Capítulo 14: Acechaba en las profundidades
Náyade
La bruma se arremolinaba alrededor de los corales mientras el silencio del arrecife se rompía con el suave murmullo de las aguas. La luz de las antorchas danzaba sobre las paredes de la cueva submarina, proyectando sombras que se retorcían como antiguos espíritus inquietos. Náyade e Ireneo se encontraban en el centro de un círculo de símbolos arcanos, grabados en el suelo con un polvo fosforescente. La tensión en el aire era palpable, una mezcla de anticipación y temor a lo desconocido. El reflejo de la bioluminiscencia de las algas iluminaba sus rostros con un brillo tenue, acentuando la seriedad en sus miradas.
Ireneo extendió una mano hacia Náyade, sus ojos reflejando la firme resolución de un erudito y la compasión de un amigo.
—¿Estás lista? —preguntó en voz baja, apenas audible sobre el murmullo de las aguas que les rodeaban.
Náyade asintió, sus ojos grandes y brillantes, llenos de una mezcla de miedo y esperanza. Necesitaba saber la verdad de lo que había ocurrido, sin importar lo que pudiera descubrir.
El tritón apretó suavemente la mano de la sirena, un gesto de apoyo y confianza. Luego la ayudó a posicionarse justo en el centro de la antigua edificación, mientras él tomaba distancia en los extremos de aquel circulo.
—Entonces comencemos. Recuerda, sigue mis palabras en clave y confía en el proceso. —
Con una precisión estudiada, Ireneo empezó a recitar las antiguas palabras de la ceremonia, su voz resonando con una cadencia rítmica que parecía sincronizarse con el latido del corazón de la misma cueva. Los símbolos a sus pies empezaron a brillar con una luz intensa, envolviendo a ambos en un aura luminosa.
La ninfa de cabellera castaña cerró los ojos y dejó que la marea de recuerdos reprimidos comenzara a liberarse. Al principio, solo hubo un destello de imágenes fragmentadas: el rostro de una figura desconocida, la sensación de estar atrapada, el eco de una voz susurrante.
Todo empezó a aclararse, pero el resplandor fue tal que cegó momentáneamente a Náyade, y tanto ella como Ireneo perdieron el equilibrio, tambaleándose como hojas en una tormenta. El muchacho de rubias hebras fue el más lastimado, pues aquel orbe absorbió gran parte de su energía, dejándolo exhausto y pálido. Sin vacilar, Náyade abandonó su posición en el centro del salón y corrió hacia él, su corazón latiendo con la urgencia de un tambor de guerra.
Por mucho que anhelara recuperar sus recuerdos, su instinto maternal prevalecía, impidiéndole permitir que alguien cercano a ella sufriera. Con una mezcla de ternura y determinación, lo levantó, llevándolo a una superficie donde pudiera descansar. Mientras lo acomodaba, sus ojos reflejaban una profunda preocupación. Acarició su frente con una suavidad casi etérea, como si con ese simple gesto pudiera aliviar parte del dolor que él soportaba.
La sala, que había estado llena de tensión y expectativa, ahora se sumía en un silencio cargado de preocupación. Náyade, con su mirada fija en Ireneo, se esforzaba por mantener la calma. La magia era impredecible y peligrosa, y en ese momento, se sentía más consciente que nunca de los riesgos que habían tomado. Mientras sus dedos seguían recorriendo la frente de Ireneo, prometió para sí misma que protegería a quienes le importaban, incluso si eso significaba sacrificar su propio deseo de recuperar el pasado.
—Creo que me faltó un poco más de convicción, quizás si intento con...—
—No.
—Ya casi lo logramos, Náyade. Estoy seguro.
—Ireneo, basta, ya no vale la pena seguir intentándolo. Estos años me han colmado de la sabiduría necesaria para comprender que el pasado no merece ser revivido si el hacerlo implica causar daño a quienes estimo. Así que, creo que ha llegado el momento de rendirnos y dejar atrás este tormento. —
—Hay algo con respecto a la ceremonia que no te he dicho.
Antes de que Náyade pudiera formular una pregunta, Ireneo se apartó con una urgencia que hablaba de viejas heridas y secretos guardados. Sus pasos lo llevaron hasta donde reposaba un cuerpo de agua, sereno y misterioso. Allí, con una concentración que revelaba años de práctica y dominio, comenzó a canalizar sus vivencias a través del elemento que tanto le era familiar. El agua, obediente a su llamado, se alzó y onduló hasta formar un espectacular lienzo líquido.
