40. ¿Amigos?

40. ¿Amigos?

Estaba sentada sobre la arena. Con las rodillas flexionadas y sus brazos apoyados sobre ellas. Mirando el horizonte. Se dejaba hipnotizar por las olas del mar, ignorando todo lo que la rodeaba. 

Era la única manera de que su mente quedara en blanco para darle un descanso y aquietar sus pensamientos, que lo único que habían estado haciendo desde la noche anterior, era repasar todo lo ocurrido. 

Le destrozaba recordar la mirada de espanto y desprecio que el señor Steve le había entregado cuando ella le confesó lo que era. Esa mirada se sintió como puñales en el corazón. Creyó que ya no lo vería más y se estaba despidiendo de los días más felices de su vida. Hasta que se encontró con Andrew en la playa. 

Él le había indicado que no se fuera, pero ella no albergaba esperanzas de que el hombre que amaba pudiera perdonarla por engañarlo, o por ser lo que era. Suponía que el señor Steve quería controlarla una última vez dándole la maldita casa lejos de él y el indeseado dinero según el trato pactado en su primera noche.

Imaginaba que su huida le molestaba al hombre dominante, y que este sólo estaba afirmando una vez más su poder sobre ella.

Mientras ella sólo quería darle un último regalo a la persona que la había liberado y dado una nueva existencia. 

Eso tal vez aumentaría el desprecio hacia su mutante condición, pero necesitaba explicarle que había comprendido por qué estaba tan herido. No podría devolverle a su madre, pero a su padre, lo acababa de salvar, para él. 

Por él. 

Por eso había emprendido el regreso donde se topó con el gigante de piel oscura.

Con eso, ansiaba con todo su corazón, que el señor Steve volviera a ser feliz. Como el niño de la fotografía. Aunque ella no pudiera seguir en su vida como testigo de esa felicidad.

De repente, Aurora percibió pasos en la arena. Imaginó que sería Andrew, fiscalizando que no escapara otra vez. No tenía intención de hacerlo. No hasta compartir su obsequio. Seguramente, el último.

Pero lo que vio de reojo fue el pantalón elegante y los zapatos caros del señor Steve. Y el aroma que tanto conocía se lo confirmó, haciéndola estremecer. Levantó la cabeza. ¡Definitivamente era él! Había vuelto. Lucía perfecto. Como siempre. Con su cabello peinado hacia atrás, lacio y rubio más oscurecido por la humedad que le hacía creer que se había duchado recién.

Este se sentó a su lado ante la atónita mirada de la joven, que apartó enseguida por temor a enfrentarse a sus ojos azules oscuros llenos de rencor. 

Su corazón comenzó a golpearla con tanta fuerza que creyó que la delataría ante el hombre.

Aurora estaba entre atemorizada y feliz, pero no se atrevía a moverse o a decir palabra. 

Ambos se quedaron en silencio, con la mirada perdida a lo lejos. 

No sabía qué pasaba por su cabeza. ¿Todavía estaría molesto? ¿La rechazaría? ¿Venía tan sólo a confirmar que no la quería ver más? 

Deseaba contarle lo que había hecho, pero no se atrevía a hablar.

En cambio, se dedicada a absorber cada gramo del perfume masculino que la volvía gelatina, resguardando para siempre su último momento juntos.

El silencio fue interrumpido por él.

—¿Me perdonas?

El mundo se detuvo por lo que pareció una eternidad. 

Aurora se sorprendió del tono empleado. Parecía mortificado y no estaba enojado. Al menos, no con ella. Y con esa pregunta, su cuerpo se relajó y creyó que volvería a llorar. 

No parecía ser una despedida.

—Señor Steve, yo soy la que debe pedir perdón. Lo decepcioné y le oculté la verdad. No puedo evitar ser una mutante, pero debe saber que lo que siento por usted es real y no una manipulación.

—Es por eso por lo que te pido perdón, por ser el idiota más grande del mundo. Un idiota y ciego. Yo fui el que te manipuló, engañándote para hacer cosas cuya finalidad nunca te revelé.

Él le pedía disculpas y eso la enterneció. 

Toda la tensión de las últimas horas quería desbordarse como si fuera un dique a punto de reventar. 

