42. Guijarros

42. Guijarros. 

Después de caer agotado en brazos de Aurora tras una nueva entrega de mutua devoción, Steve había dormido profundamente el resto de la noche, recuperándose de la extenuante aventura vivida.

Aurora había pasado las horas de vigilia perdida en cada línea y recoveco del cuerpo del hombre que descansaba plácidamente a su lado. Su masculino rostro siempre rígido se suavizaba y su deliciosa y pecaminosa boca se mantenía apenas abierta.

Sus delicados y ligeros dedos como la brisa, habían estado dibujando sobre cada relieve hasta que cedió al impulso de dejarse caer sobre el ancho y fuerte torso, donde la envolvió su perfume exclusivo amaderado, percibiendo la música lenta de su corazón; y el rítmico subir y bajar de su pecho la acunó hasta dormirse, cayendo en un sueño feliz, junto al hombre que amaba.


Era la primera vez que una mujer lo acompañaba en su propia cama y despertarse con los rayos del sol naciente rodeado de los brazos y piernas de la razón de su nueva existencia hinchó su pecho de una emoción indescriptible.


Desnudos, habían ido al baño y tenido su ducha conjunta. Jadeos, nombres y exigencias por más se perdían bajo el sonido de la intensa lluvia de la regadera. Sus cuerpos húmedos y resbaladizos se sacudieron hasta estallar en millones de estrellas doradas.


Limpio —después de ensuciarse una vez más en la ducha junto a Aurora—, Steve revisaba su cuerpo frente al espejo, cubierto con una toalla en su cadera, posando su mano en los lugares donde había estado marcado hasta una semana atrás. Había convivido tanto tiempo con sus dos cicatrices —la del abdomen y la del hombro—, que nunca realmente se había percatado de su desaparición hasta que descubrió la habilidad de Aurora.  

Sacudió su cabeza, todavía sorprendido por su poder y estiró su brazo para tomar la espuma de afeitar y la pequeña afeitadora.

—¿Qué haces?

Aurora salía de la ducha donde había permanecido unos minutos más, con una toalla rodeando su pecho y otra con la que se secaba su corto cabello.

Qué rara felicidad lo embargaba esa imagen que le hacía saltar un latido a su corazón. Nunca una mujer había estado en su casa, mucho menos en su alcoba o se hubiera adueñado de su cuarto de baño. 

Quería más escenas familiares como esa. 

Una vida de ellas.

La quería a ella, para siempre.

Sonrió como un estúpido enamorado.

—Me afeitaré.

—¿Lo haces cada mañana?

—Así es —se irguió al ver que la muchacha se sentaba sobre el gran lavamanos doble de mármol, contemplándolo con curiosidad—. Imagino que nunca viste a un hombre afeitarse.

—No he visto prácticamente nada que no sea un bosque, las cuatro paredes de una habitación de un barco y esta mansión. Exceptuando mi breve recorrido por Nueva York. 

—Bueno, no es muy diferente a afeitarte las piernas o depilarte —comentó, pasando una de sus manos por la suave piel dorada de su pantorrilla.

Ella lo miró extrañada, frunciendo su ceño.

—¿Afeitarme las piernas o depilarme? Nunca he hecho eso —se encogió de hombros—. No lo necesito.

—Esa es una ventaja envidiable.

Cada minuto resolvía un nuevo misterio.

—Bueno, esto no es lo más fascinante del mundo, pero puedes verme.

—Todo en ti me fascina —respondió mordiendo su labio y sonrojándose.

—Adorable mi niña —la besó, atrapando con sus dientes ese labio tentador que tanto había deseado por una semana. Tiró de él hasta liberarlo, escuchando el jadeo de su dueña.

—¿Puedo ayudarte?

—Bueno... —Tenía sus ojos abiertos en una enorme súplica—. Muy bien. Pon la espuma en tu mano y pásala por mi rostro y cuello.

Desde su posición sentada a un lado del alto hombre, siguió las instrucciones. Le gustaba el olor fresco y mentolado del suave producto. 

—Ahora, entrégame la afeitadora, por favor —remarcó las últimas dos palabras. Ella rio bajito.

