37. Revelaciones

37. Revelaciones.

Cuando escapó de la habitación, chocó con Yoshida, que regresaba de la tercera planta. Aurora, estaba congelada. Petrificada. 

No creyó que volvería a ver a ese hombre en su vida y mucho menos esperaba encontrarlo en una fiesta donde, sin saberlo ella, acababa de comprar más jovencitas para llevar a su barco y ahora estaba por volver a la gala, para reunirse con Ken y disfrutar un poco más de la noche. Después de todo, tenía motivos para festejar por una excelente adquisición realizada. 

El japonés, al sentir que lo impactaban desde atrás en el pasillo, primero creyó que era una invitada ebria que salía de una habitación después de un rápido polvo con otro asistente. Pero luego se dio cuenta que se trataba de su Demonio Blanco.

Aurora seguía paralizada. Había imaginado alguna vez enfrentarlo. Pero ahora que lo tenía en frente, no podía moverse. El olor a mandarina le penetró hasta el cerebro, revolviéndole el estómago y regresándola a sus más terribles pesadillas. 

Entonces, el largo brazo del señor Steve pasó por al lado de ella. Tomó del cuello al japonés y lo llevó contra la pared más cercana a ellos, chocando con una mesa que tenía unas copas vacías encima, que algunos invitados habían dejado antes de entrar a los baños.

—Eres un enfermo que merece morir mil veces —acusó con frialdad.

—¿Yo soy el enfermo? Tú eres el que pagó quince millones por un coño.

Estaba por golpearlo con su otro puño, pero la mano suave y firme de Aurora lo detuvo y él bajó la mano castigadora. Su ceño fruncido no escondía su confusión ante el gesto de clemencia de la muchacha. 

Ubicada entre los dos hombres, capturó una de la copas. Actuaba como poseída. La partió al apretarla en su palma, cortándosela, sujetando el tallo de cristal. Enseguida emergió la sangre tibia de su carne. 

Habló en japonés, muy cerca de la cara del pequeño hombre.

Te dije que, si te volvía a ver, no vivirías un día más. 

Tomó la copa partida y le cortó la mejilla. Él estaba tan asustado que no pudo emitir sonido alguno.

La mutante aspiró el dulce aroma del terror que emanaba por cada poro como una fiera ante su presa.

—Tal vez —añadió. Lo miró con los ojos encendidos, con furia. Luego la intensidad bajó, pero mantuvo el dorado lobuno—. Hoy no será el día. Pero recuerda, yo me curo en segundos, tú, tendrás a partir de ahora esa marca que te recordará que no te queda mucho de vida. Yo, Shiroi Akuma te perseguiré.

En cuanto dijo estas palabras, se dio media vuelta y encontró el rostro de Steve, que la observaba asombrado.

Desconociendo que su proceder había revolucionado cada fibra en el cuerpo de Steve, que la admiraba como la diosa de la venganza que había surgido ante sus ojos. 

Estaba hechizado.

Y muy excitado.

Sin embargo, Aurora se sintió avergonzada y volviendo a tomar el vestido roto con la mano sana, caminó a prisa hasta las escaleras, para bajarlas y salir de allí. 

Necesitaba respirar. 

Huir. 

Huir de Yoshida. 

De Durand. 

De la mirada de Steve. 

De lo que había hecho. 

Se había defendido, manteniendo el control sobre sus sentidos. No hubo ceguera de ningún tipo, sino certidumbre. Ese momento había sido sublime, sin embargo, ahora la embargaba el temor de lo que Steve podría pensar. Descubrir.

O lo que acababa de vislumbrar que el hombre que amaba le había hecho. Comprendió mucho en poco tiempo y le dolía.

Su corazón bombeaba desenfrenado y su respiración no era suficiente para llenar sus pulmones de aire.


Steve despertó de su letargo tras tres parpadeos, soltando el cuello de Yoshida, que había mantenido sujeto todo el tiempo, abandonándolo en medio del pasillo. Corrió persiguiendo a Aurora hasta la calle, pero esta se había movido rápido y no la veía por ningún lado. Ya no había fotógrafos que atestiguaran la extraña situación, para alivio suyo. 

Vio a Andrew bajar del asiento del conductor del Rolls Royce, esperando para recogerlos, a unos metros de allí. 

El hombre sabía lo que su jefe buscaba.

—Cruzó hacia el parque señor —señaló en frente.

—Síguenos en el coche Andrew —indicó Steve, mientras corría hacia donde le había indicado su compañero.