—Estoy segura de que hay mayores idiotas en este mundo. O al menos, están cabeza a cabeza —sonrió y él le devolvió el gesto. Eso la hizo lanzarse sobre Steve, rodeando su cuello con sus largos, delgados y definidos brazos—. ¡Claro que lo perdono señor Steve! Si promete que nunca, nunca jamás volverá a desaparecer sin decirme una palabra.

—Lo prometo. ¿Amigos?

—¡Amigos! —Su sonrisa no le cabía en su magnífico rostro.

Verla feliz le hacía sentir que el corazón no cabía en su pecho.

Definitivamente, no la merecía. No merecía ser perdonado tan fácilmente. Pero al parecer, la inocencia de su niña no conocía de rencor.

—Los amigos se llaman por su nombre. No seré más el señor Steve para ti. Sólo Steve.

—Steve —moduló lentamente.

Lo dijo con tal dulzura, que nunca había sonado tan bien su nombre. Escucharlo de sus labios le derritió el alma. Una que acababa de reencontrar en él.

Apoyó sus grandes manos sobre los brazos de ella.

—Dilo de nuevo —seguía el movimiento de sus labios, esperando ver formarse las letras desde esa boca de cereza que lo volvía loco.

—Steve —susurró. Sus ojos brillaban como no lo habían hecho antes. Entonces, se percató de las manos llenas de marcas y se preocupó—. ¡Estás herido!

Steve se puso serio, sacudiendo la cabeza, como restando importancia a sus lesiones. No sabía cómo reaccionaría cuando le contara sobre el Señor Mandarina, como ella le decía. Pero ahora, no quería pensar en ello. Sólo deseaba concentrarse en el tacto de su bella Aurora.

—No es nada comparado con lo que te hice. Me arrepiento de muchas cosas de anoche, mi adorada Aurora, mi niña. Especialmente por ser un torpe. Pero hay algo de lo que no me arrepiento realmente —decía al tiempo que bajaba sus manos a sus nalgas y la levantaba para sentarla a horcajadas sobre su pelvis, de frente a él y separándola un poco de su cuerpo. 

Ella lo miró confundida, abriendo bien grande esos ojos dorados, y mordiendo su labio inferior. Ese gesto que le fascinaba. 

Soltó sus manos de su trasero y fue acariciando su cuello hasta alcanzar su cara para acunarla.

—No me arrepiento de haberte besado. De hecho, no quiero dejar de hacerlo nunca. —El azul profundo de sus ojos se clavó en la cálida mirada de la muchacha que tenía delante suyo—. Yo también te amo Aurora.

—¿Me amas? —Sus ambarinos iris brillaron con la intensidad del sol.

Su pecho se llenó de calidez y por fin todo tuvo sentido para la niña que apenas había vivido unos pocos meses. 

Para Steve, la presencia de ese brillo dorado fue el momento en que supo que acababa de volver a renacer ante esa luz que irradiaba la criatura divina que sostenía entre sus manos.

—Todo el día, a cada minuto.

—Entonces, demuéstramelo —sonrió con timidez.

—¿Cómo? —indagó, con una sonrisa de costado, levantando una ceja.

—Cada vez que pienses que me amas, bésame.

Ese susurro fue un hechizo para el hombre, que se supo subyugado completamente a ese pacto.

—Tendré mis labios todo el día pegados a ti. Porque no puedo dejar de pensarte. Te has metido debajo de mi piel. Eres la vida que corre por mis venas. 

Se acercó mucho al rostro de Aurora, sintiéndose mutuamente el aliento dulce y cálido del otro.

—No es problema para mí.

—Para mí tampoco —la besó con ternura sobre los labios. A los que ella correspondió con toda la dulzura de su ser. 

Él la amaba. La correspondía. Nada podía ser mejor que eso.

A medida que sostenían presionados sus labios, sus cuerpos hacían eco del gesto y se volvían uno. Sus bocas pedían más y sus lenguas se abrieron camino hasta tocarse por segunda vez en un estallido eléctrico.

Se besaban con fuerza, con pasión. Sus lenguas se entrelazaban como lo habían hecho sus cuerpos desde el inicio. Necesitaban recuperar el tiempo que se les había negado. 

Recorrían con avidez cada rincón de la cavidad del otro. Saboreándose, conociéndose por completo. La danza de sus lenguas era desenfrenada, sincronizada e íntima. Bebían del otro como el néctar de la vida.

