6. Huellas

6. Huellas.

Hacía mucho frío en aquella noche a finales de diciembre. Había estado nevando por horas y las montañas y bosques que rodeaban al pueblo se habían vestido de blanco.

A Nomi no le gustaba el invierno. Lo odiaba de hecho. Desde que siendo niña su madre y su hermano recién nacido murieron una noche dura, silenciosa y espectral donde el reflejo de la blanca luna hacía resplandecer la superficie nevada.

La noche cuando su padre, con los ojos rojos por el llanto y sus delgados brazos sosteniendo las figuras inertes de su mujer y su bebé, desapareció por completo. No físicamente, porque su cuerpo seguía presente deambulando de un lado a otro hasta que caía borracho en alguna esquina del poblado. Era su alma la que se había evaporado como el vaho que se desprende con cada aliento exhalado.

Cada vez que esa estación los alcanzaba, temía que ella o cualquiera de sus cuatro hermanos menores sucumbieran también en alguna de las inclementes noches donde las bajas temperaturas los helaba. Sólo vencían al frío que se colaba por las rendijas de su deplorable vivienda gracias a que los cinco dormían juntos en el mismo colchón, dándose calor mutuo debajo de unas lamentables mantas.

Había noches en las que deseaba simplemente, no volver a abrir los ojos. Dejarse llevar por un sueño cálido que la devolviera al pecho de su madre, cuando la vida, aunque humilde y esforzada, era plena.

Sacudió su cabeza escondida en la capucha de su abrigo buscando quitar esos pensamientos mientras dirigía sus pasos hacia su destino. Uno que le deba escalofríos sin importar la temperatura que hiciera a su alrededor. 

La taberna de Nagisa. 

Un horrible lugar donde los más lamentables, desgraciados y despreciables hombres se reunían para beber, apostar y pelear entre ellos.

Ella lo había presenciado desde que con doce años y sin madre, tenía que ir a rescatar a su perdido padre para que al menos durmiera en su casa y no fuera lanzado a la intemperie como un perro abandonado.

No importaba que hubieran pasado cinco años de rutina. Siempre se le revolvía el estómago cuando estaba por atravesar las puertas que engullían cualquiera atisbo de humanidad. Temía todo en ese lugar. Los gritos, el olor a sudor, humo y alcohol. Pero a lo que más temía eran los ojos que no se despegaban de ella en cuanto la veían caminando en busca de su padre, al cual siempre encontraba con la cabeza recostada sobre una mesa, con la botella de sake a su lado, lloriqueando de forma inentendible.

Cubierta lo mejor posible entre las capas de ropa para pasar desapercibida, buscó una vez más los restos apenas conscientes de su padre.

Sólo que se sorprendería de encontrarlo en el suelo con la espalda apoyada en la mugrosa pared, pidiendo a gritos clemencia ante un alto hombre, que lo miraba con desprecio. 

Nagisa. 

Le estaba reclamando algo.

A su alrededor, el resto de los ocupantes del lugar parecía ignorar lo que ocurría. Sabían que era lo más conveniente.

No soy un benefactor. Mi paciencia se agotó.

Te lo pagaré. Lo juro por mis hijos.

No jures por algo que evidentemente no tiene valor para ti, desperdicio de humano. Creo que hasta me agradecerán que me deshaga de ti, que no sirves para nada.

Nomi se congeló por un momento sin saber qué hacer hasta que su mirada conectó con la de su padre. Este abrió muy grande sus ojos, como si le sorprendiera verla. Y enseguida algo más atravesó el negro de su iris. ¿Miedo? Ella no comprendía por qué la miraba con miedo.

Entonces, lo entendió. Dejó de mirar a su padre cuando se percató que alguien más la observaba con intensidad. El mismo Nagisa. Parecía inspeccionarla de arriba abajo y una sonrisa cargada de lascivia dibujo su curtido rostro.

Era uno de los hombres más altos del pueblo, los cuales en su mayoría no superaban el metro sesenta y cinco. Él, con su metro ochenta se imponía. Era joven. No más de treinta años y era atractivo, aunque una gran cicatriz surcara una de sus mejillas, producto de un pleito años atrás, que resolvió acabando con la vida de su oponente después de que este le hubiera rajado la cara con una botella partida.

La rasposa voz del hombre la sobresaltó.

¿Pero qué tenemos aquí? ¿La pequeña Nomi? Ya no tan pequeña —dio unos pasos hasta ella y tomó uno de los mechones de su cabello negro y lacio, que se escapaba de su abrigo.

