32. Titán

32. Titán.

—Mira Cameron, lo que encontramos en el apartamento de la doctorcita.

Doyle lanzaba en el despacho del capitán a un aterrorizado Rowan, que cayó de rodillas delante del escritorio.

Cale simplemente quitó brevemente los ojos de la pantalla del ordenador para ver a su subordinado y darle una rápida mirada al científico antes de regresar al informe que leía.

—¿Por qué no lo mataste? —Su tono fue tan desprovisto de emoción que le dio escalofríos a Rowan.

—Porque había muchos vecinos y posibles ojos viendo movimientos extraños. Traerlo era la mejor opción. Si queremos deshacernos de él, aquí sería más práctico.

—¡No! Por favor. No pueden hacer eso. Trabajo aquí, para el doctor Green y el doctor Meyer.

—Sí, estuvo gritando que es empleado de Quirón. Nos mostró credenciales y parecen reales.

—¡Son reales!

Cameron suspiró. Abandonó la lectura y cruzando sus dedos, apoyados sobre la superficie de la mesa, fijó sus ojos negros como el carbón en los violáceos de Rowan.

—Así que doctor...

—Hennessy —completó Doyle.

—Dr. Hennessy. ¿Es el novio de la doctora Kane?

—No. 

—¿Qué hacía en su casa entonces?

No sabría nunca de dónde habría sacado valor, pero tal pregunta lo volvió irreverente.

—Ustedes son los invasores. Ella es una amiga y compañera de trabajo. ¿Qué hacían ustedes allí? ¿Dónde está ella?

—Nada de eso es de su incumbencia.

—Debes saber que este joven estaba tratando de llevarse las muestras. Por poco y nos gana de mano —añadió Brendan.

—¿Ah sí? —Sus ojos brillaron con desconfianza—. ¿Qué sabe de ellas?

—Nada.

—Mire doctor, he tenido una noche bastante atareada y desearía dar por finalizada esta conversación. Usted decide la manera en que puede terminar.

—¿Qué quiere decir? —Su rostro se había vuelto lívido.

—Sabemos lo que tiene una de esas muestras. Y creo que usted también. No quiero que me haga perder el tiempo tratando de obtener mis respuestas.

—¿Dónde está Lucy? —volvió a preguntar. Algo no estaba bien. Nada estaba bien. Y el pánico estaba calando profundo—. ¿Qué le han hecho?

—No está en posición para preguntar. Sólo para responder —dio una señal con la cabeza a su mano derecha, quien de un ágil movimiento, se plantó delante del científico y le asestó una bofetada en la cara, que lo hizo caer de lado sobre el suelo—. Iniciemos una vez más. ¿Qué sabe de las muestras?

Sentía su mejilla arder y latir. Subió su mano hasta ella y la percibió hinchada tras la pesada mano que lo impactó.

La mente de Rowan trabajaba de forma acelerada. Sus rápidas conclusiones eran que esos tipos eran peligrosos. Cada vez estaba más seguro que Lucy estaba muerta y que él sería el siguiente si no actuaba con inteligencia. Pensaba a la velocidad de la luz qué podrían necesitar hombres como aquellos con un ADN superdotado. Creyó comprenderlo. 

—Soy un genio de la genética interespecies —inició como si se estuviera presentando delante de un foro de estudiantes de genética—. Masao Tasukete es mi inspiración. Conozco todo sobre sus trabajos, teorías e investigaciones. Sé que la doctora Kane también lo <<era>> —arqueó una ceja ante Cale. Al ver que este no lo corregía, supo que su suposición era correcta—. Pero su poca imaginación e inseguridad la mantuvo estancada. Yo por el contrario, podría serles útil.

—¿Útil, cómo?

—Obviamente, están al tanto que una de esas muestras es la prueba fehaciente de que lo que Tasukete postulaba es posible. De hecho, es real. —Una leve inclinación de cabeza lo instó a continuar—. Imagino que desean duplicar ese efecto.

—No lo necesito a usted para eso. El doctor Green es nuestro científico a cargo.

—El Dr. Green es obsoleto. Un dinosaurio en la era digital. Carece de imaginación.

—¿Y usted cree que puede mejorarlo?

—Sí.

—Dígame, cómo cree usted que Masao habría logrado crear un ser perfecto, cuyo ADN combinara lo mejor de otras especies para ser el soldado perfecto.

Así que eso era lo que deseaban. No estaba lejos de lo que imaginaba. Poder. Siempre poder.

Meditó un momento su respuesta. Sus ojos se abrieron y una sonrisa surcó su rostro.

—Un embrión.

Cameron estiró una de sus comisuras. Sólo necesitó cinco minutos para pensar en lo que Hank Green nunca alcanzó a pronosticar, si no fuera por el accidente de Lucy Kane. Veía gran potencial en aquel joven y listo científico.

—¿Cómo lo replicaría?

