5. Shiroi Akuma

5. Shiroi Akuma.

La noche la envolvía en su nueva morada en las montañas. Había caminado junto al Dr. T bajo las estrellas veinticuatro horas atrás, conversando animadamente sin temor alguno de no tener otras noches a su lado. Y aunque había pasado un día nada más, se sentía una eternidad. 

Su corta vida se le antojó en ese instante como extremadamente larga. Tres días de existencia donde había aprendido a leer y escribir en dos idiomas, asimilado todo sobre ciencias, perdido al hombre que la creó, había corrido por horas para alejarse de asaltantes, había sido atacada por un oso, casi ahogado en un río y visto a cazadores con sus presas.

Después del encuentro con aquellos hombres había hallado lo que creía sería el refugio más adecuado. Una cueva resguardada por varios matorrales en la entrada. Sin embargo, no podía estar encerrada y se encontraba en el exterior acompañada por aquellas distantes bolas de fuego que tanto la conmovían. 

La Vía Láctea no dejaba de maravillarla. Perdía su mirada en la estela de estrellas que parecían titilar como si siguieran la melodía de alguna danza desconocía para ella, pero que igualmente alcanzaba su corazón.

Resopló fuerte mientras se recostaba sobre la gran roca que aprovechaba como un lecho frente a su caverna llevando sus brazos por detrás de su cabeza. Llevó su cabeza ligeramente hacia atrás y se topó con una luna creciente. Su brillo la hipnotizaba. No quería cerrar los ojos nunca si eso hacía que se perdiera su recorrido en el firmamento. Sin embargo, lentamente, sus párpados se volvieron pesados y el sueño la venció. 

Dormía por primera vez. Un descanso sin sueños ni pesadillas, afortunadamente.


Un rugido la despertó de golpe, haciéndola saltar en el lugar. Sin comprender dónde estaba, se vio a sí misma sentada en la gran piedra y se refregó los ojos hasta poder fijar la vista en lo que la rodeaba. Al hacerlo, todo volvió a ella y su corazón dio un vuelco angustioso al repasar mentalmente en un segundo todo lo ocurrido. 

Un nuevo gruñido la hizo girar sobre su hombro, encontrándose con el culpable de su sorpresivo despertar.

Otro oso. O el mismo de ayer. No lo podría asegurar. 

Había creído que los cazadores habían capturado a su peludo agresor, pero al parecer, y lo que era lógico al pensarlo mejor, no era el único que habitaba aquellos bosques. Al menos el que la observaba atentamente no había lanzado ningún zarpazo hacia ella. Al menos, por el momento. Aunque no tenía pensado comprobar si eso iba a cambiar próximamente. 

Despacio y sin despegar su mirada de aquella oscura que le entregaba el animal, retrocedió alejándose para descender y quedar del otro lado de la roca, usándola de obstáculo. 

La bestia se irguió dando otro rugido profundo de protesta. Parecía molesto. Hasta que escuchó dos pequeños bufidos provenientes de lo que creía iba a ser su rocosa morada, seguido de la aparición de dos oseznos.

—¡Oh! —Lanzó inconscientemente—. Eres una osa mamá —sonrió. Pero su sonrisa se desvaneció ante la amenaza de la protectora madre, que movía sus manos lanzando zarpazos al aire.

La joven levantó las manos como había hecho el Dr. T cuando se conocieron. Había reconocido en aquel gesto la intención de mostrarse calmado e inofensivo. No tenía idea si obtendría el mismo resultado, pero no perdía nada con intentarlo.

—Tranquila. No le haré nada a tu pequeños. —La situación era extraña, pero sentía la necesidad de hablar. Y aunque parecía una tontería, le gustaba entablar una conversación, aunque fuera con una osa furiosa—. Sólo buscaba refugio. No sabía que era tu casa.

Su voz era suave y calma. No tenía miedo. Simplemente, no podía dejar de observar al animal, el cual había vuelto a apoyarse en cuatro patas. Su curiosidad la hizo volver a subir a la roca con lentitud para evitar que cualquier movimiento repentino volviera a encolerizar a su inesperada vecina, y se quedó acuclillada, con sus manos sobre la fría superficie. 

Los ojos de ambas se encontraron y se mantuvieron fijos en la otra. La mutante se encendió y sus dorados iris brillaron de forma mágica y por más imposible que pareciera, su rival pareció apaciguarse. 

