44. Descubierto

44. Descubierto.

Cuando Gerard entró a su casa y quiso desactivar su alarma, se sorprendió al notar que no estaba encendida. 

Se estaba poniendo viejo y se olvidaba de las cosas. Pero dudó que ese fuese el caso. Sus años de experiencia poniendo su vida en peligro lo hacían muy consciente de todo aquello que concerniere a su seguridad. 

Sus sentidos le advertían que estuviera atento sin dejar de actuar con naturalidad. Aun así, no estaba preparado para ver lo que encontró al encender las luces. Las paredes de su casa estaban empapeladas con las fotos de Audrey Callen, la mamá de Steve. No sólo de ella. Había también de toda la familia Sharpe. La misma foto del despacho que tan bien conocía.

Dejó caer sus manos al costado de su cuerpo, en un gesto de abatimiento. Su pasado lo alcanzaba y su verdugo sería el hombre que había querido como a un hijo durante la última década. Caminó por el pasillo hasta la sala de estar, donde estaba Steve sentado en su butaca favorita. 

Luciendo elegante y atractivo en su traje de corte italiano. Nunca perdía el estilo. Lo encontró apuntándole con un arma con silenciador. 

Sabía que suplicar perdón sería inútil. No lo merecía. Tampoco lo anhelaba. Era tiempo de eliminar ese peso de su consciencia, aunque le costase la vida.

—Hola Steve.

—Gerard. Por favor, levanta las manos. No quiero que te sientas tentado de agarrar tu arma escondida en la biblioteca.

—No tengo ninguna intención de defenderme.

—Discúlpame si no te creo.

Gerard acusó el golpe. Notaba la decepción en el tono de Steve, a pesar de aparentar frialdad.

—Estoy listo para confesar. Dicen que es bueno para el alma.

—Nunca supe que fueras religioso. Y no creo que tú y yo tengamos alma para salvar, después de todo lo que hemos hecho.

—No busco la absolución de un cura o de alguna fuerza superior —lo miró con tristeza—. Sólo la tuya.

—Pues no lo tendrás. Irás al infierno. Me encargaré de ello. Pero antes, quiero saber por qué.

—Te lo explicaré todo. Permíteme que me siente al menos.

Con la punta del arma, le indicó que tomara asiento en otra butaca, frente a él.

—Adelante. Explícame por qué. Eres como un hermano para papá. Fuiste como un padre para mí. No lo entiendo.

—Fue un encargo.

—¿Un encargo? ¿De quién? ¿Por qué lo aceptaste? —Hizo un segundo de pausa—. ¿Siempre nos odiaste?

—Oh, no hijo.

—No soy tu hijo —siseó. El tono bajo y de témpano con el que lo dijo, le dio más terror que si hubiera perdido el control.

—Después de dejar el espionaje inglés, aproveché los años de experiencia en ese mundo de mierda. Conocía el bajo mundo y me hice de muchos contactos y de una nueva línea de trabajo en la que podía seguir usando mis habilidades. —Aguardó unos segundo por algún tipo de reacción, pero sólo había una estatua frente a él—. Debes saber que no había forma de evitarlo. Yo sólo era un intermediario cuando recibí la solicitud de encontrar quién hiciera el trabajo. Lo que he hecho contigo por años. No podía creer que tuviera su nombre en mis manos. Pero decidí que lo mejor sería hacerme cargo. Si rechazaba la solicitud o lo entregaba a otro, el que lo hubiera hecho no le hubiera importado acabar con la vida de tu padre y hasta la tuya también.

—Entonces creíste que nos hacías un favor matándola sólo a ella.

Gerard no respondió. No había manera de responder a eso.

—¿Por qué el encargo?

—Porque se estaba acercando a algo muy peligroso. Pero no sé qué. Tal vez sería mejor que no averiguaras más.

—Tú ya no puedes darme consejos. Sólo quiero que me digas todo. No quiero repetirlo.

—Realmente no sé sobre qué estaba investigando Audrey.

—¿Quién lo ordenó?

—Sabes que nunca hay nombres para estos trabajos. Son trabajos anónimos. Llegó el encargo y decidí que lo mejor sería que yo lo hiciera. Después del encargo...

—De matar a mi madre —interrumpió Steve.