—Fácil. Tomaría un embrión de la mujer.

—¿Cómo sabe que es una mujer?

Rowan rodó sus ojos.

—Por los análisis. Tuve acceso a ellos y los estudié. Brevemente.

—¿Entonces usted y Kane trabajaban juntos?

—Bueno... en realidad, se los robé. —Cameron, por primera vez, mostró algo de sorna, que Hennessy captó como señal para explayarse—. Me acostaba con ella para acceder a su laptop y robarle información.

—Tarea desagradable.

—No tanto. Era bonita, amigable y... no decía no a nada.

—Me imagino. Entonces, sabe cómo acceder al dispositivo.

—¡Claro!

No cabía dudas que era inteligente y arrogante. Y útil. Tenía muchas posibilidades de ser el hombre adecuado para lo que quedaba por delante. Cameron se puso de pie e instó al joven que hiciera lo mismo, pues se había mantenido sobre sus rodillas desde su llegada.

—Venga doctor. Tengo algo que compartirle y me gustaría que me diera sus impresiones.


Caminaron por los pasillos desiertos a tan oscuras horas de la noche. El camino que recorrían era desconocido para Rowan, observando cómo puertas con códigos eran abiertas una tras otra.

Llegaron hasta lo que imaginó sería un laboratorio subterráneo. Allí, alcanzaron una gran sala.  En uno de los extremos, de pie, se veían cámaras de criogenia cargando cuerpos de hombres, salvo el más alejado, que albergaba a una mujer. En el centro, varios tanques de inmersión. 

Uno estaba maltrecho, oxidado e inoperante.

Otros dos tanques estaban colmados de un líquido dorado. No era lo único que contenían. Un cuerpo en cada uno estaba conectado con mascarillas de oxígeno y otros cables, que imaginó serían para monitorearlos y nutrirlos.

—Esto, doctor Hennessy, —interrumpió su análisis el alto hombre afroamericano—, es el Proyecto Titán. La sangre que usted vio, ese ADN perfecto y mutante, es parte del Programa Hércules.

—¿Y qué son?

Hércules era la creación del doctor Masao. Un suero para soldados que sirviera para mejorar nuestras prestaciones, habilidades, rendimientos. —Rowan asentía, asimilando lo que escuchaba—. Titán es reciente. Estamos usando estos tanques para generar soldados perfectos, combinando el suero. Es lo que creíamos que el Dr. Tasukete había hecho con la mujer.

—¿Creían?

—Al parecer, fue un embrión que recibió una dosis de su suero y luego usó un tanque para acelerar su proceso de crecimiento.

—Increíble.

—¿Cree usted poder recrear eso?

¿Qué podría decir? Era imposible. Sólo el genio del japonés podría haberle dado el éxito. Pero si daba esa respuesta, acompañaría a Lucy donde fuera que estuviera.

—Sí. Lo creo. Necesitaría el óvulo de la mutante y un espermatozoide adecuado.

—Lo segundo lo tiene —infló el pecho—. El primero, es cuestión de tiempo.

—¿Y Titán?

—Veremos si además, podemos usar la sangre de la muchacha para que nos de su poder a través de estos tanques.

—Lo veo poco probable.

—¿Por qué? —Estaba sorprendido.

—Porque leí en las conclusiones de Lucy que el contacto del ADN de la mujer con otros los destruye inmediatamente.

—Bueno, deberá idear un método para que eso no ocurra. 

<<Mierda>>, ¿en qué se estaba metiendo?

***

Ya finalizaba la fiesta y sólo quedaban unos pocos asistentes.

Andrew se acercó al señor Anatoli, que charlaba animadamente con un grupo de personas con tragos en sus manos y le susurró algo al oído. El obeso hombre lo miró sin comprender, pero el rostro negro y duro del hombre le decía que lo mejor sería hacerle caso.

Así lo hizo. Se disculpó con sus compañeros y su esposa y fue hasta el interior seguido por la sombra del señor Sharpe, donde subieron las escaleras y llegaron a una de las habitaciones de la siguiente planta. Notó que una de las puertas de las alcobas tenía la cerradura rota y por ello, la puerta estaba entreabierta.

No vio nada más porque siguieron de largo a la siguiente sala. Al abrir la puerta, se quedó pasmado con la visión que halló en el centro de la habitación. Andrew cerró la puerta tras él.

Steve Sharpe estaba de pie, recargado en un escritorio y en el medio de ellos, una silla con su guardaespaldas, con uno de sus brazos en una posición antinatural. Estaba amordazado y maniatado.

Salpicaduras de sangre decoraban de manera morbosa el rostro y la ropa desaliñada del gorila, dándole incluso un aspecto más salvaje.

—Sharpe, ¿qué mierda crees que haces? —El rojo de su cara parecía que fuera a explotar y la rabia aumentaba su acento ruso sobre su inglés.

