33. Secretos

33. Secretos.

En el gran comedor, todos esperaban la llegada de la comida. 

Steve temía una intoxicación general, algo que a un día de su siguiente encargo no sería conveniente. Pero además, sufría al pensar que el inocente intento de agradecimiento de Aurora sería respondido con gestos de desagrado y asco, y eso le remordía la conciencia —la que sólo emergía por ella—. Eso lo empujó a hablar en voz baja para prevenir lo que podría ocurrir e implorar que cada uno hiciera un esfuerzo para que la joven no se frustrara ante la colosal caída que sufrirían sus preparaciones.

—Les advierto que Aurora no tiene ni idea de qué hacer en la cocina. Es un peligro, pero no debemos dejar que se dé cuenta que lo que hizo es... —no había manera delicada de exponerlo—, calamitoso. Hagamos tripa corazón y pongamos nuestra mejor cara.

Sus oyentes se inquietaron ante las palabras de Steve. Sonaba frío, con la orden implícita en su voz. Sin embargo, preocupación latente del hombre que nunca demostraba sentimientos por nadie, arrancó suaves sonrisas en todos los que lo escucharon. 

Tenían delante de ellos a otro Steve Sharpe. 

Los ruidos de platos y la voz de Aurora los puso en estado de alerta. Comenzaría la prueba de resistencia y temían por sus estómagos.

—Espero que tengan hambre —su voz cantarina llegó antes de que apareciera con una mesa rodante que transportaba los platos servidos. Fue colocando delante de cada uno sus respectivas entradas y ella misma se sentó en su lugar, a la izquierda del señor Steve y le sonrió con toda la felicidad del mundo—. ¡A comer!

Con la advertencia de Steve en sus oídos, todos miraban con resquemor sus platos. Aunque reconocían que la presentación era fabulosa, ninguno se atrevía a ser el primero en probarla. 

Aurora, impaciente, los animó.

—¿Qué ocurre? —Sus enormes ojos dorados se clavaron en los de Steve, reclamando su apoyo y este, sin poder rechazar esa mirada, metió el cubierto en la comida y tomó el primer bocado, ante la expectativa de los demás, que esperaban su veredicto. La joven sonrió al ver cómo saboreaba la preparación, abriendo más sus ojos y arqueando sus cejas aguardando su respuesta—. ¿Y? ¿Qué le parece señor Steve?

Probó despacio, identificando los sabores en su boca y todas las preocupaciones desaparecieron. Se enderezó en su silla y sonrió a su preciosa y ansiosa chef.

—Maravilloso, Aurora. Esto es delicioso. —Lo decía de verdad. No fingía en lo absoluto. Eso animó a ser seguido por el resto, que se relajaron en sus asientos y con confianza, se abalanzaron sobre sus platillos. Después del primer bocado, cerraron los ojos para confirmar el exquisito sabor en sus paladares—. Pero, ¿cómo? —No sabía cómo continuar sin reconocer que los bocadillos que ella le había preparado dos noches atrás habían sido incomibles, pero no comprendía cómo había logrado un cambio tan rotundo.

Aurora soltó una gran carcajada, echando su cabeza hacia atrás y sonidos de campanillas colmaron la sala.

—¿Cómo es que pasé de preparar bocadillos desagradables a esto? —Apoyó su mano sobre la de Steve que tenía cerca de ella y fijó nuevamente sus intensos ojos sobre los de él. El hombre se sonrojó al sentirse descubierto. Realmente, esa muchacha lo desestabilizaba constantemente. Estaba perdiendo el control y cada vez se sentía más acorralado por ella—. Señor Steve, estuve viendo recetas, cientos de ellas, explicaciones, consejos, técnicas de cocina, un universo completo y supe que lo que le preparé debió ser horrible —bajó su voz, para no ser oída por el resto, que charlaba animadamente entre ellos, ignorando, o simulando ignorar, a los más jóvenes de aquella mesa—. Usted sin embargo, se lo comió. Lo hizo por mí —sus mejillas adquirieron un tono rosado y mordió su labio, sin dejar de observar a su compañero—. Gracias.

—Lo volvería hacer, Aurora.

Era un hecho. Había estado seguro que aquel almuerzo sería otra farsa que soportar con tal de no desanimar a su adorada huésped.

—Lo sé. Lo escuché. —El rosado se volvió rojo y alcanzó las orejas—. Otra vez, gracias —habló en voz alta—. A todos ustedes.

Cuánto deseaba besarla. Se la hubiera llevado inmediatamente a la cama para saborearla a ella, hacerla su plato principal y su dulce postre si no hubieran estado acompañados.

Después de la entrada, le siguieron el plato fuerte y el postre. Y en cada una de las preparaciones, Aurora se lucía. No lo hacía solamente para demostrarse a sí misma de qué era capaz, o para enorgullecerse. Con cada plato había plasmado todo el cariño y agradecimiento que sentía por las personas en esa mesa y ellos así lo reconocieron.

Al finalizar, Steve solicitó que cada uno volviera a sus labores. 

El feliz almuerzo había acabado y Steve, aunque conmovido por lo que la muchacha le había hecho vivir, debía volver a ser el hombre a cargo de su temple. Aquel que se debía preparar para un trabajo al día siguiente.

Con esa tarea en mente, Gerard, Aurora y él, se encerraron en su despacho.