—Me quedé contigo. Te enseñé todo sobre este trabajo y sólo nos hemos encargado de asesinar a hombres que merecían morir. Aunque fuera en nombre de otros de igual origen.

—¿Debo agradecértelo? —escupió con ironía—. Cuéntame cómo lo hiciste.

—No, por favor. No me pidas eso.

—No te lo estoy pidiendo. Me lo debes, después de años de vernos la cara a papá y a mí.

Gerard guardó silencio un momento. Por tantos años trató de borrar ese día. Pero nunca lo logró del todo. Ahora, debía revivirlo paso a paso.

—Volé a Nueva York desde Londres el día anterior al hecho. Tú creíste que había venido después del atentado. Conocía la rutina de ambos, por lo que esa mañana esperé a que tu padre saliera hacia la oficina. De esa forma, pude evitar que Richard estuviera también en casa. Él no debía sufrir.

—¿La vida que tuvo los último diez años no te parecieron un infierno?

No le diría a su mentor el milagro acaecido con su padre. Que se muriera sin saber de ello, o de confirmar los poderes de Aurora.

—No sé por qué volvió. No debía hacerlo. El caso es que fui a la casa de tus padres y cuando Audrey me vio me hizo pasar. Creía que había ido a visitar a tu padre. Me condujo a la cocina.

—Donde te preparó té.

—Donde me preparó té —repitió en confirmación—. Tenías razón cuando sospechaste que no era un accidente, a pesar de las primeras impresiones de la policía, que creía que había sido una fuga de gas.

—Ellos creían que la taza adicional era de mi padre. Pero yo sabía que él sólo usaba una vieja taza que le había regalado yo cuando era niño. ¿Ella supo de tus intenciones?

—No tardó en descubrirlo.

—¿Sufrió?

—No.

—Dime la verdad.

—Sólo tuvo miedo cuando se dio cuenta lo que ocurría. Traté de que me diera toda la información sobre lo que había averiguado que tanto preocupaba al cliente. Pero se negó. Quiso gritar y correr.

—Y la golpeaste en la cabeza.

—Así es. Rompí un caño de gas y encendí una de las hornallas de la cocina. Tomé el maletín de tu madre, porque sabía que ella siempre usaba libretas al armar sus investigaciones.

—Sí. Nunca se acostumbró a las computadoras.

—Pero no tenía nada.

—¿Entonces la mataste por nada?

—No. Ella sabía. Sólo que no encontré lo que buscaba. Pero al cliente le dije que lo había quemado. Si le decía que no lo había encontrado, podría haber dirigido su atención a tu padre.

—¿Y el ladrón?

—Después de tus sospechas, necesité de un chivo expiatorio.

—Y yo que te agradecí que me ayudaras. Y que me salvaras la vida —la tensión del joven se centró en su mandíbula y en la mano que sostenía el arma—. Hijo de puta.

—Lo siento deveras.

—Me vale una mierda que lo sientas. Me hiciste asesinar a alguien inocente.

—No era ningún inocente. Era un ladrón. Un asesino. Una escoria humana.

—¡No era el culpable! Me hiciste matarlo —gritó con furia y decepción cargada en sus ojos azules.

—Yo no hice nada de eso.

Steve cepilló su cabello hacia atrás con la mano libre, pasando sus dedos entre sus hebras para retomar la calma. ¿De cuántas maneras un corazón podía ser destruido?

—¿Qué creíste que iba a hacer cuando me diste su nombre? —Su voz volvía a ser mecánica y su mirada bajó la temperatura hasta helarse—. ¿Por qué me seguiste ese día? Me convertiste en lo mismo que acabó con mi madre. Un mercenario. Un asesino. En ti.

—No, eso lo elegiste tú.

—Tú la asesinaste y acabaste con mi mundo tal como lo conocía. Así que sí, tú lo hiciste. Tú me hiciste. Cada enseñanza, cada golpe, cada bala disparada, era para ti.

—Sí, es verdad —aceptó, con el dolor en el pecho que se extendía por su cuerpo. Un dolor más emocional que físico.

Porque realmente había amado al muchacho como si fuera suyo.

Steve se puso de pie. Apuntó el arma hacia Gerard, que le daba una mirada entristecida desde abajo. 

No podía creer que ese hombre, que le había enseñado todo lo que sabía, que lo había cuidado y acompañado durante años, fuera el responsable del giro en su vida. Algo se volvía a apagar en él.