Ella lo rechazó y corrió hasta tomar a su padre del suelo.

Padre, ¿estás bien? Vengo a llevarte a casa.

Hija, no debiste venir. No hoy susurró entre dientes. No pudo evitar notar angustia en su tono.

¿De qué hablas? Debemos ir a casa. Preparé la cena.

No. Vete. Es mejor.

¿Sabes Umi? Creo que tengo la solución —su mirada se oscureció al clavarla en la joven—. Después de todo, si tú mueres, no recibiré mi paga. Y tu vida no vale tanto tampoco.

<<¿Morir?>> 

La niña no comprendía lo que estaba ocurriendo, pero la tensión en el cuerpo de su padre, al que tenía envuelto entre sus brazos, le hizo despertar todos sus sentidos. Nada bueno podía salir de eso.

Antes que pudiera reaccionar, la fuerte mano del dueño del establecimiento la aferró por su brazo, alejándola de su progenitor de un brusco movimiento. Acercó su boca a la de ella, que no pudo evitar arrugar su nariz al sentir su aliento rancio. Él carcajeó.

Querido Umi, puedes irte. La pequeña Nomi y yo arreglaremos la primera cuota de tu deuda.

Abrió muy grande sus ojos. Quiso escapar de su agarre, pero le resultó imposible. Se sacudía desesperadamente, pero era tan menuda y delgada que nada podía hacer para soltarse.

¡Déjeme! —Golpeaba con el pequeño puño de su mano libre el duro pecho de Nagisa, que sólo atinaba a seguir riendo—. Padre, ayúdame —imploraba con lágrimas en los ojos.

Lloraba y gritaba con desesperación. Nadie parecía oírla a pesar de la fuerza con la que suplicaba, lastimando su garganta. Hasta que la voz de su padre la enmudeció.

Si... yo... —mantenía la vista clavada en el suelo, como si allí pudiera encontrar la respuesta a su debate interno. Entre sus manos apretaba el borde inferior de su abrigo, retorciéndolo con ansiedad. Siguió hablando con la voz temblorosa—. ¿Perdonarás mi vida?

El alma se le fue al suelo cuando escuchó aquellas cobardes palabras. Su padre. El hombre que a pesar de todos sus defectos, de sus debilidades y errores, aún quería, la estaba entregando. ¡La entregaba! Él, que debía protegerla, la estaba destrozando con su abandono, para salvar su propia vida.

No pudo reaccionar y todas sus fuerzas desaparecieron. Ya no había tensión en ella y su cuerpo se había vuelto débil, incapaz de enfrentarse por su cuenta a lo que vendría. Y su corazón acababa de hacerse añicos. Lo que quedaba de él, acababa de ser destruido.

Es un trato, Umi.

Por... favor... no seas brusco con ella —suplicó patéticamente y una estruendosa risa fue la respuesta que recibió.

<<¿Eso era lo único que diría?>>.

Quería gritarle que era un cobarde. Que lo odiaba. Que su madre estaría decepcionada de él. Pero las palabras no salían de ella. Y antes que se diera cuenta, aquel que le había dado la vida, le mostraba ahora su espalda y ella era arrastrada a una pequeña habitación.

Parpadeó varias veces antes que las lágrimas corrieran por sus mejillas raudamente.

Se hallaba en lo que parecía un dormitorio con una cama cubierta por sábanas y pieles. Unos pocos muebles completaban el ambiente. Había una salamandra de hierro forjado encendida en un rincón que calentaba el lugar, volviéndolo asfixiante.

Quítate la ropa.

Nomi no dejaba de llorar en silencio. Negó con la cabeza y se aferró con fuerza de sus prendas, dando un paso hacia atrás.

Al parecer, eso sólo divirtió al hombre, que sin volver a repetirlo, la tomó de un brazo y la lanzó a la cama. Se abalanzó sobre ella, sosteniéndola boca arriba entre sus piernas fuertes. Sacó de su cintura una gran daga y antes que ella pudiera defenderse, le rajó sus ropas, dejándola desnuda por el frente.

Los gritos rebotaron entre las cuatro paredes. Trataba de sacudirse, pero no había caso. Su menudo cuerpo estaba atrapado.

Nagisa se quedó contemplando el cuerpo virgen de la adolescente con deseo. Sus redondos y pequeños senos se perdían entre sus manos mientras los magreaba y succionaba, mordía y lamía, alternando entre uno y otro. Una mano lo abofeteó, pero sólo sirvió para excitarlo más. Le devolvió con fuerza el golpe, dejándola lo suficientemente atontada para quitarle las botas y el pantalón, dejándola desnuda de la cintura para abajo.