—Anatoli, encontré a tu hombre invadiendo mi propiedad y atacando a alguien que es muy importante para mí.

—¿Atacando? ¿De qué hablas? —Miró a Yuri, que tenía los ojos que le estallaban de furia y dolor, con su cuello mostrando las venas hinchadas por estar intentando gritar debajo de la mordaza.

—Bueno, al menos puedo quedarme tranquilo con que no lo hizo con tu conocimiento o consentimiento.

—Explícame de una puta vez por qué mierda estamos aquí.

Sé lo que haces en tu tiempo libre —comenzó a hablar en ruso, sorprendiendo al hombre. Movió su mano en rechazo a una protesta que iba a manifestar el hombre—. No me interesa. Al menos, por ahora. Pero no se vería bien si saliera a la luz tu pasatiempo. ¿Verdad? Así que, sería conveniente que nunca más te cruces en mi camino.

No sé quién carajos te crees que eres. A mí no puedes amenazarme.

Steve se mantenía helado, como un témpano, sin perder la compostura. Despacio se irguió y caminó hasta Anatoli, quedando justo delante de él, sobrepasándolo por mucho con toda su complexión. Acercó su cara.

No es una amenaza. Es una promesa y siempre cumplo las que hago. Tu hombre la sacó barata, pero créeme, puedo hacer mucho más, por mucho más tiempo. Y lo disfrutaré, como tu disfrutaste golpear a la joven en el <<Paradise>>.

Estaba sorprendido. Ciertamente sabía lo que había hecho y, siendo Sharpe el dueño de una gran cantidad de medios de comunicación, tendría todos los recursos para denunciarlo públicamente. Conocía el poder de los medios. Sería su perdición.

Pero eso no era lo que lo asustaba. El brazo destrozado del gigante hombre en la silla era su real preocupación. Es cierto que él disfrutaba de golpear a las prostitutas, pero él no tenía tolerancia al dolor. Tuvo la certeza de que ese alto hombre, era mucho más que un rico muchacho, si podía someter a un matón como Yuri.

¿Qué quieres? —dijo en tono de derrota.

—Que nunca hablen de Shiroi Akuma, con nadie —regresaba al inglés—. Hagan de cuenta que no existió. Se olviden todo lo relacionado al Paradise. Si uno de los dos habla, lo mataré. Esa es mi promesa.

Sus ojos oscuros parecían de acero. Y su voz, era igual de fría cuando habló. Eso fue lo que heló la sangre del ruso, que tuvo el presentimiento que lo decía de verdad.

—Me aseguraré de que Yuri no diga nada. Desde luego, yo tampoco lo haré.

—Eso esperaba que dijeras —caminó resueltamente hasta el escritorio—. Muy bien. Sabes conducir, ¿verdad Anatoli?

—Sí.

—Me alegro. Hoy conducirás tú hasta tu casa. A Yuri, lo llevaremos nosotros a un hospital después de asegurarnos que también haya entendido. Esperemos por su bien que lo haga. 

***

La mansión había quedado vacía. Al día siguiente vendrían a llevarse todo lo de la fiesta. 

Gerard, después de lo ocurrido, se había quedado a dormir en la habitación que quedaba al lado de la escalera de acceso al dormitorio principal. Steve pensó en el hombre con el que lo había visto charlando en la fiesta y que imaginaba se habría ido decepcionado y solo a su casa.

Andrew se había hecho cargo del gorila de Anatoli. Theresa y Josephine se quedaron en la habitación de Aurora hasta el final del evento, resguardándola. La morena se había puesto a llorar cuando supo lo ocurrido con Aurora, sintiéndose culpable. La muchacha trató de consolar a la mujer, asegurándole que estaba bien. Pero hasta que Andrew no la sacó -una vez cumplido su encargo ruso-, ella no se movió de la silla, al lado de la ventana, observando y charlando con Aurora, que se mantenía en la cama, cubierta por las sábanas. Y Theresa también partió a su casa. Ambas empleadas trasladadas por Andrew, para asegurarse que llegaran bien a sus respectivos hogares.

Todo estaba en orden ahora. Steve revisó que cada puerta y ventana estuviera asegurada y subió las escaleras. 

Estaba ansioso por ir a verla. Había sido una jornada muy dinámica y sentía como si hubieran pasado días desde la última vez que habían disfrutado uno del otro, cuando había sido esa misma mañana.

Y en aquella noche en particular, sólo buscaba consolar a Aurora, que la imaginaba escondida entre las sábanas. Temía que no quisiera volver a salir de ellas.

Por fin, llegaba al templo que tanto anhelaba y se sorprendió al ver a su diosa de pie, remarcada por la luz de la luna que entraba por la gran ventana, con las cortinas otra vez desplazadas. 