Había dominado otra bestia y se sentía exultante. En su mente inocente sólo imaginaba cómo sería abrazar esa enorme masa tupida. 

Decidida a llevar a cabo su deseo, se movió despacio hacia adelante y elevó una mano hacia la cabeza de la osa. Se detuvo cuando la criatura llevó su hocico hacia arriba, olfateando la palma que se acercaba hacia ella. Al notar que no había agresión por parte de la madre, prosiguió con su recorrido alcanzando la suave mollera. La acarició con ternura sin despegar su mirada hipnotizante de la oscura de su nueva amiga y sonrió de oreja a oreja. Su pelaje era espeso y suave.

Las protestas de los dos retoños las interrumpió y sin ceremonia alguna, la osa se alejó de la joven, siendo seguida por los pequeños traviesos que corrían con torpeza para alcanzar a su madre.


No tenía pensado quedarse sola después de haber interactuado maravillosamente con aquella familia y sin demora, se propuso sumarse a la manada. Las seguía a poca distancia hasta que observó que se dirigían al lago que ya conocía. Llegaron los cuatro a la orilla e inmediatamente la madre saltó son sorpresiva agilidad al agua, sumergiéndose para desaparecer de la vista de los cachorros y la muchacha emitió un leve gemido para luego contener el aire con temor. Se acercó lo más que pudo al borde y al comprobar que en ese lugar el fondo era visible y poco profundo, se atrevió a ingresar al agua. La baja temperatura no la importunó una vez pasado el primer impacto.

Se quedó esperando ansiosa a la aparición de la osa, que no demoró en resurgir con un pez en la boca, el cual se sacudía intensamente en un fútil intento por liberarse de las mandíbulas del animal. Con gran maestría, nadó hasta el extremo donde se encontraban los oseznos y con pesadez salió del estanque, chorreando agua y envuelta en vapor por el contraste de temperatura. Dejó caer la presa delante de sus cachorros, los cuales se abalanzaron sobre su desayuno. Acto seguido, volvió por otro bocadillo.

El rugido de su estómago la hizo reparar en el tiempo que llevaba sin ingerir alimento y el pescado crudo se le antojó delicioso. Bajó la mirada hacia sus pies sumergidos y el cosquilleo de los peces que rozaban sus piernas la hicieron comprender que ahí estaba su próxima comida.

Separó sus piernas y bajó su centro de gravedad, preparándose de forma instintiva y fijando sus dorados ojos que se habían encendido como si respondieran a la necesidad de un inminente ataque. 

Su concentración la llevó a bajar su ritmo respiratorio, pareciendo que hubiera dejado de respirar, si no fuera por los pequeños vahos que se escapaban de su boca, aunque estos eran espaciados en el tiempo. Había movido lentamente su brazo, abriendo sus manos como si sus dedos fueran garras listas para apresar al pez, pues reconocía que no podía acercarse con el mismo sigilo con el que había actuado al sostener brevemente a la cálida y suave liebre, ni podría capturar la mirada de estos para dominarlos.

Sentía cómo el mundo se volvía más lento, pausado y todo quedaba borroso alrededor de su objetivo, el cual era lo único que se mantenía enfocado. Podía anticipar sus movimientos aún sin saber que tenía esa habilidad.

Su brazo se movió tan rápido que hubiera sido casi imperceptible para el ojo humano, y como recompensa su mano atrapó al escurridizo animal. Percibiendo un posible escape del pez que no quería colaborar con ella, sólo se le ocurrió lanzar su presa hacia la orilla, donde al caer, se sacudió aleteando en el aire.

La osa retornó al lado de sus crías y cedió el segundo pez a su otro osezno y una última vez regresó al agua en búsqueda de su propia comida. Al menos, eso fue lo que intuyó la joven. 

Esta, sujetó al inquieto pez que había capturado e imitando a sus nuevos compañeros, se sentó en el suelo y procedió a comerse su primera presa.

***

Durante los siguiente días, el vínculo entre el trío de osos y la muchacha se fue estrechando. Estaban siempre juntos y ella disfrutaba teniendo a los cachorros sobre ella, abrazándolos con ternura como si fueran lo más importante del mundo. 

Esos juegos la hacían olvidar ese extraño dolor en el pecho que la embargaba desde la muerte de aquel hombre que había sido un breve padre para ella. Un dolor del que no lograba desprenderse completamente, quedando entumecida cuando se encontraba a ella misma sumida en sus pensamientos.