—Sí señor —volvió a sentarse adentro del vehículo y lo encendió. Debía hacer algunas maniobras para poder seguir las instrucciones del señor Sharpe.

Corrió, siguiendo su instinto. 

Ella estaba a doscientos metros. Pero no le costó alcanzarla, porque ya no corría. Por el contrario, caminaba lento, como perdida. Con una mano sobre el hombro y la otra, caída al costado, con la sangre que ya no corría en la palma. 

La frenó, colocándose delante de ella, que no ofreció resistencia y se quedó allí, de pie, mirando hacia el suelo. 

Él no le veía la cara, pero percibía que lloraba.

—Aurora, por favor. Escúchame. Lamento que hayas visto todo eso. Puedo explicarlo.

—No necesita hacerlo señor Sharpe.

<<¿Señor Sharpe?>>. Nunca le había llamado así.

—Sé lo que es.

—¿Qué sabes?

—Que mata gente.

—¿Cómo...? —No necesitó terminar la pregunta. Sabía que había sido Gerard—. Si ya lo sabías, ¿por qué no dijiste nada antes? Hoy, no parecías tener miedo de mí.

—No tengo miedo de usted —levantó la cabeza y lo miró con la más absoluta ternura—. Yo lo amo. Lo que hace, es sólo una parte de lo que es. Yo he visto mucho más que su trabajo. O al menos eso creía.

—¿Me amas? —preguntó con alegría, agarrándola por sus hombros. Pero se dio cuenta que el tono empleado no era de felicidad. Y sus últimas palabras lo confundieron—. ¿Qué quieres decir con "creías"?

—Hoy, en el coche, le dije que no lo entendía, pero creo que ahora sí lo hago, señor Steve. Usted me usó. Para su trabajo. Me dejó con el señor Durand. Fui una tonta ingenua. Pero después de todo, es para lo que he servido para todos los hombres que me han visto y deseado. Para que me usaran a su antojo —su garganta se cerró por la intensificación del llanto. Sólo podía lograr que salieran frases entrecortadas—. Sé lo que soy.

—¿Qué eres? —preguntó con temor.

—Sólo soy una puta, ¿no es así? —Por primera vez, soltó aquella nefasta palabra que no había querido pronunciar ni en su mente o delante de él. Dirigiéndosela a sí misma—. ¿Acaso es lo que cree que soy porque me compró a Yoshida? ¿Sólo me quiere para follarme duro? —enfatizó sardónicamente.

Steve perdió el color de su rostro.

—¿Por qué dices eso? —Conocía la respuesta, pero se negaba a creer que ella lo hubiera escuchado. Subió sus manos hasta acunar sus mejillas, acercando sus rostros, mirándose fijamente.

—Su voz es fuerte, señor Steve.

—Aurora, mi niña —una lágrima gruesa rodó por la mejilla de la muchacha, pero no llegó lejos porque Steve la apartó con su pulgar con suavidad—. Estaba enfadado. Dije cosas sin sentirlas. Soy un completo idiota. Debes saber que no es lo que pienso. Ni lo que quiero de ti.

Sacudió su cabeza. Su peinado se había desarmado completamente.

—Miente —siseó—. Usted es el único hombre al que me he entregado completamente y no hablo de mi cuerpo. Creí que lo sabía. Todo lo que he hecho ha sido por usted, para ayudarlo... —comenzó a llorar con más intensidad—. Para curarlo, porque lo amo. ¿Fue todo una farsa? Cuando me prometió un día más para hacerme la mujer más feliz cada día de vida que le quedara, ¿era otra mentira? ¡Confié en usted!

—¡No! Es lo que deseo, más que nada en el mundo. Te demostraré que lo eres todo para mí. Lo único que deseo a mi lado. —Una luz de esperanza se encendió en el pecho de la joven. Deseaba aferrarse a él. Dejar todo atrás—. Perdóname, Aurora. No debí dejar que vinieras. Sólo pensé en hacer este último trabajo. Soy un asesino y debía cumplir con la misión —la apretó contra su cuerpo. La sentía temblar. O sería él—. Soy un monstruo. Uno que no merece un ángel como tú. Pero te necesito.

Aurora sintió vergüenza y se mordió el labio. Él no era el único que había ocultado lo que era. 

El monstruo era ella y había llegado la hora de decir la temida verdad. Estaba arriesgando todo.

—No. No lo es —murmuró apesadumbrada y con algo de temblor en su voz—. El monstruo soy yo —se apartó del abrazo, dando un paso hacia atrás. 

Después de reclamarle por sus mentiras, ella debía confesar las suyas.

