanna la contuvo.
—No creo que lo esté. Probablemente está convaleciente. La sangre que brota de sus heridas huele fresca –la tranquilizó—Dame un momento, que quiero intentar algo.— Añadió, y a continuación cerró sus ojos un momento. Cuando volvió a abrirlos, Julieth podía vislumbrar entre las sombras, penetrarlas, como si el velo de oscuridad se hubiera disipado. Entonces advirtió, con su aguda visión, un débil movimiento en el pecho de Astrid, comprobando que estaba muy malherida, pero aún con vida.
—¿Puedes ver en la oscuridad?— preguntó July, un tanto más calmada, y a la vez sorprendida.
—Es obvio. Los demonios podemos ver en las tinieblas, mejor de lo que ustedes pueden ver la luz.—comentó su huésped y fue allí cuando July reparó en la jaula.
La misma colgaba en un rincón, en el techo de la habitación subterránea. Más que una jaula era en realidad un contenedor o ascensor, de aquellos que se usaban para subir y bajar los cargamentos de un nivel al otro, y dentro de aquella prisión improvisada, estaba ella.
Las esperanzas de Julieth, de que todo fuera un engaño y de que Jen estuviera a salvo, se vinieron al piso con solo verla. Su antiguo amor estaba más delgada, y a la escasa luz parecía más pálida de lo que ya era, a pesar de las costras de mugre que cubrían los sitios visibles de su cuerpo.
Su cabello castaño, que a la luz de sol solía brillar tanto, no era más que una pequeña llama, un fulgor casi extinto, en la penumbra que la rodeaba, y sus ojos almendrados, eran dos gemas turmalinas, que miraban atemorizados, lo que acontecía a su alrededor. Y aun así, a pesar de su deterioro físico y emocional, a pesar de su inusual estado de fragilidad, seguía siendo hermosa a los ojos de Julieth.
La castaña estaba agazapada en un rincón de su prisión y eso a la joven le rompió el corazón. Esas criaturas habían logrado quebrantarla. Mientras que a ella en cambio, la visión de quien antaño fuera su único y gran amor, le infundió valor.
Su mano se cerró en torno al puñal, afianzando la cruz con fe y fuerza a la vez, como si su cruzada estuviera a punto de comenzar, y ese valor comenzó a extenderse por cada fibra de su cuerpo, dándole más coraje, más decisión. Por primera vez, sintió que en aquella pelea que estaba a punto de librar no sería Johanna la única que lucharía, sino también ella, y lo haría con las mismas ansias que la otra.
Lo primero que ambas hicieron fue empujar la repisa que les servía de resguardo, el único muro que los separaba de sus enemigos, para generar distracción.
Mientras, las latas de pintura volaban por todos lados, como pájaros metálicos, ellas también salían despedidas, saltando sobre el muro derribado, ahora con un puñal en cada mano, listos para acometer contra los noctámbulos.
Las hojas benditas cortaron el aire primero, y a su paso, a los hijos de la noche que caían sobre ellas como lo que eran: demonios bastardos, sedientos de sangre. De un solo saque rasgaron a dos por el pecho y un puñado de polvo se dispersó por la atmósfera creando una nube cenicienta.
Dos más intentaron atacarlas. Sus colmillos eran como agujas de hueso sobresaliendo del interior de sus rojos labios y sus ojos eran oscuros, pero brillantes, de un iris refractante, ya que podían ver en las sombras. Así se verían los suyos ahora.
Las afiladas hojas aceradas de sus armas fueron blandidas nuevamente y enterradas en aquellos cuerpos pálidos, como los de los muertos, reduciéndolos a polvo.
"¡Genial! van cuatro, y faltan treinta y seis más o menos" susurró Johanna en un conteo mental, que se asimiló a una queja, mientras el resto de la prole ilegítima del demonio seguía arremolinándose a su alrededor.
Algunos saltaban sobre ellas con la sagacidad de un felino, con movimientos gráciles y ágiles, pero ninguno era más diestro que Johanna, quien tenía los reflejos implacables. Lo que un puñal no llegaba a cortar el otro lo hacía y bastaba apenas un rasguño para que la hoja bendita hiciera su trabajo y los aniquilara.
Quizá fuera por eso que los vampiros parecían esperar su turno para atacarlas, venían de dos en dos, o de cuatro en cuatro, pero no lo hacían todos juntos. Lo cual era bueno, porque así no las abrumaban y le daban tiempo de montar un contraataque.
La lucha se había transformado en una especie de danza de muerte, con giros sincrónicos, inclinaciones gráciles y pequeños saltos, generalmente sobre aquellos montículos de escombro a los que se reducían los caídos, y así siguió aquel baile hasta que un nuevo grito las descolocó y las hizo refrenarse.
De pronto, los vampiros también estaban quietos, pero expectantes, con sus orbes peligrosos y brillantes como faros, puestas en la jaula metálica.
"Jen" Algo le había pasado.
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