Quería correr, huir de esa oscuridad ya conocida y que no quería que lo envolviera otra vez.

Correr hacia su luz.

A su Aurora.

—¿Hay algo más que no me hayas dicho?

—No lo creo.

—Eso espero.

—¿Puedes responderme una última pregunta?

Steve se le quedó mirando, accediendo a su pedido en silencio, aguardando su pregunta.

—¿Cómo lo supiste?

Se mantuvo estático, manteniendo el arma a la altura de su cabeza. 

Parecía debatirse entre disparar y terminar de una vez con todo o responder. Tomó una decisión. Bajó el arma y buscó algo en el bolsillo interior de su chaqueta. Sacó una fotografía que dejó caer en sus manos. Luego emprendió el camino a la salida, pasando junto a Gerard.

—Si hoy no te mato, es gracias a Aurora. No vuelvas a cruzarte en mi camino o en el de mi familia. No volveré a perdonarte la vida.

—Sé que no sirve de nada lo que te diré. Sólo espero que por todas las veces que te aconsejé con el amor de un padre, me escuches una última vez. —Silencio, pero el grandioso cuerpo detenido que ya estaba a sus espaldas le daba el tiempo para desahogarse—. No hubo día que no me lamentara por lo hecho. Por haber apagado la alegría del joven Steve. Estás decepcionado, dolido y enojado, pero no te aferres a eso. Tienes a una mujer que ha devuelto el brillo a tus ojos. Lo he notado. Sonríes. Ámala y libérate de este peso.

Gerard sintió en la habitación el frío del abandono de aquel hombre que irradiaba poder.

Escuchó cerrarse la puerta. 

Lentamente, bajó sus orbes y detalló la fotografía. Era la escena después del asesinato. En la sala de estar. La habían sacado antes que él y Steve fueran a revisar. Trataba de comprender qué fue lo que lo delató. 

Y lo notó. 

Vio lo que Steve descubrió y lo condenó a él: el reloj de su madre todavía estaba en la mesa de entrada, detrás de un marco fotográfico. 

Steve supo entonces que él lo había tomado en ese momento para montar una gran mentira que duraría demasiado.

Gerard se puso de pie. Sacó despacio todas las impresiones de los Sharpe de las paredes y las llevó hasta la chimenea a gas. La encendió y fue quemando cada hoja. Mientras lo hacía, llegaba a una resolución. 

Se irguió, caminó hasta la biblioteca y tomó la pequeña arma automática. 

Ya no había motivo alguno para vivir. Había sido un asesino la mayor parte de su vida. Pero los últimos años, junto a Steve, que le había enseñado esa profesión, extrañamente, había sido feliz. Ahora no tenía nada a qué aferrarse. 

Levantó su arma hasta su sien y cuando estaba por apretar el gatillo, su mirada se fijó en la foto de Steve y Aurora en una revista, donde se los veía juntos, riendo en un restaurante en Nueva York —el día que fueron a la fiesta en la galería—, y otra foto más grande mostrándolos elegantemente vestidos entrando al evento.

Sólo esperaba que el joven tomara su ruego final y pudiera rehacer su vida. Una vida junto a la mujer que amaba. 

Cerró sus párpados. 

Se le habían grabado los ojos de Aurora. Los ojos color ámbar que mostraba la revista. 

Y haló del gatillo.

***

Steve condujo el Mercedes plateado a gran velocidad hacia Los Hamptons

Repasaba una y otra vez lo ocurrido en la casa de Gerard, el hombre que había querido como a un padre. 

Cuando descubrió que él era el responsable, viendo la fotografía que el agente Webb le había entregado, no lo podía creer. Se había llenado de odio y estaba seguro de que lo iba a matar cuando lo enfrentara. Aurora le había pedido que no lo hiciera, pero él no pudo prometérselo. 

Realmente hubo un momento en que estuvo a punto de disparar. Ahora estaba seguro de que no sería necesario. Lo conocía muy bien y creía que él habría decidió acabar con su propia vida. 

Algo que había dicho Gerard se le quedó en la cabeza por lo que necesitaba pasar por la casa de su padre. Si estaba en lo correcto, sus sospechas quedarían confirmadas. 

Después de más de una hora, frenó a la entrada y tocó timbre. Todavía había luces encendidas en la casa, aunque fuese tarde. El que abrió fue su padre que lo recibió entre sorprendido y sonriente.