Una imagen emergió, clara y trágica. Una mujer, demacrada por la enfermedad, yacía en su lecho, sus ojos apagados fijos en el pequeño tritón de rizos dorados que sostenía su mano. La tristeza en la mirada de la criatura era un reflejo de la desesperación de la madre. La escena se desvaneció, y en su lugar surgió un grupo de habitantes del mar, sus rostros iluminados por las antorchas que portaban, moviéndose en un solemne cortejo hacia un templo. El templo, majestuoso y antiguo, tenía una arquitectura que resonaba con las características del lugar en el que se encontraban ahora.
Al llegar al centro del salón del templo, la misma mujer de antes se posicionó, sus movimientos lentos y pesados por la enfermedad que la consumía. Los presentes se reunieron a su alrededor, formando un círculo cerrado, y comenzaron a entonar un cántico antiguo y poderoso. Las palabras reverberaban con una energía palpable, cargadas de esperanza y sacrificio. Pero mientras las voces se elevaban, la mujer en el centro comenzó a mostrar signos de agotamiento. Sus ojos se cerraron con un pesar visible, y la energía que habían invocado comenzó a drenarla aún más.
Lo que parecía un ritual destinado a sanar y proteger se tornó en una tragedia. La misma fuerza que habían invocado para un aparente éxito empezó a consumir a la mujer, haciéndola enfermar gravemente. El templo se llenó de un silencio pesado cuando el cántico se extinguió, dejando a todos los presentes en un estado de incrédula desesperación. La imagen se desvaneció en el agua, dejando tras de sí una quietud inquietante.
—¿Es por eso que nunca dejaste de intentarlo?
El joven asintió con la cabeza.
—A día de hoy sigo sin saber qué fue lo que le ocurrió a mi madre. En nuestra comunidad, era un pilar, un ser indispensable, participando activamente en todas las actividades que nos cohesionaban. Su mayor cualidad, y a la vez creo también su mayor defecto, fue su insaciable curiosidad. En más de una ocasión se habría aventurado a la superficie, con la excusa de que allí había mucho más que contar para las historias antes de dormir. —
La sirena no pudo sentirse más identificada con el relato, pues sabía muy bien que durante su juventud habría desafiado aquella regla implementada para proteger a los hijos del océano. Así que, sin intenciones de interrumpir al muchacho, se limitó a sonreír.
—Cada noche se convertía en una aventura, superando a la anterior, gracias a las vivencias que compartía con nosotros en sus relatos. Pero no me malinterpretes, ella nunca interactuó con un humano. En su lugar, prefería recorrer las solitarias costas, asegurándose de que no fueran frecuentadas por ellos. A lo sumo, traía consigo algún recuerdo inofensivo, objetos sin aparente valor, pero llenos de misterio para ella. —
—Lamento mi intromisión, y entendería que no quisieras responder. Pero ¿Sabes que pudo provocar ese estado en tu madre? El de la proyección —
—Eso ocurrió después de la ceremonia. Tengo la noción de que pudo haber faltado uno de los elementos necesarios para llevarlo a cabo como también...
—Pudo haber algo que no tenía que estar ahí.
La voz de la experiencia se sumó a la conversación en forma de un tercero cuando el dúo creía estar en solitario. Un silencio de ultratumba se instauró a lo largo del salón, interrumpido únicamente por el resonar del báculo marcando los pasos de aquel que, con paso firme y decidido, se aproximaba desde la lejanía. Ninguno de los dos se movió del lugar donde estaba; era como si una fuerza sobrenatural los obligara a aguardar la llegada del desconocido. Desde las sombras, emergió una silueta que, si bien para Ireneo era desconocida, Náyade reconoció al instante. Se incorporó con rapidez, esforzándose por ver más allá de lo que le permitía la escasa iluminación.
El recién llegado, con una cabellera grisácea ordenada en una trenza, vestía ropas holgadas que flotaban alrededor de su figura como un manto de misterio. Su rostro permanecía en penumbra, oculto bajo la sombra de una capucha que añadía un aire de enigma a su presencia. Aquel semblante enigmático, sin embargo, no podía ocultar las arrugas de la experiencia y los años vividos. Para Náyade, la aparición de este ser no era simplemente la de un desconocido, sino la del espectro que había atormentado sus sueños durante años.