Llevó sus pasos en peregrinación hasta el altar, quitándose la saco, aflojando su moño y desabotonándose la camisa de forma involuntaria. Lanzó la primera prenda en la mesa del rincón y se paró detrás de ella, apoyando sus manos en sus desnudos hombros. Pensó en un principio que la reciente experiencia haría que se sobresaltara o que rechazaría todo contacto masculino sobre su cuerpo. Pero no fue así.

—¿Cómo estás? —Preguntó muy bajo, al oído, rodeando su cintura con sus brazos, presionándola contra su pecho. Agradeció que su cuerpo respondiera al suyo, recostando su cabeza contra su hombro.

—Le dije, ya sané.

—No es eso lo que me preocupa.

—Lo sé —dio media vuelta para refugiar su rostro en su pecho—. No entenderé nunca porqué las personas disfrutan lastimando a otros. Estuve pensando en cómo fue mi vida en ese barco. Dos veces intenté huir. Y en ambas, alguien más pagó el precio, devastándome. Pierre fue uno de ellos —irguió su cabeza para ver al hombre al que le abría parte de su corazón. Sus labios temblaban y sus ojos se cargaron de lágrimas. Steve la observaba sintiendo el dolor que aquellos ojos le transmitían. Una confesión agobiante—. Él era un amigo de Arata que arriesgó su vida. Dio su vida por mí. Cuando Yoshida lo descubrió, lo asesinó. Y el hombre que traicionó a mi único amigo, quiso violarme y yo, acabé con su vida. —No lo había dicho en voz alta antes ni necesitado jamás en su vida el calor de un abrazo como el que le daba Steve en ese momento, mientras ella lloraba apretada a él, humedeciendo sus prendas—. Unos asesinos. Arata, Ken, Didier. Yo. Los odios. Me odio.

<<Asesinos>>. 

Eso eran todos ellos. Lo mismo que él. Lo que tanto despreciaba. El corazón que tanto había tratado de ocultar, recubriéndolo de un muro frío y duro como la piedra, y que esa niña había descubierto ablandándolo, se resquebrajó al escuchar las palabras de angustia.

No podía cambiar su pasado. Pero esperaba que nunca supiera que él era parte de ese mismo mundo oscuro. Uno que estaba preparado para abandonar.

Por ella. Para ella. 

Reiniciaría su vida. 

—Aurora, mi niña. No puedes odiarte. Por favor, no lo hagas —la apretó con más fuerza, buscando fundirse con ella, atravesando la ropa que los separaba—. No cuando eres pura luz. Has iluminado mi vida. Mi olvidado corazón. Si tú te odias, te estarías apagando y me condenarías a caer al mismo infierno de donde me estás rescatando. Ahora eres libre. Estás lejos de ellos y no te volverán a dañar. No lo permitiré.

—¿Soy su luz?

—Eres mi sol. Brilla para mí. Por favor —se sentía egoísta. Así había sido por la última década. Aunque su pedido era por ella—. Di a ser feliz —sonrió cuando ella lo hizo, comprendiendo el mensaje.

—Claro que soy feliz, señor Steve. Usted me liberó y yo lo estoy salvando. Creí que nunca sería libre. —Esperó unos segundos, que usó para concentrarse en la pregunta que le había estado dando vueltas en la cabeza—. ¿Cómo me encontraron usted y Andrew?

Dudó un momento si decirle sobre Yuri y Anatoli. Optó por ser sincero al respecto.

—Andrew se enteró por Yuri, que te vio cuando acompañó a Anatoli.

—Me imaginé. Así que, después de todo, aquellos que hacen daño, sin querer, pueden dar paso a algo bello, como la libertad. Lo que ellos me hicieron, me trajo hasta aquí hoy. Supongo, que ciertamente, no debemos perder las esperanzas. Cada dificultad nos construye y nos da a elegir en quiénes queremos convertirnos. Nos pone a prueba.

—Yo creo que reprobé —dijo seriamente, pensando en quién se había convertido, en quién eligió convertirse cuando perdió a su madre.

—El examen todavía no terminó. Lo que haya hecho, lo trajo hasta mí. No debe de haber elegido tan mal, ¿verdad? Además —agregó—, estamos a tiempo de seguir cambiando.

—Y tú, ¿qué podrías querer cambiar en ti?

—Algo que dijo hoy... de usar las herramientas que tenemos para ayudar. Yo me he estado escondiendo cuando podría ayudar a las otras chicas del barco. —Pensaba en Nomi, si es que seguía viva—. A tantas otras personas. Pelear por aquellos que no tienen las fuerzas suficientes para hacerlo por ellos mismos —levantó la cabeza y con la mitad del rostro a la sombra Steve pudo ver el brillo de sus ojos—. Enséñeme, por favor.

—¿A qué?

—Eso que le hizo a Yuri. A defenderme. A luchar.

—No lo sé.

—Por favor. Ayúdeme.

—Lo veremos en la mañana. Ahora, deberías descansar. Ven, vamos a la cama.

Caminó por delante de ella, llevándola de la mano hasta el lecho. 

