36. Perséfone

36. Perséfone.

Llegaron a destino, la Durand Gallery

La entrada de la galería estaba llena de fotógrafos. A Belmont Durand le encantaba llamar la atención. 

Andrew abrió la puerta del lado de Steve, quien se sentaba presto para bajar primero; y una vez descendido del vehículo, tomó la mano a Aurora para ayudarla a salir con delicadeza. En cuanto ambos estuvieron en la entrada, sintieron los flashes sobre ellos. La joven se sobresaltó, tomando con fuerza la mano de Steve, tratando de ocultar su cara. Él la tranquilizó con una suave sonrisa y le habló al oído. Todo estaría bien. Sólo estaban maravillados por su hermosura.

La gran novedad por la que cada periodista —algunos empleados del joven que acababa de llegar—, quería obtener el mejor plano no era que Steve Sharpe acudiera a un evento artístico, algo fuera de lo habitual en él, sino, que lo hiciera acompañado, por primera vez. Y de una desconocida mujer de una belleza arrebatadora. 

La llevaba con una mano en la parte baja de la espalda, que estaba desnuda, caminando despacio, pero sin pausa, entre otros asistentes, hasta la entrada, tratando sin mucho éxito de ocultar su rostro a las cámaras.

Una vez dentro, la joven se asombró de ver tantos colores en los vestidos de las mujeres, en las luces que colgaban del techo y de la cantidad de cuadros y esculturas que vestían el lugar. 

El salón era un espacio enorme. Con muchas paredes flotantes donde se exponían cuadros. En el centro, habían armado una pista de baile, con una tarima a un lado donde una banda tocaba sus instrumentos con gran maestría. El cielo raso llegaba a la tercera planta, ya que la mitad de la segunda consistía en un pasillo abierto, a modo de balcón, que daba al salón amplio de abajo. La otra mitad de la segunda planta era cerrada. Una gran escalera llevaba al piso superior. A la izquierda, se accedía a ese balcón, cuyas paredes enseñaban más cuadros. A la derecha se iba a un pasillo en el que se encontraban los tocadores y oficinas. Para llegar a la tercera planta —vedada para los invitados—, había que seguir por ese pasillo hasta el final y subir por otras escaleras. 

Steve había estudiado los planos del edificio para conocer cada acceso, oficinas y cualquier rincón que pudiera ser necesario.

Muchos ojos voltearon a ver a la atractiva pareja llegar. 

Dos pares especialmente interesados, cada uno desde un punto diferente de la gran sala, seguían sus movimientos. Uno, con ávidas ganas de jugar al gato y al ratón se relamía pensando en la caza. 

La otra, con encendida furia y orgullo herido.

Los hombres y mujeres asistentes eran eclécticos. Había ricos que se enorgullecían de ser protectores de las artes o entendidos de la materia, disertando frente a cuadros o esculturas con aire de suficiencia a pequeños grupos de oyentes. Otros, eran evidentemente algunos de los autores de las obras u otros aspirantes a obtener algún mecenas.

Aurora respiró profundo y exhaló, tratando de calmarse. Nunca había estado entre tanta gente y estaba nerviosa.

—Tranquila Aurora, yo estaré contigo.

Otra mentira. 

<<¿No te cansas cabrón?>>.

Ella lo miró y asintió con la cabeza. Confiaba en él y tomó con más fuerza su mano.

A medida que avanzaban entre la marea de caras, Steve fue recibiendo los saludos de sus conocidos, que le estrechaban la mano o saludaban con besos en el aire y lo felicitaban por tan preciosa compañera, que presentaba como su connaisseur.

Caminaron entre las esculturas y paredes flotantes simulando admirar los lienzos. Al señor Steve no le interesaba ese mundo y ella estaba acostumbrada a las ciencias exactas que entendía a la perfección. Pero con el arte, Aurora había descubierto el poder de conmover a través de diferentes obras. En ocasiones, no lo comprendía, pero creía que no siempre se debía comprender.

En aquella galería había producciones de todo tipo. Algunas, le parecían frías y superficiales como si se tratara solamente de cumplir con expectativas de personas de iguales características. Otras, sin embargo, la impactaron. 

Encontró pinturas que mostraban mujeres jóvenes desnudas en poses eróticas. Sabía que el desnudo podía ser artístico. Y ella no sentía ninguna vergüenza en su desnudez o en el sexo. Pero estas que observaba la conmocionaron. Las caras de las muchachas le recordaba a los rostros de todas aquellas que habían estado junto a Aurora cuando las encerraron en el Paradise. Y en una de las pinturas, juraría reconocer a la chica que había visto volver de la playa cuando conoció al dueño de la galería.

Aurora se desenvolvió con naturalidad y siempre sonriendo, abordando cualquier tópico que le presentaran, más allá del arte, gracias a sus amplias lecturas sobre diferentes ramas del saber. Steve se sentía orgulloso de ella, aunque no se trasluciera. Delante de los demás, mantenía su actitud indiferente. 

