Capítulo 8
—¡Ya basta! —El maquinista entró como una ráfaga a la habitación. Se paró a mi lado y me rodeó con los brazos. Su manto de protección me rodeó y me desconcertó. Choco y Tibbs vinieron por detrás de él—. Kieran tiene que recuperarse y no dejaré que le sigas gritando.
—¿Quién eres tú? —escupió Paul.
—Soy su mejor amigo —aseguró con seriedad. Pronto su actitud cambió y, con ligereza y una sonrisa, dijo—: Al menos aquí dentro, ¿cierto?
Lo real era que apenas lo conocía. Ni siquiera por un día entero. Desde que había abierto los ojos por primera vez esa mañana.
—Amigo... —comenzó Choco.
—No soy tu amigo —atacó Paul.
Tibbs se posicionó entre Paul y Choco, El maquinista y yo. El porte militar emanaba una advertencia. Se cruzó de brazos, elevó el mentón y toda su postura solo decía: «inténtalo y veremos qué sucede». La defensa de sus tres compañeros era algo que no había experimentado desde... hacia mucho.
Tres personas con las que no tenía vínculo alguno, tan solo compartir un cuarto. Pero algo se había formado allí, invisible, sin explicación, pero palpable.
—Mira, quizás no sea el momento. El muchacho necesita fortalecerse, enfrentar sus propios demonios antes de hacerlo con los de la vida real.
—Yo no soy uno de tus demonios. —Paul fijó la mirada en mí. Intensa. Profunda.
Un escalofrío me recorrió la columna. No sé qué era él. Aún no. Me solté de los brazos de El maquinista. Puse una mano sobre el hombro de Choco y, después, en el de Tibbs para agradecerles y para que se mantuvieran en el lugar. Me planteé delante de Paul.
Mis manos temblaban. ¿La abstinencia? ¿Los nervios por tenerlo delante de nuevo? ¿El resabio del deseo que me había dejado aquel beso? Quizás todo junto, sacudido, no revuelto.
—No sé qué eres.
—¿No es tu novio? —preguntó Choco. Tenía el ceño fruncido y una expresión de extrañeza.
El maquinista se abrió paso entre ambos.
—La semana próxima es la reunión de familiares.
—¿Familiares?
Solo tenía un familiar: mi padre. No sabía nada de él. ¿Me habría llamado? ¿Enviado un mensaje por WhatsApp?
—Concurre uno por persona —continuó el descolorido esquelético—. Mi novia estará, verás lo hermosa que es. El hijo de Michael también vendrá y el papá de Pedro.
Me sentí chiquito. Me tomé por los codos en un abrazo encubierto. No tenía a nadie que viniera por mí. Ni novio, ni padre y, mucho menos, un hijo.
—¿Qué día? —preguntó Paul.
Alcé la vista de inmediato.
—El jueves —contestó El maquinista.
—Aquí estaré.
Abrí mi boca. Iba a decirle que no era nada mío. No pronuncié palabra. Uní los labios. Me aferré aún más fuerte por los codos. ¿Por qué no protestaba? ¿Acaso quería que viniera?
—¿Mi móvil?
Tardó unos segundos en contestar. Su mirada era tan perturbadora. No me abandonaba por más de un par de milisegundos.
—Guardado.
—¡Devuélvemelo!
Paul suspiró como si todo esto lo tuviera cansado. ¡A él! ¡Ja! Yo era el que estaba desorientado, sin entender sobre que suelo me extendía. Si se desquebrajaría bajo mis pies y me tragaría entero.
Michael tomó a El maquinista por el brazo y lo llevó hacia la ventana. Choco los siguió y nos dieron un poco de privacidad. Agradecí que no se marcharan de la habitación.
—Los mensajes que recibes...
—Son míos, es mi vida.
—Ya no más.
Mi rabia burbujeaba dentro de mí. Pugnaba por salir, por que la liberara y arrasara con todo. Rojo, todo mi campo visual se había tornado de ese color.
—No te molestes en venir. No eres nadie para mí. Además, ya no estaré aquí. —Me acerqué a él y le susurré—: Escaparé y no habrá nada que puedas hacer para detenerme.
Sus ojos fijos con los míos. Mis labios a una exhalación de los suyos. Su sabor aún restaba en mi boca, en mi lengua. Inhalé, su aroma me inundó. Planté mi palma en su pecho y lo empujé. Dio unos pasos para atrás. Su mirada nunca abandonó la mía.
Negros y salvajes me observaban. La misma excitación que debía verse en los míos. Era yo el que me alejaba en aquel momento, el que necesitaba aire entre los dos.
—¿A dónde irás? ¿Con tu representante a que te venda al mejor postor? ¿Con tu padre para que te exija más dinero? ¿A quién más tienes?