Con el objeto en la mano, inició el proceso de eliminación del vello facial de arriba a abajo frente a la hipnotizada joven. Al llegar a la mitad de su cara y ante la atenta mirada de Aurora, se detuvo.

—¿Quieres continuar tú?

—¿En serio? —Su rostro se iluminó y sus labios se estiraron en una gigante sonrisa—. ¿Confías en mí?

—Con mi vida, mi niña.

Lo besó. Con fuerza por semejante declaración, manchándose de la blanca espuma que Steve eliminó pasando su mano. 

Se acomodó delante de Steve, abriendo sus piernas y recibiéndolo entre ellas.

Hizo el relevo de la afeitadora y aprovechando la liberación de sus manos estas se acomodaron sobre los firmes muslos de la joven, rozando con sus pulgares la tierna carne del interior.

Imitó cada movimiento que había hecho el hombre, con sumo cuidado. Se concentraba, apretando su labio con sus dientes ante cada pasada hasta completar la tarea, limpiando el resto con una pequeña toalla. 

Sintiéndose orgullosa, aplaudió su desempeño a modo de festejo.

Steve se observó en el espejo, comprobando el impecable resultado mientras pasaba su mano por su rostro.

—Excelente trabajo. Creo que mereces un premio por tan buena labor.

—¿Cuál sería ese premio?

Como respuesta, atrajo más hacia él el cuerpo de la mujer, provocando el choque de sus intimidades cubiertas por las toallas. No había nada más que decir. Él le quitó la tela que cubría su cuerpo y ella dejó caer la que él llevaba colgada de la cadera y sin demora, sus cuerpos encajaron uno dentro del otro una vez más.

***

Fueron hasta la gran propiedad del mayor de los Sharpe en un Aston Martin temprano por la mañana, conducido por Steve. El trayecto duró unos pocos minutos. 

Era la segunda vez que salía de la mansión en vehículo. La primera, terminó de una manera desastrosa. Ahora sabía exactamente a dónde iban y ansiaba volver a ver al maduro Sharpe.

Steve manejaba apoyando una mano sobre la pierna de Aurora. Y ella disfrutaba ese contacto con cierto toque posesivo.

Miraba el perfecto perfil del concentrado hombre que cada tanto chocaba su azul profundo con su dorado, para regalarle un guiño cómplice. Estaba embelesada por su majestuosidad, sintiéndose feliz ante el comienzo de una nueva vida al lado de Steve. 


Se detuvieron a la entrada de una preciosa casa, frente al mar. Salieron del auto y él se adelantó, guiando el camino. 

Ella quedó algo rezagada, observando el paisaje marítimo, orientando la vista hacia el lado del que habían venido. Reconociendo el recorrido por la playa que había realizado por la madrugada del día anterior, hasta llegar a la vivienda, cuando había descubierto quién era su habitante y tuvo la esperanza de poder darle un último regalo a Steve.

De repente, los nervios la embargaron y se sintió hundir en el suelo. Estaba por enfrentar a un hombre que ella había traído del umbral de la muerte y temía que la rechazara por ser un fenómeno. Porque no cabía dudas que Richard podría sumar dos más dos y relacionar su encuentro anterior con su asombrosa salvación.

Volvió sus ojos hacia la entrada, hacia Steve, que subía por la escalinata que daba al pórtico, cuando la puerta se abrió de golpe. 

Esta vez, el rubio estaba preparado para el recibimiento y saltó los últimos escalones hasta alcanzar a su padre en un abrazo.

—¡Muchacho!

—Te prometí que volvería pronto. Y con un milagro... —se volteó hacia Aurora, que había quedado en los primeros escalones, y frunció su entrecejo al verla morderse el labio inferior con ansiedad. Sus ojos parecían estar a punto de volverse lágrimas y sus manos se apretaban sobre su regazo. La luz se hizo en su mente, creyendo comprender lo que angustiaba a su niña. Lentamente, descendió lo suficiente para que lo mirase a él, y le entregó una sonrisa tranquilizadora, logrando infundirle seguridad—. Papá, quiero presentarte a alguien —la tomó de la mano y agregó—. Ella es Aurora, la mujer que amo.

<<La mujer que amo>>.

Todo lo demás desapareció para ella.