La dejó charlando con una vieja conocida de sus padres, amante de las artes que lo felicitó por su acompañante y por incursionar en el mundo artístico, para ir a buscar algo para beber. 

Estaba reconociendo el lugar, tratando de identificar al rico árabe que, al parecer, aún no había llegado. Sí había ubicado a Belmont Durand, quien, según pudo comprobar, tenía a Aurora en su línea de visión. Recordó las historias contadas por Gerard y sintió malestar al pensar en su interés en ella. Necesitaba que el árabe llegara lo antes posible para poder ejecutar el encargo e irse de allí. 

Esperando los tragos, que él sólo sostendría en la mano sin probar, su malestar aumentó. Gabrielle se había parado a su lado y parecía que escupiría veneno.

—Así que, ¿me cambiaste por ella?

—¿De qué hablas Gabrielle? —espetó con desagrado, evitando mirarla.

—Lo nuestro, la última noche que me cogiste y me dejaste fue por esa.

—No la conocía entonces. Así que, no.

—¿En menos de dos semanas ya estás con esa ramera? ¿Tan buena es en la cama? ¿Siquiera es mayor de edad?

Steve sintió repugnancia por lo que insinuaba. Habló en tono muy bajo. 

Gabrielle había estado bebiendo y perdía toda inhibición. Tampoco era que tuviera algún filtro en su boca estando sobria.

—Cuida tu lengua viperina. —Sus ojos relucían con fría rabia—. Ella no tiene nada que ver. Eres tú.

Tomó las copas y se retiró, dejándola con las venas del cuello hinchadas y los puños apretados con tal fuerza que se clavó las largas y esculpidas uñas en sus palmas.

Volviendo hacia la joven, que al parecer los caballeros aprovecharon la falta de su masculina compañía para rodearla, perdiéndose entre ellos, vio al objetivo, que había llegado mientras hablaba con Gabrielle y se encontraba ahora al lado del espacio despejado para bailar, hablando con el anfitrión y algunos hombres más.

Se percató de una disimulada entrega de una tarjeta o pedazo de papel por parte del francés, que el árabe y los otros individuos tomaron con la misma actitud. Reparó en cada uno que recibió ese secreto obsequio. Un hombre gordo y bajo, sin cabello y muy serio. Un oriental bastante joven vestido de esmoquin blanco acompañado por un enorme hombre de igual origen, rapado; y una mujer madura, de mirada rígida con un hombre a cada lado, protegiendo sus flancos. La mujer y el oriental, con sus escoltas, se retiraron una vez obtenida la tarjeta, subiendo por la gran escalera y desapareciendo por el pasillo.

Debía proceder inmediatamente, antes que el árabe también desapareciera. 

Sospechaba que algo turbio ocurría en alguna otra parte del edificio y que ese pequeño papel era una especie de código o invitación de ese peculiar grupo. 

Desconocía el motivo que los había congregado. No le interesaba, pero no dejaba de pensar que Belmont Durand era mucho más que un millonario mecenas de las artes pláticas. 

Avanzó entre sus contendientes en la atención de Aurora y, dejando las copas en una mesa cercana, la tomó de la mano y la llevó al medio de la pista de baile ante una sorprendida joven, que se dejó arrastrar. Tomó su pequeña mano derecha y con la suya, le rodeó la cintura, presionándola hacia él.

—Creí que no bailaba —preguntó con feliz extrañeza.

—Me aseguraste que por ti lo haría. 

No era por ella que lo hacía y una vez más se sentía hundir con sus mentiras. Como si fueran piedras atadas a su cuello y fuera lanzado al mar.

La guio al compás de la música. Realmente, él bailaba muy bien. Siempre lo había hecho. Lo había aprendido de sus padres, que disfrutaban de esa actividad en cualquier oportunidad. A veces, sólo porque tenían ganas de hacerlo en medio de la sala de su casa. 

Había bailado con muchas chicas cuando de joven salía a las discotecas, pero dejó de hacerlo después de la muerte de su madre. No tenía ganas de festejos de ningún tipo. Ahora, lamentaba que el motivo para bailar con Aurora fuera el de tener una excusa para acercarse al árabe.

Éste era un hombre maduro, vestido de esmoquin, igual que la mayoría de los hombres de la fiesta, rodeado por un grupo de grandes hombres que sin dudas eran sus guardaespaldas.


Estaba feliz de poder bailar con el señor Steve. Le gustaba la música y moverse al ritmo de ella sintiendo la fuerza de ese hombre, que la sujetaba con delicada seguridad. La calidez de su cuerpo esculpido debajo de las elegantes prendas, su aroma que los envolvía y el sentir de su corazón dando vida al hombre borraron de su mente —al menos por el momento—, las dudas tormentosas que la afligían.