Se ubicó en el centro del colchón mientras Steve se desvistió y se metió con ella. Se recostó a su lado, tomándola entre sus brazos, ronzando piel con piel. Se quedaron así, con la luz de la luna entrando a través del cristal, con ella apoyando su cabeza en su pecho y él, acariciando su nuca con una mano y, con la otra, su cintura. Se concentró en su respiración y en el movimiento de su pecho, hasta que sintió el ritmo lento del sueño profundo. Se había dormido. 

Él, por el contrario, no pudo dormir. Vigilaba su descanso. Anhelaba el paso veloz de los próximos dos días para pasar el resto de sus noches con ella, así, durmiendo a su lado.

Sonrió de medio lado, burlándose de sí mismo por el cambio radical en su persona. ¿Él, durmiendo con una mujer, la misma cada noche, hasta el amanecer?

Meneó su cabeza.

Deslizó la mirada hacia la figura que se dibujaba contra él, recorriéndola, adueñándose de cada centímetro de su piel y de cada pequeño gemido que se escapaba de sus labios.

Reflexionaba en cada palabra que habían intercambiado. Ella se sentía un monstruo y se rechazaba. La convenció de no ser así. ¿Pero qué ocurriría si ella descubría que él sí lo era? Ella quería defender a otros, pero lo que él hacía, sólo era eliminar competencia para sus clientes. Eran contratos.


Los primeros rayos del sol lo trajeron de sus meditaciones. Estuvo todo el resto de la noche pensando sin darse cuenta. Y con Aurora a su lado, pegada a su entidad, aferrándola con posesión con su fuerte brazo, sin dejar de acariciarla. La primera vez que hacía una cosa así. Eso le gustó. 

Bajó sus ojos hacia ella y la encontró con los suyos abiertos, observándolo. Tenían el mismo color que el dorado del amanecer.

—Buenos días —saludó Steve, besándola en la frente.

—Buenos días —respondió ella con una enorme sonrisa. 

Contemplaba al hombre y el oxígeno desapareció de sus pulmones ante la imagen que tenía de él. Su cabello rubio oscuro revuelto, su boca llena provocándola, la mandíbula masculina tensada y sus ojos brillando con la lujuria danzante. Su torso perfectamente tallado como si de piedra se tratara se elevaba con cada respiración. Deseaba hincarle los dientes a tan magnífica carne y hacerse uno otra vez. Ese hombre la debilitaba y la alteraba con su presencia y con el aroma que manaba y que la atraía como la gravedad. Volvió en sí cuando sus ojos regresaron de su inspección hasta toparse nuevamente con sus noches.

—Gracias por quedarse toda la noche conmigo.

—No fue un gran esfuerzo.

—Me alegro —besó el pecho desnudo y lampiño del hombre. Sus besos fueron transformándose en pequeños mordiscos, que lentamente arrancaron gemidos masculinos. Lo miró con sensualidad—. Verá que tiene sus beneficios.

Guio sus ojos hacia el bulto que se erigía debajo de las sábanas en una erección matutina. Mordió su labio mientras su mano hacía un recorrido por los relieves del abdomen, pasando por la V masculina, hasta introducirse debajo de la tela para atrapar el miembro ya duro, caliente más que dispuesto.

El quejido ronco de Steve la excitó y conectaron sus miradas oscurecidas por la lascivia.

Su experiencia manipulando el sexo de un hombre se limitaba a una única vez. Pero los sonidos que liberaba Sharpe y las reacciones de su cuerpo la guiaban. Aceleró el ritmo, notando cómo crecía el objeto de su deseo.

—Voy a estallar, mi niña.

Sin soltarlo, se sentó a horcajadas sobre él apoyada en sus rodillas, y las dominantes y enormes manos se apoderaron de sus nalgas, enterrando sus dedos en ellas, acompañando el lento balanceo que la joven inició.

Descendió su pecho hasta rozarse, mordiendo con más ímpetu los trabajados pectorales masculinos, cosa que le dio al hombre un sádico placer al sentir sus dientes apretar y rastrillar su piel.

Conectaron sus miradas oscurecidas.

El deseo brillaba en sus pupilas dilatadas y eso la hacía humedecerse entre sus piernas. Su sexo palpitaba y se hinchaba cada vez más.

Volvió a erguirse sobre la pelvis con su palma subiendo y bajando por el tronco nervudo y agrandado.

Steve la recorrió lentamente con la mirada hasta bajar donde sus cuerpos hervían por ensamblarse.

Aurora notaba dónde estaban sus zafiros clavados y por ello comenzó a frotar su pubis más intensamente contra su miembro, masturbándolo con su cuerpo y su mano. La punta húmeda brillaba con las gotas de líquido pre seminal. Su pulgar ascendió hasta la corona y jugó en su delicada y sensible piel, esparciendo el jugo, absorbiendo a la distancia cada jadeo que salía de la boca de Steve. 