Era la primera vez que Steve usaba esas palabras delante de alguien más que Aurora. Y que fueran dirigidas a su padre, la hizo inmensamente feliz. Se sentía importante por fin, en la vida del hombre que la sostenía.

Ella subió los peldaños que la separaban de los hombres, con la gruesa voz repitiéndose en su interior.

—Pero si es el ángel. Mi amuleto de la suerte —la tomó de las manos, besándola en ambas mejillas. Aurora sintió que el aire volvía a ella y su rostro se iluminó—. ¡Qué alegría volver a verte pequeña! ¡Y junto a mi hijo! —Volviendo su atención a su hijo, le reclamó, con un guiño y una sonrisa—. Ayer no me dijiste nada de esto, Steve. Te lo tenías bien guardado, ¿eh? Pero pasen, pasen, tomemos algo en la terraza trasera. La vista hacia el mar está más gloriosa que nunca.

Esta vez, estaban los tres en la terraza tomando té. Cada uno reflexionaba sobre el día anterior y el encuentro por separado en aquel mismo lugar. Sólo veinticuatro horas los separaban, pero era un mundo de diferencia. 

Fue el padre el que comenzó a hablar.

—Así que, Aurora, ¿eh? Y mi hijo. No puedo creer que tú, mi pequeño ángel y mi hijo estén juntos. ¿Sabías ayer quién era yo?

—No señor —respondió con timidez—. Llegué por casualidad. Sólo estaba caminando por la playa —bajó la mirada hacia su taza al sentir el reciente dolor todavía en su pecho.

Ante estas palabras, Steve, sintiéndose nuevamente culpable, acarició con su fuerte mano la espalda de Aurora y la observó con remordimiento, cruzando miradas cuando ella levantó la vista hacia él. Ella le apretó la rodilla por debajo de la mesa, a modo de consuelo. 

Richard se percató de ambos gestos y sonrió.

—Por favor, niña, soy Richard —sonrió con compasión al recordar el estado en que la había visto en su primer encuentro—. Tal vez habría algún problema en el paraíso. Me alegro de que todo esté mejor —guiñó un ojo con picardía, a lo que ambos jóvenes respondieron sonrojándose.

Tenía un buen presentimiento sobre la pareja, que a pesar de tener una semana de relación, algo le indicaba que eran perfectos el uno para el otro. Después de todo, él y su esposa, Audrey, habían conocido el amor de forma inmediata. Y que su hijo, el cual durante diez años no había mostrado interés en nadie, dijera con seguridad que amaba a la joven, le hacía creer que no habría cedido ante cualquier persona.

Mil ideas pasaban por su cabeza. 

El antiguo periodista en él quería descubrir todo sobre la misteriosa muchacha, pero la felicidad de tener a su hijo acompañado por su ángel, lo hacía pensar sólo en que por fin, la familia Sharpe hallaría algo de paz. El periodista se combinaría con el padre. 

—¿Cómo se conocieron?

—Un conocido nos presentó. —Fue Steve quien respondió. Creía que la apreciación era bastante acertada. Después de todo, Anatoli era un conocido, uno desagradable, y de alguna forma, él se la había revelado, a través de su guardaespaldas Yuri, a Andrew—. Llegó de Japón poco antes de mi último cumpleaños, donde vivió casi toda su vida.

—Japón... —murmuró Richard. Estaba sorprendido.

Aurora había mirado a Steve cuando este contestó y aceptó su respuesta en un silencioso acuerdo. Comprendía perfectamente que a partir de ese momento, al volverse parte de la vida real del hombre que amaba, tendrían que reescribir algunas partes de sus propias vidas.

Charlaron por horas, alcanzando el almuerzo, contando anécdotas de juventud de Steve. Muchas situaciones vergonzosas que le pusieron las mejillas de un color rojo furioso, asombrando a Aurora con esa imagen tan humana del que siempre se mostraba imperturbable. 

Hacía tanto tiempo que no reía así. Estaba irreconocible. 

Antes de partir a la casa de Steve, pasearon juntos a orillas del mar, bajo el sol que brillaba en lo alto en el cálido día de verano.

—Espero que pronto podamos sumar integrantes a esta familia, para jugar en la playa, como cuando eras un niño.

Aurora y Steve se miraron, incómodos. 

Eso no estaba en sus planes.

