Parte 3

El sol matinal despliega los dorados hilos de su cálido manto sobre mi cuerpo, calentándolo, sacándolo de su letargo.

Abro mis ojos. 

Una vaga sensación de felicidad me invade pues he logrado sobrevivir un día más.

El canto de una corneja me termina de espabilar.

Su martirizante trinar se filtra por la ventana rota y no pasa mucho tiempo antes de que también la vea ingresar al recinto.

Mi boca pastosa se humedece con la escasa saliva que aún poseo.

En buenos tiempos observaría un ave de esa naturaleza con fascinación. Aclamaría su negro plumaje lustroso, sus ojos de ébano. Pero ahora veo un presagio de muerte.

Aquel "pseudo cuervo" llegó atraído por el aroma infecto de aquellos cuerpos descompuestos y no tardó en comenzar a picotearlos.

Al menos alguien saciaría su apetito, y yo no estaba tan desesperado aún para acompañarla en aquel malsano desayuno.

La observo abrir su grueso pico y devorar las tiras rancias de tejidos que ingresan por su delgada garganta haciéndola palpitar en cada bocado. Visualizo en mi mente el trayecto de su alimento hacia su estómago, e imagino la energía que le proporciona a su diminuto corazón, la fuerza que le provee para seguir viviendo, desplegar sus negras péndolas y levantar vuelo.

De pronto, ver a ese animal tan lleno de vida me genera una profunda envidia y una idea se abre paso en mi cabeza.

¿Por qué esa miserable corneja profana merece vivir más que yo?

Me muevo con toda la rapidez de la que soy capaz en mi estado y bloqueo la única salida que tiene el ave con mi saco, para que no pueda escapar y luego, como un cazador voraz, me le abalanzo.

Claro que un muerto viviente como yo no es competencia frente a una lozana ave como aquella, así que se me escapa con facilidad.

Pero al menos cuento con la ventaja de que por más que el pájaro lo intente no podrá escapar. Está cautivo igual que yo en aquella aciaga jaula.

Sobrevuela el techo muy próximo a la claraboya atraída por la luz, se estrella un par de veces contra ella buscando perforarla, sin éxito. Lo mismo hace con las ventanas de la periferia y repite el patrón una y otra vez, como si fuera un ritual, hasta que se cansa.

Por fin se posa sobre uno de los ataúdes, el mío, fatigada.

Para ese punto ya me he quitado la camisa y, dando unos pasos sigilosos hacia ella, se la he lanzado antes de que pueda alzar el vuelo nuevamente. Esta vez no fallo. La prenda la cubre en su red de tela y la hace descender. Me lanzo sobre ella antes de que pueda zafarse y la capturo entre mis manos. No pierdo más de mi preciado tiempo y comienzo a sofocarla, presionando su cuerpo frágil con fuerza hasta que escucho su delicado esqueleto resquebrajarse. Una mancha sanguinolenta, como un capullo carmín que se abre a la primavera, empieza a expandirse sobre el blanco de la camisa y sé que al fin el ave está muerta.

Me tomo un segundo para lamentarme por ella, pero aquel acto, aunque atroz, fue necesario. De el dependía mi supervivencia.        

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