* 3 *
El primer mes pasó rápido entre clases y trabajo. La vida en Asunción era completamente distinta a lo que él estaba acostumbrado. En el campo todo era más tranquilo, más relajado, los tiempos eran más largas y las horas parecían durar mucho más, la escuela era divertida, no era demasiado difícil y tenía muchos amigos, y aunque también trabajaba ayudando a su abuela en las cosas de la casa —o a alguna vecina o a don Manú con sus vacas—, el trabajo con su tío era mucho más agotador. En la escuela seguía sin hacer muchos amigos y las cosas le resultaban dificilísimas, las cuentas eran con números mucho más grandes y complicados, la lectura y escritura en español le resultaba difícil. La maestra mandó llamar a su tía y le dijo que mejor le bajaban de grado porque su preparación era muy básica, así que de estar en sexto tuvo que bajar al quinto, lo que hizo que muchos compañeros se burlaran de él. Además de eso, el calor por las siestas y las tardes lo agotaba muchísimo, en el campo también hacía calor pero no se sentía de esa forma, y cerca de las seis de la tarde amainaba, sin embargo, allí nunca menguaba, ni temprano en las mañanas ni tarde en las noches. Miguelito le preguntó a su maestra por qué era eso en una de las clases de ciencias y ella le respondió que era debido a la tala de árboles.
Eso llevó a Miguelito a pensar en el árbol de mango, en la fruta y en la niña, Yeruti. Dos veces por semana su tío iba a cuidar el jardín de la casa gigante —los martes y los jueves—, y esos eran los días favoritos de Miguelito, que siempre buscaba la forma de ir a comer algunos mangos para mirar y sonreír a la niña que lo observaba desde la ventana. Ella no había vuelto a bajar, pues su niñera, Juana, no se lo permitía. De todas formas, cada tarde antes de volver a casa, Miguelito elegía las dos mejores frutas y se las dejaba a Juana para que las refrigerara y luego se las diera a Yeru, la mujer le sonreía con afecto y lo hacía. Los demás días iban a trabajar en otros jardines, y a esas alturas, Miguelito ya había aprendido algunas cosas de jardinería y su tío parecía muy conforme con su trabajo.
Aquel jueves en la noche, luego de una ardua jornada de escuela y trabajo, mientras el niño estudiaba unas lecciones que debía saber para el día siguiente, oyó una conversación entre sus tíos.
—¿No viste lo que pasó en la tele? —preguntó la mujer.
—No, ¿qué? —inquirió el hombre.
—Parece que amenazaron al Juez Salazar —susurró la mujer, pero aun así en esa casa de ladrillos huecos y chapas, Miguel y Luis, que también estudiaba en la habitación contigua, alcanzaron a escuchar.
—Algo de eso me dijo el guardia hoy —explicó el hombre—. Redoblaron la seguridad de la casa, nadie puede entrar ni salir con tanta facilidad y los chicos deben ir a sus clases con guardaespaldas y esas cosas —añadió—, pero no sabía por qué era eso.
—Y según la tele dicen que mandó preso a un narcotraficante muy importante, y seguido de eso ya empezó a recibir amenazas sobre él y su familia —explicó la mujer.
—¿Quién es el juez Salazar? —preguntó Miguelito a su primo.
—Los dueños de la mansión donde estuvimos hoy —respondió el adolescente.
—Pobre esa gente, mirá que tener tanto dinero y tener que vivir así —dijo la mujer.
Esa noche Miguelito se quedó pensando en aquella situación, esa gente tenía mucho dinero por eso tenían una casa tan inmensa, él solía pensar que allí vivían como doscientas personas, pero un día su tío le dijo que solo eran cuatro, el señor, la señora y sus dos hijos, una nena y un nene. Además de la gente del servicio, claro.
El chico no podía explicarse cómo había gente que tenía tanto dinero. En su pueblo había personas con casas más lindas que la suya, pero nadie con una mansión tan gigante. Ojalá él hubiera tenido todo ese dinero, seguro que así se podría comprar una bicicleta y una lavadora para su tía que siempre se quejaba por tener que lavar la ropa a mano.
En la mañana siguiente a la hora del desayuno, la tía le informó a Miguelito que en quince días vendría su mamá a verle. Aquella fue la mejor noticia que el chico pudo recibir, estaba seguro de que esta vez se lo iba a llevar con ella y que su vida iba a cambiar para siempre, quizá no iba a tener el dinero de los Salazar, pero seguro que su mamá tenía una casa bonita en la Argentina y al fin podría conocer a su hermanita. Además tendría un papá, él siempre había querido tener uno, así que ese viernes fue un día muy feliz para él.
