Parte 4

La ingesta de alimento me proporciona nuevas fuerzas. No quiero desaprovecharla dándole patadas a la puerta, pues eso quemaría mis calorías con rapidez. Opto por utilizar la energía para pensar en una forma más ingeniosa de escapar.

En primera instancia, utilizo los delgados huesos del ave muerta para introducirlos en la abertura del cerrojo a modo de llave improvisada. Pero mis dedos son torpes y mi conocimiento para abrir cerraduras manualmente es nulo.

Luego de un rato el fragmento de hueso se rompe y queda atorado dentro del pestillo, frustrando cualquier otro intento de abrirlo de ese modo.

Evoco mis conocimientos de física una vez más. Sé que si imprimo la suficiente presión cerca del picaporte este finalmente va a ceder y la puerta va a abrirse. Necesito un elemento contundente para dar un único golpe seco en el pomo. Debo hacer una especie de ariete.

Empiezo a recorrer visualmente el recinto. Con la luz del día no me parece tan terrorífico. Incluso los colores parecen menos lúgubres y más brillantes.

Los ataúdes cuentan con sólidos herrajes de bronce en los laterales. Eso podría servirme de no ser porque no tengo una herramienta con los que desprenderlos de la madera. Así que la opción está descartada.

El desánimo me invade con la misma premura que la felicidad de cinco minutos atrás.

Empiezo a sentir nuevamente sed. Tengo tanta sed que mi garganta se asemeja a un desierto. La saliva es arena que se desliza áspera por mi tráquea.

Además comienza a hacer calor. Pronto el sol calentará la piedra y me cocinaré como camarón.

Por eso tengo que darme prisa, no puedo permitirme caer en la desidia. Debo luchar.

Me propongo buscar nuevamente dentro de los sarcófagos, de manera más minuciosa. Tal vez algo se me pasó por alto. Confieso que la repulsión me embargó de solo ver aquellos vestigios corrompidos por el paso del tiempo. De más decir que el hedor me provocó arcadas, y vomité mi propia bilis pues era lo único que tenía en mi estómago en ese momento. No podía exponerme a que ahora me pasara lo mismo. Atesoraba el incipiente alimento que me había provisto la corneja, así estuviese crudo y sanguinolento, como si fuera el mejor manjar de la tierra.

Tomo la precaución de romper el resto de las ventanas para permitir el paso del aire e improviso un barbijo con la tela de mi camisa.

Proclamo en silencio una oración para mis muertos, por vulnerar nuevamente sus tumbas. Ellos entenderán que es por una buena causa.

La decepción crece a medida que realizo la requisa. Estoy fatigado y algo mareado. Al parecer las pocas energías que tenía ya se consumieron. Solo espero no volver a desmayarme.

Llego al sector donde reposan los sarcófagos más antiguos y mientras mis dedos vagan entre los restos callosos tengo una epifanía.

De nuevo en los huesos se encuentra la posible clave de mi escape. Aunque esta vez no se trata de los más frágiles o finos, sino lo opuesto. Necesito un hueso lo suficientemente grueso, firme y denso para golpear esa puerta infringiendo un daño tal que esta se rompa. Necesito un fémur.

Lo tomo entre mis manos evaluando su estado. Se ve bastante resistente, considerando el paso de los años. Calibro el peso y lo sostengo en posición estratégica. Debo propinar un golpe certero.

¿Podré hacerlo en mi estado?

Me coloco frente a la puerta, que ya se ha aflojado un poco gracias a las múltiples patadas que le he dado. Me concentro en el picaporte como si lo estuviera observando a través de una mira telescópica; inhalo una buena cantidad de aire y luego descargo el primer porrazo.  

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