Sonidos que la enorgullecían y encendían.

Era un afrodisíaco para ambos ver cómo el otro se arqueaba, gemía y gruñía con cada movimiento.

Estaba perdiendo la cordura al verla balancearse sobre su pelvis. Podía sentir sus jugos chorrear sobre él. Quería empalarla de una vez, pero el juego estaba en manos —literalmente—, de Aurora.

—Carajo Aurora. Me tienes como a un puto adolescente.

—¿Cómo sería eso, señor Steve?

Su voz era ronca, sensual, provocativa.

—A punto de correrme en tu mano —jadeó cuando lo apretó con más fuerza, por lo que respondió empujando su cadera hacia arriba—. Móntame mi amazona. Quiero llenarte, volverme líquido dentro tuyo. Que tu coño se apriete a mi alrededor hasta ordeñarme y sentir tu cremosidad mezclarse con mi leche.

Se arqueó dejando caer su cabeza hacia atrás, volteando sus ojos ante esas palabras que la desestabilizaban, la calentaban y la volvían un charco de sus jugos. Se empujó levemente sobre sus rodillas y guio la punta de la virilidad de Steve a su entrada mojada y resbaladiza, lista para recibir todo lo que tenía en su palma. Un segundo después, y de un movimiento, bajó engullendo toda la longitud de la enorme polla.

Ambos dejaron escapar un largo gemido de satisfacción. Comenzó a moverse lentamente, mordiéndose el labio y fijando sus ojos lobunos sobre Steve. Esos ojos que lo hipnotizaban con su fuego dorado. Él trasladó sus manos a sus pechos y los magreó al mismo ritmo en el que ella se movía, jugando con sus suaves pezones.

Tenerla tan expuesta sobre él alteró sus sentidos, y como un animal salvaje, se abalanzó hacia sus tetas generosas hechas fruta prohibida de manera que ambos quedaron sentados sobre el colchón. Escuchar su grito excitado cuando mordió y tironeó de una de sus puntas erectas, mientras el otro pecho era torturado con su mano, agrandó todavía más su polla, apretándose en su estrecho coño.

Se prendía a su seno como un niño hambriento, lamiendo, mordiendo y chupeteando la carne caliente y sensible.

Sus cuerpos se aferraban en un abrazo necesitado, en una danza sincronizada, enajenada y feroz. 

Ella era la que llevaba el ritmo y cada vez se sacudían con más fuerza.

—Tus tetas son mi perdición —afirmó, cambiando la atención a la otra. Con su boca llena gruñía, erizando la piel dorada con su aliento—. Son una puta maravilla.

—Son todas suyas.

Gruñó más fuerte, abriendo al máximo sus mandíbulas para engullirla.

Saltaba sobre su verga como posesa, sintiéndose ser llenada con dolor placentero. Su canal lo acogía, lo apretaba, lo empapaba por su esencia. El ruido líquido con cada choque de sus anatomías rebotaba en la habitación, acompañando los gemidos y jadeos.

—¡Señor Steve!

Gimió al sentir los largos dedos jugar con su sexo, pellizcando su clítoris y abriéndose paso entre sus pliegues. La estimulación enviaba corrientes eléctricas por todo su cuerpo y su vientre comenzó a tensarse, formándose el orgasmo arrasador que amenazaba con destruirla.

Las arremetidas frenéticas aumentaron, alcanzando el punto exacto que la haría estallar. Pero de pronto, las estocadas se detuvieron, provocando que una mirada de reproche tallara el rostro perfecto de la criatura dorada.

—No. No puedes correrte —contestó al mudo reclamo.

—¿Por qué? —gimoteó.

—Porque tú sólo te corres conmigo al mismo tiempo cuando tengas mi verga adentro. ¿Entendido?

Aunque simulara dejar el control a la elástica amazona, él siempre debía dominar.

—Sí señor Steve —jadeó.

—Muy bien mi niña.

Una perversa sonrisa delineó los carnosos labios masculinos. Una mueca que de por sí podría provocarle el tan ansiado orgasmo por su belleza misteriosa y secreta, que sólo relucía para la hechicera que lo tenía atrapado.

Retomaron las sacudidas.

La boca de Steve ascendió por el cuello de la joven, mordiendo la dermis perfumada. Pasó su lengua por el recorrido de su pulso hasta llegar a su lóbulo. Tiró de él, disfrutando el quejido erótico.

Su mano seguía con su faena sin dejar de enterrarse en ella, sujetándola con su brazo libre, en un acto desesperado por hacerse uno. Por dejarla debajo de su piel donde parecía haber hallado su morada.

—Tan mojada, mi niña —ronroneó en el hueco de su hombro, raspando con sus dientes la suave piel. Elevó la mano desde el sexo y llevó los dedos mojados a la boca de cereza—. Abre. —Ordenó—. Sabes que te gusta.