Con una de sus manos, la sujetó de las muñecas llevándolas por encima de su cabeza. Con la que mantenía libre, liberó su miembro duro y erecto. Con una rodilla separó las delgadas piernas y buscó con sus dedos sin delicadeza los pliegues de la intimidad inexplorada para estimular su sexo.


Pataleaba con desesperación, pero no había oportunidad alguna para ella. Sintió cuando la embistió sin contemplaciones. Aullaba. Pero eso parecía encender más al hombre que aumentaba la velocidad de cada estocada, buscando más profundidad.

Las sacudidas se hicieron más violentas por lo que le pareció una eternidad hasta que se detuvo arqueando la espalda y un largo jadeo seguido de un gruñido se escaparon de la boca de Nagisa. Se había vaciado en la niña que había perdido en un día la inocencia y el cariño que quedaba hacia su padre.

Se sentía desgarrada, dolorida, sucia y húmeda. No sólo físicamente. Mantenía la mirada perdida en el techo. Su cuerpo no le respondía y su mente estaba hecha trizas. Completamente ida.

Cuando sintió la pérdida del calor del cuerpo del hombre, el llanto volvió a ella y creyó que se ahogaría con sus propias lágrimas. El pudor se apoderó de ella y se apresuró a cerrarse sus rasgadas prendas, apretándolas con sus puños. Buscó su pantalón y sus botas, que habían sido lanzados al suelo.

Puedes irte, niña. Cuando sea tiempo de la segunda cuota, nos volveremos a ver ­—le guiñó un ojo y Nomi sintió cómo las náuseas se apoderaban de ella. Su cuerpo comenzó a sacudirse—. Dulce Nomi, no tiembles. Verás que aprenderás a disfrutarlo —rio.

La puerta se abrió de golpe, sobresaltando a los dos ocupantes.

¡­Nagisa! Mori y los suyos volvieron del bosque y no creerás lo que cuentan. Han perdido la cabeza.

¿De qué hablas? —Respondía con evidente molestia mientras terminaba de acomodarse las ropas, ignorando la presencia de la adolescente.

Tienes que escucharlos. Están desencajados, diciendo que hay un demonio blanco [Shiroi Akuma] en las montañas. Una hermosa mujer, desnuda, sin sufrir del frío y que tiene poderes malignos.

Borrachos de mierda —masculló antes de salir, siguiendo al hombre que lo había abordado.


Nomi terminó de vestirse a las apuradas. Manteniendo la mano cerrada en sus ropas, abrió despacio la puerta, revisando la taberna antes de escapar.

No sería difícil ya que todos los clientes y los hombres que trabajan para Nagisa estaban absortos en el relato de los cazadores. Todo el lugar parecía estar en silencio, a la expectativa de la increíble historia.

Daba lentos y suaves pasos para alcanzar la puerta antes que alguien más se percatara de su presencia. Aun así, no pudo evitar escuchar retazos de la aventura. El temor se evidenciaba en el tono de voz del que había tomado la palabra.

Todavía con lágrimas mudas rodando por su rostro, salió a la calle e inspiró profundo el helado aire. Necesitaba purificar sus pulmones del aroma impregnado en ella. Un olor a hombre. Sudor. A sexo. Inhalaba y exhalaba, elevando su pecho reiteradas veces. Cada vez con más ansiedad. La misma ansiedad que terminó por dominarla, haciéndola salir corriendo en dirección a su casa. Sólo deseaba lavarse y esconderse en su colchón, perdida entre los cálidos cuerpos de sus hermanos. Esperaba no encontrarse con el inservible de su padre. El que había muerto para Nomi, enterrado junto a su madre.

Había quedado rota.

***

¿Están borrachos? 

El reproche era palpable. Cazar y alcohol no eran una buena combinación.

No! ¡Ya te lo hemos dicho!

Entonces se volvieron locos.

Vete a la mierda Nagisa —enseguida se dio cuenta del error que había cometido cuando los rasgos del aludido se hicieron duros—. Perdón. Yo... no quise... es que no sabes lo que hemos visto.

Repítelo una vez más ­—exigió ignorando el exabrupto anterior.

Habíamos atrapado a una osa y dos oseznos. Estaba por hacer el disparo cuando algo nos golpeó, lanzándonos por todo el espacio. Pero eso no evitó que hiriera al animal.

La mujer.

El demonio. Porque eso es lo que es. Nagisa, no hay duda. ¿Qué otra cosa podría ser? Una mujer blanca, desnuda y de ojos que brillaban como el oro fundido.