Se detuvieron de golpe, sin que ella supiera por qué, hasta que escuchó una voz atrás suyo que le hablaba a Steve y se sobresaltó. Steve notó el susto en su rostro y con una puntada de remordimiento, la ignoró.

Bonne nuit, monsieur Sharpe [Buenas noches, señor Sharpe]—mirando a la mujer, añadió—. Belle Aurora [Bella Aurora].

—Buenas noches señor Durand —respondió Steve.

Bonne nuit, monsieur Durand [Buenas noches señor Durand] —respondió a su vez Aurora, en perfecto francés, después de girarse para encarar al anfitrión.

Ambos hombres la miraron con asombro.

Parler français? [¿Hablas francés?].

Je parle juste un peu [sólo hablo un poco].

Quelle agréable surprise! [¡Qué agradable sorpresa!] —tomó su mano y la besó, tal como había hecho en la casa de Steve. Ella sonrió ante el gesto, pero retiró su mano casi de inmediato. Él volvió a hablar con acento francés sin dejar de mirarla—. Me alegro de que hayan asistido a mi Galería. Espero que, a partir de ahora, los vea más seguido por aquí. Mis pinturas palidecerán con su presencia, pero qué bien le hará a mi alma su visión.

Steve no podía resistir la actitud descarada del hombre, que, delante de él, aun suponiendo que ella era solamente su empleada, la encarara de esa forma. Pero debía controlarse. Necesitaba la distracción. 

Entonces, Belmont hizo la pregunta que Steve había esperado, entre angustiado y ansioso.

—¿Me permite bailar con su asistente, monsieur? —preguntó con sonrisa burlona, indicando con ello que a pesar de sospechar que era una farsa el título que le había dispensado, aceptaba el juego.

Steve sintió los ojos de Aurora sobre él, pero no tuvo las fuerzas para responder a ellos. Ambos sabían que otros querrían bailar con ella y se habían preparado para eso. No era ninguna sorpresa, pero a ninguno de los dos le agradaba la situación.

—Sí, claro, si ella quiere...

—Por supuesto —aceptó con fingida cortesía y resignación en sus ojos.

Steve pasó por al lado de Belmont, rozándolo, mientras él tomaba el relevo con la señorita.

—No se preocupe, monsieur Sharpe, se la voy a cuidar muy bien.

El aludido sintió la provocación, como una flecha haciendo diana en su punto más vulnerable. Tuvo que cerrar el puño para controlarse y evitar de esa forma tomar a la muchacha de la mano y llevársela de allí.

Los vio desplazarse por el suelo y después de un profundo suspiro, recuperó la frialdad necesaria para proseguir con lo planeado. Aprovechando que habían quedado al lado del árabe, que observaba a los bailarines, pasó por su lado. Pero la distracción hizo que chocara con él. Cuatro hombres casi se le abalanzaron, colocándole una mano en el hombro, a modo de distanciamiento semi cordial de su empleador.

—Lo siento —dijo Steve, tomándose la cabeza y simulando cierto estado de embriaguez—. Demasiados tragos de la barra libre.

—No se preocupe —respondió el otro—. Disculpe a mis hombres. Son muy celosos de mi persona —golpeándoles el pecho con el dorso de la palma, agregó—. Pero deben comprender que estamos en una fiesta. Hay que relajarse un poco muchachos.

—Siga disfrutando, pero no se acerque demasiado a la barra.

—No lo haré. Gracias.

Steve siguió caminando con bastante tambaleo y cuando sintió que estaba protegido de la vista del hombre y sus acompañantes gracias a los otros invitados, se irguió completamente y caminó con normalidad, obteniendo de su bolsillo el teléfono móvil para observar su pantalla. Confirmaba que el rastreador estaba colocado. Luego revisó el bolsillo opuesto, sacando de este el pequeño papel que había sustraído de la chaqueta del esmoquin del dueño de la galería. 

Era una simple tarjeta, con un código de barras en el centro. Revisó el reverso y estaba vacío. La volvió a guardar y subió por las escaleras hasta el entrepiso con visión a la sala inferior, y desde allí arriba, apoyando las manos en la barandilla, esperó el momento adecuado para el ataque. 

Mantenía su atención en el hombre rodeado de guardaespaldas. Cuando vio al grupo ponerse en movimiento y ascender por la escalera para tomar el pasillo en sentido contrario a su ubicación, volvió a observar la pantalla del celular. Esperaría unos minutos para después seguirlos, aprovechando que no perdería la ubicación del objetivo.

Estaba por iniciar el siguiente paso, pero su subconsciente lo traicionó, sacándolo de eje. 

