La Fría Realidad

1 de enero de 2062


Estaba amaneciendo —si es que podía denominarse amanecer a lo que estaba ocurriendo. El sol no había llegado a esconderse tras el horizonte. Ese limbo, a esa inconclusa transición entre el día y la noche, donde la luz era tenue —lo suficiente para que no fueran necesarias más que unas pocas lámparas encendidas—, evitando que la oscuridad los cubriese. Durante sus primeros días en la Antártida ante aquel fenómeno había sido extraño. Los siguientes, una curiosidad. Y, al final, se convirtió en una costumbre. «Otro suceso sin importancia», pensó Hayder.

No obstante, los meses de invierno eran totalmente distintos. Los días permanecían en una prolongada penumbra y la luz del sol era una gran desconocida. Su primer invierno austral fue duro. Terrorífico, incluso. Por fortuna, todos sus miedos quedaron en su cabeza.

Se levantó de la cama. Iluminó la pantalla del despertador integrado en su almohada y gozoso halló que eran las seis y media de la mañana. Tenía un luminoso día por delante. Miró a su derecha y se encontró con aquella valiente mujer con la que había compartido tanto: Lara. Habían roto y después, gracias a los curiosos giros del destino, habían retomado su relación. Por eso Hayder quería hacerle un sabroso desayuno compuesto de medialunas recién horneadas y un café con leche bien humeante.

«Domingo, 1 de enero de 2062», leyó de su almohada. En un mes y un día harían dos años desde que volvieron a ser pareja —que bien podría sumarse a sus cuatro años y cinco meses del ciclo anterior— y quería ir preparando el camino con mimos y muchos detalles para lograr el sí quiero de Lara.

Se forzó a no pensar en la actual efeméride. «El día en el que nos convertimos en una raza desechable». ¿Cuántas vidas habían sido abusadas, esclavizadas y destrozadas por una mentira interplanetaria?

Hayder sacudió la cabeza. Abrigado de pies a cabeza —agradeciendo que era verano— salió, dejando su habitación en la bien acondicionada vivienda que les habían asignado. El bajo sol lo recibió por el este, pero lo que impresionaba a Hayder era ver las más de sesenta construcciones de paredes anaranjadas y techos negros que se repartían por el suelo de roca sólida, de un tono gris oscuro, en contraste con algunas zonas nevadas. La Base Antártica Esperanza —otrora estación científica— era el asilo de más de medio millar de refugiados de varias de las naciones afectadas por la guerra.

No quiso amargarse el día rememorando tales calamitosos acontecimientos, por lo que se encaminó hacia la panadería, al lado de la escuela, mientras tarareaba una canción del grupo de folk argentino —éxito de su época— FlashKlore. Del folklore ya se había hecho de todo, pero ese grupo, había fusionado música electrónica, violines y percusión para generar un gran número de éxitos que habían saturado las radios, programas y reproductores por más de una década. «¿Qué habrá sido de ellos? —pensó Hayder—. ¿Estarán al servicio de Prar? ¿O habrán muerto? —Era imposible apartar de su cabeza la invasión—. Posiblemente se habrán convertido en betas».

El día resultaba ser de los más cálidos. La temperatura alcanzaba unos cinco grados bajo cero, pero se estimaba que llegarían a los dos grados a medio día; aunque para la tarde volverían a los cero grados y descenderían al mínimo de seis grados bajo cero para las doce de la noche. También a eso se había acostumbrado. «Yo siempre fui hombre de calor», se lamentó.

Una vaharada de calor lo recibió al abrir la puerta de la panadería. Se adentró en la cocina, mientras empezaba a quitarse capas cual cebolla. Guido, el panadero, se encontraba metiendo las bandejas con la masa cruda en el horno. «Nuestro sabroso pan del día».

—Buenos días, Guido —saludó Hayder.

El bueno de Guido Scheidegger, originario de la provincia de Misiones, era un hombre de cuarenta años y nieto de austríacos que llevaba más de una década trabajando como panadero en la base, fue uno de los primeros que lo recibió cuando el grupo de Hayder llegó del continente.

—¡Hay! No me acordaba de que venías...

—Mejor di que no me esperabas —comentó Hayder, recibiendo una risa socarrona.

—Pensé que desactivarías el despertador y dormirías hasta que la noche llegara.

—Bien podría hacerlo. Estoy que no paro y no tengo la sensación de descansar.

—La edad no perdona, amigo mío. Bueno, ¿qué celebramos hoy? —preguntó pícaro.

—Nada todavía, pero tengo que allanar el camino —informó, mientras recibía una sonrisa y un guiño por parte de Guido—. ¿Cómo está tú señora?

—¿Greta? Pesada como siempre y es de esperar por el embarazo. Estamos ya en el sexto mes y no veo el momento de que dé a luz. Aunque no sé si va a mejorar mucho después...

