Dos


—Estás aquí... —Susurra el hombre despacio, su rostro está tan cerca del mío que puedo percibir su aliento de licor y tabaco. Me mira con tal intensidad que es imposible apartar la vista de esos increíbles y temibles ojos negros.

Curiosamente, puntos oscuros empiezan a opacar mi visión y siento como si el aire me faltara. Me encuentro deseando desesperadamente que la doctora Hernández entre para que él se aparte. Una extraña sensación de temor me invade. Lo único que puedo hacer es cerrar los ojos; y de inmediato sus cálidos dedos entran en contacto con la piel de mi frente y resiguen el nacimiento de mi cabello.

Los resquicios del reconocimiento vienen como oleadas, pero siguen fuera de mi alcance, negándose a darme la posibilidad de algún recuerdo específico. Sólo pequeños rescoldos de un dejavú que saluda mi cuerpo y se burla de mi mente.

—¿Por qué lo hiciste? —el tono de su voz refleja tanto pesar, tanto dolor— Mira donde estás ahora. Todo es mi culpa. Lo siento, lo siento mucho.

De súbito le sostengo la mirada. La semilla de la duda es plantada en mi cabeza y me pregunto;

¿Por qué se siente culpable? ¿Qué hizo para creer que es toda su culpa?

«No sé qué pasó ni por qué, pero si de algo estoy segura es que no estoy aquí por gusto»

—Sólo espero que puedas perdonarme por esto. —Dice al borde de las lágrimas.

Tras minutos de intensas miradas, la doctora Hernández entra al fin en la habitación.

—Buenas noches señor Rivera —le saluda mientras ofrece su mano— Soy Renata Hernández, médico de cabecera de la señora desde que ingresó a este centro. Es un gusto al fin conocerlo.

—Mariano Rivera, para servirle —el hombre le regresa el apretón.

—Durante la semana pasada hemos realizado todo tipo de estudios y el estado de la señora Atalanta es óptimo dentro de su condición. —reseña la doctora con profesionalismo.

Es entonces, me sigo preguntando qué hace él aquí y por qué la doctora Hernández le explica todo esto.

—¿A qué se refiere exactamente y porque por teléfono no me dijeron nada? —la voz de Mariano adquiere un tono profundo y algo amenazante, pero la doctora no se amilana ante él.

Le admiro por ello.

—Es bastante complicado el caso de la señora Atalanta, por lo cual no podemos entregar información específica por teléfono. —continúa ella— Tengo entendido que se le había dicho que la serie de traumatismos sufridos por la caída, aunados a la pérdida de sangre por el disparo tendrían serias repercusiones y que no se sabría cuáles serían hasta que despertara, si es que ella alguna vez despertaba.

—¡Pues déjese de tanto rodeo y dígame de una vez por todas qué ocurre con ella!

No creo que alguna vez alguien haya deseado estar en una habitación donde dos personas discuten sobre su propia vida frente a sí mismo y sin poder decir nada. No opiniones, no opciones. Solo un mueble más en la habitación.

—Aunque los especialistas han coincidido que sus heridas físicas han curado perfectamente. La señora padece una parálisis total de su cuerpo. No sabemos si podrá recuperar movilidad total o parcial con terapias físicas, eso es algo que el tiempo dirá.

—¿Usted me está diciendo que... que ella no puede moverse? —pregunta el hombre como si no hubiese comprendido lo que acaba de escuchar.

—Así es, señor Rivera.

—¿Pero puede hablar y escuchar?

—Le hemos realizado pruebas motrices, su capacidad de escuchar y comprender lo que se le dice funciona perfectamente. Pero no puede comunicarse. Aún no sabemos si es debido a su largo periodo en coma o por la hipoxia cerebral sufrida durante el paro respiratorio...

—¿Pero se va a recuperar? —le interrumpe el hombre a la vez que toma mi mano.

—No podemos predecir su evolución hasta pasado un tiempo —le aclara la especialista— Son necesarias muchas sesiones de terapia con las cuales ella podría tal vez recuperar parte de su movilidad. Pero también es muy posible que nunca se recupere.

—¿Cuándo puedo llevarme a mi esposa? —pregunta sin vacilación, negándose a escuchar más explicaciones de la doctora. Como si le doliera en el alma cada palabra que dice. Aunque no creo que le duela más que a mí misma.

—Inmediatamente si lo desea. —responde la doctora.

Dos cosas suceden mientras las dos personas sostienen esta conversación.

La primera es que estoy real y completamente indefensa en este mundo. Y que tal vez nunca pueda volver a ser lo que era antes, sea lo que sea que haya sido. La segunda es que estoy a merced de un desconocido, de mi esposo.

¿Esta es mi vida?

No... No, no, no, no. Esto no puede estar pasándome. Una cruel broma o el boleto ganador de la bizarra lotería del destino.

¿Tendré una madre que me ayude, hermanos o estaré completamente sola con él?