Él se levantó, sin soltar a su presa, que tan liviana era que no le costó ponerse en pie con ella en brazos a pesar del dolor en sus costillas que presumía fracturadas. Sin liberarla y con las piernas de ella rodeando su fuerte y estrecha cintura, la llevó hasta la mansión. 


Lo abrazaba y escondía su cabeza en el hueco de su cuello mientras él la sostenía con una mano debajo de las nalgas y la otra sobre su espalda.

Atravesaron la gran sala de la propiedad, pasando delante de sus tres empleados, que en cuanto los vieron entrar, buscaron ampararse detrás de la puerta de la biblioteca, para evitar interrumpir la escena. Cada uno de ellos tenía una gran sonrisa en el rostro.

La pareja ignoró aquellos ojos sobre ellos y Steve condujo a Aurora hasta la habitación de él, donde ella nunca había entrado. 

La dejó suavemente de rodillas sobre la cama, donde se quitaron mutuamente la ropa con lentitud, sin despegar sus orbes del otro.

Aurora se espantó al notar el cuerpo maltrecho y lleno de hematomas de Steve.

—¿Qué te ocurrió? ¡Estás golpeado por todas partes! —Quiso tocarlo, pero él la tomó de las muñecas.

—No es nada. —Ella lo miró con reproche—. Te lo diré todo, pero no ahora, mi niña. Ahora sólo me interesa hacerte mía por completo.

Cualquier protesta fue silenciada por un beso arrebatador.

Retomaron lo que habían comenzado en la playa. 

Recorrió el cuerpo suave de la joven, con sus manos, con sus labios. Como si lo estuviera descubriendo. Como si fuera la primera vez que la tocaba. Lo sentía así.

La guio con su cuerpo hasta recostarla sobre el suave colchón, quedando entre las largas piernas que no demoraron en envolver la cintura masculina.

—¿Cómo es posible que en este instante me parezcas aún más hermosa?

Sus pelvis se frotaron demandando por su enlace. Los gemidos se escurrían de entre sus labios.

—Es porque soy completamente feliz —susurró con las mejillas arreboladas, dándole un aspecto encantador—. Sin secretos, sin miedos, mostrándome ante el hombre que amo tal cual soy.

Como respuesta, Steve la invadió con extrema lentitud, perdiéndose en la profundidad de su mágico mirar.

Cada estocada era un rezo posesivo de entrega y demanda por el otro; y cada beso en su boca era una declaración de amor profundo, de completa adoración. 

Por primera vez, hacían el amor. No era sexo. No era lujuria. Sino puro amor. Lo sabía desde que se había perdido en sus ojos cuando la vio la noche que llegó a su mansión, a su mundo. 

Pero todo ese tiempo no lo había reconocido. Todo ese tiempo tuvo una venda en los ojos. 

No, toda su vida adulta había estado en la oscuridad. Y ella era la luz que iluminó por completo su ser.

***

Las oficinas del FBI eran un caos. 

Había sospechosos por todos lados. Muchos japoneses que no hablaban inglés o que se negaban a hacerlo. 

También se hallaba el francés Durand con su cara hinchada y con una venda sobre su tabique, junto a su abogado. 

Lo habían capturado cuando pretendía escapar al enterarse que el FBI había rescatado la carga en el puerto de Nueva Jersey y se había preparado con su representante, lo que entorpecía el trabajo de los federales. Sin embargo, el extranjero y su defensor no pudieron evitar las pesquisas en la propiedad del rico contrabandista, y después de haber analizado algunas de las salas de su galería, comprobaron que las muchachas americanas rescatadas habían estado allí. 

Al agente le preocupó saber que no fueron las únicas, pero esperaba poder seguir el rastro de las otras víctimas. 

Habían encontrado restos de sangre y fluidos corporales en varias habitaciones de la planta superior, en las cuales habían instalado barras horizontales en las paredes que, imaginaba el hombre, sería para atar o esposar a las jovencitas. Chris en persona había estado revisando el lugar y notó que en una de esas habitaciones había un agujero de proyectil en la claraboya, y aunque en el suelo no hubiera sangre, sí se percibía el olor a lejía. Habían limpiado cualquier rastro. Se imaginaba que la víctima habría sido uno de los secuaces del francés, ya que el disparo provenía de afuera. Si hubieran matado a una de las chicas, no necesitarían disparar desde el techo. 