***

En el viaje de vuelta, ambos venían ensimismados en un incómodo y tenso silencio. Hasta que Steve necesitó romperlo.

—¿Qué ocurre? ¿Todo bien? Estás muy callada desde que salimos de la casa.

—Lo siento. Es algo que dijo tu padre.

—Espero que no te haya hecho cambiar de opinión sobre mí con todas sus historias —bromeó torpemente.

—No, no es eso —intentó sonreír, pero sin éxito—. Algo sobre jugar son sus nietos en la playa.

Sin esperárselo ninguno de los dos, la muchacha comenzó a llorar. 

Steve, confundido ante el repentino cambio, estacionó el vehículo en la banquina para poder consolarla. 

La tomó con ligereza, sentándola de lado sobre su regazo y la abrazó con fuerza hasta que pudo continuar explicándose desde su refugio. 

—Yo no puedo concebir —gimoteó entre hipidos, empuñando su camisa—. El doctor Masao me hizo estéril. Creo que en el fondo temía algo en mí y pensaba que sería mejor que una mutante no se reprodujera —guardó silencio. Añadió, en un susurro, a modo de disculpas, escondiendo su rostro en el hueco del perfumado cuello de Steve—. Lo siento. Puedo hacer tantas cosas, pero no lo que una mujer debería.

Steve negó, apresurado.

—No lo sientas —le acarició las mejillas tratando de secar sus lágrimas con sus pulgares cuando la alejó lo suficiente para encararla. A continuación, habló como descubriendo un profundo secreto—. Yo tampoco puedo tener hijos.

Lo miró con los ojos abiertos, sin comprender.

—Me hice una vasectomía hace mucho tiempo. Yo decidí que un asesino no merecía tener hijos —la tomó por la barbilla y afirmó su cabeza hacia él—. Escúchame bien. Yo elegí. Tú no tuviste esa opción. Te la quitaron. Pero eso no nos hace menos hombre o mujer. Eso no nos define. Además, de querer tener hijos, hoy tenemos otras opciones. Las familias se conforman de muchas maneras.

—Ahora entiendo... 

—¿Qué cosa?

—Por qué nunca te cuidas cuando intimamos. ¿Era igual con otras mujeres?

—Uso protección para evitar enfermedades, o cualquier rastro que pudiera delatarme cuando estaba en un encargo, salvo con dos amantes con las que no hacía falta. Gabrielle es una de ellas. Contigo, averigüé tu condición de salud antes.

—¿Quieres saber qué pensé que querías que hiciera para ti? ¿Cuál era el trabajo? —Steve asintió, frunciendo el ceño—. Pensé que deseabas que tuviera un bebé. Esa idea me devastó porque creí que te iba a decepcionar cuando te enteraras.

—Nada en ti me podría decepcionar. Además, ¿crees que hubiera sido tan imprudente en dejar embarazada a una desconocida?

—No había nada natural en todo lo que hicimos desde el principio. Miles de opciones de por qué estaba en tu casa pasaron por mi cabeza. Hasta llegué a creer que en realidad eras parte de Centauro.

La besó suavemente por todo el rostro, terminando con un largo beso en los labios. Luego se detuvo y guardó silencio por un momento, con gesto de duda.

—¿Quieres tener hijos? —indagó Steve.

—Por ahora, sólo te quiero a ti. A nadie más. Pero no quiero romperle el corazón a tu papá, que se ilusiona con los nietos.

—Lo siento por él, porque yo también te quiero sólo para mí. Y si eso es todo, celebremos la salud de mi padre. —Se acomodaron en sus asientos, sintiéndose más ligeros—. Sabes, todavía no sé cómo lo hiciste... ¿puedes explicarme? Comprendo cuando hacemos el amor y la luz que brilla en nosotros me regenera. Pero, con él, ¿cómo fue?

—El objetivo del doctor era que mi sangre se usara para curar enfermedades. Pero no logró aprovecharlo.

—Lo sé.

—¿Cómo lo sabes?

—La muestra que te tomé —ella clavó sus ojos en los de él—. Lo siento. No fui sincero contigo. Cuando supe de tu condición, pensé inmediatamente en mi padre. Imaginé poder usar tu plasma como cura. Por eso pagué lo que pagué a Arata. Ese era mi objetivo al traerte a casa.