—¡Sexto mes ya! ¿Tenéis pensado algún nombre para la nena? —preguntó Hayder.

Si alguna vez había tenido una imagen estereotipada de una alemana —como una mujer corpulenta, ancha de hombros, de rubios cabellos recogidos en dos trenzas, ojos azules y piel blanca—, Greta resultaba toda una sorpresa debido a su piel aceitunada y cabellos negros de origen árabe, como el propio Hayder. Su verdadero nombre era Zulema, pero a Guido le había dado por llamarla Greta desde que la había conocido y, desde entonces, ese nombre se había extendido a familiares y conocidos.

—Zulema.

—¡Qué cabrón! —exclamó y profirió una sonora carcajada.

Hayder pasó al otro lado del mostrador donde estaban las medialunas ya hechas sobre una bandeja aceitada, en espera de ser horneadas.

—Se suponía que lo iba a hacer yo...

—Aprecio mucho a Lara como para que la envenenes. Otro día te enseño los secretos de la masa confitera alemana. Mientras tanto, vamos a evitar a darle al doctor Moreira una nueva intoxicada. Además, tendrías que haberte levantado más temprano. Lara es madrugadora y no podrías haber tenido las medialunas listas en la vida.

Con una fingida mirada de odio, Hayder se lavó las manos y trató de asistirlo.

—No las metas en el horno todavía —avisó Guido, cuando vio a Hayder hacer el amago—. Estás muy ansioso y me molestas más que ayudas. No te ofendas. Date una vuelta y vuelve en un rato. Así las horneamos y preparas el café.

—Joder. Si lo llego a saber hubiera dormido un rato más.

—O un poco menos —replicó Guido, mientras se encogía de hombros y proseguía con sus labores.

De vuelta al exterior, pensó en ir a la emisora de radio. Quería comprobar si Alejandro había captado alguna señal proveniente del continente. Tenía que asegurarse de que la base seguía siendo un lugar seguro. Aunque, era muy poco probable que captaran nada importante.

Caminados casi un centenar de fríos metros cuesta arriba, llegó al pequeño edificio anaranjado con una gran antena parabólica a su vera.

Los goznes de la puerta rechinaron al abrirse. Para su sorpresa no estaba Alejandro, sino Cielo, dormitando con la cabeza sobre sus brazos apoyados en la mesa en la que descansaba el receptor. «¿Qué hace aquí?», pensó intrigado.

—¿Cielo? —la llamó mientras le tocaba el hombro con delicadeza—. Te quedaste dormida.

—¡Hayder! —exclamó asustada, incorporándose de un salto y llevando su mano a su cintura para asir nada más que aire.

—¡Ey, ey, que no te voy a hacer nada! —avisó, dando varios pasos atrás, levantando las manos.

No dijo nada, ni se disculpó. Se sentó de nuevo y miró al receptor, con una clara expresión de furia.

Hayder se quitó su abrigo, sin perder de vista a Cielo. Cuando pasó el susto, admiró cómo una persona podía cambiar tanto en un par de años. No era más la adolescente delgadita de pelo corto y rojizo de antes. Al no teñirse más, el cabello tenía su tono castaño claro natural, que le caía por debajo de los hombros, su piel era tan blanca como siempre, pero sus ojos azules eran arrebatadores. «Como el color del cielo —pensó Hayder. Ya era una mujer. Estaba plenamente desarrollada y en forma—. Me recuerda a alguien, pero no caigo en quién».

—¿Qué haces en pie tan pronto?

—No podía dormir y vine a escuchar la radio —respondió. El tono hostil seguía presente.

—¿Esperas noticias del continente?

—Una señal. Eso espero.

—¿Cómo que una señal?

—Para irme de aquí.

—¿Por qué querrías irte de la base?

La pregunta hizo que Cielo lo atravesase con la mirada. Hayder percibió que aquel no era un buen día para ella. De hecho, de los peores que recordaba y lo trasladaban a las jornadas sucesivas tras escapar del GEMLab de Quilmes.

Cielo se levantó de la silla y caminó por la habitación. En ese momento llevaba una camiseta de mangas largas bien ajustada a su figura de color negro y unos pantalones militares que proporcionaban un buen abrigo ante el inclemente frío de la Antártida.

—¿Te gusta lo que miras?

—¿Qué te pasa, Cielo?

—Tus ojos de hombre, eso pasa. La misma sucia mirada de aquel malnacido en...

—No te voy a permitir que me compares con él —cortó Hayder, apretando los dientes por el enojo.

—¿Acaso no me miras las tetas, el coño y el culo, maravillado por la hermosa mujer en la que me he convertido?