Si estaba en lo cierto, seguramente el que había disparado era su hombre misterioso y de tener la bala ejecutora, esta tendría grabadas las iniciales A.C. o al menos, eso le decía su instinto, porque nada le aseguraba que el hombre que había perseguido tanto tiempo fuera el mismo que había obrado con un modus operandi completamente diferente. 

De ser así, confirmaría sus sospechas de que lo ocurrido en el puerto estaba íntimamente relacionado con sus casos previos.

Le faltaba comprender el motivo de su accionar al llamarlo.


Estando en su escritorio, trataba de ordenar sus ideas. Había mucho que abordar. 

La muchacha que había dado el nombre del francés, era, efectivamente, la hija de un político. Con las demás, todavía no habían tenido suerte en localizar a sus familias. Las que habían estado secuestradas en el barco, muchas de ellas no podían declarar todavía porque eran extranjeras que no comprendían una palabra de lo que le preguntaban. La mayoría, japonesas. Algunas europeas que se podían hacer entender, contaban experiencias terroríficas de lo que se hacía en ese lugar. 

Cuando Chris les había mostrado la fotografía de la sala con restos de sangre, y de semen, como comprobaron después, restos que no servían para análisis de ADN por su deterioro, algunas temblaban y comenzaban a llorar. Algunas japonesas comenzaban a señalar la imagen, repitiendo una y otra vez, <<Shiroi Akuma>>

No comprendía qué querían decir, hasta que se le ocurrió escribir esas palabras en el traductor en línea. Se traducía como <<Demonio Blanco>> y pensó en el cuerpo del oriental, colgado con su traje blanco. Supuso que él era el demonio blanco que las torturaba en ese lugar.

Con eso en mente, buscó a Lara. Quería probar hablar con algunos de los apresados. Sólo hablaban japonés, pero quería probar si el Demonio Blanco era la víctima.

—Lara, tengo las fotos de Yoshida de la fiesta —señaló su folio lleno de fotos. 

Lo que no le explicó a su compañera, era que además, tenía fotos de cada invitado de la gala, hombres y mujeres, más de quinientos, y de varias cámaras a la redonda, incluyendo las de unos días antes. 

Alim también le había proporcionado los registros de las calles alrededor del puerto. Pensaba revisarlos por su cuenta, para ver si encontraba lo que buscaba.

La agente sonreía. Nunca vería a Webb usando una de las tabletas. No le gustaba mucho usar esos aparatos electrónicos. Prefería tener las fotografías impresas, que colocaba una al lado de la otra sobre su escritorio. Eso le resultaba mejor para visualizar algún detalle que se le podía escapar al ver una foto por vez e ir descartando aquellas que no consideraba corresponder con sus sospechas.

—Y yo tengo la lista de invitados.

Levantó la hoja con orgullo. Había sido un gran trabajo, porque el dueño de la galería no había querido contribuir con nada, quedándose en total silencio, a pesar de las pruebas contra él. Sin embargo, la agente había convencido a una colaboradora, que había desconocido hasta ese momento los negocios funestos de su jefe, y no tardó en ayudar a Yang.

—Espléndido —tomó la información impresa y la guardó en su carpeta. Luego analizaría los nombres, tratando de combinarlos con los retratos—. Ven Lara —sacó de la carpeta que contenía las fotos una con el retrato de Yoshida, que también había sido fotografiado entrando a la fiesta—. Muestra esta foto a algunos de los tripulantes a ver si es Shiroi Akuma. Yo haré lo mismo con otro tanto.

—Muy bien.

Cada uno por su lado, fue interrogando a los japoneses capturados del barco. Pero cuando se les enseñaba la fotografía de Arata, y se le señalaba con el nombre de Shiroi Akuma, estos negaban. A los que el agente Webb preguntaba, podía asegurar que cuando respondían, lo hacían con temor. ¿Podría haber algo que diera más miedo que un asesino y pervertido como Arata Yoshida? 

Necesitaba saber más, pero fue interrumpido por un abogado. Este representaba a cada uno de los arrestados y ninguno declararía nada más. Aunque no hubieran dicho nada hasta el momento, ni creería que tuvieran para aportar, ya que eran tripulantes a cargo del cuarto de máquinas o el puente del barco. Los japoneses asesinos y más cercanos a Arata estaban muertos.