Había pagado por una fórmula que salvara a su padre, pero había encontrado su propia salvación en los brazos de la muchacha que lo observaba. No. La salvación había estado en esos magnéticos ojos ambarinos, que lo habían atrapado con su fuerza gravitacional.

—Pero no resultó. Destruía cada muestra.

—¡Así es! Exacto. Me sorprendes. No se pudo aprovechar y deseché la idea. Unos días atrás pensaba que pronto estaría despidiéndome de él. Hoy, me alegro de contarle que amo a alguien como él amó a mi madre. Fue ese día, el que me desbordé y dije lo que dije cuando supe que era imposible. 

La joven mágica asintió y sonrió con alegría.

Prosiguió con su explicación.

—Como te dije, curar era el propósito del doctor al crearme, al menos es lo que me dijo. —Todavía mantenía sus dudas—. Pero se decepcionó cuando comprobó que mi ADN perfecto, destruía cualquier ADN ajeno, no sólo aquellas mutaciones que provocasen enfermedades. Noté esa decepción y decidí controlar mis propias mutaciones de recuperación. A través del contacto directo, puedo ayudar a sanar a otros. Y lo único que sienten es calor en la zona del contacto y algo de brillo.

—No sabía que se podía hacer eso.

—Sólo yo puedo hacerlo. Lamento no haber podido decírtelo. Tenía miedo de que te asustaras o me despreciaras. Como hicieron en el barco —hizo una pausa—. O cómo me miraste en el parque.

—Qué idiota fui. Lo siento. Lo siento tanto mi niña —tomó su mano y besó su dorso—. Prometo que no volveré a decepcionarte. Eres lo mejor de mi vida.

—Ya está olvidado. Ahora, ya sabes todo sobre mí. No hay mucho más —lo miró con extrañeza—. Por cierto, no sabía que tuvieras conocimiento de genética.

—No los tengo. Mandé tu sangre a una genetista, que es la que investigaba de forma privada.

El rostro de Aurora se contorsionó en un gesto de terror y la sombra del Centauro galopó delante de ella.

—¡No puede ser! ¡Nadie puede saber de esto! Los de Quirón pueden enterarse y de seguro harían cualquier cosa por tener mi sangre.

—No te preocupes. La doctora Kane es muy discreta. —Doctora que trabajaba para el mismo laboratorio y eso le hizo escuchar una alarma en su cabeza, pero que prefirió no compartir con la joven. En su lugar, sonrió tratando de infundirle cierta seguridad—. Nadie sabrá nunca sobre tu sangre. Además, al no tener los resultados deseados, no se continuó con el proyecto. Lo cancelaré en cuanto lleguemos a casa. Tu secreto está a salvo conmigo.

Eso es lo que esperaba con todas sus fuerzas, porque si por su obsesión llegaba a poner en peligro a Aurora, no se lo perdonaría jamás. Arrancó inmediatamente el vehículo y reiniciaron el viaje a la mansión. En un intento por retomar la alegría anterior, acarició la pierna de la joven y le sonrió, aunque no la sentía real. Sin embargo, ella respondió con un suspiro y otra sonrisa de esperanza.

—Todo estará bien. Sólo pensemos en nosotros ahora —subió su mano a la mejilla de Aurora y se la rozó con delicadeza. 

Todo tenía que salir bien.

***

Desde temprano, Chris había estado revisando todo lo concerniente a Steve Sharpe, accediendo al caso del asesinato de su madre.

Había hablado con su propia madre desde el vehículo mientras iba a la oficina y, aunque creyó confirmar las sospechas de su hermana ante las evasivas de la mujer, no pudo concretar nada y tuvo que confiar en las palabras de despreocupación que le había dado antes de terminar la conversación. 

Si bien había mantenido la charla dando vueltas en su mente, al llegar al buró, su atención se concentró en el caso que tenía en manos. 

Revisó cada parte del expediente. Las primeras teorías erradas, los análisis, resultados de autopsia y fotografías. Una explosión había matado a la mujer y si bien habían creído que había sido una fuga de gas, posteriores investigaciones y la aparición del reloj de ella en una tienda de empeño llevó a los investigadores a considerarlo un asesinato por un robo frustrado. 

