* 1 *
Eran cerca de las dos de la tarde del domingo cuando Miguelito llegó a aquella casa, venía con su tía Kame y traía en una bolsita de plástico sus pobres pertenencias. Se bajaron del colectivo (ómnibus del transporte público) y caminaron, Miguelito iba con la cabeza gacha mientras aguantaba las lágrimas que se le querían escapar de los ojos. Estaba triste, muy triste, y solo tenía ganas de llorar, pero la tía Kame ya le había llamado la atención por hacerlo cuando venían en el colectivo.
—Ani nde rasẽ, Miguelito (No llores, Miguelito). Los hombres no lloran —dijo y le dio un pequeño empujón con el hombro.
¿Cómo podía no llorar? Su abuelita, la mujer que lo había criado, estaba muerta y ya nunca más le iba a ver. Miguelito tenía solo once años recién cumplidos cuando llegó a la capital, el calor de pleno febrero se alzaba firme sobre el asfalto y él sintió que le faltaba el aire, pensaba que no se podía respirar en esa ciudad. Su tía lo volvió a regañar cuando casi cruza la calle sin atender. Le dijo que ahí había que mirar bien a ambos lados para cruzar. Miguelito no sabía eso, allá en el campo dónde él vivía los caminos eran de tierra y de vez en cuando venía alguna camioneta 4x4 de algún estanciero y levantaba el polvo.
La casa era pequeña y estaba construida con materiales rústicos, algunos ladrillos mal colocados, techo de chapa y el piso de cemento mal alisado. En la entrada un señor vestido con solo un short azul y rojo tomaba cerveza mientras un viejo ventilador de pie le soplaba casi en la cara.
—Rejuma pa (¿Ya vienen?) —dijo el hombre mirándolos.
Su tía Kame le saludó y le explicó que el viaje fue muy largo y cansador, que hacía mucho calor y que el colectivo paraba en cada pueblo. Miguelito se quedó de pie escuchando la conversación. Entendía todo lo que decían aunque hablaban en jopará (mezcla de español y guaraní).
El niño se encontraba cansado pero no quería entrar a la casa sin permiso, así que se sentó sobre un tronco que sobresalía en el descuidado y pequeño espacio que oficiaba de jardín. Puso su bolsa en su cintura y observó su contenido. Dos remeras, un pantalón de jean y dos shorts, un par de medias y sus zapatillas tipo ojotas; ropa interior y una foto vieja de su abuelita con su mamá cuando era chiquita que logró sacar de la habitación antes de salir. Eso era todo lo que Miguelito tenía.
Habían salido muy temprano en la madrugada, el viaje era largo y no tenían dinero para tomar un colectivo directo, así que tenían que subirse a un removido, de esos que paran en cada ciudad. Había sitios en donde subía mucha gente, mujeres con muchos bultos o con gallinas, el aire se volvía espeso y el tufo inundaba el vehículo con miles de aromas, ninguno agradable. En algunos lugares las personas se bajaban y el aire volvía a correr. Cuando Miguelito pensaba que iba a morir de hambre subió una chipera y su tía le compró dos chipas y cocido, después de eso pudo dormir un rato. Después de todo llevaba varios días sin dormir.
Su abuela había caído enferma hacía dos meses atrás, las vecinas le ayudaron mucho, le dieron varios tés y remedios yuyos (hiervas medicinales) pero nada funcionó. Dos noches antes de su muerte, él se acostó a su lado como siempre y su abuela le habló.
—Miguelito, amanó potaitema co che memby. (Me estoy por morir ya, mi hijo) —le dijo con la respiración acelerada.
—Ani ere upeicha, abuela. (No digas eso, abuela) —respondió él con miedo.
—Ya es la hora, hijito, ya me voy junto a Diosito y a la Virgencita de Caacupé... pero vos vas a estar bien, yo te voy a cuidar desde allá arriba —dijo doña Maru en guaraní y abrazando a su nieto.
—Pero yo, ¿con quién me voy a quedar si vos te morís, abuela? —preguntó el niño atemorizado.
—Te va a venir a buscar Kame, yo le dije que te lleve con ella, vas a vivir con su marido y su hijo Luis —explicó la anciana.
—Pero yo no me quiero ir de acá, abuela —replicó el pequeño. Él nunca había salido de su pueblo, ahí estaban sus amigos y compañeros de escuela, sus vecinos y toda la gente que él quería. Le encantaba jugar, correr en el campo, ayudarle a don Manú a cuidar las vacas y demás.
—Pero no hay nadie que te cuide acá, Miguelito, y tu mamá no va a venir todavía —habló con paciencia la anciana mientras besaba la frente de su pequeño nieto.
