El valor del corazón

Ramsés era un hombre desdichado que convivía con la Soledad. Las horas avanzaban y él esperaba que la Muerte tocara su puerta para abrirle con dicha. El hombre avejentado tenía el semblante de piedra debido a su comprometida situación. Estaba endeudado hasta la médula, pero la hipoteca allanó el camino de la amargura.

Los días pasaban y la Muerte no se acordaba de Ramsés. Las razones para seguir viviendo se acababan. Sin la familia cerca, con los amigos lejos y con una enfermedad que lo aquejaba, debería llorar, pero estaba tan abatido que no tenía ganas. Sus movimientos rezumaban cansancio y hacía mucho que no reía, porque se había enfrentado a la tristeza y había perdido contundentemente.

Cansado de su miserable vida, Ramsés pasaba sus días en un catre de colchón de hormigón. El hipertiroidismo le ponía años encima, sin su consentimiento. Tenía cincuenta años, pero parecía de sesenta. De vez en cuando, su empleada venía desde lejos para ayudarle. Ella le prestaba plata y compraba los fármacos para mitigar su enfermedad.

La tristeza se había apoderado de su hogar. Era una vivienda para dos, pero solo estaba él. Nadie venía a visitarlo ahora que tenía la billetera desolada. «No veo a mis amigos por ninguna parte», pensó Ramsés, cabizbajo. «Ahora que estoy enfermo nadie viene a visitarme». El hombre vio una alegre fotografía familiar que lastimó su corazón. Él no quería pensar que solo tenía amigos cuando los invitaba a tomar.

Como todos los años, Ramsés esperaba dos cosas: la Muerte o la lotería. Ninguno de los dos se acercaba siquiera a su puerta. Solo llegaban más canas y arrugas. Este año era el último que compraba el boleto, pero al recordar su pésima suerte lo terminó tirando al piso antes de que comenzara la transmisión.

Aquella noche se celebró el sorteo de la lotería y Ramsés buscó una almohada en vez del boleto, que ya se hallaba lejos. La modorra no tuvo piedad de él, pero al menos pudo correr al baño. Casi no recordaba cuándo había sonreído, pero sabía muy bien cómo iba terminar el sorteo. La suerte se había peleado con él durante años, así que se rindió antes de entrar al cuadrilátero.

Cuando se desarrollaba el sorteo, el hombre se lavaba los dientes y sin querer vio el boleto arrugado en el piso y le regaló un pisotón. El hombre quería limpiar algo con ese papel, porque no quería derrochar ningún centavo. Pero en ese instante su teléfono de casa comenzó a sonar. 

Ramsés se asustó cuando no pudo abrir la puerta al primer intento. Tuvo que salir a lo bestia para contestar el teléfono. Estaba ansioso por hablar con su familia, pero lastimosamente se alegró antes de tiempo.

—¿Hola? 

—¡Nada de hola, estoy esperando que pongas de tu parte en este proceso de separación!

—No puede ser… Moira.

—De otro modo, tendremos que resolver este asunto en los tribunales… Es tu decisión.

Colgó.

Él esperaba una muestra de cariño de alguien y terminó recibiendo una amenaza, que cayó como un balde de agua fría. Debía tener lista la máscara de la concordia para el día siguiente. Pero en ese momento buscó la manera de apagar su ansiedad, encendiendo el televisor. Sin querer cayó en las noticias y vio de mala gana la repetición del sorteo y el número ganador. Ramsés sintió una corazonada que no se mitigaba con sueño.

El hombre volvió al cuarto de aseo para recoger su preciado boleto: no se hallaba ahí. Nervioso, buscó y buscó por todas partes hasta que encontró un pedazo de papel en la suela del zapato, con los números intactos. Ramsés vio en la pantalla de su televisor que su número coincidía con el ganador. Sintió que algo estallaba en su corazón. Esa noche se olvidó que tenía una cita con el sueño.

La entrega del premio se llevó a cabo al día siguiente. En vivo, Ramsés recibió la suma de cien mil dólares y un automóvil cero kilómetro. Ramsés había salido a pie rumbo al estudio y había llegado a su casucha en un Toyota Land Cruiser.

El hombre entró a su casa con el mismo semblante con el que había salido. Se sentó en su cama, pero escuchó que tocaban la puerta. Ramsés abrió y se encontró a su vecino. Un hombre que casi no veía. Apenas cruzaba palabras con él. Ramsés sabía que esa sonrisa estaba en el rostro equivocado.

Aquel hombre y su esposa le dejaron una docena de empanadas y una invitación para un bautizo. El semblante de Ramsés aceptó, aunque su corazón se oponía.

Ramsés era un hombre taciturno con cien mil dólares en una casa que apenas costaba algo, pero su valor sentimental era inmenso. Las llamadas de sus amigos y parientes lo abrumaron. Era como si todos hubieran despertado.

Por la noche, el hombre recibió la visita de sus hijos y nietos. En la mesa había un lechón y todo era risas y confraternización. Pero Ramsés pensó que algo no estaba bien. Estaba feliz, pero triste.

Por la mañana, vino su empleada y también alguien más. Ramsés abrió la puerta por segunda vez y vio a su exmujer en el pórtico. Su presencia se convirtió en la segunda visita del año. El hombre tenía memoria. Aquel atentado contra la fidelidad tuvo graves consecuencias en el corazón de Ramsés. Él era capaz de perdonar, pero no de olvidar.

—Ramsés, me alegra verte —dijo su exesposa con una sonrisa.

—Moira... —respondió Ramsés inexpresivo.

—¿Puedo pasar?

—¿Y tu pareja?

—Me dejó.

—¡Oh! También me pasó.

—Olvida el pasado, Ramsés.

—Tengo algo que hacer, Moira.

—¿Qué es más importante que yo?

—Debo retribuir a una persona que me ha ayudado mucho...

Ramsés se dio cuenta que el Land Cruiser lo necesitaba más otra persona. Delante de su exesposa le entregó la llave a su empleada que sollozó de felicidad.

«Y aunque las cosas resultaran de esta forma, lo volvería a hacer sin pensarlo dos veces».

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