—Jamás te podría ver de esa forma. Es obvio que te has desarrollado mucho más que cuando te encontré, pero yo... ¡No puedo creer que esté teniendo esta conversación contigo! ¡Eres como mi hermana pequeña!

—Claro... Todos decís lo mismo.

—¿Te pasó algo, Cielo? ¿Alguien te...?

—¡Sabes bien que nadie en esta base puede tocarme un pelo sin que lo destroce! —exclamó, logrando un asentimiento de Hayder, atemorizado por la agresividad de Cielo.

—Te pido perdón si te hice sentir incómoda. No sé cómo ayudar en estas situaciones. Trato de evitar los problemas, pero sólo dejo que crezcan más, hasta que ya no puedo escapar de ellos —confesó, mirándola a los ojos—. Quiero dejar todo lo que pasó hace dos años atrás. Aprovechar esta segunda oportunidad que nos dio la vida para que podamos sobrevivir y prosperar.

—Esto no es una segunda oportunidad, esto es vivir con miedo. Yo no aguanto más.

—Si es por ir al continente, sabes que no podemos hacerlo más que cada tres meses. Nos separa mucha distancia y siempre existe la posibilidad de que no haya combustible para la vuelta o que nos descubran o mil problemas más.

—No es eso. Esos viajes... es ir a comprar a un supermercado. Yo me refiero a algo más. A lo que empezamos en el GEMLab de Quilmes.

—Ya hemos hablado de eso, Cielo. No empezamos nada; lo terminamos. Al menos por nuestra parte.

Hayder no podía olvidar cómo había concluido aquel capítulo. Él había perdido sus genes emdis. Ya no era un Jettermaet. Un guerrero poderoso e indómito, heredero de una corona marciana. Volvía a ser el desastroso hombre que siempre había sido. Carne de cañón. Alimento de alfas o betas. Lo único que le alegraba era poder estar allí, en paz y sin tener que mirar a su espalda continuamente. Cielo le había quitado todo lo que él podría haber sido y hecho.

—A diferencia de Lara, Explorer y Giorgio, sólo somos una carga. No hay nada especial en nosotros. No podemos vivir en el pasado. Tenemos que agradecer estar vivos. Le hemos dado esperanza y seguridad a tanta gente...

—Te equivocas —cortó Cielo—. Durante por el continente, hacia la base, me viste de lo que soy capaz.

—Ya no te acuerdas de que escapamos por los pelos de Ushuaia. Que nada más que viste esta tierra, te tiraste sobre ella y lloraste consolada. Eso sí que era vivir con miedo a morir en cualquier minuto, sin saber si sería en ese instante en el que un emdi o las jodidas cohortes de Prar nos matarían. No sólo son alfas, betas o gammas los que nos tienen que preocupar. Ahora tienen ejércitos de sigmas. ¿Te olvidaste de eso?

—Algún día vendrán a por nosotros. En la guerra una persona puede suponer la diferencia entre la victoria o la derrota.

—¿Y tú eres esa persona, Cielo? —La pregunta sonó más hiriente de lo que pretendía.

—No tengo ni idea. Pero mientras estamos aquí esperando a Dios sabe qué, seguirá muriendo gente. Cientos o miles de ellos por día. Hemos recibido varias llamadas de radio pidiendo ayuda. De gente rogando por sus vidas para que alguien los rescate. ¿Sabes cuántas mujeres pueden estar pasando lo mismo que yo? —preguntó, mientras una lágrima caía por sus blancas mejillas, sonrosadas por el frío—. ¡Pero a nadie le importa! Ni ellas, ni nadie. Porque estamos viviendo el sueño, ¿no? ¡Qué les den a todos! Yo ya tengo mi cama, mi comida caliente y un rol en la base...

—Estás siendo un injusta...

—No, no lo estoy siendo. Lo que sí he sido es indolente bastante tiempo a la realidad que me rodea. No puedo dejar que eso le ocurra a nadie más.

—Lo sé, pero lo que escuchas por radio, puede ser una trampa de Prar para encontrar y matar rebeldes.

—Hoy es mi cumpleaños.

—¿Qué? —preguntó Hayder, confuso por ese cambio brusco de tema—. ¡No me acordé! Lo siento. Feliz cumpleaños... supongo.

—Mis dieciocho. En un mundo normal, podría comprar alcohol, tabaco, entrar a discotecas..., pero ¿qué coño importa los años que cumpla mientras sigamos aquí? —preguntó retóricamente—. Mis padres no están para festejar conmigo. ¡Y todavía no entiendo cómo ellos podían saber todo lo que iba a pasar y no hacer nada!

—¿Piensas que ellos querrían que murieras por culpa de una estúpida conspiración?

—Yo iba a suicidarme después de matar a tu exsuegro.

De nuevo Hayder se quedó congelado por las palabras de Cielo. La había visto asomarse al precipicio, pero jamás hubiera pensado que estaría dispuesta a tirarse por él.