Otro reloj delator.

No pudieron apresar al supuesto homicida porque fue hallado muerto poco tiempo después. Golpeado y degollado. ¿Habría sido su primera víctima? Si había vengado a su madre, ¿por qué continuó con los asesinatos?

No tenía duda alguna que ese había sido el detonante que lo había vuelto lo que hoy era, sin olvidar que su padre había quedado minusválido. Información que obtuvo gracias a intensas pesquisas, porque no era conocida la situación del hombre. Y lo que confirmó su teoría de ser su asesino, fue el nombre de soltera de su madre. Audrey Callen. A.C. Cada trabajo lo firmaba con sus iniciales, como si quisiera vengar su muerte con cada blanco. En América y en otras partes del mundo, como lo atestiguaban los informes que INTERPOL le había enviado y que gracias al agente habían relacionado por primera vez con diferentes asesinatos.

Buscó también en internet la información aportada por las noticias. En algunas fotografías hechas por los reporteros, se veía a un veinteañero Steve, junto a un alto y maduro hombre, en la escena del crimen. Seguramente, habrían tenido algún contacto que les habilitó la posibilidad de acceder a la misma.

Se quedó pensativo, con la mirada perdida más allá de su computadora. 

Estaba seguro de haber encontrado al responsable de las muertes que el agente llevaba investigando los últimos años. Cada foto obtenida de los alrededores de todos los casos, incluyendo el de Arata Yoshida y los días previos a la fiesta en la galería del francés —lo que confirmaba su teoría de que allí había estado su último blanco—, mostraba al hombre de espaldas y con gorra, usando el reloj más caro que había visto en su vida. Si bien las medidas concordaban con las de Steve Sharpe, no creía que fuera suficiente para acusarlo. Tendría que dar por cerrado el expediente, sin resolución y sin poder conseguir que le devolvieran el caso de la muchachas. 

Sin embargo, se sentía satisfecho de haberlo resuelto. 

Pensó en su antiguo compañero y mentor, el agente especial Whitaker, que había confiado en él para resolver el caso en el que habían trabajo juntos hasta su retiro. Gracias a él, que convenció a su superior, mantuvo el liderazgo a pesar de tener veintinueve años. Un dejo de culpa lo atacó. Si bien creía que lo tenía zanjado, para todos los demás, había decepcionado a su mentor.

Abrió el dossier que contenía todas las fotos que había revisado en su casa la noche anterior y tomó las únicas que le interesaban. 

No había podido dejar de pensar en esos ojos ambarinos que se habían apoderado de su alma. Alternaba su atención entre la imagen de la mujer seductora entrando a la gala, envidiando la mano que acariciaba su espalda baja y aquella en la que se la veía con dolor y tristeza en su semblante, como una niña desamparada. 

Distraído entre una fotografía y la otra, algo en el fondo de su mente quería aflorar. No sabía bien qué era. Se relacionaba con lo que había leído sobre el caso de la madre de Sharpe, pero se le escapaba. 

Retomó las fotos de la escena, donde se veían los restos destruidos de la casa. Era la sala contigua a la cocina, de donde había provenido la explosión. Y miraba también al joven Steve, en las noticias, retratándolo desde lejos. A la distancia del perímetro policial. 

Estaba de pie en el mismo lugar con la mirada perdida y cargada de desolación. 

¿Qué era lo que le llamaba la atención? ¿Por qué el observar la foto de él y Aurora, entrando en la galería, había desencadenado algo en él? Perdió su mirada en el reloj del billonario. 

El elemento clave para identificarlo. 

Entonces lo vio. Se dio cuenta lo que su subconsciente había notado y recién ahora lo alcanzaba completamente a comprender. Retomó las fotografías del expediente. Las comparó entre sí, analizando la hora de sus respectivas capturas, y en cuanto lo notó, abrió muy grande sus ojos claros. 

Habían estado equivocados. Todos. Los investigadores, él, Steve. Dudaba de si debía compartir su hallazgo. Y de hacerlo, ¿a quién se lo diría? El caso estaba cerrado. No tenía sentido hablar con los detectives. 

Fijó su mirada en la foto de Steve y Aurora. La cabeza le estaba doliendo, pero no le prestaba atención. 

