* 2 *
Su primer día de clases no fue nada parecido a lo que era en su antigua escuela. Allí no había muchas comodidades ni tantos alumnos como en esa nueva institución, además no llevaban uniforme, sin embargo, aquí tenían un pantalón azul marino y una camisa blanca de mangas cortas. La escuelita no era grande pero sí más grande que la de su pueblo, y había muchas aulas con butacas y pizarrones. En su antigua escuela solo había cuatro aulas —dos de las cuales habían sido construidas por la comisión de padres—, un baño para nenes y otro para nenas. A veces daban clases entre dos grados juntos, y si el tiempo estaba lindo salían al patio a dar clases bajo las sombras de los árboles de mango. De hecho, si llovía ya no había clases porque el camino de tierra se convertía en barro y nadie podía llegar a la escuela.
En su nueva escuela había piso con baldosas y ventiladores en las aulas, eso le parecía toda una novedad a Miguel que se preguntó por qué en las noticias siempre salía que las escuelas de la capital estaban en mal estado y que el gobierno no hacía nada por ellas. Al menos esa escuela no le pareció en tal mal estado, en comparación con aquella a la que solía ir.
Ese día la maestra Luisa le pidió que se presentara, él lo hizo pero en guaraní. Algunos niños le miraron raro y otros parecieron entender. Ese día nadie le habló, pero en el recreo le dejaron jugar al fútbol en la canchita de arena.
Cuando volvió a la casa, la tía Kame le sirvió la comida y le dijo que se cambiara y se preparara para irse con su tío a la casa donde tenía que trabajar.
—¡Y portate bien, Miguel! Mirá que son plata heta (de mucho dinero) esa gente y no queremos problemas.
Miguel asintió y cumplió las órdenes, si algo le había enseñado su abuela era a ser obediente y agradecido. Salió con su tío y Luis y se subieron al colectivo, le dieron una mochila con cosas para llevar ya que iban bastante cargados con materiales y ropa de trabajo. Miguelito observó la ciudad por primera vez, era distinta a lo que él conocía, había edificios, muchos automóviles y demasiada gente en todas partes, él sintió que se ahogaba. Cuando bajaron del vehículo caminaron un par de cuadras más, era horrible el calor que hacía y Miguelito no entendía cómo aguantaban. Su tío por suerte había llevado su termo con tereré (bebida típica del Paraguay a base de yerba mate, agua y hielo) bien helado que tomaban a cada rato para refrescarse.
Pararon frente a una casa enorme, era gigante, Miguelito pensó que allí debían de vivir al menos cincuenta personas. Era más grande que su escuela, inclusive, abarcaba toda una esquina y sus murallas eran altas con pequeñas rendijas de hierro incrustadas en algunas zonas —y de forma bastante armónica—, que dejaban ver parte del interior.
El guardia en la entrada saludó al tío Pepe y los dejó pasar. Lo siguieron a lo largo de un inmenso jardín lleno de plantas y flores hasta llegar a un galpón, ahí ingresaron y se cambiaron de ropa, sacaron los materiales de trabajo y salieron al jardín.
El tío lo llevó a una zona del patio —en la parte trasera de la casa—, donde había un enorme árbol de mango y le dijo que recogiera las hojas y frutos que se habían caído y los metiera en una bolsa negra de basura. Miguelito inició el trabajo según las indicaciones, al menos bajo la sombra no sentiría tanto calor. Su tío y Luis trabajaban en las flores hacia el frente de la casa.
Cuando Miguelito se sintió fatigado, eligió una de las frutas maduras que habían caído del árbol y se sentó sobre algunas de las raíces que sobresalían de la base para comerla con calma. Adoraba el sabor dulce del mango.
Mientras comía tranquilo observó aquella enorme casa, se preguntaba cómo sería por dentro y cuántas personas habitarían allí, ¿cincuenta?, ¿cien?, ¿doscientas? Nunca había visto una casa tan grande, estaba seguro que se perdería en su interior.
Desde una de las ventanas de lo que parecía el segundo piso un par de ojos risueños lo miraban, casi se atraganta con el mango cuando se vio descubierto en su momento de descanso. Entonces su espectadora levantó una mano y le saludó. Él dudó, pero terminó por hacer lo mismo. El pelo de la niña era oscuro y caía largo sobre sus hombros. La escena duró solo unos minutos porque la pequeña cerró las cortinas y desapareció.
Miguelito siguió con lo que hacía hasta que una de las puertas de la casa se abrió y la misma niña que lo estaba viendo desde arriba salió por ella. Se acercó hasta él por lo que el niño rápidamente se puso de pie.
—¿Es rico? —preguntó la niña señalando el mango y Miguelito frunció el ceño. ¿No lo sabía? ¿Tenía un árbol de mango en la casa y nunca había comido uno?
—Sí —respondió el chico. La niña le llegaba más o menos al hombro y debía tener unos nueve o diez años. Era delgada y de baja estatura.
Se agachó para recoger una de las frutas, pero tomó una que estaba muy fea, así que Miguelito le hizo señas para que la soltara y eligió una para ella, la que se viera más suave y dulce, y se la pasó. La niña la tomó entre sus manos y sonrió. Miguelito pensó que los ojos verdosos de la niña hacían juego con todo ese enorme jardín.
—¿Cómo se come? —preguntó la niña. El pequeño sin hablar tomó otra fruta del suelo y la peló con los dedos para enseñarle, luego se la llevó a la boca. La niña repitió el procedimiento.
—Heterei (riquísimo) —dijo el chico y ella frunció las cejas.
—¿Qué es eso? —preguntó. Miguelito intentó recordar cómo se decía que algo estaba delicioso en español.
—Rico es —dijo y la niña asintió.
—Dulce —respondió—. ¿Cómo te llamás? —preguntó mientras comía.
—Miguelito —respondió el niño y luego la señaló con el dedo índice para repetirle la pregunta— ¿Ha nde? (¿Y vos?).
—Yeruti —respondió la niña y Miguelito sonrió. La hermosa nena de ojos verdes y piel blanca casi transparente tenía un nombre en guaraní, eso él entendía.
—¡Yeru! ¡Vení acá! —Una mujer vestida con un uniforme de servicio doméstico la llamó por la misma puerta donde hacía un rato la niña había salido, ella se giró a verla.
—¡Ya voy! —respondió.
—Me tengo que ir a hacer mi tarea y a mi mamá no le gusta que hable con desconocidos, si Juana le cuenta que hablé con vos me va a retar (regañar) —dijo encogiéndose de hombros. Miguelito asintió.
—¡Dale, Yeru! ¡Vení! —llamó de nuevo la mujer.
—Chau, Miguelito —dijo la niña y echó a correr hacia la casa.
Miguelito se quedó allí pensando un poco en lo que acababa de suceder, pero entonces apareció Luis y le dijo que se apurara a terminar porque lo necesitaban en el frente, así que se puso a trabajar de nuevo.
Sí, ya sé... todos los paraguayos que me leen están pensando que es imposible luego una historia de amor entre un nene de la clase de Miguelito y una chetita como Yeruti jajajaja... pero no se preocupen queridos compatriotas, esto no será taaaan sencillo y pasará mucho (demasiado) antes de que algo suceda entre ellos... ¿Están listos para sufrir? jajajaja
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