Su estado de concentración y su frialdad habían asegurado el éxito en cada uno de los contratos, aislándose de cualquier distracción. Esta vez, sin embargo, no se mantuvo imperturbable. No pudo evitar mirar hacia abajo, a la pista de baile, donde una ingenua Aurora se dejaba desplazar por el suelo por un seductor Belmont. Sus manos, que mantenía apoyadas sobre la barandilla de ese balcón que daba acceso a la visión de tremendo espectáculo, tenían los nudillos blancos por la fuerza que hacía al presionarlas sobre la superficie. Cada fibra de su ser quería ir a rescatarla de la trampa en la que él la había metido. 

A punto estuvo de hacerlo, cuando se detuvo. Si se la llevaba, ¿qué haría? No podía tenerla consigo mientras ejecutaba el trabajo. No. Debía continuar solo. Se volteó, dando la espalda a la joven y se encaminó hacia su propio objetivo. No debía demorarse.


Belmont Durand era seductor y buen bailarín. Paseaba a Aurora con gracia, entre giros y vueltas por toda la pista con la alegre melodía, una canción tras otra. Minuto tras minuto, haciendo pasar el tiempo entre roces, notas musicales y miradas que Aurora trataba de esquivar. 

No quería verlo y detallarlo con detenimiento, a diferencia de él, que la recorría descaradamente con sus ojos. 

Sus ojos. Lo poco que había visto de ellos, a Aurora le recordó a Pierre. En realidad, mucho del hombre le hacía pensar en su amigo. Su contextura, aunque fuera algo más bajo y no tan fibroso. Su cabello era igual de negro, con algo de gris, pero se lo peinaba de lado y lo tenía más corto. Sin embargo, no la hacía sentir como él. Ni siquiera le agradaba escucharlo hablar en su idioma.

Con el cambio de música, por una más melódica, la atrajo hacia sí. Al aumentar el contacto de su cuerpo, presionando los generosos senos de esa Venus contra su pecho, comenzaba a elevarse el efecto en él. La mano que tenía en su espalda bajó rozando su piel hasta la zona más baja de su cintura. Apoyó su mejilla contra la de ella y esa proximidad le permitió hablarle en francés al oído.

¿Realmente es la connaisseur de Sharpe?

Así es, señor Durand.

Belmont, por favor —suplicó con un ronroneo—. Conocerá la escultura del Rapto de Proserpina, imagino.

No he tenido el placer de verla personalmente en la Galería Borghese, en Roma, pero claro que la conozco, señor Durand —sus sentidos estaban alerta y su respiración se agitaba. El hombre podría interpretarlo como excitación, pero la verdad era miedo—. Hades y Perséfone, según la mitología griega. Una escultura de una realidad apabullante, muy dramática y que como historia, considero cruel y abusiva. 

No es cruel si la mujer en el fondo suplica por ser dominada. A veces sólo fingen o no saben lo que realmente desean y necesitan de alguien fuerte y decidido que las tome.

No creo que sepa de lo que habla.

Sentía su estómago revolverse. Cerró unos segundos sus ojos y respiró profundo. Al abrirlos, creyó recuperar algo de serenidad para continuar con su actuación ante el hombre, que proseguía con su discurso.

 —Oh, mi Perséfone, sí lo sé. Pensé en ella cuando la conocí a usted en la mansión de Sharpe. —Un escalofrío recorrió la columna de Aurora—. Usted me ha llevado a la perdición con esos ojos. Desde aquella noche, han quedado esculpidos en mi cerebro y me consume una idea... Sea mi musa.

¿Su musa? —Ese era un honor que no deseaba—. Lo siento señor Belmont, pero no creo que merezca tal distinción.

Por el contrario. Déjame perpetuarte en una pintura —ahora la tuteaba, hablándole cada vez más cerca del oído—. Posa desnuda, sólo para mí.

Aurora recordó los cuadros de bellas mujeres desnudas que había contemplado en su recorrido, en poses eróticas colgados en las paredes. A veces, varias en la misma imagen. No tuvo duda en ese momento sobre su primera impresión respecto aquel rostro que le había parecido reconocer. Pintada en las telas estaba la joven de la fiesta del señor Steve, que esa noche no se hallaba junto al Casanova.

Ella no sentía timidez de su cuerpo y el desnudo en el arte era parte de la belleza de la vida a plasmar. Además, había estado desnuda prácticamente toda su vida sin pudor alguno. 

Sin embargo, ya no quería mostrarse ante cualquiera. Le gustaba la idea de ser una especie de secreto que ella decidía con quién compartir, a quien revelar. Y no deseaba descubrirse ante ese hombre, que sospechaba, su objetivo no era captarla por motivos artísticos. 

Ya no quería seguir allí, con él. Sentía que llevaba demasiado tiempo en los brazos de aquel hombre de forma exclusiva y quería volver a los del que ella adoraba.

Que amaba, aun sin ser correspondida.