Allí, el mayor de los hombres se acomodó en uno de los sillones individuales, al lado del gran sofá de la habitación. Steve se movió hasta el escritorio y notó que había dejado los diferentes televisores encendidos, en distintos canales silenciados. En uno de ellos, mostraban imágenes del evento de beneficencia de la noche anterior en la casa de Sharpe. 

Aurora se había quedado de pie, sin saber bien por qué estaba ella allí.

—Ven, lindura, siéntate aquí —señalaba Gerard, con pequeños golpes en el sofá ubicado a su lado, a los que ella correspondió, sentándose en el lugar señalado.

—¿Ocurre algo? —Miraba a uno y a otro, confundida. Parecía que toda la alegría del almuerzo se había esfumado. Ambos hombres estaban serios.

—No, no pasa nada Aurora —la tranquilizó el joven—. Sólo quería avisarte que debo irme ahora mismo por un par de días, por trabajo. Gerard se quedará aquí, contigo. Andrew también. Un cerrajero vendrá para arreglar tu cerradura, pero de eso se encargarán Andrew y Josephine.

—¿Eso es todo? Por un segundo creí que había ocurrido algo malo.

—Bueno... no es algo malo —se dirigió a Gerard—. ¿Nos dejas unos minutos? —Él asintió. Estaba preparado para ese pedido—. Y deshazte lo antes posible de esas bazofias —señaló con la cabeza a un lado.

Aurora y Gerard dirigieron sus ojos al punto indicado, reconociendo las obras ya descolgadas, esperando a ser devueltas.

—Y pensar que están valuadas en cientos de miles de dólares —fingió un reproche el inglés.

Su bufido hizo reír a la niña.

Sin más, el socio se retiró, cediendo su lugar a Steve, que ahora se sentaba al lado de la joven. Apoyó su mano en su pierna, acariciándosela. Ella sonrió ante el contacto. Le fascinaba que la acariciara con sus fuertes manos.

—Aurora, algo pasó anoche, después que te encontraste con el señor Belmont Durand —guardó silencio. Antes de proseguir con lo que debía decirle, quiso saber algo—. ¿Qué te pareció ese hombre? ¿Te gustó? —Tanteó.

—La verdad, después de todo lo que ocurrió, no había vuelto a pensar en él. —Meditó su respuesta un minuto—. No me desagradó, como ocurrió con cada hombre que vi en el Paradise, porque no parece de los que golpea a las mujeres. Por el contrario, parecía muy amable. Pero hay algo en él que me pone incómoda y también me intriga. Como si fuera una especie de cazador. ¿Por qué pregunta?

Steve admiró la acertada descripción del francés.

—Nos invitó a ir a una fiesta el día de mañana, donde va a haber mucha gente. Algunos, no te agradarán.

—¿Nos? ¿Por qué a mí?

—Porque eres la mujer más hermosa del planeta.

Ella se sonrojó y se mordió el labio. 

Steve encontraba que cada vez le estaba costando más resistirse a esa boca. Quería ser él quien mordiera esos labios.

—¿Usted quiere que vaya?

Quería decir que no. No quería compartirla con nadie y mucho menos que sea el juguete del Casanova. Por otro lado, ella sería una distracción que podría usar en el dueño de la galería mientras él ejecutaba la misión. 

Se sentía una basura por ello.

—Debes decidir tú.

—¿Usted va a ir?

—Sí, debo hacerlo.

—Entonces sí. Quiero tener la experiencia que tuvieron las mujeres anoche y lucir estrellas en el cuerpo.

—¿Estrellas?

—Las mujeres tenían hermosos vestidos que brillaban como si tuvieran pequeñas estrellas. Y usaban otras en el cuerpo.

—No sabía que te interesaran las joyas.

—No me interesan. Sé que las piedras preciosas son minerales tallados, pero anoche ellas se veían tan hermosas... y las estrellas, verá, sólo pensaba en el cielo nocturno y en el amanecer mientras estuve encerrada. Además... —volvió a morderse—. Quiero bailar con usted al compás de la música.

—Te dije, yo no bailo. Pero otros te sacarán a bailar. Incluido Belmont.

—¿Y si no quiero? —Sonaba preocupada.

—No tienes que hacerlo. No tienes que hacer nada que no quieras.

Reflexionó una vez más antes de dar su respuesta definitiva. Le gustaba poder decidir sobre algo en su vida. Eso le daba poder. Poder sobre sí misma.

—Quiero ir con usted. Quiero ver qué hay más allá de estas paredes. Quiero vivir. Es un .

—Muy bien Aurora. Iremos juntos. Pero no hoy. Yo debo hacer otras cosas, pero mañana a la mañana, Andrew te llevará y nos encontraremos en la ciudad —miró a la chica y luego al ordenador y tuvo una idea—. ¿Sabes? Me vendría muy bien que te convirtieras en mi connaisseur. Sé que no tendrías ninguna dificultad en memorizar sobre arte.

Aurora identificó en su archivo mental el concepto al que se refería el señor Steve.

—¿Ahora quiere que haga su trabajo? —rio, haciendo referencia a la noche en que él estaba leyendo sobre ese tema desde internet—. Lo haré con gusto, señor Steve. Quiero ser útil. Trabajar para usted.

—¡Perfecto! Gerard te ayudará en todo lo que necesites.

—Y usted... ¿cuándo me enseñará a defenderme? —No se había olvidado de su pedido de la noche anterior.