Entonces... —lo invitó a seguir moviendo su mano con impaciencia.

Se alzó delante de la osa, protegiéndola. Como si fuera su guardiana. La osa no le hizo daño.

¡Seguro que se debía a que lo dominaba con sus poderes! Como si la hipnotizara o la hubiera encantado —añadió, hablando por primera vez, el más joven del trío de cazadores.

¡No lo dudo! —aseveró Mori, que prosiguió con su relato. – Nos asustamos cuando sus ojos quisieron hacernos lo mismo.

¿Hacer lo mismo? —preguntó alguien desde atrás.

Hipnotizarnos, como a la osa.

O tal vez, ¡nos hubiera fulminado con el fuego de su mirada! —apostilló el tercero.

Eso no es sorprendente. Puede ser una domadora de osos.

Nagisa no se convencía todavía. Su lado racional buscaba darle sentido a lo que oía.

Todavía no llegamos a lo más increíble. —Sus palabras salían torpes y atropelladas—. Posó sus manos sobre la bestia y un brillo revivió a la osa. ¡La revivió! ¡Sólo un ser aliado con los poderes oscuros de la muerte podría hacer algo así! Luego vimos como tomó el cepo que atrapaba al animal y sin esfuerzo lo abrió para después, simplemente, desarmarlo con sus manos. ¡Sus manos!

No olvides que nos atacó como si tuviera la fuerza de diez osos, ¡hasta rompió mi daga con la mano!

Los oyentes emitían exclamaciones por lo bajo.

El punto es que, nos asustamos. Recuperé mi escopeta y disparé. No lo pensé. Ella cayó con el impacto del proyectil —extendió su mano hasta alcanzar el sake que le habían servido y lo bebió. Su mano temblaba al igual que sus labios.

Todos aguardaban a que continuara. Como parecía que se había perdido en sus pensamientos, uno de sus compañeros prosiguió por él.

Se levantó. ¡Ella se levantó y la herida se borró! Brillaba igual que cuando resucitó a la osa. Su cuerpo se iluminó como si de lava se tratara. ¡Lava proveniente de las entrañas de la tierra!

Un demonio que tiene lava en lugar de sangre.

Un Demonio Blanco.

¿Y después...? —quiso saber Nagisa. Volvía a escuchar con atención, pero seguía sin asimilar lo que decían. O creerlo.

Caminó hacia nosotros. Nos lanzó como si estuviéramos hechos de papel. 

Nos fuimos de allí. ¡Podría habernos matado!

Finalizado lo que parecía una fantasía, todos quedaron sumidos en sus propios temores sintiendo un escalofrío recorrerles la columna.

Conocían leyendas de espíritus, demonios, criaturas fantásticas que habían habitado aquellas montañas boscosas en el pasado. Sus abuelos les habían advertido sobre ellos. Y ellos habían sido testigos de sus poderes.

Nagisa se mantenía mudo, rascando su mentón con una de sus manos, pensativamente.

¿Es hermosa? —preguntó de golpe.

Mori recordó los deseos eróticos que lo habían invadido al inspeccionarla antes de que su sangre se congelara por el terror de enfrentarse al demonio.

Tan hermosa que sólo puede ser una belleza del inframundo, para atrapar y condenar a los mortales. No es de este mundo.

Un demonio que puede darnos una fortuna —sonrió de forma lobuna. Su mente se había encendido al recordar la época del año en la que se encontraban y comenzó a maquinar a gran velocidad. 

Siendo invierno la desesperación se hacía presente entre los más pobres del pueblo. Como cada año, el menor del clan Yoshida le compraba jovencitas para su organización. Era justo con el regateo y cumplía con su palabra. Un joven ambicioso que sabría reconocer el valor de una hermosa mujer misteriosa.

No volveré a ir allí. ¿Estás loco? Nos matará a todos.

No irán solos. Iremos con ustedes y la cazaremos. Sólo debemos ir bien preparados, como la gran y peligrosa presa que es. Usaremos todos nuestros recursos para atraparla. Prepárense. Nos iremos en cuanto lo tengamos organizado.

Se miraron unos a otros sin creer lo que proponía su jefe. Pero lo conocían demasiado para saber que nada lo haría cambiar de opinión.

Mientras, es hora de preparar nuestra próxima mercancía para la venta a Yoshida —se giró a uno de sus hombres—. Encárgate tú de buscar los nuevos productos.

Recibió en respuesta un asentimiento.