—¡Steve, hijo! ¿Está Aurora contigo?

—No —sonrió meciendo la cabeza, olvidando por un momento la oscuridad que lo abrumaba. El hombre ya se había encariñado con su niña—. Estoy yo solo. Lamento decepcionarte, pues tal parece que ya la prefieres a ella.

—Bueno... cómo no preferirla —provocó sonriente—. Es broma hijo. Sabes que nunca me decepcionas.

Esas palabras fueron como bofetadas. No sólo por lo que él era. O había sido... si supiera el secreto de su mejor amigo...

—Lo siento papá. No quería molestarte a esta hora.

—No es molestia. Esta es tu casa. Pasa, estábamos por cenar. ¿Quieres comer algo?

—No gracias —lo tomó por los brazos recordando el motivo de su intempestuosa visita. El tiempo apremiaba—. Papá. Necesito que prestes atención. Es muy importante.

Richard se preocupó reconociendo en el tono de su hijo que algo grave pasaba. 

Steve continuó.

—El día que mamá... —no podía decirlo—. ¿Por qué volviste a casa?

El hombre mayor estaba sorprendido por la pregunta. 

¿A qué venía eso ahora? ¿Por qué tenía que remover el asunto?

—Steve, no sé. No recuerdo.

—Por favor, concéntrate. Es importante.

El padre caminó hasta la sala de estar y se sentó en el cómodo y amplio sillón. Trataba de hacer memoria. 


Él iba caminando por la calle. Le gustaba ir a la oficina paseando. Recordaba que sentía algo de frío durante el primer mes de primavera; y el perfume de la flores. Algo le llamó la atención. ¿Qué había sido? ¿Por qué volvió a la casa? 

La mano. 

¡No! Lo que le había llamado la atención era el maletín. No era el de él. Se había equivocado y se había llevado el de ella. Fue un regalo de Steve. 

Para la navidad anterior les había regalado a cada uno un hermoso maletín de cuero negro. Eran iguales, salvo que en cada broche de cierre tenían grabadas las iniciales de cada uno. 

Él se dio cuenta y resolvió volver a casa a hacer el cambio. Cuando entró, ocurrió la explosión.


—Ya recordé. El maletín. Tenía el maletín de tu madre por error. Ese que nos regalaste.

—Sí, lo recuerdo. ¿Y dónde está?

—Hijo, pasaron diez años. Y no estuve muy bien que digamos como para pensar en eso —colocó una mano en el mentón, masajeándolo al hacer memoria—. Pero creo que podríamos mirar en el ático. Ahí están todas las cosas que sobrevivieron y nos trajimos de la casa de Nueva York.

—Perfecto. Gracias. Yo iré a revisar. Tú cena tranquilo. Gracias, papá.

Subió saltando las escaleras en tres zancadas. Alcanzó el segundo tramo y repitió los saltos.

Cuando llegó al ático, se puso a revisar cuanta caja encontró. Movía algunas con juguetes y recuerdos de su infancia; otras con sus trofeos y medallas de natación, tenis y atletismo. Hasta que dio con la que buscaba. 

Se sentó en el sucio suelo importándole una mierda su traje para revisar el maletín. Miró las iniciales: A.C. ¡Era ese! Lo abrió y sacó todos los papeles. Miró cada libreta y leyó rápidamente la letra de su madre. Hacía tanto que no la veía que eso lo impactó y lo congeló brevemente. Era una letra alargada y aguda, escrita con velocidad durante entrevistas o cuando tenía su torbellino de ideas. 

Inhaló y exhaló profundo para contener la emoción que lo asaltaba. No podía darse el lujo de perderse en los recuerdos.

De repente, sus ojos de detuvieron en una página. Luego releyó varias veces las últimas hojas escritas por su madre. Sintió un golpeó certero en el pecho. 

Steve escuchaba en su mente las palabras que le había dicho Aurora sobre su origen y lo poco que sabía sobre el Centauro y lo que ella había descubierto de Quirón

Siguió hasta que llegó a la última parte. No entendía todo. Eran palabras desordenadas y sueltas, pero algunas estaban remarcadas o resaltadas. El nombre del Doctor Masao Tasukete, el que había creado a Aurora, estaba también anotado. 