Como no necesitaba dormir, al menos, no muchas horas, aprovechaba las solitarias horas nocturnas para reflexionar mientras su familia de pelaje oscuro dormía dentro de la cueva. Había veces que su mente volvía al recordar aquellos ojos negros y dorados que había tenido tan cerca de ella, amenazándola y siendo responsable de quitarle al único hombre que había tenido en su vida.

La contemplación de las estrellas y aquella gran bola blanca que comenzaba a mostrar su cara noche a noche la devolvían a las últimas palabras del Dr. T.

<<Mañana te contaré sobre tu madre y sobre ti>>.

Esa promesa incumplida lograba que alguna lágrima rodara solitaria por su mejilla. 

Nunca podría saber sobre su madre. Pero eso no era lo que la compungía, porque no extrañaba lo que no había conocido. Lo que la angustiaba era todo el misterio que rodeaba su origen, el motivo de su creación que la mantenía en una nebulosa de confusión.

***

El estado de ánimo de Cale Cameron no había mejorado desde que habían regresado de su infructuoso despliegue en Japón.

No pudieron capturar al científico que podría darles lo que tanto habían anhelado. Tampoco habían hallado el suero o la fórmula. Habían llevado todo lo que pudieron recuperar a los Laboratorios Quirón donde, con gesto brusco y demandante, dejó caer sobre el escritorio del Dr. Green el archivo con los documentos recobrados y las fotografías del laboratorio del maldito japonés.

El alto hombre se sobresaltó. Había estado trabajando concentrado en la pantalla de su ordenador a espaldas de la entrada a su laboratorio, a un lado de su escritorio. En cuanto se giró, se estremeció al ver la mirada furibunda de Cameron. 

Se odiaban. Desde luego. 

El científico despreciaba su brutalidad y su constante menosprecio por considerarlo un incompetente por no proveerle de su tan ansiada mejoría genética de forma permanente, aunque debía reconocer que nunca había sido tan rico desde que ese oscuro hombre había llegado a sus vidas.

El capitán, por su lado, no sólo lo creía un mediocre. Su ambición y avaricia era el claro ejemplo de lo que quería erradicar del mundo. Y que tuviera que aprovecharlo para sus propios fines le molestaba hasta límites insospechados. 

Aunque el doctor Masao Tasukete se hubiera revelado y huido, se había ganado su respeto por no vender sus principios. Tanto Cale como Masao habían soñado con un mundo mejor, aunque la visión de cada uno sobre en qué consistiría ese mundo mejorado, evolucionado, difería en extremos completamente opuestos.


Hank no estaba al tanto de su regreso. Los días que él y sus hombres habían desaparecido en persecución del creador del Programa Hércules se había respirado tranquilidad en los laboratorios. Pero el descanso había durado poco. Y que estuviera echando chispas de sus negros ojos sólo indicaba un rotundo fracaso. Uno que, a pesar de disfrutar secretamente por su humillación a manos de un pequeño nerd, en ese caso, comprendía que los que perdían eran todos ellos, porque el doctor también quería la ayuda de Masao para resolver el trabajo de la última década.

—¿Y bien Cameron? ¿Dónde está Masao? ¿Acaso se le escapó nuevamente?

Con un movimiento lento de su mano, subió sus lentes hasta apoyarlos sobre su frente. El tono burlón que había empleado sólo empeoraba el humor del soldado.

—El Dr. Tasukete está muerto.

La contundente declaración dejó boquiabierto a Hank, que tardó en reaccionar después de algunos segundos. Al comprender las palabras que habían salido de la boca de Cale, parpadeó varias veces y despacio su rostro mudó a un rictus de repulsión y odio.

—Asesino. No tenía que matarlo. Era un buen hombre, incapaz de hacer daño.

—No fue nuestra intención. Al parecer, hubo un accidente. Una explosión. Él fue una víctima de su propia trampa.

—Hijo de puta —farfulló entre dientes.

—Tenga cuidado con lo que dice. Masao era un genio. Usted es sólo una sombra. Tenemos sus secretos por lo que usted es prescindible. Tasukete no.

—Sin embargo, soy lo único que les queda gracias a su torpeza —escupió.

