Desconocido
Me miraste como un desconocido.
Y algo cambió entre nosotros. Porque nos miramos por primera vez, y supimos en ese instante que no iba a ser la única. Conectamos sin quererlo, sin buscarlo. Me miraste con desinterés, pero con ese brillo en los ojos que, sabiendo del poder que tenían, me cautivaste.
"¿Cómo te llamas?"
Las 3 primeras palabras. Las primeras de muchas.
Primer día de instituto. Sitio nuevo, gente nueva. Y vida nueva, podría decirse. Me considero solitario, pero por primera vez me sentí solo de verdad. Nos reunimos en nuestro aula, y pude ver por primera vez a los que iban a ser mis nuevos compañeros de clase. Y nada, ninguna cara que gritara desesperación como la mia, desesperación por conocer, por hablar de cualquier cosa, y por acompañar.
No hablé con nadie. Porque la vergüenza me pudo, y esperé yo a que alguien se acercara y se interesara por mí. Y sonrío ahora al recordar lo ingenuo que era, al pensar que todo vendría a mí si lo llamaba con el azul de mis ojos bonitos.
Para mi suerte ese día, la llamada fue respondida.
"Soy Gabriel. Pero puedes llamarme Gabi"
Contesté rápido y torpe. Y Dios, que ganas de marcharme y llorar.
"Yo me llamo Riccardo"
Sonreíste con calma, hablando como si recitaras un poema compuesto con las letras de tu nombre, que encajaban a la perfección y jugaban a crear música. Asumo que tengo bueno ojo, porque no me sorprendí cuando mencionaste tu gusto por el piano.
Las horas pasaron. Los días, las semanas, los meses y los años. Las hojas de los árboles cayeron danzando de la mano con el aire, la lluvia descargó sus males contra el suelo, y de él creció el pasto donde semillas arraigaron vida. Y junto con ellas, nuestra amistad fue creciendo, la fuimos cuidando como a las flores del jardín, que florecían cada vez más bellas, más vivas.
Podíamos hablarlo todo, y entendernos sin pronunciar palabra. Podíamos mirarnos a los ojos y saber la instante lo que pensaba el otro. No hacían falta palabras, a buenos entendedores que éramos.
Y nos complementábamos de maravilla.
Mientras tú me explicabas sobre las maravillas de la literatura y los significados que adoptaban las palabras rebuscadas entre los versos, yo te hablaba de logaritmos e integrales y el lenguaje oculto que estos salvaguardaban.
Mientras tu profundizabas en el campo rival, yo cubría tus espaldas defendiendo el nuestro.
Y mientras tú admirabas la belleza del sol, yo contaba con los dedos las mil y una estrellas que adornaban el cielo.
Fumios la amistad que nadie más tuvo. Nos conocían por andar juntos día sí y día también. Y orgullosos explicábamos a los demás nuestras anécdotas más graciosas.
Y mientras nosotros vivíamos en ese mundo, el tiempo seguía avanzando a nuestras espaldas, y nuestra amistad seguí floreciendo.
Pero supongo que no todo puede durar para siempre. Son cosas que pasan, ¿no?
Terminamos la secundaria, y la univeridad nos aguardaba en destinaciones separadas en el mapa. Tú caminaste atraído por el arte y la música, dedicaste tus esfuerzos a componer melodías de seda suave y cantares delicados. Mientras tanto, yo tomé el camino del avance, y andé entre moléculas guardadas en frascos de colores y paredes de laboratorio.
Después de graduarnos, la senda que nos guiaba llegó a su bifurcación, donde cada uno veía Ítaca en un lado distinto del otro.
Cruzamos el escenario, jugamos el último partido, y lloramos a los brazos del otro, sabiendo que ya nada iba a ser igual.
Y poco a poco, los mensajes se fueron enfriando, las charlas disminuyeron, y el contacto constante se fue volviendo inestable. Se creó cuando no mirábamos, una brecha entre ambos caminos, y esta fue creciendo y llenándose. Llenándose de nuevos escenarios, nuevos partidos y nuevos brazos.
Es extraño como el tiempo puede cambiarnos. Llegué a saberlo todo de ti. Tus películas favoritas, tus mejores composiciones e incluso tu camisa preferida. Llamaba a tu puerta y nos pasábamos la tarde entera charlando de música, fútbol y todo lo que nos gustaba.
Y ahora camino por al lado de tu casa y finjo que no sé que estás dentro, acariciando las teclas con ese cariño especial tan tuyo.
Es triste supongo. Triste pensar que ha sido el propio cansancio el que nos ha llevado a distanciarnos. El hecho de conocernos tanto e, inconscientemente, asumir que estamos bien y que, por hoy, no es necesario mandarnos un mensaje y hablar. Y a la larga, ese hoy se convirtió en esa semana, y ese mes, y pronto ese año.