—Cuando volvamos de la ciudad, te enseñaré lo que quieras.

Saber que el hombre que hacía girar su mundo estaría lejos de ella por un día la desanimó. 

Dejando que su cuerpo siguiera un impulso, se sentó como hacía con él. De frente, a horcajadas, rodeándolo con sus largos brazos al cuello; y la habitual respuesta no demoró en apretarla por sus tentadores nalgas.

—¿Qué pasa mi niña?

—Voy a extrañarlo, señor Steve —susurró con ternura, muy cerca de su rostro.

—Antes de que te des cuenta, estaremos juntos —su mano ahuecó su mejilla.

—Me gusta tenerlo en las noches —se movió provocativamente sobre la pelvis de Steve, haciéndolo gruñir—. Y en las mañanas.

—Tengo una idea —esgrimió una media sonrisa cargada de intenciones obscenas. Apretó contra su pecho la figura delgada de Aurora y dirigió sus labios a su oído, rozando su lóbulo—. ¿Te has masturbado alguna vez?

Contuvo un jadeo antes de responder.

—Sí señor, una vez.

—Me gustaría verte haciéndolo. ¿A ti?

—A mí también, señor Steve —su pecho se movía agitado y su pulso se había acelerado.

—Para que no me extrañes tanto, piénsame mientras te das placer, justo a medianoche. Yo haré lo mismo donde esté.

—Me gusta esa idea —se removía, sintiendo cómo se humedecía con cada palabra y su punto más sensible clamaba por satisfacción.

—Algo más para que conozcas de mí. Yo no me masturbo. Pero lo haré por ti.

—Eso me gusta —cerró sus ojos, mordiéndose su labio y se arqueó, aumentando el contacto contra el musculoso torso.

Steve estaba recibiendo todas las señales que le enviaba Aurora y, aunque Gerard estaba merodeando por la casa, no pudo evitar responder al pedido que le hacía la muchacha.

—Sé lo que necesitas, mi niña.

—¿Lo sabe, señor Steve?

Como respuesta, la aupó y la depositó recostada sobre todo el largo del sofá, quedando arrodillado en el suelo, a su lado. Su mano conocedora encontró el camino entre las piernas de la joven, que se sujetaba con una mano de la solapa del traje de Sharpe, apretando su puño con fuerza. Su otra mano agarraba el apoyabrazos arriba de su cabeza.

Un primer dedo jugó en ella, en su sexo, encontrándose con la cálida humedad, esparciéndola por sus pliegues. Recorrió su cavidad, danzando en su interior, doblándose. Las caderas ascendían con ansias. Un segundo dedo se unió como compañero de baile. Un ritmo variado, travieso y enloquecedor.

El placer que sentía le arañaba las entrañas. Un intenso remolino se concentraba en su vientre y podía sentir sus jugos correr entre sus muslos. 

Steve sacó ambos dedos y los llevó a la boca de Aurora. Jugó con su línea.

—Abre la boca, mi niña y pruébate.

Cuando lo hizo, metió sus dedos en la húmeda cavidad.

Sin que tuviera que indicarle qué hacer, la muchacha los succionó, lamiendo con lujuria las largas extremidades.

Probarse en los dedos del señor Steve sólo incrementó su lujuria, sintiendo cómo se volvía un charco.

—Carajo Aurora. No te das una idea lo caliente que te ves.

Su erección no tardó en hacerse más dolorosa al imaginarla con esos labios rodeando todo su grosor.

Liberó los dedos mojados y los devolvió al centro cálido entre las torneadas piernas, donde su cremosidad chapoteaba en su mano hambrienta.

Los dedos entraban y salían, apretando su clítoris en el viaje que la estaba alzando hasta la luna, retorciéndola de gozo. Cerró sus muslos, apresando la masculina mano. Llevó una de las suyas para acompañar la grande, fuerte y experimentada mano, sintiendo su tacto, arqueándose para buscar más profundidad.

Los gemidos de ambos, controlados, se enredaban por lo bajo.

Se sacudió con violencia cuando alcanzó su orgasmo. Toda su esencia se derramó en la palma que todavía la invadía y sus fuerzas la abandonaron.

Se tapó los ojos con un antebrazo, sintiendo el calor invadir sus mejillas. Abrió sus párpados al sentir el abandono del responsable de semejante estallido y volvió a asistir al ritual de lamer lo que ella había liberado.

Y que también había probado.

Steve le sonrió al sacar sus dedos de su boca, lamiendo la cremosidad íntima de Aurora.

—Como ya lo he dicho. Nada más delicioso —le guiñó un ojo. Podía vivir el resto de su vida con la visión de Aurora sonrojada después de estallar. Sus ojos eran puro fuego y su pecho se movía descontrolado—. Esta noche, imagina que soy yo otra vez.

—Lo haré, señor Steve.

Su corazón saltó un latido, cuando los labios carnosos del hombre le entregaron tres besos. 

Uno por cada párpado y el último en la frente, deteniéndose en su retirada sobre su rostro, para perderse en lo que sintió como una eternidad en aquellos profundos pozos que lo conectaban con su alma y que la contemplaban con algo aun indescifrable para ella, pero que anhelaba descubrir por la calidez que le hacía sentir.

—Señor Steve —susurró.

—Dime Aurora —apartó unos mechones de su frente, pasándolos por detrás de su oreja.

—También sé lo que necesita —mordió su labio. Su mirada se encendió—. Para que esta noche imagine que soy yo la que lo toca a usted.