Steve negaba, confundido.

—Claro que no. Ya te lo he dicho. Lo que ellos te hicieron o lo que dijeron que eras no es correcto.

—Oh... pero sí lo es —irguió todo su cuerpo, cuadrando sus hombros. Sus ojos tenían el fuego encendido—. Soy un demonio. Una creación de laboratorio. Sé lo que es usted. Y, aun así, no tengo miedo y lo amo. Completamente. Ahora, debe usted saber lo que soy yo. Y sé que eso me destruirá.

—¿De qué hablas? —Fue él el que se alejó, sin comprender la dimensión de sus palabras—. ¿Una creación de laboratorio?

—Soy una mutante. Me crearon para ser superior a los humanos. En todo.

—¿Una mutante? —repitió como una máquina sin sentimientos. Escuchó en su mente las palabras de Gerard.

—Pero sólo me he interesado en usted. En curar sus heridas. Quitarle todo el dolor que tiene.

Se tocó el lugar en su abdomen donde solía estar su cicatriz. Ahora comprendía que el brillo que sentía en su interior era el mismo que ella usaba para regenerarse. Se alejó más de ella. 

Se sentía engañado y muy enfadado. 

Sería un hipócrita, pero la furia lo enceguecía.

—Tú me manipulaste. Esa luz dorada con cada orgasmo, eras tú manipulándome. Volviéndome adicto a ti. Creí que me estaba enamorando, cuando en realidad, era todo una ilusión —la miró de arriba abajo, con repulsión. Su belleza era una trampa para atrapar a los hombres y luego engullirlos como si fuera arena movediza—. Una mutante —escupió.

—¡Yo no lo manipulé! Yo me enamoré de usted. No debí ocultarle lo que soy, pero debía hacerlo. Para protegerlo.

—No te creo. Lo hiciste sólo para protegerte. Para aprovecharte de mí. No eres lo que creía.

—Creí que me amaba. Creí que por eso me había besado.

—Yo también lo creí. Pero no es así. Me engañaste. Nada fue real. Esto —señalaba a los dos—, no es real.

—No, por favor, señor Steve. Créame.

—Todo fue un error. Un engaño. —El frío tono de témpano que había empleado heló la sangre de Aurora. El hombre que instantes atrás suplicaba otra oportunidad había desaparecido—. Andrew te llevará a Los Hamptons —tensionó su mandíbula, luciendo sus músculos—. Deberás irte de casa para mañana. No quiero volver a verte.

Trató de hablar, pero él ya no la escuchaba. Se había dado la vuelta, caminando hacia el vehículo que lo esperaba para llevarlos al hotel.

Y la joven lloró en silencio, mientras buscaba atrapar los pedazos de su corazón destrozado.


Andrew vio llegar a Steve al doblar por el sendero que lo conducía afuera del parque. Frunció el entrecejo al no ver a la señorita.

No esperaba escuchar la siguiente orden por parte del señor Sharpe.

—Andrew, lleva a la señorita al hotel para recoger sus cosas y vuelvan a la mansión. Aurora ya no se quedará con nosotros. Asegúrate que para mañana al mediodía esté fuera de casa. 

Esta última frase fue dicha con rabia contenida, en voz casi inaudible tras sus dientes apretados.

El chofer, que no comprendía nada, se quedó mirando como su jefe se alejaba por otro camino del parque, perdiéndose en él. Apagó el coche y fue hacia la joven. Sólo necesito dar unos pasos hasta encontrarla. 

Se había quedado de pie, con la mirada perdida y empapada. 

Cuando la vio, el desconsuelo lo embargó. Incluso con el rostro lleno de lágrimas y el maquillaje desaliñado, era la mujer más bella que hubiera visto, pero el dolor que mostraba podía quebrar a cualquiera. 

O casi a cualquiera, porque no había logrado conmover al hombre que los había dejado allí.

***

Steve no dejaba de pensar en lo que acababa de escuchar. En todo lo que se dijeron.

Demasiadas revelaciones para una noche.

Era un experimento. 

<<Un puto experimento>>.

Las cosas cobraban sentido. La mágica forma de curarse. Su memoria prodigiosa y facilidad para aprender cualquier cosa que se le enseñara, en cuestión de minutos. Y su fuerza para romper el cinturón, que ahora no tenía dudas, ella lo había hecho. No, ahora sabía que no era magia. Era un fenómeno que había jugado con su mente y su corazón y se maldecía por haber caído en la trampa. 

De haber pensado que estaba enamorado y que por fin podría ser feliz. 