No podía creerlo. Su madre, el científico que había creado a Aurora y la mujer que amaba estaban conectados a través del puño y letra de la periodista.

Por lo que entendió, había una fase del proyecto que estaba usando personas en pruebas. Soldados. Que habían desaparecido de centros de veteranos. Y al parecer, la investigadora centró su investigación en ese misterio.  

Tres últimas palabras estaban rodeadas por un círculo. <<Mercenarios. Vender suero>>. 

Junto al nombre de Quirón había nombres desconocidos para él e imaginó que para su niña también. 

El Proyecto Hércules. La misteriosa fase tres.

¡Lo tenía! A su madre la mataron porque lo que estaba haciendo el Dr. Tasukete no sólo estaba acabando con la vida de los soldados, con aprobación del gobierno. De la armada. 

De lograr un suero para mejorar a los combatientes, lo venderían a mercenarios. 

Ella pensaba acusarlos públicamente en un artículo periodístico. Y Gerard había sido el ejecutor para callarla. Otro peón en el mismo juego diabólico del Dr. Meyer.

Juntó todos los papeles y los volvió a meter en el maletín de su madre, el cual tomó como si se tratara de una bomba a punto de estallar.

Bajó del ático y saludó a su padre y a Marsha, que seguían sin comprender lo ocurrido y salió. Subió al vehículo y volvió a su mansión, obligándose a hacerlo a baja velocidad. Aprovechaba el corto trayecto a casa para meditar sobre lo que había descubierto, mirando hacia el asiento que ocupaba el bolso de cuero. 

Dudaba si decirle a Aurora lo del Doctor Tasukete, y el objetivo de su existencia.

En ello se debatió hasta que frenó su vehículo al llegar a su vivienda.

Suspiró, con la resolución firme en su semblante.

Al ingresar, halló a Aurora sentada en la tupida alfombra de la biblioteca, leyendo en voz alta. Andrew, el buen y duro Andrew, hacía de oyente, sentado en uno de los sillones individuales del mismo ambiente. Ella leía una obra de Shakespeare, <<La Fierecilla Domada>>, si no se equivocaba. No creía que a su guardaespaldas le agradara ese tipo de lecturas, pero quién se atrevería a negarle algo a esta criatura divina de ojos dorados. Al menos no era un texto sobre microbiología. O ingeniería genética.

En cuanto lo escucharon llegar, se detuvo y se pusieron de pie. Le causó gracia a Steve notar al alto hombre algo avergonzado por la situación. 

Ella en cambio, caminó hacia Steve y lo besó con suavidad y consuelo. Sabía que venía de ver a Gerard y estaría destrozado. 

Él le devolvió el beso, cerrando sus ojos por un instante para dejarse perder en su sabor dulce, en su fragancia a flores de cerezo y en un mundo en el que sólo eran ellos dos. 

La apartó levemente y la miró. Lo que tenía que decirle iba a dolerle, pero no podía mentirle u ocultarle nada. Le contaría todo lo que había averiguado.

Pero primero, enfocó su atención en Andrew, que había quedado rezagado, simulando ver algo entretenido en sus zapatos, dándole privacidad a la joven pareja.

—Andrew —el asistente cuadró sus hombros como un soldado, aunque jamás hubiera pisado un campo de entrenamiento militar—. Puedes irte. Gracias por quedarte con Aurora. —Aurora y Andrew sonrieron al escucharlo agradecer—. Mañana ve directo a recuperar la caja con las muestras, pero hazlo en un horario concurrido para pasar desapercibido. Llévate el BMW y recuerda cambiar las placas. Sabes qué hacer luego.

—Sí señor Sharpe —afirmó con un cabezazo leve. Dirigiendo una suave sonrisa a la joven, se despidió de ambos.

—Bueno, mi niña, mañana tendremos un problema solucionado. —Su voz estaba quebrada como su corazón—. Sin embargo, hay un tema importante que debemos conversar. Será difícil. Para los dos.

—¿Qué ocurre Steve? Me estás preocupando. ¿Qué pasó con Gerry? —Notó cómo se apretaban los músculos mandibulares del hombre y tensaba su cuerpo—. Tú... —no podía continuar—. Por favor, dime que no lo hiciste —sus ojos se anegaron de lágrimas.