Le agradezco señor Belmont por considerar retratarme, pero debo negarme una vez más. Ni ahora, ni nunca —intentó liberarse del abrazo del francés, pero él la atrajo con más fuerza.

¿Por qué no me acompañas a mi estudio, arriba? Tal vez, si vieras el lugar, cambies de opinión. Yo, estaría muy agradecido. Y mi agradecimiento puede ser muy generoso —pasó el dorso de una mano siguiendo el contorno del hombro desnudo—. Te aseguro, que lo disfrutarás como nunca has disfrutado.

—Créame —volvía a hablar en inglés—. Si estuviéramos solos en su estudio, usted no lo disfrutaría.

Sus ojos ardían como una fiera lista para atacar. Sabía que él no podría retenerla si ella usaba su fuerza para soltarse, pero estaban en público y debía controlarse. Podría comprometer al señor Steve y ella quedaría demasiado expuesta.

Él no iba a admitir un no por respuesta. No aceptaba los rechazos y mucho menos iba a perder la oportunidad de tener la más tentadora de sus presas para él. Había encontrado el mayor néctar, del cual deseaba alimentarse, llevando su boca a esos senos que lo provocaban. 

Beber del dulce coño de su ninfa hasta el cansancio.

Decidió cambiar el enfoque.

Aurora, hermosa, no se preocupe por Sharpe. Él está de acuerdo. La dejó en mis manos, ¿o no? ¿Acaso lo ve preocupado?

Aurora revisó a su alrededor buscando el rostro de Steve, a quien no veía desde hacía más de media hora. Necesitaba comprender lo que el francés quería decir. Pero no lo halló y miró con temor al hombre que la tenía prisionera entre sus manos.

Durand sabía lo que la joven buscaba y él mismo había comprobado que el billonario había desaparecido. Al igual que Gabrielle. El muy idiota desperdiciaba una verdadera joya con una pieza barata de imitación. Mejor para él, aunque hubiera preferido ver la cara de humillación cuando se la llevara. 

No importaba, porque le haría llegar un copia del cuadro que hiciera de su musa.

Podía hasta usar esa traición del rubio a su favor. 

No. Desechó esa idea. 

Por el momento.

Usted haría lo que fuera por Sharpe, ¿verdad?

Ella asintió con mudo terror.

Y no se negaría a sus deseos. —Belmont se regocijaba ante la confusión de la joven, que en su ingenuidad parecía comenzar a creer en las embaucadoras palabras que le decía el hombre—. Él me pidió retratarla —señaló las obras que los rodeaban—. Que sea mi inspiración para obsequiarle una obra suya, para disfrutarla siempre. —Entrecerró los ojos, enseñando una sonrisa hambrienta—. Él nos espera.

Su mente estaba embrollada. Una parte de ella no podía creer lo que le decía el francés, pero al comprobar que el señor Steve no estaba cerca, otra parte se dejaba convencer por el artista. Tal vez el hombre que la había liberado realmente esperaba que ella hiciera eso por él y por eso había desaparecido. Aguardaba a que ella aceptara hacer ese regalo para él. ¿Estaría mostrando otra cara desconocida para ella?

Sin esperar respuesta de la magnífica mujer, la tomó de la mano y la guio escaleras arriba. Al llegar a la siguiente planta, giró hacia el pasillo que se mantenía en penumbras. Había algunas personas del lado opuesto admirando algunas obras, pero hacia donde se dirigía el francés seguido por la muchacha no había nadie más. 

Aurora vislumbró al final de ese pasaje una esquina más oscura todavía que suponía daría acceso a otra sección de la galería. Lo que no sabía, es que a la vuelta, estaban las escaleras que ascendían a la tercer planta, donde un grupo de personas realizaban transacciones sobre cierta mercancía. 

Mercancía como lo había sido Aurora para Yoshida.

Alcanzaron una de las tantas puertas del pasillo. Belmont tomó una llave de su bolsillo y la usó para girar la cerradura y al abrir la puerta, hizo pasar a Aurora, empujándola suavemente con su mano en la espalda. Adentro, había más oscuridad, pero no era impedimento para la joven mutante, que sin necesidad de que se encendieran las luces, pudo comprobar que el lugar era realmente un estudio artístico. Había grandes telas, bastidores, mesas con todo tipo de recipientes de colores, pinceles, trapos. El olor a pintura y otros productos la invadió. Había también asientos mullidos y un gran sofá, de estilo victoriano.

Bienvenida, Aurora.

—¿Dónde está el señor Steve?

Enseguida vendrá —caminó hasta una de las paredes y encendió las luces de la habitación. Quería contemplar a su Venus en toda su gloria, relamiéndose ante el festín que pensaba llevarse mordiendo cada centímetro de su cuerpo y lamiendo su provocativa piel—. Podemos comenzar nosotros —se aproximó a Aurora, y la recorrió con la mirada. 