Tenía razón. 

La necesitaba. El dolor en su pantalón lo estaba estrangulando.

***

Steve emprendió el camino hacia la ciudad, conduciendo su Mercedes plateado. 

Pasados algunos minutos, detuvo el vehículo frente a la misma casa de los veraneos de su infancia. Su ritual antes de cada encargo. Apagó el motor, bajó la ventanilla percibiendo la brisa salada del mar y recostó la cabeza contra el asiento, llevando sus oscuros ojos azules hacia la ventana desde la cual se podía apreciar la silueta del otro lado de la gran sala interior.

Antes, ese ritual incluía la visita al hombre que la habitaba. El que le había dado la vida. Pero desde hacía un mes, no soportaba ver su estado. 

Menos ahora que no había logrado obtener la tan preciada cura. Su padre podría no saber sus intenciones, pero eso no mermaba el sentimiento recriminatorio y el remordimiento que lo embargaba.

—Lo siento papá. Prometo resolver mis demonios y pasar contigo tus últimos momentos. Dame tiempo. Te pido eso.

Sus palabras fueron arrastradas por el viento. Aun así, sintió cierta ligereza en el pecho.

Siempre cumplía sus promesas.

Arrancó de una vez. Debía trabajar.

***

Había despedido al señor Steve con un abrazo tímido en la gran puerta de entrada. El coche ya no estaba. Sin embargo, mantenía la vista en la distancia, en la reja cerrada y silenciosa.

Inspirando la fragancia masculina impregnada en ella.

Gerard se acercó a ella.

—¿Lista para nuestras lecciones?

—¿Qué lecciones?

—De baile, por ejemplo. Steve me dejó una lista. Al parecer, te quiere mantener ocupada.

—Mejor —rio entre dientes—. El resto del día pasará más rápido. ¿Empezaremos bailando?

—Tenía en mente comenzar con otra práctica. —Ella ladeó su cabeza en señal de interrogante—. Una diferente clase de danza —evaluó la vestimenta que ella traía puesta, un vestido corto de verano y señaló—. Necesitarás ropa adecuada.

No había abandonado sus sospechas sobre Aurora y quería comprobar su teoría. Necesitaba saber quién o qué era ella. Aunque fuera sólo para satisfacer su curiosidad.

Mientras la muchacha volvía a su habitación para cambiarse por ropa deportiva, como le había indicado Gerry, él fue al gimnasio de la mansión y tomó de uno de los casilleros un pantalón y una camiseta para él, que siempre había disponible gracias a los cuidados de Theresa.

Una vez los dos se encontraron en la palestra, se ubicaron sobre el suelo cubierto de goma, para amortiguar caídas. El experimentado instructor comenzó con una introducción.

—Después de los infortunados acontecimientos de anoche, creo que sería conveniente incursionar en ciertas prácticas defensivas como aikido y jiu-jitsu.

La cara de la estudiante se iluminó. Era justo lo que deseaba. Aunque se lo había prometido el señor Steve, no desaprovecharía a su actual tutor.

—Comenzaremos con lo básico. Te enseñaré cómo anular un ataque y aprovechar la fuerza del oponente para neutralizarlo y dominarlo. Lo haremos con cuidado, para evitar lesionarnos. La primera norma de seguridad será que, ante el dolor, golpearemos con la palma de la mano el suelo o nuestro cuerpo. Esa será la señal para aflojar la presión sobre el otro. ¿Entendido?

—Sí señor —respondió con entusiasmo.

—Comencemos.


Estuvieron horas sin darse cuenta. 

Ella era inagotable y de un aprendizaje veloz. Sólo necesitaba una demostración y una explicación para comprender y ejecutar a la perfección cualquier gesto, toma o golpe que le enseñara. 

Gerard se sentía revitalizado con la experiencia. Cada vez aumentaba el nivel de dificultad para ver cuáles podían ser los límites de la muchacha. Pero no los encontraba. Su fuerza, velocidad y agilidad parecían ir incrementándose. 

Sus sospechas se iban confirmando. Ella no era una mujer ordinaria. Ninguna persona normal podía hacer lo que ella demostraba y con cada minuto de aprendizaje, dejaba de imitar y comenzaba a responder con ataques y defensas improvisadas, que nunca había visto antes el viejo experto en combate. Sentía que estaba peleando con una mezcla de ninja con gimnasta, por la forma en que giraba y se movía, eludiendo sus ataques y neutralizándolo cada vez con más facilidad.

Y aquellos enigmáticos ojos llameaban intensamente.


Aurora lo tomaba como un juego. Un desafío sin percatarse de las intenciones investigativas de su entrenador. Sentía que tomaba control sobre ella misma y le gustaba desafiarse para conocer sus límites, sus posibilidades.

Percibía como si aplacara a la bestia interna. La dominaba poco a poco. Atándola con firmeza.


En un momento, el exhausto instructor, se sentó en uno de los bancos de pesas.

—Basta. Descansemos —estaba agotado. Se había olvidado de que ya no era el soldado de la reina de cuarenta y cinco años atrás. Miró a Aurora, que estaba intacta, como si no hubieran comenzado—. O al menos yo necesito descansar. Tú, pareces tener energía de sobra para continuar.

—No hay problema. Podemos seguir más tarde.