***

Chris Webb estaba en la modesta pero bien equipada cocina de su casa, relajado, sin corbata y con los primeros botones de la camisa desprendidos. Sus mangas arremangadas se afirmaban a sus fuertes antebrazos, dejando visible uno de sus tatuajes en esa zona.

Preparaba su cena con concentración.

Desde que Clare había roto con él, un año atrás, la cocina había sido su escape. Lo disfrutaba y resultó ser muy bueno en ello. Era su cable a tierra. Muchos de sus casos fueron resueltos por alguna revelación que tuvo mientras cocinaba. 

Esta noche sólo pensaba en ella. En Aurora. Desearía estar cocinando para ella. Se la imaginaba sentada en una de las altas sillas de la isla, probando cada cosa que él iba preparando. Conversando sobre el día de cada uno y riendo. Le encantaría escuchar su risa y verla brillar con él.

El timbre de la puerta lo sacó de su ensoñación. 

<<Qué extraño. ¿Quién podría ser a esta hora?>> .

Sacó la comida del fuego y apagó la hornalla. Se aproximó a la puerta tomando su arma, que había dejado en la mesa junto a la entrada y miró por la mirilla. En seguida devolvió la 9 mm a su lugar y abrió la puerta, desconcertado. 

Lo que vio le quitó el aliento. 

Aurora estaba parada en el pórtico, con expresión de súplica en el semblante y marcas de llanto en sus mejillas. Sin embargo nada de eso opacaba su belleza.

—Señorita Aurora. ¿Qué hace aquí?

—Lo siento mucho agente Webb. No sabía a dónde ir o a quién recurrir. ¿Puedo pasar?

—Por supuesto.

Se hizo a un lado y la siguió con la mirada mientras ella entraba con lentitud, como si estuviera dudando de su presencia allí. Cerró rápido la puerta, en un ridículo intento de evitar que cambiara de opinión y se marchara de su casa.

—¿Se encuentra bien? —pregunta estúpida. Nada en ella decía que estaba bien. Se la veía atemorizada.

—Ahora sí —se volvió para mirarlo a la cara—. Ahora que estoy con usted, agente Webb.

—Por favor, Chris.

—Chris —susurró y el agente sintió su cuerpo vibrar hasta sentir la tensión apretarse en sus pantalones. Lo abrazó, apoyando su cabeza en su pecho ancho y fuerte—. Usted tenía razón con respecto a Steve. No era lo que yo creía.

Qué cálido era ese abrazo, aun bajo esas circunstancias. Él la afirmó con sus largos y musculosos brazos. No la dejaría ir. Ese era su lugar.

Ella levantó su cabeza, con un precioso sonrojo en su rostro, y poniéndose en puntas de pie, lo besó con ternura en sus labios. Percibía su aliento a cerezas y los cosquilleos recorrieron a la velocidad de la luz cada centímetro de su piel.

Él correspondió a la dulzura de su boca. Recorrió con su lengua su labio inferior para luego apretarlo entre sus dientes y tirar levemente de él. El gemido que soltó le abrió las puertas a invadir el interior de su cavidad y el roce con su lengua fue el paraíso. Se apretaron con más fuerza, mezclando sus alientos y bebiéndose con desesperación, olvidándose del aire para respirar. La abrazó con mayor intensidad, apoyando sus manos en su espalda. Con ellas casi cubría todo su cuerpo. 

Se separaron, agitados, ruborizados y con las pupilas dilatadas. Tomándola de la mano, con suavidad, en un mudo acuerdo, la hizo ascender hasta su habitación.

Una vez refugiados en su alcoba, le besó el largo cuello mientras que sus nerviosos dedos le desabrochaban el vestido que llevaba puesto al tiempo que ella hacía lo mismo con el resto de los botones de su camisa. Siguió con su cinturón y pantalón, moviendo con ardiente lentitud los dedos en su faena, provocándolo, torturándolo. 

Cuando los dos quedaron desnudos él admiró su majestuoso cuerpo. La luz de los faroles de la calle que entraba por la ventana le daba un brillo mágico. Y sus ojos centelleaban dorados.

Apoyó su enorme palma en el plano vientre y en un gesto delicado y demandante, la llevó contra una pared.

Se arrodilló delante de ella y le fue besando la zona interna de los muslos, en tanto sus manos sujetaban la parte baja de su cintura. Sujetó una de sus piernas y la colgó sobre su hombro, abriéndola para él.