—No se haga el inocente. Usted es tan culpable como nosotros. —El rubio canoso lo miró con los ojos abiertos de par en par, sintiendo el golpe en medio de su estómago—. No empuñará arma, pero su ambición lo ha ensuciado con la sangre de su amigo igual que a nosotros.

—Váyase a la mierda, Cameron.

La mirada tenebrosa y sin vida del colosal hombre que se encontraba de pie delante del doctor le hizo querer tragarse sus palabras. Su interlocutor parecía haberse percatado de ellos y respondió con una leve sonrisa de lado que daba más temor que si hubiera mantenido su semblante serio.

—Usted limítese a encontrar entre estas páginas lo que todos necesitamos. Sino, el que estará hasta el cuello de mierda será usted —dándose media vuelta, se encaminó a la salida. En el umbral de la puerta miró sobre su hombro y dijo unas últimas palabras a modo de advertencia—. Sin Tasukete, usted ya no nos sirve. A no ser que nos demuestre que aun tiene un as bajo la manga.

Hank quedó boqueando como un pez fuera del agua. No logró modular respuesta alguna cuando la abertura de la puerta quedó vacía. Un frío sudor recorrió su espalda recordando sus palabras y el tono monocorde carente de emoción que había empleado. <<...Usted ya no nos sirve>>. Eso, sonaba a condena.

Sin dejar de temblar, abrió la carpeta que le había entregado y lo primero que vio fue el retrato del cadáver negro del que presumía era Masao y sus entrañas se revolvieron inmediatamente, provocándole arcadas y un terrible palpitar en sus sienes lo atacó, y en un gesto desesperado, tomó el cesto metálico ubicado al lado de su silla y vomitó con un sonido ahogado, olvidándose que tenía sus lentes sobre su cabeza, los cuales cayeron sobre sus desechos. 

Hizo tres descargos antes de sentir que su estómago se había vaciado. Maldijo cuando recuperó sus gafas y con lágrimas en los ojos, sacó un pañuelo de tela del bolsillo trasero de su pantalón y procedió a limpiar con desagrado los cristales. El olor que les había quedado le invadía sus fosas nasales. 

Lentamente se puso de pie y se dirigió al lavabo con el objetivo de lavarlos y en el trayecto, la misma imagen lo asaltaba, haciéndole aumentar la velocidad de sus pasos sin percatarse de ello, hasta que comenzó a correr ante la sorprendida mirada de sus colaboradores. Entró dando un portazo y se metió en uno de los cubículos para devolver una vez más. 

Masao estaba muerto. 

Y él era el culpable.

***

Cumplía dos semanas de vida y el punzante dolor en su pecho y la constante sensación de vacío y remordimiento habían menguado. No desaparecía, pero al menos era más fácil para cargar en su alma. 

Por las noches, en compañía de sus estrellas y la blanca luna cuya cara le transmitía paz, las palabras y caricias del Dr. T volvían a ella. 

Y cuando el sueño la atrapaba, se introducía en la cueva y se acurrucaba entre los cuerpos calientes de la osa y sus oseznos, durmiéndose con una sonrisa en el rostro. De una extraña manera, era feliz. Sus osos y los astros eran todo lo que quería. 

Cada mañana recibía los primeros rayos del sol con los brazos abiertos. El amanecer siempre la conmovía como si fuera la primera vez que se enfrentaba a su esplendor. Ese mágico instante en que los primeros rayos aparecían por el horizonte, una cálida luz recorría su interior y sus carnosos y sonrojados labios se abrían en una amplia sonrisa. Cada nuevo día era para ella un regalo que disfrutaba descubriendo los secreto que el bosque y las montañas le invitaban a desentrañar. Y los atardeceres le entregaban otro espectáculo de luces que la dejaba extasiada y sorprendida. No creía que alguna vez pudiera cansarse de lo que su hogar le entregaba.


Estaba en el lago, cerca de la orilla, lavándose. Restregaba cada parte de su cuerpo elegante y definido con parsimonia. Su mente divagaba en sus archivos mentales recuperando textos que había leído en lo del Dr. T. Le gustaba hacer ese ejercicio todos los días, comprobando su perfecta memoria y analizando cuánto de la información podía aplicarla en su nueva vida. 

