Capítulo XXXV: La mansión
Inkla
Recupero mi estabilidad.
De pronto, soy consciente de mi atuendo. Me miro hacia abajo. No recuerdo el momento en que mi improvisada vestimenta de ramas se convirtió en una blusa blanca de cuello alto y mangas largas hasta los codos, una falda floreada que marca mi cintura y cae amplia como suelta llegando hasta mis pies los cuales están abrigados con calcetines y unos zapatos planos. Voy hacia el tocador blanco de un solo espejo en forma de ovalo que está a mi derecha. Me siento en la silla de patas doradas sin respaldar que tiene un cojín rosa.
Mi rostro.
No cambié. Esta soy yo. Me veo limpia. Mi cabello rojizo está recogido. Entonces, recuerdo. Recuerdo a quién se acoplan mis rasgos genéticos.
Papá.
Aunque me gustaría quedarme más y comprender todo. Sé que estoy de paso. Así me dispongo a salir de la habitación. Bajo las escaleras.
—¿Mamá? —digo, doblando a mi izquierda para ver la mesa lista con la vajilla, resaltando el cesto con unos cuantos panes en el centro.
Rodeo la mesa para ver en la puerta continua a mamá de espaldas en el fogón.
—¿Mamá? —susurro.
Ella voltea.
Ella está sostiene una sopera de sus agarraderas.
Me sonríe.
Siento el tiempo paralizarse para dejarme contemplarla. El tono de piel difiere del mío, porque es más oscuro. Su cabellera totalmente negra, aunque la tenga recogida, sé que es muy larga. Sus ojos oscuros y su rostro recordando su origen nativo.
Es aquí donde recuerdo que papá la protege.
Ella no sale de aquí por su seguridad.
Ella lo ama tanto que adoptó su estilo de vida.
Ella está condenada a estar encerrada aquí, porque huyó con papá.
La gente juzga.
Sé que sus ojos me observan con felicidad, porque yo me parezco más a papá y es por ello que concluye que no sufriré.
Que lejos de estar segura de eso, mamá.
—Sí... —susurran detrás de mí—. Tienes razón.
Mi piel se eriza.
En un parpadeo todo se nubla. Ya no veo a mamá. Ni siquiera estoy segura que me encuentre en casa.
Volteo.
Una densa niebla lo cubre todo.
—Hilandera, ¿eres tú? —suelto.
—Soy hilandera, pero no la que te visitó antes. —Su voz se envuelve en susurros hipnóticos.
Ella se materializa a unos pasos cerca de a mí; los suficientes para no tocarla, los suficientes para no alcanzarlas si decido ir tras de ella.
Resalta la misma vestimenta que la anterior hilandera, pero con la excepción del color. Este es rojo. La corona es la misma. El rostro lo percibo casi igual, pero recalco su cabellera larga que en vez de rubia es negra.
—Por favor, déjame ver a mamá por última vez —suplico, mirando vanamente a mi alrededor.
Todo sigue nublado.
—No.
—Por favor —ruego.
—No viniste a hacer visitas —Alza su voz—. Viniste a conectar recuerdos y averiguar qué te pasó.
Me recuerda mi condena.
No puedo protestar sobre aquello.
Me resigno.
—¿Cuál es el siguiente lugar? —indago.
—La mansión. —Vuelve su voz hipnótica.
—¿La mansión? —Me siento confundida.
—Sí, el lugar donde lo viste por primera vez —dice, pero no necesita decir a quién vi por primera vez, porque sé a quién se refiere—. Solo recuerda cómo es que llegaste a ese lugar.
No me da oportunidad. Ella se esfuma.
Solo recuerda, me repito una y otra vez.
Recuerda...
Siento un hormigueo en las palmas de mis manos.
Lo conecto.
Las escenas vienen a mí, y no de manera mental. Las escenas se reflejan en la niebla formado un tornado y yo estando en el ojo de este.
Está todo listo en la mesa. Papá llega con su bata de doctor. El médico del pueblo. Ahora recuerdo que mamá dijo que se enamoró de él por ser un sanador. Su gran porte, su piel pálida, su cabellera tan rubia, sus ojos son tan claros como un cielo despejado en pleno resplandecer. Eso me recuerdan a los míos.
Otra escena remplaza la primera; una donde hemos terminado la segunda comida y papá extiende a mi madre un sobre dorado. Sí, la recuerdo. Justo ahí mamá me sonríe de una forma diferente que no logré identificar en su momento, pero ahora ya sé. Ella me sonríe con preocupación. La invitación es para la bienvenida de los nuevos habitantes del pueblo y a su vez presentación de su primogénito que busca casamiento.
Mamá persuade a mi padre de que no debería de asistir a un evento así, y menos sin estar preparada con la vestimenta adecuada para una ocasión así que extienden la invitación horas antes. Sin embargo, papá se excusa con decir que la invitación llevaba una semana en su consultorio en el pueblo, y que tiene todo listo para que yo pueda acudir. Él se levanta, sale de la cabaña y regresa con dos cajas blancas con cintillos.
Me veo emocionada, porque sé qué contienen.
Mi vestimenta.
El recuerdo se esfuma.
Llega otra escena.
Mamá y yo estamos en mi habitación. Estoy sentada, mirándome en el espejo del tocador ingenuamente emocionada, porque porto un vestido rosa pastel de cuello V discreto bordado de hilos dorados a juego con la transparencia de las mangas largas y la capa sobrepuesta de tul que tiene una caída libre desde la cintura. Mamá sonríe, mientras coloca una diadema con detalles de flores doradas y perlas para luego darle forma de ondas a las puntas de mi cabello que está suelto por primera vez.
Entonces, mamá me dice que papá irá conmigo, porque ella no podrá ir con nosotros y que él se justificará alegando que está indispuesta.
De repente, todo se esfuma.
Ya no hay ninguna escena.
El tornado desaparece.
Ya no hay niebla.
La oscuridad de la noche arropa el sitio. La luna alumbra mi camino y las estrellas me recuerdan que ya estuve aquí.
Estoy frente a la mansión de Asaf.
Papá toma mi brazo para entrenar de su compañía.
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