***

Sentada en la gran piedra que custodiaba la entrada a la caverna, con sus piernas abrazadas a su pecho rodeadas por sus brazos, cavilaba manteniendo su mentón apoyado sobre sus rodillas.

Le gustaba ver la transición de los colores del amanecer después de días de un cielo cubierto por las nubes que descargaban los maravillosos copos de nieves que la habían conquistado.

Sola. 

Una vez más quedaba sola.

Por culpa de los hombres.

En aquella oportunidad, no era la mutante la que emigraba. La osa y los oseznos abandonaron los bosques, adentrándose más en las montañas en busca de mayor protección del peor depredador que existía.

Ella decidió quedarse en la retaguardia, como un escudo protector. No permitiría que nadie más avanzara por esos territorios.

Recordando lo ocurrido días atrás, bajó una de sus manos a su vientre suave, plano y libre de marcas. Cerró los ojos.

Todo volvió a ella. El miedo, la confusión, el dolor momentáneo pero intenso de la herida que había perforado sus carnes por el proyectil que la había quemado. Una vez más se sorprendió por su luz dorada. No esperaba que una lesión de tal magnitud también quedara en el olvido en cuestión de segundos, reinstaurando su integridad física.

Y luego... todo se volvió borroso. Su racionalidad había quedado rezagada a un rincón de su entidad y el mismo brillo ambarino que la sanaba la había enceguecido de alguna manera, tomando control sobre ella, haciéndola responder con contundencia hacia sus agresores. Hasta que se encontró sola, acompañada solamente por la osa a cierta distancia, junto a sus crías.

Abrió sus párpados. 

Esa pérdida de control la había asustado más que todo lo vivido hasta el momento. Porque fue más intenso y de mayor duración que la vez que había defendido al Dr. T. ¿Qué había hecho el doctor con ella? ¿Por qué tenía ese poder? Su mente no se detenía en la respuesta de haber sido creada para curar enfermedades.

Una idea abrumadora y desagradable comenzaba a anidarse en ella. ¿Cómo le habían dicho esos cazadores? Shiroi Akuma. Conocía esas palabras. Demonio Blanco. ¿Y si era realmente un monstruo que no debió despertar? Después de todo, no fue el científico el que había decidido traerla a la vida.

Había visto en sus rostros curtidos, de ojos rasgados, el miedo. No, el pánico. Y si bien durante un momento quiso que ese sentimiento los consumiera como venganza por lo que le habían provocado a la osa, luego tuvo terror de ella misma y de lo que podía provocar en otros.

Pestañeó varias veces para salir de su ensoñación. No valía la pena establecer hipótesis que no podría comprobar sin el responsable. No importaba el motivo de su creación. Estaba allí y sin importar lo que ocurriera, ella decidiría qué hacer con su poder.

Por lo pronto, no deseaba volver a perderse en ese confuso y nebuloso estado a base de instintos agresivos y descontrolados. No si eso significaba manchar sus manos de sangre. No quería ser una asesina. No otra vez.

Exhaló profundamente y se puso de pie. Contempló el paisaje que la rodeaba. Estaba contrariada por lo que veía y sentía. Todo estaba silencioso bajo la inmaculada nieve que resplandecía, convirtiendo los bosques y montañas en un mágico mundo blanco. Eso le gustaba. 

Pero también la hacía sentir minúscula.

Solitaria.

Solamente acompañada en las noches por las estrellas y la luna, que iban desapareciendo a medida que el sol invadía el cielo.

Sacudió sus pensamientos al mover su cabeza y saltó de la roca. Su grácil cuerpo, que se mantenía caliente a pesar del gélido aire que acariciaba su desnudez, la hacía ver como una criatura etérea desplazándose con ligereza sobre la nieve. Necesitaba caminar. Correr. Seguir explorando. 

Lo haría durante todo el día.

***

La delgada adolescente corría entre los árboles nevados. Estaba segura que nadie se había percatado de su desaparición antes de que el sol mostrara sus tibios rayos al iniciar el día y esperaba que siguiera así por el tiempo suficiente hasta encontrarse con aquella que había oído hablar en el pueblo desde su traumática noche con Nagisa. 

A la que llamaban Shiroi Akuma.

No paraba de correr desorientada sobre la nieve, tropezando, cayendo y volviendo a levantarse para continuar alejándose de su pueblo, de su casa, de su padre. Nunca había corrido tanto en su vida. Pero tampoco había estado tan aterrorizada antes. Tanto que ni siquiera era consciente de los golpes y arañazos que iba sufriendo su cuerpo con cada caída y roce de las ramas. Las lágrimas nublaban su vista, haciendo más difícil su carrera. 