Se sintió ridículo por haber dejado que alguien viera su lado vulnerable. Invadido su mundo. Estaba furioso.

Soltó una carcajada siniestra y burlona a la nada. La soledad del parque fue su único testigo.

<<Bien jugado, maldita bruja. Me hiciste caer como un adolescente hormonal en tu puto hechizo>>.

Su móvil comenzó a sonar desde uno de sus bolsillos, pero lo ignoró. No estaba de ánimo para hablar con nadie. Aunque fuera Gerard, imaginando que era él quien lo estaría llamando. Sin embargo, el insistente sonido lo comenzaba a alterar y terminó por aceptar la llamada, de mala gana.

—Gerard.

Steve, querido, me acaban de notificar que tenemos a nuestro último cliente satisfecho. ¡Bien hecho!

El maduro hombre estaba exultante y su tono de regocijo sólo lo enfurecía más. Él creía —o Steve le había asegurado—, que este trabajo sería el final de un tipo de vida que nunca debió haber sido para el joven Steve Sharpe. A partir de ahora, se suponía que disfrutaría de la normalidad de un hombre enamorado, junto a la maravillosa Aurora. 

Gerry aguardó por algún tipo de reacción por parte de su interlocutor, pero como no llegaba, lo interrogó. 

¿Todo bien Steve?

El aludido, que no tenía ganas de escuchar algún sermón por parte de su socio, un intento de convencerlo o alguna recriminación por su comportamiento, mintió.

—Todo está bien. Estamos yendo al hotel.

¡Fantástico! Entonces, yo dejaré a los dos tórtolos solos unos días y volveré a casa. Puede que celebre yo también por nuestro retiro y cambio de vida —dio por finalizada la charla y cortó.

Steve sabía lo que significaba su último comentario. Recordó al hombre de la fiesta en su casa, que había quedado despechado cuando Gerard lo había plantado para quedarse en su mansión, cuidando a Aurora. Seguramente, aprovecharía para retomar lo que habían dejado pendiente. 

Pensó también en la ilusión que tenía el viejo con la jubilación de ambos. Esa sería una conversación incómoda cuando se volvieran a ver y supiera su decisión de abandonar a la mutante y de mantener su trabajo.

Mutante.

Increíble. Algo completamente salido de un libro de ciencia ficción. No comprendía cómo eso era posible, pero tampoco le interesaba.

No cuando su orgullo se sentía mellado.

Y la furia rebosaba en él por el engaño.

Su mente imaginaba el diálogo entre ambos hombres, poniéndose en el lugar del otro, respondiéndose y recriminándose, por un lado, para explicarse por el otro. Intentar justificar por qué había rechazado lo mejor que había aparecido en su vida. O por qué era una decisión correcta la que había tomado. Después de todo, la joven lo había engañado, haciéndole creer que estaba enamorado cuando sólo había sido algún tipo de maleficio. 

Todo lo que creía sentir por ella era una falacia, una ilusión construida en una burbuja de jabón. 

Seguramente, en unos días, todo volvería a la normalidad. Eliminaría de su sistema cualquier rastro de aquel hechizo de luz dorada y su verdadero yo regresaría a tomar control.

Ella era un monstruo. 

¿O lo sería él, por cómo se había comportado con ella? ¿Por lo que le había hecho durante días, embaucándola y lanzándola a los lobos, o al lobo?

Sus pensamientos comenzaron a divagar, haciendo su cabeza un lío.

Deambuló por el parque, sin rumbo fijo. Sus pasos lo llevaron por inercia hasta el Mandarín Oriental. Se quedó observando la entrada del edificio hasta que decidió atravesarla y reservó una habitación para pasar la noche. 

No podía volver con Aurora y mirarla a los ojos, a esos ojos dorados que lo consumían, lo quemaban por dentro y lo dominaban. Ya no la volvería a ver.

Jamás sabría qué lo motivó a hacerlo, pero antes de ir a la habitación, resolvió pasar por el bar. 

Y allí la vio. 

A Gabrielle. 

En un impulso de rabia, un fútil intento de patear hasta el fondo de su ser toda duda y cuestionamiento, se dirigió hacia ella. 

No sabía que después de su encuentro en la fiesta y el nuevo rechazo que había recibido por parte de Steve, la madura mujer había decidido ir al lugar donde él había sido suyo incontables veces. 

Una especie de despedida solitaria, para brindar por lo que había sido y nunca más sería. Así que se sobresaltó cuando escuchó su grave voz hablándole al oído, incitándola a subir a su habitación. Sintió sus fuertes manos rodeando su cintura, presionándola contra él y su erección ya lista. Un escalofrío excitante le recorrió todo el cuerpo. 