—No entiendes lo que es tener una vida de mierda como la mía —prosiguió, con la mirada perdida por la sala—. Lo he ido perdiendo todo, paso a paso. Lo único que me queda es hacer justicia por los que sufren. Dejamos algo inacabado en Quilmes, te guste o no. Y, hasta que no lo terminemos, no estaremos tranquilos. Al menos, yo no lo estaré.

—Te entiendo, Cielo. Yo también perdí a mi padre cuando era muy chico. Después... Bueno. No quiero comenzar una discusión de este estilo. Sólo quiero hacerte recapacitar un poco. Nosotros no podemos hacer nada para frenar algo que ni iniciamos. Por suerte o por desgracia, esto no lo puede cambiar una persona. Ni cientos, ni miles. Son millones de marcianos los que están por todo el mundo peleando por ese estúpido concepto de que una guerra los hará más fuertes —recordó Hayder, un poco abrumado—. No hay escenario en el que podamos enfrentarlos y ganar. Tan sólo podemos ser responsables con la gente que depende de nosotros.

—¿Qué harás el día que se presenten aquí? Porque, eventualmente, nos encontrarán.

—Los esperaremos preparados.

—Yo no. Tú —espetó Cielo.

Avanzó hacia el perchero y se cubrió con su grueso anorak y un gorro de lana cubriendo su cabello y sus orejas.

—¿Qué piensas hacer? ¿Irte de aquí?

—Hace dos años que estoy muriendo. Necesito que esto se acabe.

Tras esa agónica respuesta, Cielo se marchó dando un portazo. Hayder se sentó en la silla frente a la radio. Había perdido ya el calor de la joven. Miró al techo frustrado, sabiendo que, muy en el fondo, ella tenía razón. Los sucesos en el GEMLab lo habían cambiado todo. Uno de los velos de mentiras había caído presentando a unos nuevos participantes de aquel apocalipsis: los shaaklei. «Sólo espero que eso haya sido una fantasía».

***

Explorer se levantó de su camastro. Miró al techo de concreto con una simple bombilla y cerca de ella varios conductos de calefacción. Sareen seguía en sus pensamientos tanto como si la hubiera visto el día anterior. Sus sentimientos no se habían enfriado con el paso de los meses, sino que se habían fortalecido.

Había sido algo súbito. No había podido controlarlo. En un momento estaba entregado en cuerpo y alma a Lara, y al siguiente, Sareen era la dueña de su voluntad.

—¿Está programado en mis genes? —se preguntó, en voz alta.

Suspiró y, tras vestirse, salió de su habitación y dejó el edificio. Recorrió el camino hasta llegar a la orilla terrosa de la base. Se dejó caer allí y miró hacia el mar profundo. Algún día tendría que cruzarlo, pero no sería para buscar comida. Regresaría al continente para buscar a Sareen. Era una necesidad ineludible. No podía negar su realidad: él era un hombre de Rahkasem.

Las líneas, otrora tan definidas, se estaban difuminando. No estaba tan claro que, en un probable enfrentamiento entre Sareen y Lara, saliera a defender a esta última. Su llamado le obligaba a actuar. No traicionaría al grupo —o al menos eso esperaba. Lo que sí no podía evitar era dejar su retiro y buscar a su reina. «No puedo fallarle. ¡No lo haré!», pensó sin saber realmente a cuál de esas dos mujeres se refería. Por eso, tenía que marcharse antes que fuera demasiado tarde. Algo había cambiado.

—Diego. ¿Ya estás despierto?

Nicolás Giorgianni avanzaba hacia él preocupado. Ellos eran hombres de acción y no llevaban bien esa tensa calma que los había sorprendido desde que recalaron en la base. No estaban programados para eso.

—Siempre lo estoy a esta hora. Sólo que no salgo para no pasar frío.

—Nunca me acostumbraré a él —acotó Giorgio—. Creo que necesito dispararle a algo o me volveré loco.

Diego sonrió con amargura.

—Todavía falta para una nueva incursión.

—Ya. Pero tengo un malestar que me persigue desde hace varios días.

Diego sabía de lo que hablaba. Él tenía esa misma sensación. «¿Qué podría sentir si no?». Desamparo, desorientación. Estaba lejos de su reina, de su pueblo. Una nación enemiga los separaba. Millones de peligros que amenazaban su deseo de servir y su necesidad de adorar.

—Te pasa lo mismo, ¿no? —insistió Giorgio—. Hace tiempo que te veo más serio de lo habitual.

—Perdona, Nico, pero no tengo muchas ganas dehablar del tema —expresó con tono cansado, mientras se ponía en pie—. Sólo tepuedo decir que esto acabará algún día. No podremos escondernos de la muertemucho tiempo más.

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