Golpes, certeros, al corazón. Uno tras otro. Me alejé como si los hubiera sentido en mi cuerpo. Dolía tanto que me observé por si sangraba. Lo hacía, solo que no era visible. Por dentro, era una hemorragia masiva.
La expresión de Paul cambió y eso me descolocó aún más. Ya no estaba enfadado, parecía... arrepentido. Como si quisiera borrar sus palabras. Estiró el brazo, su mano a punto de tocar mi mejilla. ¡No! No quería su lástima.
La aparte de un manotazo.
—El chico no te quiere aquí. —Tibbs de nuevo se interponía entre nosotros—. Entiendo lo que intentas, no sé qué relación tienen. Pero es demasiado pronto para que él lo vea. Déjalo estar por ahora. Y tú... báñate, ¿quieres? Estás hecho un desastre.
—Sí, es cierto —acordó Choco.
—Pero tan solo un poco, sigues igual de guapo que siempre —concedió El maquinista mientras se me acercaba y me pasaba un brazo por los hombros.
Hacía dos días que no me bañaba. ¿O eran más? Había estado inconsciente en dos ocasiones. Me habían metido en algún lugar sacado de un episodio de la Dimensión desconocida o tal vez sería de Cuentos de la cripta. No he visto ningún esqueleto presentando nada ni tampoco escuchado la voz de Rod Sterling. Pero como protagonista de aquel capítulo televisivo nunca sabías que estabas dentro.
Contemplé a los tres mosqueteros. No eran Athos, Portos ni Aramis. Yo tampoco era D'Artagnan. Ni estaba metido en una obra de Dumas. Pero allí estaban, los tres me escudaban y me defendían de alguien que bien podría tratarse del cardenal Richelieu. No era Francia, era un maldito centro de rehabilitación. Y yo estaba atrapado dentro.
Claro, no me hallaba en un programa de televisión, sino en una mezcla de obras de Dumas. Entre El conde de Montecristo, Los tres mosqueteros y El hombre de la máscara de hierro.
Me sostuve del cuerpo esquelético a mi lado. Mi mente desvariaba a una velocidad que me asustaba. Los pensamientos desquiciantes que convertían mi cerebro en gruyere me aterraban.
Lo único que me sorprendía era que frente a Paul mi madre nunca me pedía que nos fuéramos. ¿Por qué?
Me lo había pedido tantas veces y siempre he apagado su voz con lo que tuviera a mano, drogas, alcohol, sexo.
—No me habla —susurré.
—¿Qué? —preguntó Choco.
—¿Él ya no te habla? ¿Acaso te ha dejado? ¿De eso va todo? Pero está aquí, aún le importas. Todo tiene arreglo. Una vez mi novia me dejó, pero solo fue por una semana. Yo estaba tan mal, no puede comer ni un bocado y corrí a meterme en las venas...
«No, no quiero saber. ¡Calla! No me cuentes». Duele. Tu vida de mierda, mi vida de mierda, la vida de mierda de todos. Soy como una copa de cristal tan fina que el mínimo soplo de dolor la hace vibrar.
—Johnny, corta el parloteo —pidió Choco—. Es suficiente por hoy, Kieran necesita descansar. Es normal que no puedas adaptarte, a mí me costó mucho al comienzo. Estaba muy enfadado con el mundo y quería romper todo.
—Sí, recuerdo esa sensación. Aunque yo solo quería... No, no te lo voy a contar, que luego te doy ideas y me sentiría tan culpable.
—¡Silencio! —exclamó Tibbs.
—¿Qué son esos gritos, Michael? La visita se terminó —avisó Charles en cuanto entró en la habitación—. El doctor Black lo espera en su despacho —le indicó a Paul—. Y ustedes... a seguir con las actividades del día. Kieran, tienes que informarme cuáles has elegido.
Paul rodeó a Tibbs y comenzó a alejarse de mí. Quise ser yo el que estirara el brazo esta vez y aferrar el suyo. Rogarle que no me abandonara de nuevo allí.
Sus ojos se posaron en mí por medio segundo. Algo ocurrió. No sabía qué. Pero algo que hizo que él acortara los pasos que nos separaran. Puso sus manos en mis mejillas con un semblante tan serio que me provocó escalofríos.
—Volveré. Sé que es...
—No entiendo nada.
—Lo sé. Todo saldrá bien. Necesitas estar aquí. Confía en mí.
Confiar daba miedo. Era terrorífico. No había nada peor que confiar en alguien para descubrir que te habían engañado, embaucado y utilizado.
Pensé en todas la personas que habían aparecido tras la muerte de mi madre. Tras mi efímero estrellato. Mi padre...
Cerré en un puño el frente de su camiseta negra. Necesitaba aferrarme a algo, a alguien. Y él era lo más conocido que tenía en ese instante. Apenas por unas horas más que al resto que estaba a mi alrededor.
Confiar. Palabra corta y aguda. Pero inmensa. Tanto que se podía convertir en tu peor pesadilla.
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