No se volteó. 

Cerró los ojos y sonrió satisfecha. Él se había arrepentido y dado cuenta que ella era mucho más mujer de lo que esa muchacha jamás sería. 

Era la vencedora. 

Se giró y lo siguió a su habitación sin intercambiar más palabras.

Tampoco miradas. A pesar de que la sujetaba con firmeza por el brazo, en ningún momento le dirigió la vista, perdido en sus pensamientos.

Se dejó guiar, contemplando su perfil. Su mandíbula apretada, resaltando sus músculos faciales. Los carnosos labios marcados en una fina línea.

Sus ojos estaban oscurecidos.

Todo en él estaba tenso.

Pero le importó una mierda cuando sus orbes cayeron ante la virilidad prominente de su amante. 


En cuanto Steve cerró la puerta tras ellos, le arrancó la ropa antes que pudiera reaccionar. La tomó con fuerza y la llevó a la cama sin contemplaciones o juegos previos. Necesitaba desfogarse. 

Descartar cualquier resquicio de Aurora, desintoxicándose de sus besos, de sus caricias, de su aroma y su sonrisa. Borrar sus ojos ambarinos de su corazón y expulsar de su cerebro sus risas con sonido a campanillas.

Ella gemía de placer, mientras él le mordía el hombro y la aferraba del pelo, colocada sobre sus rodillas y antebrazos. La penetraba con vigor, con un ardor que no había sentido antes. Parecía estar poseído de una fuerza incontrolable, que, por momentos, la asustaba. Pero se dejaba hacer.

Entraba y salía de ella con frenesí, rugiendo como un animal peligroso y desenfrenado. Aumentando sus embistes como si con ellos descargara su frustración. Acallando su mente con el sonido de sus cuerpos colisionando.

Hasta que se derramó en ella y la oscuridad ocupó su lugar en cada rincón de su ser.

Al terminar, se recostaron, uno al lado del otro, exhaustos y sudorosos. 


Se sentía más vacío que nunca. 

Solo, frío y perdido.

Volteó a ver a Gabrielle, que lo observaba con una sonrisa de triunfo y supo el error que acababa de cometer. Algo se transformó en él cuando la vio, realmente, por primera vez, tal cual era. Como si su amargura, rencor, envidia e inseguridades hubieran nadado hasta la superficie de su piel y se plasmaran en sus pliegues. Se transformó en la bruja de los cuentos de hadas. Avejentada. Seca. Toda ella estaba gris. 

Y le dio repulsión.

<<¿Qué carajos hice?>>.

Se levantó con precipitación de la cama y comenzó a tomar su ropa, vistiéndose con apremio.

Tenía que irse enseguida. Huir de allí. Volver a casa, junto a Aurora, antes que se fuera y la perdiera para siempre. 

O tal vez, lo estaría esperando, confiando en que él se diera cuenta que estaba equivocado. Sabía que se había comportado como un idiota. 

Se detuvo ante su reflejo en el espejo de la habitación, sobre una cómoda, y lo que vio le avergonzó. Sentía náuseas. Y ganas de llorar, sentimiento que no había tenido desde el funeral de su madre. 

Él era un asesino. Lo había sido por los últimos diez años. Desde que le arrebataron a su madre. A su padre y a él. Pero la forma en que Aurora lo había mirado, sin miedo cuando sabía lo que era, con sublime ternura, aun cuando había también dolor en sus ojos y el amor se irradiaba por todo su ser lo había confundido.

No. 

Lo había aterrorizado. Haciéndolo recular como un cobarde, escudándose en la rabia.

¿Por qué? ¿Porque lo vio realmente? 

Y él, en cambio, no pudo corresponderle cuando le confesó quién era. Lo que era. Y la acusó de manipularlo cuando en ese instante se daba cuenta que sí la amaba. Lo había hecho desde que la había visto. 

<<¿Qué mierda hiciste?>>, repitió, golpeándose mentalmente.

Su imagen le era devuelta con reproche. De repente, lo vio todo con claridad.

Todas las piezas cayeron de golpe en su lugar. Después de años de huecos, los tenía cubiertos. Y no sólo por sus propias partes.

Una revelación. Una epifanía gracias a su reciente metedura de pata en la mierda en la que él mismo se había enterrado y que esperaba dejar en el Mandarín Oriental.

Otra revelación de las que le habían martillado su cabeza en la última hora. 