Todo ello me hace pensar en ti y en mí. En nosotros. En lo que llegamos a ser y en lo que hemos acabado siendo. Todo y nada a la vez.
Extrañar a alguien que sabes que no vas a recuperar es punzante cuanto menos. Te hieres cada vez que piensas en aquellos recuerdos, pero te aferras y te niegas a olvidar.
El dolor de susurrar un "te echo de menos" al aire, sabiendo que el sonido de este va a ser absorbido y nunca va a regresar no tiene igual. Porque extrañar a alguien que no va a regresar es como tratar de hablar con la boca vendada, o admirar un paisaje con los ojos cerrados. Es amor que no tiene lugar donde ir.
A veces desearía haberme peleado contigo. Desearía estar tan enfadado que no quisiera verte ni en pintura. De ese modo, por lo menos, hubieramos cortado de raíz. Sin embargo, me he quedado colgando. Ahora solo me quedan aquellos recuerdos bellos de los que no puedo deshacerme, y que me piden a gritos que volvamos a encontrarnos para crear de nuevos. Solo me quedan las ganas de verte, las ansias de contarle lo que he hecho en el día de hoy, y de que tú me cuentes también. A sabiendas, pero, de que eso no es posible.
La última vez que te vi, debería haberte abrazado más fuerte. Pensé que volvería a abrazarte. Debería haberte dicho cuánto te apreciaba. Pensé que iba a decirlo en otra ocasión. Debería haberle tenido más respeto al tiempo. Pensé que seríamos eternos.
Debería haberlo visto venir. Pero pensé que te volvería a ver.
Desearía que me hubieras dicho que te ibas a marchar.
En otro universo seguimos siendo amigos. Los mejores amigos. Ahí nada ha cambiado. Yo sigo pasando las tardes en tu casa y tú sigues enseñándome tus avances con el piano. Seguimos charlando sin parar, seguimos contándonos nuestros problemas, seguimos viendo las horas pasar y el sol caer. Seguimos jugando con el balón y seguimos riéndonos del tiempo, y de lo efímero que es.
En él yo no he sido un transeúnte más en tu vida. He sido huella. Tú sigues acordándote de mí, y sonriendo cada vez que piensas en aquella vez que me caí en el hielo, o en los paseos nocturnos que solíamos tomar. En las meriendas, en nuestros apretones de manos y en cómo a todo pulmón cantábamos nuestras conciones favoritas.
Yo sí sigo haciéndolo.
He vuelto a escuchar nuestra canción, aquella que pensaba que no podría volver a escuchar y, Dios, me sigue gustando como el primer día. Sé que la gente dice que hay que dejar ir el pasado y vivir en el presente. Pero no creo que tu recuerdo pueda borrarse de esa manera. Es como la mancha de aceite que, por mucho que la limpie, se mantiene imbatible en mi camiseta favorita. Ya no creo que se marche nunca, al igual que tú.
Pero quizás eso esté bien.
Quizás esté bien que me acuerde de ti cada vez que la escuche. Que me imagine llamando el timbre de tu portal cada vez que pase delante de tu casa. O que sonría al escuchar algo que sé que a ti te hubiera hecho reir.
Quizás siga pensando en ti el resto de mi vida y, bueno, quizás esté bien y ya. Quizás puedas vivir en mis recuerdos, y quizás pueda revivir nuestras vivencias cada vez que piense en lo bonitas que fueron. Es nuestra historia, tú y yo.
La historia llegó a su final, pero tengo doblada la esquina de aquellas que son mis páginas favoritas. Y puedo leerlas una y otra vez, cuando yo quiera, y acordarme de ti.
A pesar de que tú ya tengas a otros con quienes escribir las páginas del nuevo capítulo de tu vida.
El otro día te vi con tus nuevos amigos, caminando por la calle. Te vi desde muy lejos, pero fingí mirar mi teléfono, distraído como siempre. Y al pasar frente a ti, casualmente levanté la mirada. Te miré y tú me miraste, alzaste la mano, y yo moví la cabeza. Nos saludamos y cada uno continuó su camino.
Ninguno miró hacia atrás para charlar un rato, para preguntarnos cómo nos trataba la vida, para decirnos cuánto nos echábamos de menos y recuperar el tiempo perdido.
Y realmente me dolió en el pecho no haberlo hecho, hasta lo más hondo. Pero no me vi capaz, por primera vez me comió la vergüenza después de verte pasar. De ver tu mirada cautivadora y darme cuenta de lo marchitada que estaba ya la flor que una vez cuidamos entre los dos. Así que me marché, ya no había nada que yo pudiera hacer, ni tú tampoco.
Se repitió otra vez.
Me miraste como un desconocido.
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