La primera vez que escuchó sobre ese demonio en el bosque no le había prestado atención, sumida en sus propias pesadillas.

Pero los rumores se extendieron entre los habitantes, y al escuchar lo ocurrido con más atención su alma se estremeció de pavor. 

Los cazadores que habían vuelto de las montañas decían que era terrorífica, que te atrapaba con sus ojos dorados y que podía absorberte la vida si te besaba en los labios.

Nadie comprendía de dónde había salido semejante criatura, aunque por su belleza conjeturaban que provenía del inframundo.

Sostenían que si te envolvía en sus brazos desnudos tu cuerpo se congelaría en cuestión de segundos, a pesar de tener lava por sangre. Y lo peor de todo, era que podía traer a la vida las almas de los animales muertos para perseguir a los hombres que los habían cazado.

No creía que todo fuera cierto, pero había sido tan extraño escuchar el terror en la voz de hombres curtidos y ruines, que temblaban al compartir lo que habían visto, que supuso que no todo podía ser un invento.

Eso esperaba, porque la necesitaba. Era su única salvación. Ella la protegería. Debía hacerlo.

Mientras huía hacia la espesura del bosque, el odio que sentía había transformado sus entrañas en puro fuego. O tal vez sería la adrenalina en su cuerpo y la tensión de sus pequeños músculos al correr de forma desenfrenada, enfrentando el miedo a Shiroi Akuma, ya que no creía que lo que pudiera encontrar en aquellas montañas pudiera ser peor que lo que le aguardaba en manos del hombre que debería cuidarla y protegerla del mundo. 

Aunque ese demonio la fulminara, esa muerte sería mil veces mejor que sufrir una vida de abusos hasta desgarrar todo su ser.


El sol ya estaba acercándose al cenit y la pequeña no podía dar un paso más por el agotamiento que tenía. La furia que le había dado calor para aventurarse al bosque ya no era su combustible. Sus pies no tenían la fuerza para despegarse de cada huella dejada en la nieve en la cual se hundía y sólo lograba arrastrarlos dejando un surco en la blanca superficie. El sudor podía estar humedeciendo su piel debajo de las capas de ropa, pero el frío era dueño completo de ella, ateriéndola hasta los huesos. Su garganta estaba seca, su pecho ardía por el esfuerzo de la carrera y cada exhalación dejaba un largo vaho que se deshacía en el aire.

La fragilidad de su cuerpo no pudo soportar más y se aferró al tronco de un abeto antes de desplomarse en un estado de semi inconsciencia.

***

No le costó distinguir a la distancia el pequeño cuerpo sin movimiento cubierto de una capa de nieve recostado sobre la base del tronco de un árbol. Sí le costó asimilarlo, confundida por aquella presencia.

Temiendo que fuera una trampa, dio un gran rodeo inspeccionando los alrededores, atenta a cualquier elemento perturbador. Sus sentidos estaban agudizados. Sus oídos al igual que su vista, cuyos ojos se habían encendido, estaban atentos. Hasta su olfato buscaba percibir el aroma de los hombres.

Nada. 

Silencio. 

El aroma de los pinos era lo único que llegaba a su nariz.

Sin dejar de lado su desconfianza, redujo el espacio que la separaba de aquel bulto de colores oscuros por sus prendas, debajo de la nieve que comenzaba a enterrarla, y que lanzaba lentas y espaciadas exhalaciones que se manifestaban en un leve humo blanco.

Se detuvo delante, descubriendo unos rasgos delicados. Tenía los ojos cerrados. Sus labios estaban morados por el frío y tiritaba. Sin dudarlo, se agachó para capturar a la criatura por debajo de su espalda y piernas y la cargó con facilidad entre sus brazos, apretándola contra su pecho.

No le importaba quién era o por qué estaba allí. Lo único que quería era hacer algo bueno y ayudar a esa persona. Evitar que muriera de congelación. Para lograr su propósito, comenzó a deshacer los kilómetros que la habían alejado de la cueva, donde le proveería de refugio y calor.

***

El movimiento de las llamas atravesaron sus párpados y el calor la animó lentamente. Abrió sus ojos y se sintió perdida. No recordaba dónde estaba. Poco a poco, imágenes se dibujaban en su memoria.

La lejanía de los techos de su pueblo, los bosques nevados que se abrían paso para ella, la nieve que bloqueaba sus pasos hasta que no pudo más. Y luego, la sensación de ser llevada en unos cálidos brazos. Así había llegado. ¿Pero quién la había rescatado?

