II. Un castigo en el olvido

La oscuridad que trae consigo el manto de la noche, parece ser aún más tenebrosa aquella noche en qué un joven recorre las calles vacías de la mano de una pequeña niña, dirigiéndose a paso presuroso a aquel castillo que apenas se divisa tras la espesa niebla. Los pasos de ambos resuenan con fuerza, fracasando en silenciar los gritos de agonía que se escuchan a lo lejos.

Sin previo aviso, y cómo si de un alma en pena se tratase, un hombre de tez oscura y cabellera blanca aparece en su visión; aquel anciano permanece sentado en un escalón de lo que Adam supone es su hogar, contemplando con asombro las estrellas del firmamento.

-Cuando era joven conocí a una mujer maravillosa, -relata el hombre al verles acercarse, la pequeña Kat se acerca a escuchar; con una sonrisa apagada, el hombre continúa, -jamás entendí lo importante que era hasta que ellos llegaron.

Adam comprendió inmediatamente a lo que aquel hombre se refería.

-Mi Margaret fue una de las primeras enviadas a la Guerra Dormida, -un instante de silencio parecía necesario antes de aventurarse a contar sus memorias a desconocidos viajeros, -todos esperábamos que un sacrificio apaciguará a aquello dioses caídos del cielo. Oh, muchacho, cuan grande fue nuestro error que, sin intención alguna, entregamos a aquellos seres la mayor arma que podían recibir.

-Las memorias. -concluye Adam, tomando asiento junto al hombre.

-Así como dices, chico, no sabes la fortuna que tuve y de la cuál ahora temo tendrá fin. -con tristeza reflejada en sus ojos, suspira y vuelve la vista hacia el joven frente a él. -Lo mejor que te puede suceder en esta vida, es simplemente que ames y seas correspondido. No has de olvidarlo.

Sin saber que decir, Adam asiente con la cabeza con cierta incomodidad; desde que salió de la casa en qué sus padres murieron, no pudo dejar de sentirse observado por algo.

—Esta es mi última noche, —atrae la atención del joven al colocar su mano sobre su pierna, —no sé quién eres, pero quisiera que cumplas mi último sueño jovencito.

Con su mano temblorosa, el anciano saca, del bolsillo del pantalón, un delicado collar con una piedra negra tallada en forma de venado. Toma la mano del chico, confiando a aquel desconocido su más preciado tesoro.

—Muchacho, si consigues llegar más allá de las murallas que la naturaleza ha impuesto con esos árboles, lleva contigo lo última muestra de que la humanidad existió antes del fin.

Sin esperar una respuesta, el rostro del hombre se distorsiona en una mueca de horror viendo tras Adam; el chico toma la mano de aquella pequeña antes de salir corriendo, no sin antes volver la vista hacia aquella silueta que, nuevamente, agita su inmaterial mano.

Una extraña sensación de reconocimiento llena a Adam; si es curiosidad o un macabro presentimiento, solo la llega del amanecer lo dirá, pues con los rayos del sol aquella extraña silueta desaparece, dejando el cuerpo inmóvil y sonriente del hombre amante.

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