—No, no. Mientras yo me repongo, puedes probar un poco de Wing Chun con ese muñeco de madera —le señaló un poste vertical del que se desprendían otros más pequeños de manera horizontal, ubicado en un lado del gimnasio—. Así me das un respiro y sigues entrenando.

Con unas indicaciones por parte del hombre, la joven practicante comenzó despacio con golpes y despejes sobre los brazos de madera. Aprovechaba que no debía ser cuidadosa como hacía con Gerry y fue acrecentando la velocidad y la fuerza. 

Tal era su concentración, que en un punto partió el muñeco en dos tras un golpe de puño al centro del objetivo. 

Se quedó congelada, contemplando los restos y enseguida miró a su compañero, que se había puesto de pie de un salto. 

Ella esperaba ver temor, enojo o incertidumbre en su semblante y le sorprendió que no fuera así. Él se mantenía con imperturbable calma. Como si hubiera esperado que ocurriera eso. La muchacha casi podía asegurar que había visto una pequeña sonrisa de satisfacción en el rostro arrugado. 

El orgullo de empezar a desentrañar el secreto de Aurora.

—Lo-lo siento.

—¿Por qué? Lo que acabas de hacer es increíble. Nunca en toda mi vida había visto algo así.

—Por favor —dijo en tono de súplica—. No le diga a nadie lo que hice. Especialmente al señor Steve.

Gerard la miró, en silencio. Notaba la angustia en su voz y en todo su cuerpo, que parecía haberse encogido, para desaparecer de la vista del hombre.

—Voy a enseñarte algo.

Abrió uno de los grandes casilleros y despejó a un lado la ropa colgada del perchero. Metió la mano sobre el estante y presionó un botón escondido en el fondo, entre implementos deportivos. Inmediatamente se abrió una puerta desde el fondo el mueble, que mostraba una escalera que descendía y una luz que se encendió automáticamente. 

Aurora seguía cada movimiento con estupor. Había leído muchos libros de misterio y eso parecía sacado de uno de ellos.

—Ven, acompáñame. Verás que no eres la única que tiene secretos en esta casa.

El recorrido del pasillo de roca no fue muy largo y al final de este, una puerta esperaba por ellos. Gerry apoyó su mano en un panel que descubrió movilizando a un lado lo que parecía un simple ladrillo de piedra y de esa manera, tras un leve pitido, tuvieron acceso.

Adentro, iluminados por luces artificiales, se encontraron con una mesa perfectamente ordenada en el centro. En las paredes laterales de la habitación se veían armas de todo tipo y tamaños exhibidos. También, debajo de ellas, muebles con cajones, que, sospechó Aurora, tendría municiones y otro tipo de armas. Ante ellos se abría un polígono de tiro, con un blanco listo para su uso a varios metros de distancia.

—¿Qué es esto? ¿Por qué tiene este lugar secreto el señor Steve? —Pasaba con inseguridad su dedo por la superficie fría e impoluta de la mesa.

—Dime una cosa. Lamentablemente tienes mucha experiencia en golpes —lo dijo con el mayor tacto posible para que no se sintiera avergonzada. La vio tensarse—. ¿Alguna vez viste a alguien atacar como lo hizo Steve anoche? ¿O como hemos estado practicando por las últimas horas?

—No. —Fue una respuesta veloz. No tuvo que pensarlo—. Nunca. Bueno, salvo a Ken, el guardaespaldas de Yoshida.

El viejo asintió con la cabeza.

—Steve y yo, tampoco somos personas muy normales... Ni del todo buenas.

—¿De qué hablas Gerry? Explícate por favor.

Comenzaba a asustarse.

—Primero, respóndeme algunas preguntas. El hombre que te mantuvo prisionera y torturándote en el barco, si pudieras, si estuviera en tu manos, ¿lo matarías? ¿Crees que sería muy terrible quitarle la vida a alguien como él? Alguien que causa daño a tantas personas.

Frunció el entrecejo. Pensaba en lo que le decía Gerard. 

En sus últimas palabras dirigidas a Arata. Las únicas que le había entregado y que habían sonado a amenaza. Una que había creído falsa e imposible de cumplir por ella. Que había dicho sólo para blofear y ver una pizca de temor en su oscura mirada.

Si pudiera, ¿realmente lo mataría?

Ella ya había matado, y eso la había marcado. Odiándose a sí misma por ser una asesina.

Ese hombre mayor, con cara sonriente, le decía sutilmente que él y Steve, a quien adoraba y admiraba —y quería, si debía ser sincera—, eran asesinos. 

Anoche, lo que le había dicho el rubio le hizo darse cuenta de que a veces los buenos, también hacen cosas malas, no por placer, sino porque no encuentran otra solución. No por eso perdían su luz.

Pensó también en el doctor y en Pierre, que ya no estaban. No creía en el más allá, o en la reencarnación. Una vez que tu cuerpo deja de funcionar, te desintegras, como cualquier otra cosa de la naturaleza. No sabes que ya no experimentarás el afecto de otros, la calidez del sol en la piel, o los golpes. 

Ya no existes. En realidad, tampoco es un castigo. El castigo, es para los que quedan atrás, en esta vida, sufriendo con el recuerdo del ser querido. Ellos son los que realmente mueren en vida. Entonces, alguien que es realmente cruel, ¿sería tan terrible detenerlo para que no dañe a nadie más? ¿Qué no le arranque a otros sus seres amados?

No. 