Miguelito era un niño ejemplar, servicial, amable, bondadoso. Nunca se quejaba para ayudarla y muchas veces la cuidó como si él fuera el adulto. Su madre había ido hacía ya ocho años a trabajar a Buenos Aires como empleada doméstica, y hacía cinco que no venía. Allá conoció a un hombre con el que se juntó y tuvo una hija, por lo que le era mucho más difícil volver. Sin embargo cada mes enviaba el dinero para su hijo.
—¿Vos le contaste que estás enferma, abuela? —preguntó Miguel y la señora asintió.
—Sí, le dije, pero no le da permiso su patrona para viajar ahora. Puede ser que venga en un par de meses dijo. Y si yo ya no estoy, vos no te podés quedar solo, Miguel. Te vas a ir con la tía Kame y vas a conocer la capital, vas a ver que te va a gustar y hay muchas oportunidades ahí. Prometeme que vas a estudiar, che memby (mi hijo) —pidió su abuela intentando contener las lágrimas, sentía tanta pena por ese niño que sabía quedaría solo y desamparado y a quien quería como a un hijo.
—¿Y cuando venga me va a llevar a Argentina? —preguntó el pequeño, él todavía guardaba la ilusión de que su madre volviera y se lo llevara con ella, el corazón sabio de la anciana sabía que eso no era una posibilidad cercana.
—No sé, Miguelito, pero vos prometeme que vas a estudiar, eso no más quiero escuchar y ya me voy a ir tranquila. Si vos estudiás vas a poder llegar lejos —pidió la abuela.
—Pero yo no quiero que te vayas —insistió el niño dejando ya escapar las lágrimas ante la sensación de vacío y abandono que lo atormentaba. ¿Qué sería de él sin su abuela? Ella era quien le prodigaba la seguridad que un niño necesita.
—Prometeme, Miguelito. Quiero que me prometas que siempre vas a ser un chico bueno, honrado, trabajador y estudioso, así como yo te enseñé. Dios y la Virgen te van a bendecir así, mi hijo, y vas a ver que te va a ir bien en la vida. —La anciana limpió sus lágrimas con ternura.
—Te prometo, abuela —respondió el niño entre sollozos. Su abuela no le regañó por haber llorado esa noche, nunca lo había hecho.
Ante aquel recuerdo —aún muy fresco en su memoria—, Miguelito se dio cuenta que de nuevo las lágrimas caían por su rostro. Se las limpió rápido para que la tía no lo viera. Ella lo llamó después de un rato y le mostró donde iba a dormir, era una pieza pequeña donde había una cama de una plaza y un colchón viejo al lado, él dormiría en el colchón. Le puso una silla de madera para que colocara ahí sus pertenencias y le dijo que se acostara a descansar un rato.
Miguelito no podía dormir del sudor, el calor era insoportable y ni el ventilador daba abasto. Su primo Luis —tres años mayor que él— llegó después de un rato y lo saludó gentil. Aquella noche durante la cena, la tía le dijo que al día siguiente irían a la escuela para inscribirle, que las clases iniciaban en una semana y que cuando su tío Pepe cobrara le comprarían los útiles. Le dijo que Luis tenía ropa que ya no le quedaba y que le iban a dar para que tuviera más cosas. Le explicó que iba a tener que aprender a hablar español porque en la escuela en Asunción se hablaba y se aprendía en español. A Miguelito eso le dio miedo, entendía todo, sí, porque algunas personas en su pueblo hablaban español y porque solían ver la tele, pero él y sus amigos hablaban guaraní y en la escuela también se hablaba así, y aunque daban clases de español, casi nada había aprendido.
Su tío Pepe le dijo que más adelante lo llevaría para ayudarle en el trabajo. Él era jardinero y Miguelito —así como Luis—, debía aprender el oficio. Después de eso lo mandaron a dormir, y cuando todo estuvo oscuro y en silencio, al fin Miguelito pudo llorar tranquilo. Tenía miedo, mucho miedo y esa ciudad no le gustaba para nada, no le gustaba el calor, la falta de viento, la humedad, los mosquitos, que nadie entendiera lo que él hablaba, que la casa fuera pequeña, que su tío lo llevara al trabajo, pero sobre todo, no le gustaba estar sin su abuela.
Chipa: Es una comida típica del Paraguay, es una especie de pan hecho de almidón, queso, leche, huevo, manteca y sal. Es super rico jajaja.
Cocido: Es una infusión típica del Paraguay que se prepara con azúcar quemado, yerba y agua. Es delicioso jajaja.
A ver gente, entre paréntesis pongo los significados para que no tengan que bajar hasta el final para buscarlos. La "H" en guaraní tiene sonido de "J" y la "J" tiene sonido de "Y" eso para los que gustan de entender como suenan las palabras. Si algún paraguayo me lee y escribo mal alguna frase en guaraní me avisan... :)
No me pregunten cuándo actualizo... lo haré en cuanto pueda... saben que no me tardo mucho :)
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top