Zombicornio

Vinicio leía historias de zombis con emoción y Mario contemplaba la sábana con estampados de zombis de su amigo. Luego se levantó y fue a la computadora de Vinicio y, en el fondo de pantalla, había un zombi. 

El invitado cambió el zombi por un unicornio. 

—Mario, quiero morir. 

—Pero qué dices, Vinicio. 

—Lo que escuchaste. Puedo ser un zombi y no es una broma.  

—Yo pensé que querías una máscara de zombi.  

—Es aburrido. Mira, según cuenta esta leyenda.. Un músico se encuentra enterrado en la casa del brujo de sombrero de ala ancha. Pero cada noche el muerto revive y se escuchan unas maracas.  

—¿En serio? Jamás había leído algo semejante.  

—Es obvio que ese brujo revive muertos.  

—¿Y ahora qué piensas hacer?  

—Mi padre tiene un arma en su habitación.  

—Porque es policía. 

Una tarde encapotada, mientras su haraposo abuelo dormía en su catre, Mario caminó de puntillas hacia la puerta de salida. En cambio, Vinicio cerró con estrépito la puerta de su habitación y salió en bici.  

Ambos se encontraron en la casa del brujo. Nada más llegar, Mario se punzó con las espinas de una hierba mala. El dolor lo llevó hasta la fachada y una cáscara de pintura blanca se impregnó en su polera. Retrocedió y pisó el excremento de un perro.  

Vinicio dejó de perder tiempo, se situó en un lugar y sacó el revólver calibre 22 que llevaba en su mochila con forma de cerebro.  

—Vinicio, dijiste que no haríamos esa locura —susurró Mario, frunciendo el ceño—Solo vinimos a curiosear. 

—Mentí, ahora dispárame —Le alcanzó el arma—. Quiero ser un zombi. 

—Mejor vámonos… ¿No dejaste el celular cargando?  

—No, solo tengo una cita con una chica. Pero no importa. Dispara ahora.  

—No puedo hacerlo.  

—Vamos, no te pasará nada, mi papá es policía. Además, quiero saber qué se siente recibir un balazo.  

—Sí, pero creo que es una mala idea.  

—Dispara antes de que venga alguien.  

—No me presiones, Vinicio.  

—¡Vamos, dispara!  

Mario, con las manos gelatinosas, apuntó a su brazo.  

—¡Quién anda ahí! —gritó alguien.  

Mario disparó del susto y la bala llegó al esternón de Vinicio.  

El arma cayó al suelo y su amigo, herido de muerte, se resintió de hacer lo mismo. Se aferró al último aliento de vida.  

—Mario, no te vayas, no dejes que muera… —suplicó Vinicio con voz agonizante.  

Frente a sus ojos, su amigo se precipitó de bruces, anunciando su muerte. Mario, al ver a su amigo tieso, huyó despavorido y las maracas sonaron.

Mario llegó a casa al anochecer y, cuando esperaba que no hubiese nadie, vio a su abuelo agarrando un mangual medieval para darle una paliza. Pero Mario llegó a la puerta ileso, entró y lo aseguró con el pestillo. Su puerta anunció un festival de golpes, pero Mario ya estaba lejos. Debajo de su lecho encontró la calma que su corazón clamaba.  

Mario vio como el día se convertía en noche. Abrazado por la oscuridad de su alcoba y el azote del hambre, comenzó a tragar lo que sus manos tocaban; no importaba si la cosa se moviera.

Cada tarde escuchaba el sonido de maracas y su corazón se estremecía. Por la noche, los murmullos de una tertulia, se oían de lejos y se apagaban de cerca. Por la madrugada, veía a un hombre de sombrero de ala ancha rondar por su calle. Y, cada vez que lo miraba a los ojos, el hombre se iba corriendo.  

Mario estuvo así durante una semana y su abuelo entraba y salía, como si no tuviera nieto. Dentro de su cuarto no había preocupación por su delgadez. A pesar de la rajadura que tenía su espejo, vio a un hombre desfigurado y demacrado, casi como un zombi. El recuerdo de aquel disparo saltó sobre su cabeza para quitarle definitivamente la alegría de vivir.  

La culpa le ganó la partida a Mario y tomó una decisión que podría cambiar el curso de su vida, emponzoñada por la Muerte.  

El joven entró al baño y ya no escuchó que tocaban la puerta. Pero a él le hubiera divertido mucho ver a su amigo vivo y con una máscara de unicornio. Aquella bala fue benévola con sus intestinos. Por lo que Vinicio sobrevivió porque alguien no lo dejó solo.  

—Mario, mira mi nuevo traje —dijo Vinicio entrando a la casa— ¡Ya no me gustan los zombis! Después de estar al borde de la muerte, ya no quiero ver más muertos. ¿¡Mario!?  

Vinicio vio un cuarto vacío y le pareció extraño. Entonces buscó en el baño, que ofrecía una puerta entreabierta. Solo lo empujó y vio a su amigo suspendido en el aire y de color verde azulado. Vinicio no aguantó más el olor a carne podrida y salió a lo bestia, ya que el baño le pertenecía a las moscas.

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