Capítulo 6
Entré en la habitación. Estaba vacía. Me senté en el borde lateral de mi cama con el papel del horario en la mano. Sorprendentemente, la quietud me invadía. No obstante, las ansias de gold dust eran aún más desesperantes.
De pronto, mis ojos se llenaron de lágrimas. Una angustia, como hacía tiempo no sentía, me invadió. Mis entrañas se apretujaron y mi garganta se cerró con un nudo doloroso.
Me tendí en la cama de lado, en posición fetal. Abatido y solo.
—¡La odio! No me importa lo que diga Ray, ¡es una bruja! —Entró El maquinista como una tromba—. Oh, ya estás aquí. —Se sentó sobre mi cama, junto a mí, jovial y divertido. No importaba cuán enfadado había entrado, su estado de ánimo cambiaba a la velocidad de un chasquido de dedos—. ¿Estás bien? Tú sí que tienes suerte, tener sesión con el doctor Black, no es que Miller esté mal. Para nada. Pero no es tan simpático como Black.
Continuó hablando por lo que parecieron horas. Yo solo quería taparme las orejas, cerrar los ojos con fuerza y hacer de cuenta que nada sucedía.
—¿Qué es esto? —El maquinista agarró la hoja que descansaba contra mi estómago—. ¿Ya elegiste alguna actividad? —Negué con la cabeza. Estaba tan cansado. No tenía ánimo para moverme, quería permanecer acostado por siempre—. ¿No? ¡Ya sé! ¿Te gusta la lectura?
—Algo —logré balbucear.
—¡Ven conmigo!
Me aferró de la muñeca y así, escuálido como era, tenía una fuerza abismal. Tiró de mí hasta que estuve sobre mis dos pies en el suelo.
—¿A dónde vamos?
—Al club de lectura y espero que me salves porque no leí los capítulos que debíamos para hoy.
De pronto, me encontré sentado en una silla a una ronda con otras personas. Choco no se encontraba allí, pero sí Tibbs. Por alguna razón nos sentamos en los lugares vacíos junto a él. Era como que, al ser compañeros de habitación, ellos acostumbraban a buscar su cercanía.
—¿Choco no viene a este taller?
—¿Quién es Choco? —contestó El maquinista.
—Eh, el latino, cabello castaño y algo de barba.
—¿Te refieres a Pedro? —preguntó con el ceño fruncido y la diversión bailando en sus ojos.
—Sí, a él.
—No le gustan los libros. A mí tampoco mucho —se encogió de hombros—, pero pensé que sería más sencillo que otros. ¡Adivina! No lo es, hay que pensar demasiado.
Tibbs resopló. Enfocó su mirada seria en nosotros.
—Solo debes leer y debatir sobre la historia, Johnny —rezongó Tibbs—. Estamos con este, chico.
Alzó el libro que tenía en su regazo. Cumbres borrascosas. Mis ojos brillaron. Amaba esa historia. Era romántica y trágica. Algo desquiciada también.
—Sí, andamos en una temporada de clásicos y estas hermanas son las elegidas por este mes. La semana próxima iniciaremos con la historia de otra de ellas. ¿Cuál es la novela, Michael? Ya sabes, la de la loca encerrada en el altillo. ¿O era una torre? No esa es Rapunzel, ¿cierto?
—Jane Eyre.
El maquinista chasqueó la lengua.
—No sé cómo es que me metí en esto si odiaba literatura en la escuela. Pedro está en carpintería. Dice que ama hacer cosas con las manos, aunque luego despotrique porque está repleto de ampollas en los dedos. —El maquinista decolorado estiró sus propios dedos—. Mis manos son preciosas, no pienso arruinarlas.
Tibbs sacudió la cabeza y se concentró en la mujer que acababa de entrar, la coordinadora del ciclo de lectura. Ella me saludó y me preguntó mi nombre. Fue todo lo que dije durante la clase a pesar de que había leído el libro y más de una vez. También me dijo cómo se llamaba, pero así como lo escuché, lo olvidé. Para mí sería, de allí en más, la señorita Ashton.
Una vez que finalizó, Tibbs se levantó y se fue. En cambio, El maquinista enlazó su brazo con el mío y tiró de mí hacia otra actividad. Esta vez era una obligatoria. Choco ya se hallaba allí. Y, como notaba que era algo habitual, los tres nos acercamos a Tibbs. Había otras personas, pero parecía que nosotros tres teníamos alguna clase de imán.
Mis manos temblaban de nuevo. Mi boca estaba seca. Mi energía drenada hasta la primera línea. Era tan solo un genin con cero por ciento de Chakra.
—Muy buenos días, mis pimpollos —dijo una mujer con cabello rizado, una vincha amarilla y anteojos enormes—. ¿Cómo han estado esta semana? ¿Preparados para expresarnos un poco? Quiero que todos pongan sus manos en la cintura, se inclinen. ¡Vamos, a doblar sus rodillas!