Más y más preguntas dan vueltas repetitivas, amenazando con llevarse lo poco que queda de mi cordura. Sin embargo, la determinación y las ganas de sobrevivir son más grandes que el miedo que tengo de vivir bajo el mismo techo con personas que no conozco. No puedo perder la calma.

La doctora y Mariano salen de la habitación, tienen otras cosas de las cuales hablar -sobre mí- y no se si prefiero que se vayan a otro lugar cuando discuten mi destino o si por el contrario mi mente está lista para entender la cruda realidad que ahora se me viene encima. Pienso que, si tuviera la oportunidad de hablar, de preguntar a alguien sobre mi vida, tal vez me haría nuevos recuerdos con mi familia, con el hombre que supongo habré amado. Pero es que me han sido arrebatadas todas las opciones, pues soy prisionera de mi propio cuerpo. Prisionera del olvido.

Espero que la doctora haya recordado decirle a mi esposo -es extraño decirlo- que tengo una manera de comunicarme con las personas. Puede que, con el tiempo y suficiente paciencia, alguien pueda hablarme para no sentirme tan sola y aislada del mundo. Olvidada en este rincón oscuro que ahora es mi mente.

...

Mariano regresa a la habitación, toma mi mano durante un momento antes de hablarme.

—Volvamos a casa, Tally —susurra con pesar—. De donde nunca debiste salir.

Mientras las enfermeras me preparan para salir de la clínica, me encuentro imaginando cómo será mi hogar. ¿Viviremos en un lugar grande o pequeño? ¿Será posible que tengamos hijos? Lo que me lleva a la siguiente pregunta ¿Qué edad tengo?

Bueno, supongo que tengo la suficiente para tener hijos, puesto que soy casada.

¿Cuál será mi aspecto?

No sé si habré sido una mujer vanidosa en mi vida pasada -así es como he decidido nombrar todo lo olvidado- pero lo cierto es que al menos he tenido suerte a la hora de escoger un marido, al menos a lo que el físico se refiere. Mariano es realmente guapo. Y grande. Y muy guapo. Si no fuera por el extraño malestar que me produce tenerle cerca, diría que me he ganado la lotería. Pero supongo que se debe a toda esta situación, que a pesar de lo que digan, para mí sigue siendo un desconocido.

No debería estar pensando en nada de esto. Al tener un millar de cosas horribles que me están ocurriendo. Pero no puedo morir, no puedo vivir; entonces, ¿Qué se supone que deba hacer?

Si pudiera suicidarme, este sería un buen momento para hacerlo ¿Quién en su sano juicio quiere vivir así? Pero... ¡Hola! No puedo mover ni siquiera el meñique. Qué mejor forma de invertir mi tiempo que pensando idioteces.

...

Voy en una silla de ruedas por los pasillos del hospital. Aunque llamarle hospital a esto suena bastante extraño. Es más como una casa con muchas habitaciones, creo que es algún tipo de centro privado donde las personas con dinero envían a los seres queridos enfermos a morir. Tal vez yo debía morir. Y aquí es donde nace otra gran duda... ¿Cómo es que recuerdo cómo funciona el mundo?

Es extraño esto de la amnesia, recuerdo muchas cosas en general, como la televisión, el celular, leer, hablar, los cinco continentes... ¿Por qué recuerdo todas esas cosas y no recuerdo en qué país estoy?

Una señora de mediana edad lleva mi silla de ruedas a través del largo pasillo, Mariano va a mi lado, cada tres segundos mira en mi dirección, lo sé porque la enfermera ha colocado mi cabeza hacia la derecha, que es por donde él camina. No lo he visto sonreír, parece que conforme nos acercamos a la salida, más se arrepiente de llevarme con él. Me daría igual que me dejase aquí.

Tiene bonito cabello, sigo pensando que huele a cítricos y un toque de tabaco. Mariano fuma, lo sé por su aliento, es imposible que su cabello no tenga un ligero olor a ello. Me gusta que fume, no sé por qué.

Afuera hay un automóvil muy grande, un todoterreno color rojo cereza. Pienso que es un color ridículo para un hombre, pero qué se yo de eso.

Estoy en los brazos de mi esposo -tengo que acostumbrarme a llamarle así- mientras la enfermera guarda la silla especial en la parte trasera. Mariano me deposita en el asiento trasero y asegura el cinturón en torno a mí. Voy mirando por la ventana, pasan a toda velocidad paisajes hermosos, montañas lejanas, puentes, ríos y el cielo. Él no me habla ni una sola vez, no hay música, no hay más ruido que el motor y los baches de la carretera cuando la camioneta los vadea.

Así pasan las horas, la enfermera va a mi lado y tampoco habla. Creo que me he hecho pipi tres veces, ya no tengo sonda, ahora uso pañal. Mi gozo en un pozo, tengo alguien que limpiará mis porquerías cuando tenga el culo lleno de mierda. Al menos Mariano puede permitírselo, lo sé por el aspecto de su carro y del lugar de donde acabo de salir. Es vergonzoso y humillante lo dependiente que ahora debo ser, pero supongo que eso es mejor a nadar en mi propia inmundicia.

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