Tomó una decisión. Sharpe le había dado la posibilidad de rescatar del buque a las chicas raptadas. Aunque ahora el agente Phil estuviera a cargo —situación que esperaba cambiar dentro de poco después del pedido a su jefe de compartir el caso—, ya que ese rescate significó mucho para Chris Webb al salvarlas a todas ella. 

Lo pensó un poco. 

Debía reconocer que el que las salvó fue el mismo que asesinó a golpes a Yoshida. Pero ante la ley, Chris también había contribuido en socorrerlas. 

Ese sentimiento de complicidad, hizo que despertara en él la necesidad de enseñarle a su némesis su descubrimiento. Uno, que tal vez lo destruiría, pero que debía saber lo antes posible. 

Tomó velozmente la fotografía del reporte forense. 

Se puso de pie y colocándose la chaqueta del traje, fue tomando algunas de las otras fotos que iba a necesitar. 

Se detuvo acariciando la de la bella Aurora. De repente, sintió cosquillas en el estómago. ¿La vería? ¿Podría estar cerca de ella? 

Sin mediar palabra, caminó con ansiedad hasta el elevador y abandonó las oficinas del FBI.

***

Era extraño. No lograba comunicarse con la doctora Lucy Kane. 

No le dejaba mensajes —aun siendo un teléfono imposible de rastrear—, por lo que volvería a intentar más tarde. 

Dejó el smartphone sobre su escritorio, manteniendo la mirada perdida en la playa, que se visualizaba a través del ventanal de su despacho, tras el muro que limitaba su propiedad.

El mensaje de la científica le resultaba poco habitual. Nunca le había devuelto las muestras antes. Aunque en aquella oportunidad, era justo lo que necesitaba y el motivo por el que trataba de comunicarse con ella. Pero se le había adelantado convenientemente, pues la muestra de Aurora no debía caer en manos que no fueran las suyas.

Sin embargo, no podía vencer cierto temor que helaba su pecho. Su intuición quería advertirle algo que no alcanzaba a ver con claridad.

Pensaba en la reacción de Aurora cuando supo que alguien más tenía su sangre y si el Centauro estaría detrás del silencio de la doctora. Quien la había estudiado. 

¿Habría cometido un error que pondría en peligro al amor de su vida? Esperaba poder remediarlo a tiempo.

Se golpeaba mentalmente por su distracción. Generalmente él revisaba cada noche el teléfono que recibía los mensajes exclusivos de la doctora Kane, pero la noche en que le había dejado el audio había sido la anterior a la gala en su mansión y todo lo que había ocurrido con Aurora lo había alejado de su rutina. De hecho, las siguientes tres noches no las había pasado en su alcoba, olvidándose por completo de la genetista. Además, la última vez que había oído de ella había sido nefasto para él.

Lo que debía hacer a continuación era encargarle la tarea a Andrew de ir a recoger la caja con la quimérica sangre. Tarea que le solicitaría para el día siguiente siendo ya tarde para conducir dos horas de ida a la ciudad y dos de vuelta.


Al tiempo que Steve meditaba sobre estas cuestiones en su despacho, preocupado, Aurora, por el contrario, no dejaba de pensar en lo feliz que estaba. Nada podía ser mejor que esa sensación, que no se opacaba ni siquiera por saber que su sangre estaba en manos de una científica. Confiaba en que el hombre podría solucionar todo y borrar cualquier rastro de ella. 

Sólo ocupaba su mente el final del día anterior, después de su desventura en la ciudad de Nueva York. 

El señor Steve, no, sólo Steve a partir de ahora, había vuelto. 

A ella. 

La amaba. 

A pesar de lo que era. La amaba. 

Y la mejor parte era haber podido confesarle lo que tanto había temido. Era cierto que su temor de ser rechazada, de que la vieran como un monstruo, fue real. Por un día. Pero las personas necesitan tiempo. Y con ese tiempo, él descubrió lo que realmente sentía por ella. 

Por fin, todo estaba en orden. 

Ahora jugaba en la arena, con los pies descalzos, lanzando piedras sobre las calmas aguas del mar.

Mientras Aurora disfrutaba, sintiéndose la mujer más afortunada del mundo, un hombre se acercó a ella. Venía caminando por la orilla, sobre la arena húmeda. 