Otra pared. ¿Cómo es que japoneses que no hablaban inglés, en caso de ser cierto, y que no habían puesto un pie en Estados Unidos, salvo en el puerto, adquirían uno de los mejores defensores? Por lo que le había dicho el agente Harrison, el clan Yoshida ni siquiera operaba en América. Se limitaban a Japón. Entonces, ¿Cómo supo el jefe que estaban en custodia en menos de seis horas? ¿Sabría también que su hijo menor había sido brutalmente asesinado? 

Malditos informantes. Siempre había fuga de información. 

O agentes corruptos. 

Esa idea le dio un escalofrío que le recorrió la columna. Pero no quería perderse en teorías de conspiración. No era el momento. Tenía que concentrarse en lo que tenía en la mano. Chris, sin perder el ánimo, buscó a algunas de las muchachas. Con una sonrisa tranquilizadora, les mostraba la foto del joven y volvía a preguntar si era él el Demonio Blanco. Pero también obtenía negativas por respuesta. 

Estaba por abandonar la empresa. En realidad, no era relevante quién era ese Demonio Blanco. No cambiaba nada. Aun así, abrió la carpeta una vez más y mostró la imagen a otra de las adolescentes, capturadas en Japón. Otra negativa, pero esta, trataba de hacerle entender algo. 

Se señalaba y señalaba la foto. Cuando tomaba el papel con el joven japonés negaba con la cabeza. Después se señalaba a sí misma y afirmaba.

—¿Tú eres Shiroi Akuma? —Le apuntaba con su dedo.

Ella volvía a negar. El hombre no entendía qué quería decir. Sin embargo, que alguien intentara darle una respuesta, era una buena señal. 

Tuvo otra idea. Tomó a la frágil muchacha por la muñeca y llevó a la jovencita a una de las salas de interrogación, donde la sentó en una silla, frente a él. No pudo evitar deslizar sus ojos claros hacia el tatuaje a hierro que la pequeña lucía.

Una mueca de rabia se asomó en su varonil rostro.

Ella en un gesto mecánico, se frotó la zona, avergonzada, siendo un recordatorio de lo que le habían hecho.

Chris se enfocó en la carpeta con las fotos y la abrió, cuyo contenido desconocía, y volvió a observar el rostro juvenil. Parecía asustada. Chris sonrió con calidez, para tranquilizarla y se señaló. 

El hombre tenía una hermosa sonrisa, con la cual logró su propósito. 

La niña no parecía tan asustada.

—Chris. —Necesitaba que la chica confiara en él—. ¿Y tú? —La señaló.

Como ella no respondía, repitió la secuencia varias veces. Se le ocurrió usar el smartphone y tradujo unas pocas palabras.

¿Cuál es tu nombre?

Ella sonrió. Por fin comenzaban a comprenderse. No serviría para una declaración, pero él quería obtener algo de información antes que llegaran los traductores que harían un mejor trabajo.

Nomi.

—Muy bien Nomi —señaló nuevamente la fotografía del hombre vestido de blanco, obtenida de la fiesta en la galería de arte—. Shiroi Akuma.

Otra negativa. Pero no se desesperaba porque tenía otra idea en mente. Fue colocando las diferentes fotografías de los hombres de la fiesta —buscando a su sospechoso—, que sacaba sobre la mesa para que ella las pudiera apreciar e iba marcando con su dedo cada rostro. Creía que ese desconocido Demonio Blanco sería un comprador. O un secuaz de Yoshida. Algún torturador encargado de someter a las jóvenes en aquella bizarra celda.

O, el asesino A.C.

Shiroi Akuma? —Pasaba una foto tras otra, a medida que ella negaba.

Entonces, observó la reacción de la joven ante una de las imágenes. Parecía analizar lo que veía y cuando al parecer, había reconocido algo familiar, comenzó a reír. El agente volteó la hoja para revisar lo que había visto la adolescente y lo que vio lo maravilló. 

Jamás había visto una muchacha como aquella. Sus facciones parecían imposibles de imaginar. Su cuerpo delgado, atlético y alto, se lo veía firme y elegante. Pero fueron sus brillantes ojos dorados de aspecto lobuno lo que lo impresionaron. 