Los pasos del intruso resonaban como ecos de una antigua profecía, y cada toque de su báculo sobre el suelo era un recordatorio de los enigmas aún por desentrañar. La ninfa, con el corazón acelerado y una mezcla de temor y curiosidad, se mantuvo erguida, mientras Ireneo, todavía en el suelo, observaba la escena con una creciente sensación de inquietud.
El anciano avanzaba con una calma que contradecía la tensión en el aire, sus ojos brillando como brasas bajo la sombra de su capucha. Al detenerse frente a ellos, su voz rasgada y profunda rompió el silencio, llenando el espacio con un peso palpable.
—Soy la voz de los tiempos antiguos y el guardián de los secretos olvidados. En mis palabras encontraréis las respuestas que el océano ha susurrado a tus sueños, Náyade, y el camino que has de seguir, Ireneo, para descubrir tu verdadero destino. Me llaman... —
—El sabio.
Nadie parecía saber de su existencia hasta el momento en que aquel enigmático ser acudía al llamado de su alma. Ninguno conocía con certeza su origen ni su nombre, pero al compartir una sola palabra con él, se volvía parte indeleble de su vida. Su presencia era tan imponente que quienes lo encontraban se convertían en fragmentos de su vasta y eterna historia. El sabio no conocía restricción alguna para brindar ayuda; seres sobrenaturales y humanos habían sido testigos de su orientación a lo largo de siglos. Por lo mismo, era sabido que jamás lo hallarían en el mismo lugar. Como un espectro que atraviesa los confines del tiempo y el espacio, aparecía solo cuando el destino lo dictaba, y se desvanecía como un susurro en el viento, dejando tras de sí un rastro de sabiduría y misterio, una sombra perpetua de esperanza y asombro.
Más su estadía en este caso debía prolongarse lo suficiente como para solucionar la desdicha que involucraba a gran parte del océano.
—¿A qué se refería con "algo que no tenía que estar ahí"? —preguntó Ireneo al sabio, su voz cargada de ansiedad y confusión.
—Los elementos necesarios para la ceremonia estaban todos presentes, según creí escuchar —respondió el sabio, su voz resonando como un trueno en la vasta sala. —Si eso es cierto, entonces solo hay una explicación para la calamidad que sobrevino a tu madre: la presencia de algo, o alguien, que no debía estar ahí.
—Madre estaba nerviosa, aunque no lo quisiera admitir. Pensé que llevar uno de los objetos que ella había encontrado en sus aventuras la tranquilizaría.
—Tu intención, noble joven, puede haber sido pura —dijo el sabio, su mirada penetrante como el filo de una espada antigua—, pero en lo desconocido yace a menudo el peligro más insidioso. La ceremonia debe llevarse a cabo en un entorno de confianza absoluta. La intención de cada participante debe ser pura como las aguas cristalinas de un manantial oculto. En el corazón de la incertidumbre, solo la verdad y la claridad pueden garantizar el éxito.
Dicho esto, algo se encendió en el espíritu de la ninfa, quien con una voz resonante y decidida diría a quienes le acompañaban.
—Haremos la ceremonia.
—¿Qué te ha convenido, oh valiente Náyade? —solicitaría saber el sabio.
Las imágenes que durante años habían acechado la mente de Náyade en la quietud de la noche regresaron con una claridad y vividez apabullantes, como un torrente de recuerdos ancestrales despertados por el eco de voces olvidadas. La conversación compartida con Ireneo, y la sabiduría desvelada por el anciano sabio, habían creado el escenario perfecto para que ella actuara. En aquel instante, Náyade sintió que el destino se entretejía a su alrededor, dibujando con hilos de oro un tapiz de propósito ineludible.
—Las visiones que usted me ha concedido en los sueños y la claridad traída por nuestras palabras —declaró ella, su voz resonando como un canto antiguo en el vasto salón—
—Debemos rehacer todo lo que hemos hecho hasta ahora. He de reunir a aquellos que puedan cumplir con estas condiciones sagradas y proceder sin demora—añadió el joven de cabellos dorados.
Justo cuando ambos se dirigían al sabio para dedicarle unas últimas palabras en agradecimiento por la orientación recibida, se dieron cuenta de que habían vuelto a ser solo dos. En un abrir y cerrar de ojos, el poderoso anciano había desaparecido.
La sala, que apenas unos momentos antes parecía vibrar con su presencia, ahora se sentía vacía, como si su esencia hubiera sido un sueño efímero.