Una silueta se dibujó en la entrada de la caverna, desde donde se percibía el cielo estrellado, comprendiendo que habían pasado horas desde que había caído rendida.

Se sentó de golpe sobre el duro suelo y se refregó los ojos para asegurarse que lo que tenía delante de ella no era una alucinación. Porque eso parecía. Una mujer joven, occidental, de cabellos a la altura de sus hombros de un color rubio dorado, completamente desnuda, la contemplaba con sus enormes y magnéticos ojos ambarinos. Llevaba en sus manos leña para seguir alimentando el fuego que estaba encendido en mitad de las entrañas de la montaña.

Ambas mantenían sus posiciones, sin moverse ni emitir sonido alguno. Sería la enigmática criatura la que rompería la tensión con su sonrisa plena, enseñando sus blancos y perfectos dientes. Un gesto dulce, cálido y contenedor.

Nunca había recibido una sonrisa tan hermosa. La adolescente no pudo evitar responder de la misma manera y estiró sus labios con timidez.

Siguió con la mirada a la recién llegada, que se sentó del otro lado de la fogata y tomó una rama que atravesaba un pescado aparentemente cocinado que reposaba encima de una piedra al lado de la lumbre. Se acercó a la pequeña japonesa y le entregó el alimento.

No se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que tuvo delante de ella aquel pescado, que sin demora, atacó hincándole los dientes. Terminó en un parpadeo, sintiéndose satisfecha. No sólo por el alimento. También por el calor del ambiente. Y por haber logrado su cometido. Estaba segura que no había ninguna equivocación.

Según lo que Mori y los suyos habían dicho, ella debía ser Shiroi Akuma. Un demonio que no le infundía miedo. Por el contrario, parecía ser un protectora. Una a la que debía agradecer para que no se enfadara y la castigara.

Gracias —soltó con torpeza.

La mutante ladeó su cabeza y se mordió el labio. El japonés que escuchaba no era exactamente igual al que había aprendido. Sonaba como el de los cazadores, por lo que supuso, se trataba de un dialecto. Uno que, con algo de esfuerzo, esperaba comprender lo suficiente. Y ser comprendida.

De nada —intentó. 

Supo que tuvo éxito por cómo la extraña abrió los ojos, como si no esperara una contestación en su idioma.

¿Hablas japonés?

Sí, aunque no igual que tú.

Hicieron silencio. Ninguna sabía cómo continuar. Una porque nunca había hablado con otra persona que no fuera un científico de edad avanzada y la otra porque temía ofender a la misteriosa mujer que podría ser o no un demonio.

¿Qué haces aquí? ¿Tú también eres cazadora? —Indagaba con suspicacia.

No. Pescadora. Mis hermanos menores y yo pescamos en el mar, capturando además de peces, cangrejos y ostras que luego vendemos.

Entonces, no vienes a dañar a los animales.

No —sus ojos se empañaron abruptamente al recordar lo que la había motivado a abandonar a sus hermanitos. Bajó su mirada tomando del suelo el coraje para hablar, temiendo ofender a la que decían Demonio Blanco. Vine por ti.

¿Por mí? —No le gustó esa afirmación y se tensó de inmediato, irguiendo su espalda desde donde estaba sentada—. ¿Por qué?

Porque la necesito. Necesito su protección.

¿Mi protección?

Sí. Sé lo que es y lo que hace.

Su rostro palideció y su corazón comenzó a latir con mucha fuerza.

¿Quién soy y qué es lo que hago? —Susurró, atemorizada.

Es Shiroi Akuma. Usted protege estos bosques.

Así me han dicho unos hombres hace días. ¿Los conoces?

Son hombres malos —respondió alzando la vista para enfrentarla a la dorada de aquel ser mágico. En sus oscuros iris danzaban las luces del fuego que las separaba—. Muy malos. Crueles, desalmados y violadores.

Su interior ardía al recordar lo vivido por Nagisa. Lo odiaba.

Sigo sin entender qué pretendes. Yo, no soy un demonio. No quiero serlo tampoco. Sólo deseo vivir en paz. A salvo.

¡Yo también! Aquellos hombres pretendían venderme.

¿Venderte? ¿Cómo venderían a una persona?

No comprendía cómo eso podía ser posible, si bien conocía el concepto de compra y venta, pero asociada a bienes materiales.