Esa mañana había echado de menos su glorioso despertar porque el cielo estaba completamente cubierto por unas nubes grises, espesas y bajas. A pesar de que el frío no era su enemigo, podía registrar el descenso de temperatura y ese día era el más frío que había vivido. Tenía la impresión que esa jornada sería diferente en alguna medida y mientras se perdía en sus cavilaciones, un ligero objeto de color blanco se posó en el agua, para desintegrarse inmediatamente. Abrió grande sus ojos cuando a ese primer elemento le siguieron otros más. Pero enseguida desaparecían. Inclinó su cabeza hacia arriba y lo que vio la deslumbró. 

Del cielo cubierto de nubes caían como si fueran gotas de lluvia pero que al posarse en la tierra se iban acumulando vistiendo el terreno de un manto blanco que se cubría muy lentamente. En un gesto automático, extendió su mano y recibió una de aquellas gotas y comprendió de lo que se trataba.

—¡Un copo de nieve! ¡Nieve! —comenzó a reír y salió del lago con apremio. Daba vueltas desprendiéndose de las gotas de agua que caían de su cuerpo húmedo. Mantenía su cabeza hacia atrás siguiendo la suave danza de los blancos copos—. ¡Está nevando! 

Volvía a reír. 

La nieve caía más copiosamente y en unos minutos una fina capa había transformado el bosque. Detuvo su festejo y miró hacia abajo. Había dejado sus huellas marcadas en la nieve. Miró sobre sus hombros desnudos descubriendo que ella también comenzaba a cubrirse de blanco. 

Unas ganas intensas de correr la embargaron y sin poder contenerse, dejó que sus piernas manifestaran la felicidad que sentía. Sin rumbo fijo, se alejó del lago a la carrera. No escapaba de nada ni de nadie. Sólo dejaba que toda su energía desbordante la llevara donde quisiera. Esquivaba los árboles con increíble velocidad. Cuando se colgaba de alguna rama, la nieve que cubría su copa caía al suelo sin alcanzarla porque ya se hallaba en la rama del siguiente árbol.

Continuaba en su aventura cuando el familiar rugido de su osa la detuvo en seco. 

Su corazón respondió de la misma forma y todo su cuerpo se estrujó. 

Algo ocurría. El lejano sonido cargado de sufrimiento la alertó y una vez recuperada de su parálisis momentánea, se dispuso a rastrear a su compañera. 

Agudizó todos sus sentidos. Necesitaba que volviera a hacer ruido y como si hubiera escuchado sus pensamientos, su ansiada señal llegó a ella. No le costó identificar el origen del que procedía y sin demora, corrió a máxima velocidad hasta su encuentro. 

Una parte de ella le advertía que debía moverse con precaución, pero la desesperación la venció. Con cada metro que descontaba, los gruñidos eran más fuerte y no eran los únicos. Podía reconocer que también estaban protestando los oseznos.

La intensa carrera no significaba ningún esfuerzo para ella, pero el miedo le jugaba malas pasadas. A su memoria acudían atormentándola las imágenes de la noche en que todo había cambiado para ella y temía que nuevamente su corazón la hiciera sentirse oprimida y asfixiada. 

No demoró mucho en divisar su destino y antes de llegar los rumores de risas estridentes la sorprendieron, aunque no disminuyó la marcha. Aún estaba a varios cientos de metros pero mientras se acercaba, iba tratando de comprender lo que ocurría. 

Hombres. 

Otra vez tres hombres, que no descartaba que fueran los mismos cazadores de la vez anterior, que volvían por otra presa. Sólo que esa vez, ella no permitiría que se la llevaran. Dos de ellos estaban tratando de capturar a los cachorros y el tercero levantaba su arma dispuesto a usarla contra la osa.

Los tenía a escasos metros, pero estando concentrados en sus tareas y siendo ella ligera y silenciosa, nunca llegaron a descubrirla. Sin embargo, el hombre con el arma llegó a detonarla hacia la bestia justo cuando la joven se abalanzaba sobre él. 

La bala impactó a un lado del animal, el cual emitió un aullido lastimero, largo y profundo.

Su rugido era lo único que rompía el silencio del bosque, porque los tres hombres habían quedado mudos. El que había sido derribado estaba en el suelo confundido y dolorido, con los ojos abiertos sin comprender cómo había terminado allí. Su arma había sido lanzada lejos de su posición, perdiéndose entre los árboles que los rodeaban.

Los otros dos, en su aturdimiento, liberaron la prensión sobre los oseznos, los cuales escaparon escabulléndose entre unos matorrales, como si estuvieran completamente conscientes que quedarse allí era la peor de las ideas.