Algo más llamó su atención, fijando su mirada en la media esfera del reloj que se veía en la muñeca del hombre que acompañaba a la espectacular joven. Él apoyaba su mano en la espalda desnuda de la divinidad. 

Era el bendito <<Chopard>>. Y visto el alto personaje a medio perfil, parecía lucir el mismo tipo de cabello que en las fotografías de los otros casos que había estado investigando en los últimos años. 

Sonrió con satisfacción.

Lo tenía. 

Aunque sabía que no sería suficiente. Tendría que buscar pruebas más contundentes.

Chris señaló a la figura masculina de aquella nueva foto. Pensó entonces que Shiroi Akuma, sería el hombre que las había rescatado, por eso los japoneses le temían, aunque había creído que aquellos hombres no lo habían visto, ya que los encontraron encerrados en uno de los compartimentos del barco amarrado al puerto. 

Un asesino de mafiosos que ahora salvaba niñas. Lara se pondría insoportable con el justiciero si eso era cierto. Aunque le parecía que tenía sentido lo que teorizaba.

—¿Él es Shiroi Akuma?

Otra vez negaba y la sonrisa se esfumó. 

Se iba a volver loco. Cada vez que creía que encontraba un camino, este se le cerraba. Pero prestó atención a la pequeña japonesa. Ahora, al menos, sabía cuál era su error. Ella se lo indicaba con un delgado dedo. 

No era el hombre de la fotografía. Era la mujer. 

Ella era Shiroi Akuma.

—¿Ella? —Estaba sorprendido.

Volvía a mover la cabeza en un gesto de asentimiento. Pero reía. No parecía tener miedo, como los otros mostraban. Era extraño que los carceleros tuvieran miedo de una mujer y una de las esclavas riera al verla. La cara de ella había cambiado.

Tenía que seguir haciendo preguntas que se respondieran con un sí o no. De otra forma, no sabría cómo traducir lo que ella le dijera. 

Sacó otra foto. La de la sala con restos de sangre y fluidos que le habían entregado los técnicos analistas de la habitación del barco. Puso las dos imágenes juntas, una al lado de la otra. Señaló a la mujer y luego a la sala. Volvió a escribir su pregunta en el traductor. Esperaba que no hubiera grandes discrepancias.

¿Ella trabaja allí? ¿Es parte del clan de Yoshida?

Algo en su interior rogaba que no fuera así. Esos ojos no podían pertenecer a un ser siniestro.

Para su alivio, ella negaba de forma efusiva. Se señalaba. A ambas. Tomó la foto y la puso a su lado. Entonces el agente creyó comprender.

¿Ella estuvo esclavizada como tú?

Sí.

¿Encerrada en ese lugar?

Otra vez sí. Eso lo confundió. ¿De dónde venía la sangre si la joven dorada era perfecta? Capturó nuevamente la fotografía. 

La muchacha parecía comprender el desconcierto del agente y comenzó a simular golpes en el aire. Golpes de puño, cortes usando el dedo como si fuera el filo de un cuchillo y hasta representaba fumar y apagar el cigarrillo sobre la piel. Webb creyó interpretar lo que quería contar y volvió a escribir.

¿Golpes?

¡Sí!

El hombre examinaba con profundidad una vez más la piel de la dama fotografiada. Parecía de terciopelo, suave e inmaculado. Sin ningún tipo de marca. Ni siquiera el maldito sello. En cambio, retomó la fotografía de Yoshida, todo golpeado. Aunque le parecería imposible, tenía que seguir descubriendo qué había pasado y quiénes habían matado a aquellos hombres.

¿Ella golpeó a Yoshida? ¿Ella lo lastimó? —Estaba casi seguro de que la respuesta sería afirmativa.

No. El delicado dedo femenino señaló al mafioso y simulaba como si él golpeara a la joven vestida de verde.

—No es posible —negaba con la cabeza. Pero ella insistía. El agente tipeó una vez más—. No tiene heridas.

Shiroi Akuma —se encogió de hombros. Dibujó en su piel con el dedo como si se hubiera cortado y luego pasaba la mano, enseñando una piel lisa. Sin rastros.

Pensaba en todo lo que creía haber entendido. Parecía como si la muchacha le estuviera diciendo que la misteriosa joven se curaba de los golpes. Algo imposible. 

Cuando estaba por seguir con otras preguntas, escuchó voces que le llamaron la atención. Extrañado, se puso de pie y se acercó a la puerta de vidrio. Veía del otro lado al agente Phil Harrison.