—¿Qué demonios es esto? —pregunte, un tanto extrañado.
—Taller de expresión emocional —me contestó Choco. Su sonrisa fue sobradora, como si hubiera anticipado mi reacción—. Lo sé, es un poco loco, pero verás que te hará bien.
—Bateson es la mejor —acotó El maquinista—. Saldrás con una sonrisa, aunque, a veces, soltarás algunas lágrimas.
—Ahora a cacarear. ¡Vamos, chicos! —exclamó la mujer, convertida en Cleopatra al final del film. Ella cacareaba como una gallina por todo el salón desprovistos de sillas.
Contemplé a mis compañeros. El maquinista se había metido en su papel de emplumado y, por su expresión, estaba a punto de poner un huevo. Choco lo siguió y, para mi sorpresa, hasta Tibbs comenzó a aletear y mover la cabeza para pescar, del suelo, semillas invisibles con su pico.
Yo era el actor, pero el transformarme en un ave no era un rol que me apeteciera. Alguien me golpeó el brazo con el codo-ala. Choco estaba a mi lado.
—Vamos.
Mi corazón bombeaba con locura. Me toqué el pecho. Suspiré profundo. «Cálmate». Puse mis manos temblorosas en mis caderas, me incliné y doblé mis rodillas. Cerré mis ojos con fuerza. Aparté mis labios y comencé con el «clo, clo, clo».
—¡Eso, mis pimpollos! —cacareó Cleopatra a su grupo de Freaks.
Cuando finalizó la actuación de emplumados, se nos indicó reír. Eso mismo, solo soltar carcajadas como desquiciados. Al finalizar la clase, tenía que reconocer que me sentía un tanto más... ligero. Aunque mi palpitar seguía frenético. Mi piel estaba bañada en sudor frío. Mis piernas, trémulas, apenas me mantenían en pie.
Cleopatra se nos acercó con una sonrisa de oreja a oreja. Sus ojos se veían enormes por las gafas de cristales gruesos.
—Lo hiciste bien, Kieran.
—Gracias, Cleo.
—Mi nombre es Miriam Bateson.
—Claro —dije a sabiendas de que nunca sería otra que Cleopatra para mí, la mujer convertida en gallina.
Fuimos al comedor para el almuerzo. El resto de los participantes del taller seguían el mismo camino. Choco y El maquinista intercambiaron comentarios con alguno de ellos. Tibbs se mantuvo en silencio. Iba por delante de nosotros con las manos en los bolsillos de su pantalón de cargo.
—Tienes que comer, Kieran —soltó El maquinista después de un rato de habernos sentado a la misma mesa que al desayuno.
—¡Tú eres el que menos debería meterse en mis asuntos! —ataqué. Una irritación sin igual me invadió. No con El maquinista, pero parecía que no podía detenerme—. ¡Comes como un pajarito y no te digo nada!
—Acabas de hacerlo —escupió Choco con enfado reflejado en su mirada parda.
Los ojos del maquinista se empañaron y se retrotrajo contra la silla.
—Lo estás haciendo bien, Johnny —acotó Tibbs, quien casi nunca mencionaba nada, pero cuando lo hacía era significativo.
—Eso —acordó Choco—, no le hagas caso.
—Lo siento —murmuré con vergüenza.
La silla chirrió contra el suelo en cuanto me alcé. Hui. Había herido. No quería hacer daño a nadie. El maquinista había sido el primero en darme la bienvenida a ese lugar. A mi nueva cárcel. Claro que era mi cárcel y no la suya. Él era libre. No era su culpa mi encarcelamiento.
«Vámonos, Kieran».
«Tienes razón, mamá. Necesito escapar».
No tengo la libertad de hacerlo caminando por la puerta principal, solo una alternativa resta. La misma que me ha acompañado los últimos años. La que atontaba mis sentidos, cualquiera, la que consiguiera. No era selectivo en tiempos de necesidad.
Mi corazón no dejaba de palpitar. El temblor que creció en mis manos se extendió por mis brazos. Mi Chakra era inexistente. Me ahogaba. No conseguía que el aire llegara a mis pulmones. Me detuve en el corredor. Aplané la palma contra la pared para sostenerme. Mis respiración, furiosa.
Charles, mi guardia personal, apareció a mi espalda.
—Kieran... —Me puso una mano tras mi hombro—. Kieran, cálmate. Retiene el aire y suéltalo de a poco. —Yo resollaba. Mi boca, antes seca, estaba repleta de saliva. Mi mandíbula, floja—. ¡Kieran!
Mis párpados aletearon con rapidez. Mis rodillas se vencieron. La oscuridad, convertida en serpiente, me deglutió entero como a un pequeño ratón.
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