Los dos cazadores miraban hacia todas las direcciones para encontrar al responsable del ataque a su compañero.

Cuando creían que todo había sido un error, que tal vez el rifle había sido el que había lanzado al tercer hombre al suelo por un culatazo descontrolado, una mujer desnuda de cabellos dorados mojados, que se pegaban a su cara y cuello, y piel de un tono suave y también dorado, los miraba con intensidad. 

Sus ojos parecían hechos de fuego. Un fuego que los estaba quemando con sólo posarse sobre ellos mientras los asaltaba desde su lugar con sólo recorrerlos visualmente. Nadie decía nada, tratando de sobrellevar la sorpresa de encontrar en medio de la nada a una hermosa y misteriosa muchacha que no parecía sufrir las bajas temperaturas y que era capaz de derribar a un hombre.

El quejido animal los sacó de su trance y la desconocida dio varios pasos hacia atrás, acercándose a la osa herida que se removía asustada en su lugar, sobre el suelo cubierto de la suave capa de nieve que cada vez caía con más intensidad. Ella continuó su recorrido sin apartar la vista de los cazadores, que seguían cada movimiento con el aumento de tensión en sus músculos.

Uno de ellos, de forma automática dijo algo que escapó a la comprensión de la joven, que, aunque dominaba el japonés, no pudo identificar el significado de lo que había dicho el más joven del grupo. Pero captó el mensaje cuando éste levantó una mano a modo de prevención. La instaba a detenerse antes de ser atacada por la osa.

Sin embargo, ignoró la advertencia y sonrió de lado. 

Los que debían temer eran ellos si no se marchaban. 

Un nuevo rugido de dolor reclamó su atención y con un rápido movimiento, se posicionó al lado de la presa y lo que vio le comprimió el corazón, arrugándose en su pecho. Una vez más, allí, en el centro de su ser, un intenso dolor amenazaba con dominarla hasta hacerla llorar, resquebrajando un poco más su espíritu. Llevó sus manos a la herida de la que manaba sangre, la cual se esparcía sobre la nieve, manchándola e inundando de ese invasivo olor que le recordaba cada golpe recibido, cada lesión sufrida en su corta vida.

La mirada de pavor de la osa y sus gruñidos cada vez más lentos y bajos, la asustaron. Aquellos oscuros ojos la perforaban. Parecían más grandes y brillaban, como si también fueran capaces de desprender lágrimas de tristeza y miedo. La respiración del animal se hacía más pausada, casi imperceptible y su cuerpo yacía prácticamente inerte sobre la superficie helada que antes era blanca, pero en ese momento se había vuelto opaca por el rojo de la sangre. Las protestas se enmudecían por falta de fuerza. 

La vida se le iba y a la bestia no le quedaba fuerzas para resistirse.

No podía perder a su osa, a su compañera. No de esa forma cruel y desalmada. No lo permitiría. ¿Quién protegería a sus pequeños y les enseñaría a sobrevivir en el bosque sin ella para darles cariñosos correctivos y gruñidos juguetones? 

Sin quitar sus manos del hueco ubicado en el peludo y amplio pecho con su marca blanca ahora manchada de carmesí, se recostó apoyando su cabeza y llorando en silencio, entre leves sacudidas. 

Agudizó sus sentidos para captar cualquier signo de vida y lo encontró. Casi imperceptible, pero existía. Su corazón latía con esfuerzo de manera irregular. Aun vivía y podía recuperarla. Se concentró, recordando cómo había logrado canalizar su mágica habilidad para sanar al Dr. T. Reconocía que la tarea que tenía en ese momento era colosal, muy diferente a la simpleza que había resultado tratar el pequeño científico. 

La osa no sólo era mucho más grande, su vida se extinguía y la huella de la munición del arma la había desangrado y desgarrado profundamente. Pero no se daría por vencida. 

Mordiéndose el labio inferior, cerró sus ojos, empujando más lágrimas que habían quedado en el margen y sus largas y espesas pestañas se humedecieron. Se dejó hundir en su propio cuerpo, como si con eso encontrara algún tipo de interruptor que encendiera su capacidad de curar a otros. 