Los succionó ante la atenta mirada de los ojos azules como la noche. Saborearse en esos dedos de oro la hizo tensarse.

Sus músculos internos estaban contrayéndose.

—No dejes de mirarme Aurora. Quiero ver esas maravillas encenderse cuando te corras conmigo. —Unas estocadas profundas, duras y certeras la llevaron al límite—. Ahora, mi niña.

Obedeció de inmediato y se tensó por completo. Apretó con fuerza su miembro en su interior, tomando todo de él, y dejando todo de sí caer sobre su pelvis. Llegaron juntos a ese estallido que esperaban cada vez que se perdían uno dentro del otro.

Uno con el otro.

—¡Joder Aurora!

—¡Señor Steve!

Gritaron los dos al mismo tiempo.

Enseguida se desarmó en los poderosos brazos, refugiándose contra su pecho, hipnotizada por las caricias que el hombre comenzó a regalar en un acto más íntimo que lo que acaban de hacer, inundándose del perfume amaderado intensificado por el sudor.

Su canal todavía palpitaba y su cuerpo temblaba por el efecto fantasma del orgasmo. Sentía escurrir entre sus muslos las esencias mezcladas, añadiendo al ambiente el olor que atestiguaba su encuentro carnal.

Y le fascinaba.

Steve los llevó otra vez a recostarse, manteniéndola apretada contra su torso, sin salir todavía de ella. Si fuera por él, allí permanecería cada minuto.

Mantuvieron su postura, viendo al sol ascender sobre el horizonte, con los dedos marcando sutilmente los relieves del otro.

—Esta es una buena forma de comenzar el día —susurró contra la coronilla de la joven, que protestó cuando se removió debajo de ella y salió, haciéndola sentir vacía y abandonada. La dejó de lado y se puso de pie—. Será mejor que vaya a mi habitación para darme una ducha y cambiarme —besó la frente de Aurora, que seguía con decepción la huida de Steve.

Era un maestro haciendo estallar su burbuja de felicidad.

Si tan sólo supiera que el hombre cada día sufría más por no poder entregarse a ella de la manera que merecía.

Que deseaba.

Vestido únicamente con el pantalón de esmoquin, Steve caminó por el pasillo, con el resto de la ropa en su mano. En cuanto puso un pie en el primer escalón, vio, o mejor dicho, fue visto por Gerard, que estaba saliendo de su dormitorio perfectamente vestido, listo para ir a la planta baja a esperar el desayuno. 

Se miraron y sin mediar palabra, cada uno siguió su camino. Uno, el joven, algo sonrojado; y el otro, con una sonrisa de orgullo.

***

Después del desayuno, los dos hombres charlaban en el despacho, a puertas cerradas. Steve tenía en sus manos el cinturón destrozado. Imaginaba lo que Aurora habría sentido con eso alrededor de su cuello y eso lo angustiaba. 

La voz de Gerard lo hizo volver de esa imagen.

—¿Y no tiene ninguna marca?

—No. Ya te he dicho... he visto con mis propios ojos cómo se le cerraron las heridas y desaparecieron todas las lesiones.

—¿Le preguntaste cómo lo hace? 

—La primera noche... dijo que nació con esa condición.

—Pero tú no le creíste. —Steve negó en silencio—. ¿Y anoche no volviste a indagar?

—Oh, sí claro... mientras ella acababa de pasar por un intento de violación, y la tenía en mis brazos golpeada y llena de sangre, llorando y asustada, la increpé sobre su mentira.

A esa altura, ni siquiera creía que fuera relevante conocer la verdad. Él tenía sus secretos. ¿Quién era para exigir ver la luz de los que ocultaba su niña?

—Entiendo. No era el momento —su tono desprendía arrepentimiento. Suspiró profundo—. Me sigue pareciendo algo fantástico... más increíble que... —se tomó el mentón en un gesto de meditación.

—¿Más increíble que qué? —Sus ojos azules abandonaron el cuero que sostenía en su mano y se fijaron en los grises del inglés, con intriga.

—Nada. Sólo pensaba en las viejas teorías del ejército de Hitler de crear al soldado perfecto con suero y esas cosas. Y hace unos años, había también una especie de leyenda urbana de que se estaba haciendo ingeniería genética para lograr algo parecido. Un rumor en el ejército americano. —Tampoco olvidaba el comentario el día anterior durante la partida de ajedrez, en la que ella sostenía que recordaba lo que había leído en un libro lleno de jugadas.

—¿Crees que eso tiene algo que ver con Aurora?

—No, sólo fue una asociación de ideas... —miró el cinto en las manos del joven—. A no ser que... —se puso de pie y tomó el elemento—. Esto parece ser arrancado con las manos.

—Imposible... ¿Sabes la fuerza que se debería tener? No pensarás que ella la tiene, ¿no?