Gabrielle se incorporó de la cama. Caminó desnuda, confundida, hasta Steve.

—¿Qué estás haciendo? —Le sujetó uno de los duros y musculosos bíceps, para voltearlo hacia ella—. ¿Estás loco?

—Lo siento Gabrielle. De verdad. Esto fue una equivocación. No puede volver a pasar. Lo nuestro NO volverá a pasar —sonrió internamente al pensar en ese NO. Uno que le abría un con su Aurora. Al menos, eso esperaba.

—No dejaré que te vayas. No me usarás como un trapo para desecharme cuando no te sirva más. Vienes, me arrastras, me follas como a un animal y ahora me quieres abandonar como a una zorra —gritó.

Le quitó los zapatos que tenía en la mano y los lanzó contra la puerta. Estaba furibunda. No permitiría que volviera a dejarla de esta forma. Se arrepentiría de tratarla así.

Él la tomó de los brazos. En el pasado, la habría ignorado y simplemente se habría volteado y dejado atrás dando alaridos sin importarle darle algún tipo de explicación. Pero ahora creía que ella merecía saber la verdad. Escucharla de él.

—Seguramente no me creas, pero lo siento de veras —la sostenía con firmeza, pero sin hacerle daño—. No te amo. Nunca lo hice. Y tú tampoco me amas. Aunque creas que sí.

Ella negaba con la cabeza. No quería aceptar lo que oía.

—Es por ella, ¿no? —Sus ojos lanzaban llamas—. ¡Es por esa puta!

—No la llames así —tuvo que controlarse para no sacarle lo perra a sacudidas—. Es la criatura más dulce y perfecta que existe. Tú estás fuera de su liga y no podrías alcanzarla jamás.

—¿Dulce? Nosotros no somos dulces. ¿No entiendes que no pertenece a nuestro mundo? Somos fríos, superiores, no nos mezclamos con la basura y mucho menos caemos por sentimientos mediocres, volviéndonos débiles y sensibles.

—Creo que la amo. Me hace feliz y deseo hacer lo mismo por ella. Tampoco es como si me importara que lo entiendas. Sólo pretendo asegurarte que no seguiré con estos juegos patéticos.

—¿Amor? ¿Hacerla feliz? —rio con fuerza y su risa sonaba macabra. Estaba desencajada—. Acabas de cogerme ¿y me dices que crees que la amas? ¿Qué pensaría ella si supiera lo que hiciste? ¿No te das cuenta de que lo único que harás es quebrarla? Ni siquiera sabes qué es el amor.

Steve comprendía que lo que decía la avejentada mujer era cierto. No tenía idea qué era el amor o si era capaz de sentirlo.

Lo único que sabía era que podía perderlo todo si no se arriesgaba.

—Sólo me queda pedir disculpas y hacer todo lo posible por obtener su perdón y compensárselo. Y esperar aprender a amarla como corresponde.

—Sabes que regresarás a mí. ¿No lo ves? Sin haberlo propuesto, ambos terminamos aquí. En nuestro hotel. Porque es lo que realmente deseas. No atarte a una niñita patética, de la que te aburrirás en unas semanas. Tú no eres hombre de una sola mujer.

—Yo... —una sucesión de imágenes desfilaron por su mente. Aurora, su niña, con sus sonrisas, sus sonrojos, las conversaciones que calaron en lo más profundo, sonidos al unir sus cuerpos y la sensación por primera vez en su vida de pertenecer a alguien. De sentirse seguro. Sonrió. Lo que provocó en Gabrielle sorpresa ante el desconocido gesto—. No soy el hombre para cualquier mujer. Soy el hombre para Aurora. Y si ella puede perdonar a este imbécil, ella es la única mujer que puede tenerlo todo de mí.

Los celos la abrasaban por dentro. Lo que durante años había anhelado del imponente, soberbio e inalcanzable hombre, lo obtenía una chiquilla en un parpadeo.

—Ya veremos cómo reaccionará cuando llegues oliendo a mí. O cuando le cuente todo lo que hemos hecho como amantes. La clase de hombre que eres. Distante, insensible, dominante y egoísta. Te arrastrarás ante mí, porque sabes que al fin y al cabo, siempre he sido la única a la que has vuelto, porque tú nunca repites. Sólo conmigo.

Pobre mujer. Tan patética.

Steve la miró con lástima. Aflojó la presión sobre los brazos de ella y con cuidado, la soltó, atento a alguna reacción de su parte. Pero no pasó nada. Se había marchitado delante de él. Consumida por el odio y la envidia. No creía que pudiera algún día ser feliz. Deseaba estar en un error. 