No lo sería. La cuestión era, ¿quién debía detenerlos? ¿No estaba la policía para hacerse cargo?

—¿Y qué hay de la justicia? ¿Lo mejor no sería que los apresaran?

—Pequeña, los más peligrosos suelen ser los que viven simulando ser como los demás. Como Anatoli. Tienen grandes recursos que les permiten esquivar o controlar a aquellos que deberían apresarlos. Es la naturaleza corrupta del hombre. Tu barco no creo que fuera desconocido por oficiales de la ley.

Aurora creía comenzar a entender lo que Gerry trataba de decirle sobre él y el dueño de la casa. El hombre que la había rescatado. Dos veces. La primera, de Yoshida y la noche anterior, de Yuri.

—Hoy... ¿El señor Steve fue a hacer...? —No pudo continuar con la pregunta.

—Sí. Fue a cumplir con un trabajo.

No se animó a confesar que el trabajo lo realizaría al día siguiente durante la fiesta en la galería, con ella como carnada.

—Y ustedes... ¿se aseguran de que ya no puedan lastimar a nadie?

¡Qué ingenuidad! 

Hacía que sonara casi noble lo que hacían. Gerard sabía que él no era así. O al menos, no había sido así. 

Steve no estaba al tanto, pero él había sido un mercenario antes que el muchacho cometiera la estupidez de atacar al que creía había matado a su madre. Cuando lo rescató, supo que seguiría metiéndose en líos debido al dolor que sentía y procuró entrenarlo y acompañarlo desde entonces. Lo introdujo en ese mundo siniestro justificando sus conexiones a su vida en el MI6, lo que era cierto, sólo que Sharpe creyó que el rol de intermediario había nacido a raíz de la relación entre ellos dos y no que era ya un veterano en el ambiente. 

Al menos, lo que hizo desde entonces junto a su joven compañero, fue aceptar objetivos realmente desagradables y no a cualquiera, como había hecho durante años. De esa forma, sentía que equilibraba un poco su balanza moral, aunque en el fondo, sabía que su alma estaba condenada por su pasado. Por cada víctima al azar que había caído por sus manos o la de los mercenarios a las que se las entregaba, sin importar el motivo, género u origen.

Sin importar si eran conocidos o anónimos.

—No estamos orgullosos de eso. No es una trabajo noble. Pero a veces, los buenos pierden el camino cuando tienen el alma llena de dolor.

Aurora pensó en los ojos azules profundo que vio con tanto sufrimiento cuando conoció al señor Steve. Comenzaba a entender qué lo consumía. No creía que él fuera de los que disfrutaban matando o lastimando a otros.

<<El recorrido que hacemos en nuestra vida, las decisiones que tomamos son los que nos dan la pauta de si vamos por buen camino o si debemos cambiar la dirección de nuestros pasos>> —habló en voz alta, sin percatarse de su interlocutor.

—¿Qué dices?

—Nada. Estaba recordando algo que una vez una persona me dijo.

—Bueno, esa persona tenía razón. Nosotros somos los responsables de la dirección que tomamos con cada respuesta a los obstáculos que se nos presentan. Sólo que no siempre anticipamos que nos meteremos en un pantano.

—No, no siempre se puede anticipar, pero sí podemos cambiar la dirección cuando notamos el barro en nuestras piernas.

—¿Eso es lo que quieres que haga Steve? ¿Cambiar la dirección?

—¿Cree que podría hacer que lo hiciera? ¿Qué debería?

—Pequeña, creo que ya lo estás haciendo.

***

Steve caminaba por las calles de Nueva York, usando una gorra, lentes de aviador y ropa informal. 

Mantenía la cabeza gacha, para no quedar registrado en las cámaras alrededor de la galería donde mañana a la noche debería matar al siguiente blanco. Un rico árabe que iba a pasar por la ciudad a hacer negocios sólo unas horas, que coincidirían en la fiesta de Durand. No sabía qué tipo de negocios eran. No le interesaba. Sólo recibía el encargo y lo ejecutaba. 

Llevaba tres semanas planificando el trabajo junto a Gerard, consiguiendo un plano de la construcción que tenía en su bolsillo, para detectar entradas, salidas, alarmas, la distribución de las salas, etc., aunque ya lo tenía memorizado. 

Sabía que no podría ingresar con el arma, así que rodeó el edificio para revisar el callejón y las escaleras de incendio. Toda la estructura era propiedad del francés. Era grande para ser usada como galería de arte. Unas tres plantas y unos cincuenta metros de ancho. Desde las escaleras de incendio podría acceder a cada piso y a la mayoría de las salas. Sabía que las ventanas tenían las alarmas activadas durante la noche, salvo durante el evento, en que todo el sistema estaría inhabilitado. 

No permaneció mucho tiempo en el lugar. Sólo deseaba aprovechar la luz del día para tener una clara visión del inmueble. Esa misma noche, volvería y resolvería los últimos detalles. 

Con eso en mente, se alejó, caminando despacio entre la gente, con la mirada baja, para no ser reconocido.

***

Después de haber dado un vistazo preliminar a la galería, Steve se cambió de ropa en el hotel en el que se alojaría estando en la ciudad, y que al día siguiente recibiría a su adorada Aurora. 

Se vestía con uno de sus más caros trajes, uno inglés en ese caso, mientras pensaba en el encuentro con ella, en veinticuatro horas. Imaginaba también cómo pasaría esa noche, sin su cálido cuerpo entre sus brazos y se desesperó. No creía que pensarla tocándolo fuera suficiente sosiego. 