Llevó sus manos a los hombros de la joven y con fuerza, la sujetó, besándola en los labios antes que ella reaccionara.

—No, por favor, señor Belmont —rechazó al hombre, tratando de alejarse de él, pero él la siguió con los ojos oscurecidos.

—No tiene caso negarte. Estamos solos. Tú y yo. Nadie en la fiesta nos escuchará. Sharpe no te escuchará. ¿No te das cuenta niña? No le importas. Te dejó sola, prefiriendo irse con otra.

No tuvo tiempo de sentir el golpe de esas palabras, porque de inmediato Durand volvió al ataque como el animal salvaje que sentía ser, a punto de saltar sobre su presa indefensa. 

O al menos, eso era lo que creía. 

La tomó por los brazos y atacó su cuello, luego buscó los tirantes del vestido y se los bajó sin controlar su fuerza, provocando que uno de ellos se rompiera. 

Sus pechos quedaron al descubierto, produciéndole una erección instantánea, aunque las manos de ella trataran de cubrirse, sin éxito, permitiéndole disfrutar de aquellos pezones rosados que tenía que engullir como dulces fresas. 

Pero antes de que pudiera llevar sus manos a su objetivo, Aurora se anticipó a su movimiento y adelantándose hacia él, le propinó un cabezazo en la cara, partiéndole el tabique. 

El dolor que sintió lo volvió loco, tapándose con ambas manos y sintiendo la sangre brotar de la nariz. Tenía los ojos abiertos como platos ante la sorpresa del golpe. 

Antes que pudiera hacer o decir algo más, su indefensa víctima, vuelta ahora la atacante, lo noqueó con un golpe de puño, haciéndolo caer en una de las butacas de la sala. Quedó allí, sentado, de espaldas a la puerta, como si estuviera despierto y observando la figura de Aurora, que en ese momento, repuesta de la sorpresa de su propio accionar, se levantaba el vestido y se sujetaba del lado roto. 

Se quedó allí, mirando el inconsciente cuerpo, cuya cabeza caía a un lado. 

Aurora estaba por moverse, huir, cuando escuchó que alguien movía el picaporte y se asustó.

***

En cuanto Steve abandonó su posición después de ver pasar al árabe, se dirigió al baño de caballeros, desde cuya puerta se podía observar la escalera al final del pasillo, que ascendía a la tercera planta. Él sabía que, en ese piso, había un gran salón con varias habitaciones y un ascensor de carga, que iba directo hasta la salida al callejón. Seguramente para el almacenamiento y traslado de las obras. Lo que le llamó la atención fue que la escalera y la mitad del pasillo hasta ella, estaban a oscuras. Aun así, se distinguía una gran figura en el primer escalón, a modo de guardián. 

Hacia allí se dirigió el extranjero con sus guardaespaldas. Al encontrarse con el hombre que aguardaba, pudo ver en la oscuridad que sacaban algo blanco del bolsillo. La tarjeta con el código de barras, que fue escaneada con el celular del gigante. De esa forma, les habilitó el acceso. Aunque sólo el jefe subió. Sus compañeros volvieron a la fiesta.

Steve entró en el baño y se aseguró que no hubiera nadie más. Abrió un pequeño armario detrás de la puerta, del cual sacó un cartel de mantenimiento y fue hasta el último cubículo. Entró en él y antes de cerrar la puerta dejó del lado de afuera el cartel amarillo apoyado en el suelo y trabó la puerta. De esa forma, ese baño quedaría inutilizable. 

Abrió la ventana que daba al callejón y salió, poniéndose de pie sobre la cornisa que separaba las plantas. Caminó pegado a la pared, siguiendo en temerario equilibrio el recorrido del edificio hasta llegar a la escalera de incendios exterior. Desde allí, se paró sobre la barandilla y saltó al descanso metálico de la estructura. 

Se quedó unos segundos quieto, asegurándose que nadie hubiera escuchado. Miró hacia abajo. 

En la puerta de acceso posterior de la galería, había dos camionetas. Pero no había nadie en ellas. Seguramente, estarían adentro, para no llamar la atención. 

El siguiente paso, era ascender hasta el techo. Subió los peldaños que lo acercaban. Pero estos finalizaban en la tercera planta. Aún le quedaban algunos metros hasta alcanzar la cornisa superior. 

Volvió a pararse en la barandilla y con mucho cuidado de no perder la estabilidad, saltó hasta alcanzar el techo con las manos. Quedó colgado unos segundos antes de flexionar sus codos y poder llevar su cuerpo hasta el borde superior del edificio. Apoyó sus pies y de un salto, amortiguó su caída sobre la azotea. 

Sabía que todo el centro de la azotea tenía una gran claraboya y esperaba desde allí, visualizar a su objetivo. 