No se preocupó en un principio. Podría ser cualquiera que estuviera paseando, pero entonces, algo le llamó la atención. Algo que hizo que desconfiara de él. Su ropa no parecía la de alguien que salía a caminar por la playa. Estaba de traje oscuro, con corbata negra y zapatos. 

El alto hombre se detuvo a su lado. 

Seguía sin gustarle los extraños, aunque fueran tan atractivos como aquel. Así que lo miró con recelo levantando su cabeza. Él, en cambio, cuando se paró a un metro de ella, se agachó a tomar una piedra plana entre la arena y cuando se irguió, le mostró una hermosa sonrisa. 

Esa sonrisa clara y sincera le agradó a la joven, que lo miró con otros ojos.


Por fin la tenía de frente. Las fotografías, que había observado durante incontables horas, no le hacían justicia. No había podido apreciar la verdadera belleza de esos ojos color ámbar. Era increíblemente hermosa. Sublime.

Mientras se acercaba notó su cuerpo grácil moviéndose como una bailarina, corriendo, girando y lanzando piedras que levantaba de la arena, hacia el mar. Maldita la suerte de algunos, que podían tener entre sus brazos a una criatura como aquella. Él sólo pensaba lo que podría ser sentir el calor de sus labios y el perfume de su piel.

Perfume que en la cercanía aspiraba con avaricia, robándole cada gramo para resguardarlo en su memoria.

—Lanza muy bien —dijo el hombre con voz gruesa, que jugaba con la piedra, tirándosela de forma repetida a la misma mano—. ¿Sabe cómo hacer para que salte en el agua?

—No sé qué es eso —negó ella con la cabeza.

—Déjeme que le muestre.

Se colocó de frente al mar. Volvió a lanzarse el pequeño elemento. Se perfiló y con un gesto de la mano, lanzó el guijarro hacia el mar, logrando que rebotara sobre la superficie del agua cuatro veces hasta que se hundió.

Los orbes de ella brillaron. Había captado su atención.

—¿Cómo hizo eso? —Clavó sus ojos ambarinos en sus ojos azul claro—. Enséñeme, por favor. 

El tono que usó lo conquistó. Con esa misma voz, podría pedirle que fuera al infierno y lo haría sin dudarlo. Estuvo a punto de perder la compostura y besarla.

—Cómo podría negarme —buscó otra piedra elipsoide y explicó—. La altura del lanzamiento deber ser tan baja como pueda y ubique el objeto entre la yemas del pulgar y el índice, —acompañaba las indicaciones con los gestos correspondientes. A Aurora le gustó su tono profundo al explicar, como un experto y paciente profesor—, tratando que viaje de forma paralela a la superficie del agua. Lo ideal es lograr que rote sobre el eje vertical —hizo otro lanzamiento, a modo de demostración. Otros cuatro impactos.

—Creo que lo entendí —buscó una piedra e imitó el gesto a la perfección. Pero se hundió al primer contacto.

La cara de desilusión lo enterneció. Él se agachó y buscó un par más de guijarros.

—Tome. Pruebe con esta. Es mejor usar un disco plano, que permita el rebote en el agua.

Capturó su mano en la suya, para entregarle el bendito objeto que le permitía tener una excusa para tocarla. El contacto con su suave piel lo estremeció. No quería dejar de sostenerla, aprovechando la proximidad con su cuerpo para asimilar a perpetuidad cada centímetro.

Entonces, ella quitó su mano y él reaccionó, dándole espacio para que se perfilara y ejecutara el nuevo intento. 

Logró seis rebotes. 

Saltó de alegría.

—¡Lo logré! —giró hacia él, con los ojos brillando de orgullo—. ¿Lo vio?

—Cada segundo. Bien hecho Aurora.


N/A:

Capítulo con de todo un poco... 

Aurora conoció formalmente a su suegro.

Steve está preocupado porque la Dra. Kane no responde.

Chris encontró algo sobre el pasado de Steve... ¿Qué será? 

¿Y esa última escena? ¡AHHHHHHHHH... me emocionó!

¿A ustedes? ¿Cómo reaccionará Aurora?

Comenten y vote, por favor.

Gracias por leer, Demonios!


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