Las próximas horas se tornaron cruciales, se delinearon como momentos de destino en la senda de Náyade y Ireneo. La preparación de la ceremonia, cargada de significado y promesas, exigía la confección de una lista en la que solo los más transparentes de El Faro de Alejandría hallaran lugar. La sinceridad que la ninfa había compartido con sus allegados transformó la naturaleza de sus relaciones, mientras que Ireneo, con su presencia firme en el reino y el conocimiento profundo de los vínculos tejidos durante años, ofrecía un alcance envidiable en la búsqueda de la confianza.
La lista de candidatos se erigió como una prueba de pureza, un desafío épico para identificar a aquellos verdaderamente dispuestos a colaborar.
Bajo un sol radiante que iluminaba las aguas con destellos de esperanza, Náyade e Ireneo recorrieron el reino, evaluando la fidelidad de los hijos del océano. La atmósfera vibraba con una tensión palpable, cada encuentro y cada palabra pesaban como joyas en la balanza de la ceremonia que se avecinaba. Gran cantidad de los reportados demostraron su apoyo, pero también importante fue la cifra de aquellos que dieron un paso al costado, manifestando una evidente negativa hacía aquella a la que una minoría apodó Watland.
Entrada la madrugada, Náyade descendió hacia el templo situado en las profundidades del océano, llevando consigo la esperanza y la fe de que los individuos necesarios se presentarían para concretar exitosamente la ceremonia. El ambiente, cargado de misterio y expectación, reflejaba el tumulto interno que sacudía su espíritu. Las sombras danzaban en las paredes de coral, susurrando secretos antiguos que solo el mar conocía.
El nerviosismo se hacía evidente en la inquietud de sus manos, que temblaban levemente mientras avanzaba. Cada paso resonaba en la vasta caverna, eco de su ansiedad y de las innumerables preocupaciones que la asediaban. Temía que muchos, asaltados por el arrepentimiento, no aparecerían a la hora señalada. Los riesgos eran palpables, una presencia casi tangible que se cernía sobre todos los presentes. Las corrientes traían consigo murmullos de advertencia, recordándole a cada instante el peligro que acechaba en las profundidades.
Para aquellos de mayor experiencia en las aguas, el peligro era un viejo conocido, un adversario que habían enfrentado innumerables veces. Sin embargo, esta noche, el riesgo parecía más real, más cercano. Náyade sabía que tanto ella como los valientes que se atrevieran a participar debían aceptar el desafío y asumir el peligro al que se exponían. Sus corazones latían al unísono con el pulso del océano, una melodía de valentía y sacrificio que resonaba en el templo subacuático
La ninfa, con la majestuosidad de una reina antigua, se preparó para convocar a los elegidos. Su figura, iluminada por la luz tenue que se filtraba a través de las ventanas de cristal, parecía la encarnación de un sueño olvidado, una visión de esperanza en un mundo de sombras.
—Hoy, en el corazón del océano, invocamos las fuerzas ancestrales que nos guían. Que nuestras almas se unan en pureza y verdad, y que el poder de nuestras convicciones ilumine el camino. Con valentía y sacrificio, sellaremos nuestro destino. —sin previo aviso, pronunció al océano la lengua que solo él y solo los antiguos gobernantes comprenderían. —
Mientras se movía, sus movimientos eran gráciles y decididos, como si danzara al ritmo de una música que solo ella podía escuchar. Estaba lista para enfrentar cualquier desafío, dispuesta a asegurar que la ceremonia se realizara en su divina perfección, tal como los dioses y las antiguas profecías lo habían destinado. El aire se llenó de murmullos y susurros, y en cada rincón del salón, la determinación de Náyade se reflejaba en los rostros de aquellos que la rodeaban. En la sala aún era percibidle una energía palpable, densa como una bruma mágica que envolvía a cada ser presente.
Siluetas lejanas comenzaron a dibujarse en las paredes, conforme avanzaba el cántico de las aguas, revelando a Náyade su identidad. Sintiendo el poder de los antiguos fluir a través de ella, se dejó llevar por el ritual y cerró los ojos, confiando en que quienes hubieran accedido a participar lo habrían hecho de buena fe. Afortunadamente, Ireneo había logrado lo imposible: los vencedores de los clanes que habían participado en la primera era de Alexandria, aquellos que habían sobrevivido a la segunda ola, respondieron al llamado. Entre ellos, además, se encontraba Thaís Elden, quien se sumó a la comisión en cuanto supo que el beneficio de la ceremonia restauraría la memoria de su amiga de infancia. La de cabellera rubia, estaba decidida a no dejar que ninguna sombra oscureciera el propósito divino que les sería revelado.