Mi padre... —siseó con rencor y rabia—. Tiene deudas y no le bastó con obligarme a yacer con un hombre para pagar parte de ellas. Uno que me quitó mi virginidad sin contemplaciones. Anoche lo escuché hablando detrás de la puerta de nuestra casa con uno de los empleados de ese hombre. Le instaba a entregarme definitivamente para volverme una esclava sexual y cancelar su deuda —el llanto corrió desbordado por su rostro, conmoviendo a su oyente.

Lo lamento —con la inocencia propia de ella, no dudó en acercarse y abrazarla. Para ella, eso reconfortaba. Esperaba que también para la niña—. No comprendo lo que está sucediéndote, pero yo no te haré daño.

Gracias ­—respondió refugiada en su pecho, pensando en que no había quedado congelada como habían dicho los hombres que ocurría si te abrazaba. Por el contrario. Era un lugar tibio. Sentía una fragancia a flores que la relajaba, hasta que se dio cuenta que la mujer estaba desnuda y se alejó de golpe, avergonzada y con sus mejillas tintadas de rojo. Esa proximidad eliminó las formalidades anteriores—. E-Estás desnuda —carraspeó para controlar su tartamudeo—. Si no eres un demonio, ¿cómo es que no te congelas? ¿No tienes frío?

No soy un demonio. Ya te lo he dicho. Simplemente, tengo ciertas particularidades que me permiten soportar el frío. No necesito abrigarme. ¿Acaso te molesta verme así?

N-no... —¿Qué podía responder? —Por cierto, me llamo Nomi —indicó, para cambiar de tema.

Mucho gusto. Imagino que por ahora, seré Shiroi Akuma ­—torció su gesto con desagrado, encogiéndose de hombros resignadamente—. Cuéntame de ti, Nomi. Por favor.


Hablaron por horas. En realidad, lo hizo Nomi, cada vez más animada. La rubia muchacha sólo escuchaba encantada por todo lo que le compartía de un mundo que no conocía salvo de algunos textos. Y estos se habían basado más en ciencias naturales que no compartían mucho sobre relaciones humanas.

Mientras la menor hablaba, había ido tomando algunas ramitas que partía y acomodaba como si fueran estructuras ante la atenta mirada de su compañera, que mantenía el fuego vivo para darle calor a su huésped. La duda pudo más con ella y en un momento interrumpió su relato. Uno sobre unas travesuras de sus hermanos.

¿Qué haces con esas ramas?

¿Qué? —Pestañeó, percatándose de lo que sus manos habían estado haciendo de forma automática—. ­Oh, lo siento. Es una costumbre —se encogió de hombros—. Empecé a hacer esto cuando siendo niña, mi madre me mostró una revista con imágenes de grandes y maravillosos edificios. Parecían tan increíbles. Imposibles de que fueran reales, hecho por las manos del hombre. E imaginé en lo increíble que sería poder diseñar edificios así – su semblante se ensombreció—. Es un sueño estúpido. Jamás podré salir de estas montañas. Mucho menos estudiar. Aquí, todo parece estancarse, apagando al alma.

¿Y tu madre? ¿Dónde está?

Ella murió hace cinco años —suspiró por lo bajo, pensando en lo distinto que sería todo si ella no hubiera fallecido.

Yo tampoco tengo padres.

Lo siento.

Yo también —la pequeña bostezó de forma ruidosa y la mutante rio—. Estás cansada. Descansa. Yo velaré tu sueño.

Gracias —se recostó y antes siquiera que pudiera llegar a desear las buenas noches, se durmió.

***

Esa niña tonta sólo había facilitado su trabajo. Nagisa sonreía de forma lobuna imaginando a sus presas al tiempo que escuchaba a su explorador. El hombre que había enviado para hallar el rastro de Shiroi Akuma y su tarea se vio prácticamente resuelta cuando un rastro solitario en medio de la nieve le señaló el camino de huida de la ingenua Nomi.

Había vuelto cuando en la noche vio un resplandor entre las laderas de la montaña y supuso que ahí se había protegían del frío. Le había llevado toda la noche regresar al pueblo para dar las indicaciones pertinentes a su jefe.

Muy bien. Mañana prepararemos todo y el día después partiremos —se dirigió a un tercer hombre—. ¿La jaula está preparada?

Sí Nagisa.

Perfecto. Y no olviden los dardos tranquilizadores. Si es un demonio, necesitaremos todos los trucos necesarios para dominarla.


N/A:

¿Qué pasará a partir de ahora? Shiroi Akuma habrá escapado de Cameron. ¿Podrá hacer lo mismo con Nagisa?

Espero te haya gustado el capítulo. Por favor, regalanos tu estrellita!

Gracias por leer!

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