—¡Mierda! —Volvió a la mesa y recuperó todas las fotografías, metiéndolas en la carpeta. La cerró y la escondió detrás de su cintura, en el pantalón. No compartiría sus sospechas. Que se jodiera. Miró a la confundida adolescente y llevó su índice hasta sus labios, en un gesto de silencio—. No Shiroi Akuma.

Salió de la sala y caminó con apuro buscando a Alim. Había perdido la batalla. Que descubrieran las pistas por su cuenta. 

En cuanto lo encontró sentado detrás de su ejército de ordenadores le habló en secreto.

—Alim, van a venir a quitarnos el caso de las chicas rescatadas.

—¿Qué? ¿Por qué?

—No lo sé. Y no me gusta.

El joven analista lo miró con suspicacia y luego sonrió.

—¿Qué quieres que haga?

—Simplemente, que es una lástima que no hayamos recibido la información de las cámaras de la galería y de las cercanías del puerto.

—Entendido —guiñó el ojo. 

No había necesidad de hablar más.

***

Estaban desnudos en la cama. Él, recostado sobre la cabecera, mirando maravillado sus manos y su cuerpo, completamente sanado. Ninguna costilla rota, cortes en sus brazos ni nudillos despellejados.

Ella, sentada en el borde, recorría con la mirada el enorme dormitorio. Cuando la joven se puso de pie, Steve la siguió con la vista. La luz del atardecer que entraba del otro lado de la terraza le daba una tonalidad más dorada a su piel. Se desplazaba con movimientos felinos, por toda la habitación. Sus piernas tonificadas y elegantes parecían eternas. Y su culo redondo, firme y tentador se balanceaba con sutil seducción.

Se acercó a uno de los ventanales, al que daba hacia la playa.

—Me gusta tu habitación. Tiene una vista tan hermosa que podría estar horas mirando el mar.

—Bueno, ahora es tuya también.

Giró hacia él, sonriendo de tal forma que hacía que el joven se derritiera. Volvió a la cama, refugiándose bajo su brazo, acurrucándose sobre su pecho.

—¿Puedo quedarme aquí?

—Para siempre.

La estrechó con más fuerza, afirmando su intención de no dejarla ir nunca más. La quería en su piel, en su alma. Quería fundirse con ella a cada minuto del día.

Le acariciaba el hombro con la yema de los dedos. Mantenía su mentón apoyado sobre su cabeza rubia. El perfume de su cabello lo embriagaba. 

Todo parecía tan claro ahora. Todo lo que había hecho había sido por y para ella. 

Tenía que decirle lo del dueño del barco. Lo que había hecho la noche anterior. Creía que no cambiaría lo que sentía por él. O eso esperaba. Sabía que no le temería. Ella había visto quién era realmente, y lo aceptaba. Pero no iba a poder seguir haciendo lo mismo. 

Todo tendría que cambiar.

—Aurora. Debo decirte algo importante. Después de lo que te contaré, tendrás que tomar una decisión.

Ella se incorporó en la cama y se sentaron uno frente al otro, él con la sábana tapando sus piernas hasta su cintura. Ella se sentó por encima de la suave tela, desnuda, mirándolo, con sus rodillas flexionadas y sus manos apoyadas sobre ellas.

—Quiero que sepas todo sobre mí. Lo que hago. Lo que soy.

—Ya sé eso. Lo hemos hablado. Eres un asesino. Te pagan por matar gente. Pero Gerry me dijo que todos los que mataste eran personas malas, que dañaban a otros.

El hombre sacudió la cabeza. El viejo Gerard, al que debería contarle la recuperación de su padre, había sido muy elegante en la explicación de su trabajo. Pero no había caso corregirlo. Ahora pensaba en otro tipo de confesión.

—Anoche hice cosas terribles. Una de ellas, temo que te puede doler escucharla. Pero debes saber que no volveré a hacer nada que pueda herirte. No haré que derrames una lágrima más por mi culpa.

—Steve, me estás preocupando...


N/A:

Aaawwww, el amor... por fin parece que Aurora será feliz.

¡Falacia! Los enemigos no tardarán en regresar...

Y nuestra historia comienza su recta final.

Espero sus comentarios que disfruto.

Gracias por leer, demonios!

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