Recorría su interior, contraía sus músculos, dejaba que su cerebro hiciera las conexiones correctas para liberar su poder. Y entonces, lo vio. Vio, con los ojos de su mente el punto exacto del que surgía un dorado e intenso brillo que recorrió el camino que daría salida a la única posibilidad de recuperar un poquito de felicidad. Percibió cómo sus manos se calentaban y esa conocida luz dorada alcanzó su destino fuera de su cuerpo. No necesitó más que unos minutos para reestablecer la integridad física de la osa, la cual, como si hubiera despertado de su siesta, dio un sonoro rugido que hizo saltar a los hombres presentes.


Esos hombres que habían observado todo en un extraño e hipnótico silencio. No se caracterizaban por ser impresionables, salvo cuando de superstición se tratase. Y como aquello no habían visto nada igual. Nunca temían. Nunca se refrenaban de seguir sus impulsos y mucho menos, conocían el remordimiento. Pues, ¿cómo podrían hacerlo si su vida se basaba en aprovecharse de otros por su propio beneficio? 

No sólo vivían de la captura de osos, esas eran presas que apenas les daba algún beneficio. La verdadera mercancía la encontraban en los pequeños pueblos que recorrían, a la espera del florecimiento de las jovencitas bonitas y frágiles de las familias más pobres y desesperadas, que por un mísero intercambio monetario se desprendían de las muchachas, como si de gallinas se tratasen. Luego, las vendían a grupos que las explotaban por un precio ventajoso que les daba un margen de ganancias que despilfarraban en alcohol y prostitutas, ya que la mercancía virgen, no se tocaba para ser vendidas por una mejor cifra.

Cuando notaron cómo se iluminaba la muchacha que tenía cubierta su piel y cabellera de los copos de nieve que habían estado cayendo sobre el paisaje, el pánico alcanzó sus oscurecidas almas. Y peor fue la impresión cuando la enorme criatura que habían abatido se incorporó como si no hubiera pasado nada. Recién en ese instante se percataron realmente que nada de lo que veían podía ser real. 

El cazador que había seguido la secuencia desde la posición en que había quedado al ser derribado, se levantó de un salto para agruparse con sus compañeros, que contemplaban igual de asombrados que él, buscando con la mirada el punto donde había caído su arma. Se sentía desnudo y vulnerable sin ella y presentía que en cualquier instante su utilidad sería imperiosa.


La osa estaba recuperada y de pie, y la joven estaba feliz con su logro, pero su alegría desapareció cuando por primera vez se percató que el animal estaba preso de una pata. Dirigió su vista al objeto metálico que mordía la carne descubriendo que era algún tipo de herramienta de captura. 

Un calor completamente diferente al que había irradiado al momento de curar a la osa comenzó a quemarla por dentro. Su mandíbula se tensó y su respiración se agitó sin ningún tipo de advertencia. No entendía qué se acababa de encender en ella, pero lo que deseaba era castigar a los causantes de esa nueva tortura que desgarraba el miembro atrapado. Ese mismo sentimiento desconocido para ella la llevó a tomar con sus delgadas manos la gran trampa de dientes hambrientos y sin mayor dificultad, la abrió liberando a su amiga. Con aquel objeto en la mano, lo contempló por unos segundos antes de desarmarlo con brusquedad, lanzando al aire las piezas más pequeñas.

Otra herida marcaba la carne del animal de manera brutal y cruel, pero no era de inmediata gravedad, por lo que su atención se centró en las tres figuras que se encontraban alineadas como si fueran espectadores de un número de magia circense, los cuales abrieron sus rasgados ojos y luego pestañearon repetidas veces al no poder creer de lo que eran testigos. La joven delgada y hermosa había manipulado el cepo como si éste fuera una delicada pieza de decoración.

Pero lo que más los espantó fue volver a ser sus ojos refulgir de un fuego abrasador. Un fuego que parecía salido del infierno al igual que aquella joven, o al menos ellos lo creían, porque no concebían que esa criatura de orbes brillantes como el oro fundido fuera terrenal. 

Ningún mortal tenía el poder de revivir a un animal y emanar su propia luz como si fuera el mismo sol o la lava que alimenta las entrañas de la tierra, el hogar de los demonios. Y los tres, como si hubieran compartido pensamientos, aseguraron con terror que lo que tenían frente a ellos sólo podía ser un ser escupido de lo más profundo del planeta. 

Un demonio. 

Uno hermoso, porque ni siquiera bajo el embrujo de la situación fantástica podían quitarle los ojos a cada curva de su desnuda piel. 