Se volteó y tomó sus zapatos del suelo. Abrió la puerta y mientras salía, escuchó sus aullidos desesperados.

—¡No te merece! —chillaba, en un último intento porque él se detuviera y se quedara.

—Te equivocas. Yo soy el que no la merece —respondió por encima de su hombro—. Pero haré todo lo posible por cambiar eso.

Salió. Pudo escuchar sus sollozos del otro lado de la puerta.

Pero poco le importó.


Una vez en la calle, quería correr hasta su mansión. Energía no le falta. Estaba eufórico. Tenía su Mercedes en el estacionamiento del Ritz-Carlton, a unas calles de allí. En unos minutos podía estar yendo hacia Aurora. 

Pero cuando estaba por dirigirse hacia allí, algo le hizo cambiar de opinión. 

No dejaba de pensar en la conversación que acababa de tener. ¿Cómo iba a reaccionar Aurora cuando supiera que se había acostado con Gabrielle? ¿O sería mejor omitirlo? No. Era importante que fuera sincero. No más mentiras.

Ni siquiera a sí mismo.

Había llegado la hora de enfrentar su mayor miedo.

Necesitaba comprobar algo y sólo había una persona en el mundo que podía darle la respuesta que esperaba. Tomó su móvil y sin pensar en la diferencia horaria, seleccionó el contacto y aguardó a ser atendido. Después de varios tonos, escuchó la voz que tanto deseaba.

¿Hola? —Sonaba ronca. Evidentemente por el sueño del cual era arrancada sin piedad alguna.

—¿Cómo lo supiste? —Las palabras parecían caer con desesperación.

La línea quedó muda por unos segundos y Steve observó la pantalla del dispositivo, corroborando que siguiera conectada la llamada.

¿Steve? —se despertó de golpe. Se oyó una voz de hombre de fondo—. Lo siento cariño —murmuró—. Sigue durmiendo. —Steve percibió del otro lado movimiento, comprendiendo que Madison se alejaba de la cama donde dormía junto a Jason para no interrumpir su descanso—. ¿Qué cosa? —retomó la conversación, sonando con evidente confusión.

—Que lo amas. Que estás enamorada de él.

¿Eso me preguntas después de meses sin hablarnos? ¿O de enviar un puto mensaje? ¿Y a esta hora? ¡Carajo Steve, son las cinco de la madrugada!

—Por favor, es importante.

Mierda Steve... ¿estás enamorado?

—Respóndeme.

Suspiró resignada, para luego dar paso a una sonrisa que nadie más veía en la soledad de su piso.

En realidad, creo que un día... lo vi. Después de años, realmente lo vi y fue como un golpe seco al pecho y todo a mi alrededor de volvió borroso. Sólo existía él y yo quería existir sólo para Jason. Parecía... ¿magia? No sé cómo explicarlo. Simplemente, lo sentí en mi corazón —señaló el lugar del que hacía referencia para sentir cómo la mera mención de Jason aceleraba sus pulsaciones.

Todo tenía que ver con ese órgano vital.

—¿Qué sientes tú? —interrogó la mujer.

No tuvo que pensarlo. Las palabras fluyeron en torrente.

—Siento que es tan indispensable como el aire. Imposible vivir sin ella. No quiero otro amanecer sin que ella esté entre mis brazos. No dejo de pensar en ella y en qué puedo hacer, por más ínfimo que parezca, para que sea feliz. Para hacerla sonreír. Que sonría, que ría para mí y por mí. Ser el motivo por el que sus ojos, su rostro se ilumine. Me envolvió de tal manera que ya no sé estar sin ella. Estoy irremediablemente perdido. —Un sollozo se escabulló de su pecho sin darse cuenta que estaba conteniendo las lágrimas en sus ojos azules. Tragó el nudo que se le había formado antes de murmurar—. Encontró mi corazón, lo hizo latir y antes que me diera cuenta, me lo arranqué para depositarlo en sus manos.

¡Oh, Steve! —dio un respingo y cubrió su boca. Su visión comenzó a empañarse—. Realmente te has enamorado. Mierda. Debe ser una de las señales del apocalipsis. Agradezco al menos morir junto a Jason...

—Creo que me lo merezco —sacudió la cabeza, buscando con ese gesto captar cada gramo de paciencia que le quedara.

¿Y la has besado?

—Sí.

¿En los labios?

—¡Sí, carajo! En todos lados. En cada rincón de su cuerpo —<<o casi>>—. Y no quiero dejar de hacerlo hasta mi último aliento.