Hacía menos de una semana que ella había llegado a su vida, pero ya se había enviciado con la suavidad de su piel, sus movimientos felinos y sus ojos dorados. Sin olvidar los orgasmos galácticos que lo habían conmovido desde la primera vez que la había sentido.

Seguía sin comprender qué le había ocurrido. 

Él, siempre tan gélido y distante, había perdido el control. Sólo pensaba en ella. En hacerla feliz, para oír su risa encantadora, y verla brillar de alegría.

Cuando terminó de anudarse la corbata, vio su propio reflejo en el espejo. Se detuvo en sus ojos oscuros. Esos ojos que habían sido testigos de muchos asesinatos en los últimos años. Que habían apuntado a otros criminales, como él mismo lo era, sin importar que sus excusas fueran las de acabar con mafiosos, corruptos y pedófilos. 

No lo hacía por eso. Sino porque se lo pedían otros iguales a ellos por sumas exorbitantes. 

Y se avergonzó. 

¿Qué ocurriría si la joven que estaba esperándolo se enteraba de lo que realmente era? ¿Acaso, merecía ser feliz con esa criatura? Realmente, ¿él creía que podría hacerla feliz? 

Cerró sus ojos fríos como el acero y tomó aire. Quería visualizar otro escenario. Uno donde su vida fuera diferente. Y la vio junto a él. Riendo y besándole. Besándola. Algo que todavía no había hecho y que cada vez anhelaba más. 

Abrió los ojos y volvió a mirarse. Haría lo que fuera para obtener esa vida. Sólo necesitaba un día más y desecharía todo lo que había sido hasta ahora. Recuperaría el control de su vida. El verdadero control, que ahora se daba cuenta, había perdido cuando se volvió un mercenario. 

Sonrió. Sí, eso es lo que debía hacer después de su último encargo. Retomar la dirección de su camino.

***

Estaban en un receso, comiendo unos bocadillos en el despacho, imitando la rutina de Steve. Gerard necesitaba el descanso. Ya no era joven. 

Después de las prácticas de artes marciales, le había enseñado a bailar. Eso fue sencillo. Con unos minutos y unas pocas demostraciones, ella ya se movía con fluidez y naturalidad en una pista de baile. 

Le había explicado cómo se movían las personas de la alta sociedad en ese tipo de eventos. Allí -pensaba Gerard-, ella desentonaría con su inocencia entre ese tanque de tiburones al acecho, especialmente, cuando los vieran llegar juntos a ella y a Steve.

El escurridizo y codiciado soltero de Nueva York. 

Después continuaron con lecturas sobre arte y con eso, él comprobó la memoria perfecta de ella. Ya no se sorprendía, aunque todavía no tuviera respuesta a todas sus dudas. ¿Quién era? ¿Cómo tenía esas habilidades? Y, sobre todo, ¿Por qué y para qué las tenía? Volvía a su mente la sensación que había compartido con Steve unas horas antes. 

Demasiado perfecta y misteriosa. 

Aprovechaba los últimos minutos que había establecido para el respiro buscando información sobre su teoría en internet usando el usuario de Aurora, que había permanecido abierto tras sus estudios.

Se sorprendió cuando al ingresar datos en el buscador, el nombre de un científico apareció como búsqueda reciente. Inmediatamente siguió ese camino, leyendo con asombro cada palabra.

Apartó la mirada de la pantalla para ver a la joven que se movía por el despacho. ¿Quién había estado averiguando sobre el tal Dr. Masao Tasukete que teorizaba sobre la combinación inter especies? El nombre de Aurora era el que sonaba coherente en sus conclusiones. Después de todo, Steve tenía su propio usuario.


Aurora seguía moviéndose de un lado a otro, revisando los libros y objetos en cada estante. Hasta que alcanzó un portarretrato, el único en toda la casa, que mostraba a tres personas felices. Dos adultos y un niño. Lo tomó y se lo señaló a Gerry.

—¿Quiénes son?

—Steve y sus padres. Cuando tendría aproximadamente ocho años. Solían veranear en esa casa.

Acarició el cristal. Quería visualizar a ese niño sonriente. ¿Cómo se habría vuelto tan serio? ¿Tan herido? Ese dolor profundo que mencionó Gerry en el sótano secreto y que vio la noche en que se conocieron y ella se esforzaba en sanar.

—Nunca habla de ellos.

—Cuesta hablar de lo que causa dolor.

—¿Es eso lo que lo convirtió en lo que es?

—Así es.

—¿Por qué? ¿Qué ocurrió?

—Ella murió hace diez años. Asesinada —su semblante se ensombreció. A él también le causaba mucho dolor recordar lo ocurrido—. Y su padre...

No pudo continuar. Se le hizo un nudo en la garganta. Pensaba en él, que sobrevivió, pero con los años, como consecuencia de la explosión, su cuerpo fue deteriorándose. No le quedaba mucho tiempo de vida y eso a Steve lo había consumido por mucho tiempo.

—Lo siento —dejó la foto en su lugar y se sentó en el sillón—. ¿Tú también los conocías?