Cada hijo del océano tomó su lugar entre las majestuosas columnas de la sala, formando un círculo sagrado alrededor de Náyade, que se mantenía erguida en el centro con una determinación resplandeciente. Los representantes de las diversas especies marinas invocaron el poder de sus ancestrales linajes; con movimientos precisos y palabras enigmáticas, un fulgor celestial brotó de sus manos, dirigiéndose hacia Náyade. La ninfa, con un gesto solemne y sereno, extendió sus brazos para recibir la convergencia de energías. Al instante en que el poder la tocó, su cuerpo comenzó a elevarse, flotando majestuosamente en el aire mientras entraba en un trance profundo.
La atmósfera se llenó de una vibración antigua y poderosa, una sinfonía de magia que resonaba con los ecos de los primeros tiempos. Los destellos de luz se intensificaron, iluminando el recinto con un brillo etéreo.
—Recuerda, Náyade—susurró Ireneo, su voz un ancla en medio de la tormenta de recuerdos. —La verdad está oculta en las profundidades de tu mente. Deja que aflore. —
Las imágenes se hicieron más vívidas y coherentes. Náyade vio a una figura conocida, alguien de su pasado, realizando el ritual de bloqueo. El rostro se volvió hacia ella, y un escalofrío recorrió su cuerpo al reconocer a la persona que había traicionado su confianza.
De manera instantánea, los ojos de Náyade se abrieron, aterrados por la información que acababa de recibir. Perdió todo equilibrio, y su cuerpo, que solía flotar graciosamente en el agua, cayó al fondo con un impacto sordo. El agua que cubría por completo el templo comenzó a descender rápidamente, como si una fuerza invisible la succionara. Los participantes del ritual, que instantes antes habían sido figuras vibrantes de energía, comenzaron a adquirir una tonalidad grisácea, sus formas volviéndose rígidas y pétreas, como si se hubieran transformado en estatuas de piedra.
Completamente aterrada, la ninfa se apresuró hacia Ireneo, luego hacia Thaís, y finalmente hacia los demás que formaban el círculo sagrado. Pero en lugar de encontrar la chispa de la vida en sus ojos, no halló otra cosa que la fría dureza de la roca. Desesperación y pánico se apoderaron de ella mientras corría de una figura a otra, cada una inerte y sin alma. En un abrir y cerrar de ojos, el majestuoso océano y el templo sumergido se habían convertido en ruinas. A su alrededor, todo adquirió una forma diferente; los corales y las algas dieron paso a un paisaje árido y desconocido.
De repente, se dio cuenta de que ahora estaba en tierra firme. El templo submarino, con sus glorias y misterios, había sido reemplazado por un escenario desolado. Náyade se encontraba sola, rodeada de figuras petrificadas, en un mundo que ya no reconocía. El peso de la tragedia y la confusión la abrumaba, mientras el aire seco y polvoriento de este nuevo entorno le robaba el aliento.
Las respuestas comenzaron a fluir con una claridad dolorosa.
Náyade, sufriendo de la falta de aire y de la impotencia de la soledad, comenzó a observar a su alrededor con ojos desorbitados. En la lejanía, divisó el oleaje de la costa, sus ondulaciones prometiendo un refugio conocido y, de cierta forma, tranquilizador. En la dirección contraria, el habitado reino de los humanos se alzaba con su bullicio y movimiento, un contraste cruel con la quietud que la rodeaba. Pero a solo metros de distancia, encontró el motivo de su rabia: una figura delicada, de cabellera rizada, petrificada frente a una roca.
La emocionalidad de la ninfa se desbordó, y sin pensarlo dos veces, se abalanzó sobre aquel individuo con una furia desatada. La figura, inmóvil y fría, parecía burlarse de su sufrimiento, un recordatorio constante de la traición y el desastre que le habían arruinado la vida. Las lágrimas mezcladas con su ira cayeron sobre la piedra, y su corazón, tan lleno de dolor y desesperanza, latía con la fuerza de mil tormentas. En ese momento, Náyade comprendió que su venganza y su redención estaban entrelazadas en un destino inescapable, uno que ella debía enfrentar sola en un mundo que se había vuelto completamente ajeno y hostil.
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