Para ese entonces Miguelito ya hablaba un español bastante básico y mal pronunciado, y ese día en la escuela la maestra le regañó por no terminar la tarea, sin embargo al chico no le importó, le dijo que pronto se iría a vivir a la Argentina junto con su mamá. La profesora Julia, del quinto grado —una mujer que tenía en el corazón la docencia como vocación—, lo miró con cariño, muchos de sus alumnos venían de familias demasiado humildes y la mayoría de ellos tenían a sus madres trabajando en el exterior, comúnmente en Argentina o en España. Todos esos niños vivían con la ilusión de que un día la madre los buscaría o en todo caso volvería para quedarse, pero así pasaban los años y ninguna de las dos cosas sucedía y ella veía a muchos de esos niños descarrilarse en el camino de la vida ante una infancia sumida en el abandono.
Se preguntaba si acaso esas mujeres que iban a sacrificar sus familias y sus vidas para trabajar de sol a sol en sitios donde muchas veces tenían que aguantar miles de cosas como la discriminación, no hubieran ganado las mismas monedas en su país si buscaban un empleo, se preguntaba si acaso lo habían intentado en realidad o simplemente corrieron tras los rumores de que afuera era mejor y se vivía de forma más sencilla. Ella no era millonaria y todo le costaba mucho esfuerzo y trabajo, sin embargo en ningún momento se le hubiera ocurrido fraccionar su familia e ir a otro país a empezar de nuevo dejando todo su mundo en su tierra. Los ojos de Miguelito brillaron cuando le dijo aquello, ella solo esperaba que fuera verdad pero a la vez sintió pena por ese pequeño que ni siquiera hablaba bien el español, ¿cómo sobreviviría en Buenos Aires? ¿Qué clase de vida llevaría?
—Bueno, Miguel, pero incluso si te vas allá tenés que estudiar y aprender, tenés que poner un poco más de esfuerzo —le dijo sonriendo.
—Pero es que yo no tengo mucho tiempo, llego tarde de ayudar a mi tío en el trabajo y estoy muy cansado, anoche me quedé dormido sobre mi cuaderno y por eso no terminé la tarea —explicó. De nuevo el corazón de Julia se hizo añicos, odiaba que los niños tuvieran que trabajar, pero así era la cruda realidad de sus alumnos, algunos de ellos vendían golosinas en las esquinas o limpiaban vidrios, y otros, los más afortunados, ayudaban a sus padres o madres con algún trabajito.
—Bueno, ¿y qué te parece si te quedás una hora más todos los días a la salida y yo te ayudo a hacer tus tareas y a estudiar un poco? Así quizás aprendas más para cuando vayas a la escuela en Argentina.
A Miguelito le entusiasmó esa idea y asintió, podía quedarse un poco más ya que siempre esperaba a Luis para volver pues él salía una hora después de él.
—¿Va a hacer eso por mí, profe Julia? —preguntó el niño sonriendo.
—Claro que sí, Miguel.
Entusiasmado volvió ese día a la casa. Todo estaba saliendo de maravillas y pronto su vida cambiaría por completo.
En la mañana del martes de la siguiente semana, mientras estudiaba solo con la maestra Julia, Miguel sacó una nota y se la pasó.
—Profe, ¿me puede decir si está bien escrita? Me tomó media hora escribirla —añadió.
—A ver —dijo la profesora estirando la mano para tomarla y luego la leyó.
«Yeruti:
En unas cemanas me boy a vivir con mi mama a Buenos Aires ya no podre elegir los mejores mangos para vos pero no importa vos tenes que buscar los que tienen mejor color y estan mas suabes cuando sea grande voy a venir otra ves y alomejor te busco para que ablemos y comamos mucho mango.
Miguelito».
La profesora Julia sonrió y con un borrador corrigió todos los errores agregándole algunas comas y puntos. Luego se lo pasó de nuevo, Miguel la leyó.
«Yeruti:
En unas semanas me voy a vivir con mi mamá a Buenos Aires, ya no podré elegir los mejores mangos para vos, pero no importa. Tenés que buscar los que tienen mejor color y están más suaves. Cuando sea grande voy a venir otra vez y a lo mejor te busco para que hablemos y comamos muchos mangos.
Miguelito».
—No entiendo para qué se pone la «h» si no tiene sonido, tampoco la diferencia entre la «v» y la «b» —dijo el niño frunciendo los labios—. ¡Pero qué muchos errores tenía! ¿Ahora ya está bien? —preguntó a la maestra y esta asintió sonriendo con ternura.
—Sí, está bien ya...
—¿Segura? Mire que es para una nena que es muy chuchi (de clase alta) y ella seguro que en su colegio aprende a escribir sin errores —explicó, la mujer volvió a sonreír.
—Ya está bien, Miguelito —dijo acariciándole la cabeza y él asintió guardando la nota en su bolsillo.
Siguieron estudiando y luego volvió a casa para almorzar e ir a trabajar a la mansión de los Salazar. Esa tarde, le pidió a Juana que junto con los dos mangos para Yeruti, le diera la nota. Esta sin revisarla solo sonrió y le prometió hacerlo.
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