La noche anterior había revisado la zona y había escondido el arma silenciada y otros artefactos que podría necesitar, como lentes de visión nocturna, dentro del sistema de aire. Caminó hasta allí y con cuidado de no hacer ruido, buscó el pequeño bolso dentro del conducto.

Tomó en primer lugar unos guantes negros apropiados para ese tipo de trabajos y después el arma. Se colgó el bolso de forma cruzada sobre el pecho, para que no lo molestara. Con mucho cuidado, caminó rodeando la gran estructura de vidrio. Revisando en cada ventanal. 

En los primeros, sólo vio habitaciones vacías, con lavabos y barras horizontales afirmadas en una de las paredes, con esposas colgando. Arrugó el entrecejo. Comenzaba a darse una idea lo que se contrabandeaba allí.

Siguió despacio hasta que la claraboya se abrió, mostrándoles un gran salón con el ascensor de carga a un lado. Desde el borde, pudo observar todo lo que ocurría adentro. 

Lo que vio confirmó lo que había pensado y eso lo indignó. 

Estaba todo a oscuras salvo un gran círculo de luz en el centro de un salón. En ese espacio iluminado por grandes reflectores había un grupo de una docena de chicas muy jóvenes, algunas, calculaba, no tendrían más de quince años. Estaban casi desnudas, usando lencería, y se notaban intoxicadas. Le pareció que el rostro de una de ellas le era familiar, pero lo descartó. 

Pensó inmediatamente en Aurora, que la había dejado unos minutos atrás en brazos de Belmont. La había salvado de Yoshida, pero ahora la entregaba a otro que resultó ser un vendedor de jóvenes. Nunca dejaría de sorprenderle la doble cara de las personas. Tras la seductora y carismática personalidad del francés, se escondía un inescrupuloso traficante de mujeres. 

Tenía que terminar rápido e ir por Aurora.

Sacudió su cabeza para volver a concentrarse en el trabajo. Debía recuperar su frialdad. 

Veía perfectamente a las chicas, pero la intensa luz contrastaba con la oscuridad, imposibilitándole identificar los relieves pertenecientes a su blanco. Se colocó las gafas de visión nocturna y dirigió su mirada a la oscuridad. 

Distinguió cuatro figuras sentadas en sillas separadas. Se notaba el cuerpo de la mujer en un extremo. En segundo lugar, el del hombre redondo, el tercero, estaba seguro, era el alto árabe y el último, el menudo oriental de traje blanco. Centró toda su atención a la tercera silueta y la observó. 

No podía escuchar claramente, pero interpretaba que estaban pujando por las niñas, que eran presentadas una por una y separadas luego en grupos. Imaginó que cada grupo era la mercancía de los diferentes compradores. No demoraron mucho en finalizar la subasta. 

Estaba por realizar el tiro, pero se detuvo. Llevaban a las chicas, cada grupo, a las distintas habitaciones iluminadas y los clientes las siguieron. Iban a comprobar lo que acababan de comprar. 

El asesino se quitó el artefacto de visión nocturna que guardó en el pequeño bolso y volvió sobre sus pasos hasta quedar arriba de la sala donde se hallaba el árabe. Éste estaba tocando a las asustadas muchachas que mantenían los ojos cerrados, llorando y gimiendo. Eran tres. 

Supo que no tendría mejor oportunidad que aquella y sin demora, apuntó con cuidado y disparó con su arma silenciada. La bala atravesó el vidrio y luego el cráneo, salpicando la pared de enfrente y el cuerpo cayó al suelo. 

Las niñas seguían con los ojos cerrados, pero cuando oyeron el golpe en el suelo y no percibieron ningún otro movimiento, una por una comenzaron a abrir sus ojos. Quedaron mudas al ver el cuerpo inerte, con los ojos abiertos, mirándolas. Ninguna gritó. Tal vez porque estaban drogadas. Se miraron entre ellas y comprobaron que las tres no entendían que había ocurrido. Notaron los trozos de cristal en el suelo y levantaron sus cabezas hacia la claraboya, pero no había nadie allí. 

Fuera lo que fuera, ese hombre que yacía sobre su sangre, en el suelo sucio, ya no las tocaría. Seguramente, en cuanto alguien entrara, su suplicio volvería. En un acuerdo tácito, se quedaron en silencio. Quien haya disparado, les había salvado la vida. Ellas mantendrían el secreto todo lo que pudieran.


En cuanto había halado del gatillo, Steve se sintió libre. Libre para estar con Aurora, rescatarla nuevamente, esta vez de su estúpido comportamiento que la había usado como carnada. Caminó rápido, con paso sigiloso hasta la escalera de incendio y saltó. Desarticuló la extensión que acallaba su arma guardándola en su bolsillo, mientras que la herramienta mortal la colocó en la cintura, atrás, en la espalda. Se quitó los guantes que guardó nuevamente en el bolso y lo lanzó al gran contenedor de basura que había abajo. Andrew lo pasaría a buscar ahora, antes de recogerlos en la puerta. 