Los tres hombres, en otro acuerdo tácito, se perdían en sus recovecos imaginando el calor de sus piernas largas y tonificadas que se unían en una dulce femineidad apenas cubierta de vellos rubios; ascendieron por su abdomen plano hasta sus senos turgentes y generosos, en los que se detuvieron con ojos ávidos y relamiéndose los labios imaginaron el sabor que tendrían. Pero al seguir camino hasta su rostro, uno de altos pómulos, boca rosada y carnosa, con grandes ojos ambarinos, recordaron que lo que observaban era un ser del inframundo. 

Un demonio cubierto de una fina capa de nieve y cabello mojado de color dorado. 

Un demonio blanco.

Shiroi Akuma [Demonio Blanco] —murmuró uno de ellos, el mismo joven que en algún momento intentó detener a la muchacha de acercarse al animal salvaje, creyendo que sería rasgada por las afiladas garras de la osa, siendo inconsciente de que aquellas palabras acaban de huir de su garganta.

Los otros dos voltearon a verlo, con los ojos negros abiertos. Había nombrado lo que todos temían mencionar. Porque al verbalizarlo, por fin se daban cuenta que todos eran parte de la misma pesadilla.

Shiroi Akuma —repitieron en un hilo de voz.

Sin embargo, el mayor de ellos reaccionó, tomando coraje de sus años de abuso a niñas no mucho mayores a la que tenían delante. Esa delgada joven, demonio o no, debía ser de él. 

Una sombra surcó su rostro, pero en sus ojos la ambición comenzó a brillar. 

Ellos pensaban que la extraña era un demonio blanco, pero eran los hombres los que actuaban como seres de la más absoluta oscuridad y crueldad. Eran los que merecían volver de la cueva de la que parecían haber salido. 

Se desafiaban con la mirada, olvidándose del frío, de la nieve, del tiempo que transcurría con extrema lentitud en silencio.

La recientemente nombrada Shiroi Akuma no lograba detener el calor interno que la calcinaba. Bullía por dentro y no sabía cómo detener los impulsos que avanzaban, amenazando con hacerla estallar. 

Delante de ella sólo veía la misma maldad que la había alejado del Dr. T y cada fibra de sus músculos estaban tensionados. Iba a responder. Estaba segura de ello. Y no podía evitarlo.

Su cuerpo reaccionaba sin permiso de su mente. Se agazapó. Sus manos formaron garras. Y cuando percibió que uno de los hombres movía sutilmente el arma que descubrió a un lado de él, sólo se dejó llevar.

Saltó sobre el imprudente que había intentado defenderse con fuego y lo sujetó por el cuello, dando alaridos angustiosos, haciéndolo caer de espaldas sobre la nieve. Un segundo demoraron los otros en volver en sí. El segundo de ellos desapareció entre los árboles y el tercero no llegó a descolgar su arma porque la mutante lo sorprendió arrancándosela del hombro y deshaciéndose de ella lanzándola por encima de su cabeza.

Trataba de responder al ataque del demonio y aprovechó el momento en que retrocedió, dudosa de cómo continuar y sacó su daga. Pero no llegó a hacer nada, porque ella usó la distancia para tomar impulso y abalanzarse con más ímpetu, impactando contra el torso cubierto por pesadas prendas, quedando a horcajadas sobre él cuando los dos cayeron sobre el suelo frío y blanco. 

En cuanto vio el brillo del metal, lo tomó por el filo y sin importar el daño en su palma, que comenzó a sangrar, se lo quitó de un movimiento y ante la perpleja mirada de su presa, partió la cuchilla.

Estaba por dejar que sus instintos tomaran todo el control que le quedaba cuando una detonación los aturdió a todos y su liviana entidad voló por los aires, como consecuencia de la agresiva acción producto del escopetazo que el tercer hombre, que había recuperado su arma, direccionó sobre ella en defensa de sus compañeros.


N/A

AAAHHHHHHHH!!!! Qué pasará ahora?

Por favor, no te olvides de votar... Dame una estrellita para alegrar mi día... ;)

La traducción de Shiroi Akuma la realicé desde el traductor de google. Espero que sea correcta, porque así quedará, jejeje... 

La cursiva marcará que los personajes hablan en su propio idioma (lo verán seguido a lo largo de la historia).

Gracias por leer!

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