—Sí. Conocí a Richard hace... —cerró la búsqueda en la web. Entrelazó sus dedos, haciendo memoria—, desde 1974, durante la Guerra de Vietnam. Yo, por ese entonces estaba en la Armada Real de Nueva Zelanda. Una sucesión de hechos que no vienen al caso que me alejó por unos años de las Fuerzas Armadas de la Corona. Richard era un periodista americano, que buscaba cubrir el conflicto, denunciando violaciones y todo tipo de abusos a los derechos humanos. Se me solicitó mantenerlo a salvo, por lo que estuvimos juntos durante toda su estadía. Era algo problemático, metiendo las narices donde nadie lo llamaba, pero era valiente y honorable en su búsqueda por la verdad. Quería contar lo que ocurría, sin ocultamientos ni falsedades. Cuando volvió a Estados Unidos, su artículo fue reconocido, no sin dar batalla, como lo que era, una declaración de lo que era la guerra y sus consecuencias. Ganó un Pulitzer y después comenzó a construir su imperio mediático. Allí, conoció a su esposa y fueron felices todos los años que vivieron juntos. Steve, fue el resultado de ese amor. Y nosotros fuimos amigos desde entonces —hizo una nostálgica pausa, que enseguida acabó, retomando su alegre humor—. ¿Y tú pequeña? ¿Qué hay de tus padres?

—No tengo —se encogió de hombros—. Soy yo, nada más.

—Bueno, espero que ya no creas que es así —sonrió con paternal calidez.

—Oh no, ya no. Encontré aquí a mi familia. Gracias —de un ágil movimiento, llegó hasta el hombre dándole un sonoro beso sobre su plateado cabello.

—Bueno, bueno. Basta de sentimentalismo. Sigamos con las tareas... —retomó el rol de profesor y levantándose de la silla, le cedió el lugar a Aurora—. Ven, a seguir estudiando.

—¿Qué más necesitamos estudiar?

—Yo, nada. Tú... la verdad... no sé. En unas horas ya tienes todo dominado. ¿Hay algo que quieras aprender?

Pensó en su respuesta. Ya lo tenía.

—Belmont habla francés, ¿verdad?

—Así es, ¿por qué?

—Dijo algunas palabras que no entendí. No me gusta no saber qué me están diciendo. Y tuve un amigo francés que tenía la costumbre de hablarme en su idioma, burlándose de mí.

—¿Quieres aprender un idioma nuevo? Eso lleva tiempo.

Aurora sonrió con simpática fanfarronería.

—No tanto.

—Me lo imagino. —Definitivamente, era algo de otro mundo—. Y después, si terminas en un horario razonable, podemos ver una película.

—¿Una película? —Sus ojos brillaron. No conocía la experiencia—. ¡Me encantaría! ¡Terminaré enseguida!

***

Habían pasado varias horas desde que la había dejado en el despacho.

Junto a Theresa, Gerard abrió la doble puerta corrediza para que la mujer de edad pudiera ingresar trasladando la mesa rodante cargada con lo necesario para una suculenta hora del té, bastante tardía, a la inglesa.

Ambos se quedaron pasmados cuando lo que encontraron acurrucado en el amplio asiento de Steve fue a una Aurora con el rostro compungido y húmedo.

Su intento por desestimar su angustia fue infructuoso. Hombre y mujer ya se hallaban a su lado, preocupados.

—Señorita Aurora, ¿qué ocurrió? ¿Está usted bien? —Theresa tomaba su cara, acunándola con maternal ternura.

—Sí, Theresa. No es nada —apoyó sus manos sobre las de la empleada—. Simplemente... comprendí lo que un amigo me dijo hace tiempo atrás. Estaba emocionada —sus ojos se empañaron nuevamente, pero logró controlar las lágrimas.

—Theresa, no se preocupe. Yo me quedaré ahora con ella —Gerry se ubicó al otro lado de la muchacha—. Usted y Josephine deben ir a sus hogares. Nosotros estaremos bien.

Dirigió sus ojos al maduro inglés y luego a Aurora, que asintió, esbozando una sonrisa lánguida.

—Sí, ve Theresa. Ya pasó. Sólo soy una tonta.

—No lo es —depositó un beso sobre su coronilla—. Es una mujer dulce, tierna y de enorme corazón. Sus lágrimas simplemente son recordatorios que su alma es pura e inocente, señorita.

—Gracias.

—Bueno —aceptó con resignación—. Si realmente no necesitan nada más, entonces, nos retiraremos. Volveremos mañana antes de que marche a la ciudad.

Entregó una caricia en la mejilla de Aurora y con un saludo a la distancia, se despidió del señor Brighton. 

—Interpreto que aprendiste francés en estas horas, ¿no pequeña?

—Así es —secó su rastro de lágrimas de la cara usando sus palmas—. Siempre creí que mi amigo se burlaba de mí cuando hablaba en su idioma.

—¿Y qué descubriste?

—Que a pesar de mostrarse como un hombre rudo y cínico, podía decir las cosas más románticas y profundas que he escuchado.

—Los franceses aman el amor. Aunque finjan lo contrario. —Pretendiendo borrar la nostalgia de la faz de Aurora, enarboló una sonrisa pícara—. Mi madre era francesa. —La joven lo miró ladeando su cabeza—. Te haré ver una película de amor que te encantará. Hora del cine, como te prometí.


N/A:

Inventé un poco con el inglés luchando en la Real Armada de NZ, pero necesitaba un conflicto bélico con fecha alrededor del 1970... 

No te olvides de votar... eso hace crecer la historia...

Gracias por leer, demonios! 

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