Pensando en ello, le mandó un mensaje. El hombre ya sabía lo que debía hacer y estaba aguardando la señal. Bajó al siguiente nivel y desde allí, con mucho cuidado deshizo sus pasos sobre la cornisa hasta la ventana del baño. Se quedó quieto afuera, escuchando primero si había alguien. 

No, sólo silencio. 

Entro con mucho cuidado y salió del cubículo.

Se lavó las manos y la cara, limpiándose las gotas de sudor que habían humedecido sus facciones. Se pasó los dedos por su cabello para peinárselo hacia atrás y arregló su ropa. Miró su reflejo, hacia la espalda, asegurándose que no se notara que tenía el arma allí. No quería lanzarla también, en caso de que, por algún motivo, Andrew no pudiera tomar el accesorio lanzado al contenedor, el arma sería un riesgo. 

Un último vistazo al espejo. Todo en orden. Estaba animado y ansioso por comenzar la siguiente etapa de su vida.

Salió al pasillo, controlando las ganas de correr hacia la mujer dueña de su futuro. 

En cualquier momento se darían cuenta que había un hombre muerto, y aunque tenían que irse lo antes posible, había que disimular. 

Se apresuró al balcón que daba hacia abajo, al salón y buscó a Aurora con la mirada. No la encontraba por ningún lado. Tampoco veía al francés y eso lo preocupó. 

Revisó otra vez hacia el pasillo por donde acababa de venir, a las puertas cerradas que estaban en la oscuridad. Desde allí, no se veía la escalera donde estaba la sombra del guardián, así que decidió ir a probar con esas habitaciones. Cuando estaba por intentar abrir la primera puerta, escuchó sonidos ahogados en la habitación de al lado y sin dudarlo, se dirigió a esa puerta. Estaba cerrada desde adentro y su instinto le dijo que tenía que abrirla como fuere. 

Así que, forzó la cerradura y entró.


Halló a Aurora de pie frente a él, con el vestido roto en uno de los tirantes. En un gesto automático, Steve había sacado su arma y apuntaba a Belmont Durand, que estaba sentado en una butaca de espaldas, entremedio de él y Aurora. 

Ella lo miró con sorpresa y espanto en igual medida, deteniendo sus ojos en el pistola. No le gustaba las armas y el señor Steve tenía una en la mano, lista para usar. Como un asesino haría.

Como el asesino que él era y que ella atestiguaba.

La realidad superaba cualquier imagen que había elaborado en su mente, comprimiendo su corazón.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y salió corriendo, pasando por al lado del hombre que acababa de entrar. 

Fue ante la falta de respuesta del francés que Steve se percató que este estaba desmayado, con la nariz rota y con restos de sangre en el rostro. 

No tenía idea de qué había ocurrido, pero se preocupó de que Aurora lo hubiera visto con el arma. ¿Cómo explicarle eso? Se dio vuelta y corrió en busca de la mujer, regresando la pistola a su cintura. Pero al salir, casi chocó con su espalda desnuda al haberse frenado frente a un hombre. 

Cuando Sharpe se unió a la joven, se percató que era el oriental vestido de blanco que había comprado cinco chicas, entre las cuales estaba aquella que le había llamado la atención, sin saber todavía por qué. Tampoco le interesaba.

Lo que captaba su atención en ese momento era notar que Aurora no podía reaccionar a la presencia del rubio detrás de ella, pues estaba paralizada por completo. Con la respiración agitada y sus orbes cristalizados.

Los tres estaban en silencio y Steve llevaba sus ojos acerados entre la muchacha y el desconocido asiático, frunciendo su ceño ante el desconcierto. Analizaba la mirada del joven sobre Aurora, que sonreía de manera siniestra como si la conociera. Sintió un fuerte olor a mandarina y comprendió inmediatamente que se trataba de Arata Yoshida, el Señor Mandarina.

—¿Shiroi Akuma? Impresionante cambio —dijo, avanzando hacia ella para acariciar su cabello con una extraña añoranza, deslizando su nariz entre sus hebras para olerla, mientras observaba por encima de su hombro al soberbio hombre que contemplaba su interacción con la mandíbula tensada—. Así que ahora eres una puta con clase —rio—. Recuerdo que te dije que, si te volvía a ver, te iba a follar.


N/A:

En este capítulo, dejé las traducciones ya que era una conversación entre dos personas que comprendían el idioma. Luego, mantuve la conversación en español, pero la cursiva indica que en realidad hablan en francés.

¿Qué pasará ahora?

Los caminos de todos comienzan a cruzarse.

Menciono código de barras y no QR porque estos últimos se expandieron a partir de 2010 y la historia se da un par de años antes...

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Gracias por leer, demonios!


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