El dinero tiene ruedas
Soy Ángel Demony. La ambición me quitó todo y solo me dejó una pizca de juicio. Un día mientras me bañaba en mi jacuzzi, tuve una pesadilla. Soñé que mendigaba día y noche para conseguir pescado frito y coñac. Me encanta el pescado, aunque debo admitir que soy muy exigente. Al igual que con las damas, pese a que en mi espejo no me veía guapo, pero tuve la suerte de llamarme Ángel. Para las damas, todos los hombres de nombre Ángel son guapos.
Un día ya no desperté en mi jacuzzi, sino en una calle oscura, hedionda y con muchas ratas. Se hizo realidad un sueño que no deseaba. Vislumbraba un destello, pero era los faros halógenos del Mercedes que vendí hace poco. Mi ropa haraposa olía a pollo de hace dos días: a temperatura ambiente, y mis calzados con los cordones desatados ya estaban ruinosos antes de ponérmelos. Solo faltaba que viera a alguien con mi albornoz de Armani.
El ocaso llegó en forma de rodillo para mi optimismo. Mi estómago era un barril sin fondo y el hambre me daba plazos que yo incumplía. Hostigado por el hambre, busqué espinas de pescado y contenedores para pasar la noche. El invierno me provocaba tics nerviosos y los ladrones no me intimidaban porque el apetito era mi verdugo.
Al día siguiente, me dirigí al albergue que abría temprano. Al menos ahí comería algo comestible y bebestible. Quería probar algo nuevo, aparte de grillos. En el suelo ya no había monedas, solo folletos viejos, envoltorios y papeles con forma de cheques en blanco... Me detuve un momento: me percaté de algo extraño. Nunca había visto la acera tan sucia, por ende, busqué un contenedor para tirar la basura.
La acera estaba más limpia, al menos por cinco minutos. Al poco rato, el camión de la basura hizo acto de presencia en la zona. Yo ya me hallaba lejos, porque el camión olía a plátano podrido. Pero a poca distancia de mi lugar, un hombre encorbatado discutía con un menesteroso. El motivo era monetario y si no hubiera oído la palabra cheque extraviado de un millón, probablemente hubiera ignorado la escaramuza.
Mi tic nervioso se adelantó antes del invierno. Tuve un exabrupto y comencé a hipar. El dueño del cheque me miró con extrañeza. Mis ojos eran grandilocuentes y no sabían mentir.
Disimuladamente caminé hacia el camión de basura que se acercaba al contenedor con el cheque. Estaba tan cerca del objetivo y de pronto estaba en el suelo. En vez de dinero lo que recibí fue un batacazo terrible. Ese fue el agradecimiento que me dio la acera limpia. Nadie se rio, solo mis cordones desatados.
El camión se fue llevándose el papel y la última pizca de juicio. Mis hipos volvieron mientras maldecía mi suerte.
Bueno, al menos la acera seguía limpia.
Fin
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