Sus labios fueron en ascenso y su lengua dejaba un rastro abrasador, hasta llegar a su tentador centro. Escuchaba como ella gemía de placer cuando él jugaba con su lengua en su punto más sensible. Tironeaba, succionaba y lamía con hambre. Hambre de ella y de su dulce elixir.

Arqueaba su cuerpo y llevaba su cabeza hacia atrás, aumentando sus gemidos. Se sujetaba de los cortos cabellos castaños claros del agente, enloqueciéndolo hasta el límite, que se embriagaba con la humedad de su intimidad.

La sintió estallar en su boca y la sujetó usando la pared y sus manos ante su debilidad. La bebió por completo, sonriendo para sí contra sus pliegues al sentir los temblores residuales.

Continuó recorriendo su abdomen a los besos y al ponerse de pie, volvió a besarla en la boca, haciéndola probarse. Sus lenguas se entrelazaron en un nuevo baile. Uno suave esa vez. No quería hacer nada que pudiera romper ese hechizo. 

La llevó a la cama y en ella, la recostó debajo suyo. Acarició sus redondos y suaves pechos y jugó con sus pezones entre los dientes, tirando provocativamente de ellos. La joven mantenía la mirada atrapada en él, con sus ojos color ámbar, encendidos como una hoguera en medio de la noche; y una sedosa sonrisa sólo para él.

Podía percibir el calor y la humedad de su entrada cuando se refregó contra ella, a punto de invadirla con su miembro, ansiando alcanzar el paraíso entre sus piernas.


Se despertó de golpe, agitado y sudado con el sonido de la alarma del celular. Qué horrible sonido era. Quería destrozarlo contra la pared. 

Cuando logró apagarlo, se quedó recostado unos minutos en la cama gruñendo molesto, tratando de recuperar su respiración mientras rememoraba el sueño perdido. Uno de una fantasía abrumadora y cruel. Podía jurar haber sentido entre sus dedos la piel de Aurora. Contempló sus manos como si en ellos estuvieran grabadas las caricias no dadas. Pero sí deseadas.

Hasta sus labios cosquilleaban ante el recuerdo fantasma de sus besos y el sabor de su esencia.

Pura fantasía, porque jamás podría conocer ese manjar.

Miró más abajo, a su entrepierna. Maldijo en la soledad de su habitación por el dolor que sentía con su erección. Una extremadamente dura y torturante.

Se sentó en el borde de la cama. A medida que recobraba sus sentidos, esa sensación iba desapareciendo y sus latidos acelerados atenuándose. 

Cómo desearía que no fuera una ilusión. 

Necesitaba una ducha. Una helada para calmar su ardor.

Se encaminó al baño, se desnudó y abrió el grifo de la ducha. Sin esperar a que tomara temperatura, se ubicó debajo de la lluvia, dando un gruñido al sentir el frío sobre su cuerpo. Comprobaba desanimado que la erección seguía erguida, orgullosa y deseosa de la misteriosa muchacha de ojos mágicos.

Aceptando lo inevitable, apoyó una de sus grandes manos sobre la fría cerámica de la regadera y llevó la otra en el cumplimiento de la liberación necesaria, con el rostro de la ninfa detrás de sus retinas.


Finalizado el baño y su dura y extenuante masturbación que no aligeró para nada su frustración, tomó el frasco de aspirinas del botiquín detrás del espejo en un gesto rutinario. Pero se frenó. No le dolía la cabeza. A pesar de haberse despertado de golpe, con el agresivo ruido de la alarma —que generalmente lo ponía de mal humor—, no sentía dolor alguno. 

Se miró al espejo y se tocó la cara, el lado que había acariciado la suave mano de Aurora. Recordando la calidez que había percibido en su tacto el día anterior. 


N/A:

Demasiado para procesar... muchas verdades reveladas o a punto de serlo.

No sé ustedes, pero Chris cada vez me conmueve más. Perdido por un imposible. 

¿Creyeron que Aurora abandonaría a Steve? Jajajaja... noooooo

Menciono a

LeyMaxwell  

KiraBodeguero

Diana_Oro por sumarse y darme su apoyo... escritoras de Wattpad, por lo que recomiendo leer sus historias (son admirables talentos).

Gracias por leer, Demonios!

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