¡Ah! —Un gritito de alegría se le escapó, dando un brinco en su silla—. Mierda. Mierda. Puta madre. —Cuando se exaltaba su lengua se aflojaba demasiado—. La amas. No lo puedo creer, tú, el Témpano Sharpe se ha derre...

—¡¡Joder, que sí!! —gritó para callarla cuando parecía que iba a seguir con su diatriba—. La amo más que a mi vida —su declaración le obsequió el silencio que necesitaba de parte de la mujer—. Pero acabo de cometer un enorme error. O mejor dicho, una sucesión de estupideces que están haciendo que descarrile como un tren fuera de control y no sé qué hacer.

¿Qué ocurrió?

—Conoció todos mis secretos. Y me aceptó con cada uno de ellos. Dijo que me amaba aun así.

No entiendo cuál es el inconveniente.

—Que fui un bastardo con ella cuando me confesó su propio secreto. La humillé. La hice llorar y suplicar perdón, y sin conmoverme la abandoné y eché de casa. De mi vida.

¡Pero qué puto cabrón!

—Eso no es lo peor.

No creo que pueda haber algo más cruel que lo que me acabas de decir.

—Me acosté con Gabrielle. Acabo de abandonarla en el hotel.

Eres un hijo de puta —siseó con rabia. No conocía a la muchacha, pero no aceptaba el daño que su amigo le daba a la primera mujer que lograba hacer latir su oxidado corazón—. Me decepcionas Steve Hudson Sharpe.

—Yo lo estoy más. Lo de Gabrielle fue una gran estupidez. Pero sirvió para algo. Recordé lo que dijiste en nuestro último encuentro. Me hizo ver que la amo solamente a ella. A mi niña. A mi Aurora. La quiero en mi vida.

Entonces ve por ella —gritó emocionada como si estuviera viendo a los protagonistas de una película de amor.

—¿Y si no quiere volver a verme después de lo imbécil que fui?

Haz algo.

—¿Cómo qué?

Algo que sólo tú puedas hacer por ella.

Por un momento, cuando salió del Mandarín Oriental, toda la felicidad que lo colmaba se había esfumado de golpe al percatarse de sus equivocaciones.

Había caminado sin darse cuenta las calles que lo separaba del hotel donde él y Aurora habían hecho el amor durante el día y se encontraba de frente a su vehículo, con su mano apoyada en la cajuela. 

Madison tenía razón. Debía hacer algo por ella antes de volver a su hogar entre sus brazos.

Y entonces lo supo al recordar lo que allí ocultaba. 

El oscuro bolso con algunos de los implementos que usaba para sus trabajos.

Rememoró a Aurora cuando, después de la situación con Yuri en la fiesta en la mansión de Los Hamptons, había dicho que desearía poder salvar a las otras chicas del buque. Y las palabras en japonés dichas en voz baja en la galería, que él había reconocido, también se agolparon en su mente.

—Lo tengo —cortó la comunicación.

Abrió la cajuela del auto y tomó lo necesario antes de sentarse en el asiento del piloto y emprender su redención.


—¿Qué cosa? ¡Dime! —No hubo respuesta—. ¿Hola? ¿Steve? —Parpadeó varias veces y miró su móvil confirmando que la había dejado hablando sola—. Será cabrón —se puso de pie y se encaminó hasta su habitación, hablando por lo bajo—. Más te vale que después me cuentes cómo te fue.

Se cobijó debajo de la sábana de seda y abrazó a su novio, acariciando con su nariz la nuca que le ofrecía, aspirando el aroma que desprendía y que tanto la enloquecía.

—¿Todo bien, cariño?

—Fantástico. Steve Iceberg Sharpe se enamoró y se asustó.

Jason rio por lo bajo y se giró, quedando de espaldas sobre el colchón para atraer con su brazo a la mujer y pudiera recostar su cabeza sobre su pecho, dándole un beso en la frente. Ella le correspondió con uno sobre el pectoral apenas cubierto por una capa de vello oscuro.

—Lo comprendo. El amor puede aterrar.

—Tanto como caer al vacío. Por suerte, el amor también te da alas para volar y evitar la caída.

—Así es. Te amo, Madison.

—Yo también, Jason.


N/A:

La bipolaridad e hipocresía de Steve me sacó de quicio.. pero es lo que el personaje me indica que haría. Sólo me dejo llevar...

Esperemos que no llegue tarde.

Si te gustó el capítulo, regálanos tu estrellita.

Gracias por leer, demonios!

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