—Hasta hace una semana, no creía que alguien pudiera curarse en cuestión de segundos de una fractura... pero aquí estamos y tú eres testigo del milagro.

—Debe haber otra explicación...

Gerard volvió a su asiento y se acomodó en él. Con gesto de descarte, reconociendo que su hipótesis parecía ridícula, agregó:

—Sí, tienes razón. La debe haber... —cambió de tema—. ¿Ya le dijiste a la pequeña lo de Belmont?

Steve suspiró.

Guardó los resto de cuero y se puso de pie para alcanzar la puerta abierta del despacho y llamó a Aurora. Pero no hubo respuesta. Esperó unos segundos y volvió a llamarla. Nada. Extrañado, salió en su busca, creyendo que la encontraría en la sala de estar, leyendo. No la encontró. Volvió sobre sus pasos y siguió a la biblioteca. Tampoco estaba allí. Sabía que no estaría afuera, en el jardín, porque todo el personal encargado del evento de la noche anterior estaba retirando todo y ordenando el lugar de la fiesta y la muchacha no le gustaba los desconocidos. Menos después del susto con Yuri.

Miró a Gerard, que le devolvió el gesto de desconcierto con un encogimiento de hombros. 

Steve había notado que tampoco estaba Andrew cerca, el cual se había vuelto un perro guardián con respeto a la señorita. No dejaba de seguirla a todo lado al que iba o quitarle los ojos de encima. 

El socio de Steve se puso de pie y se acercó al joven y juntos, salieron en busca de Aurora y su sombra. 

La mansión estaba extrañamente tranquila, salvo por el ajetreo que se observaba del otro lado de los ventanales. Y se dieron cuenta que tampoco estaban Theresa y Josephine merodeando con plumeros y cepillos. 

Steve llevó sus pasos a su siguiente intento. 

La cocina. Tierras foráneas para él. 

Yendo hacia allí, escuchó risas, sonidos de cacerolas y voces animadas. Hasta le pareció percibir una tronadora carcajada que sólo podía proceder de Andrew. 

Gerry y Steve se miraron entre sí.

Ambos habían pensado en lo mismo. Que desconocían, después de años de trabajar juntos, la risotada del gigante de piel oscura. 

Acercándose, las risas se volvían más claras. Escuchaban las voces de las tres mujeres, que parloteaban e imaginaban que Andrew reía de los comentarios. Despacio, llegaron a la entrada y en cuanto los tres empleados vieron a su jefe, estos se volvieron mudos y se pusieron rígidos. 

El gran asistente, que estaba apoyado de forma relajada sobre la gran isla de la cocina se enderezó y su rostro escondió su sonrisa. Las otras dos mujeres maduras dieron un paso hacia atrás de forma automática en respuesta a la presencia del señor Sharpe. 

Sólo Aurora que se hallaba de espaldas seguía con alegría, revolviendo el contenido de una gran cacerola, sin darse por aludida que el silencio que la rodeaba en ese momento era por el dueño de la casa. Se giró, descubriendo a Steve y le compartió su mágica y esplendorosa sonrisa.

—Oh, hola señor Steve.

—Aurora, ¿qué haces? —Imaginaba la respuesta, pero temía estar en lo correcto. Temía por su estómago y por el de su amigo Gerard.

—Pues, ¿qué parece? —Señaló la cacerola—. Cocino para usted y Gerry. Para todos.

Efectivamente, eso es lo que temía. Se volteó a mirar a las dos empleadas, encargadas de la cocina, reclamando en silencio la falta de cumplimento de su tarea, pero ellas sólo atinaron a agachar la cabeza, compungidas.

—¿Por qué cocinas tú, Aurora? Josephine es la encargada y es muy buena en ello.

La mencionada mujer infló su gran pecho de orgullo. Sentía un leve reconocimiento, nada acostumbrada por parte de su jefe, y lo saboreó con placer.

—Porque ustedes fueron muy buenos conmigo anoche. Todos me ayudaron y quiero agradecerles con un almuerzo hecho por mí.

Ante aquellas palabras, todos ablandaron su semblante y permanecieron en silencio pensando en el terror de la experiencia de la joven y se miraron. Nadie se atrevía a romper el mudo acuerdo en que cada uno se había inmerso. 

Fue la alegre voz de Aurora la que quebró el hechizo.

—¡Listo! Todos a la mesa.

—¿Todos? —cuestionó Steve.

—Todos. Comeremos juntos el día de hoy. Quiero tenerlos en la misma mesa para que disfruten lo que les preparé.

Theresa, Josephine y Andrew se sonrojaron. Eso significaba que estarían sentados junto al señor Sharpe. Algo jamás hecho.

Steve seguía dudando de que lo que sea que hubiera cocinado la muchacha fuera siquiera comestible y en un intento por tomar algo de control en su cocina, o en su propiedad, quiso averiguar qué se preparaba en la olla.

—Al menos, déjame ver qué preparaste —acercó la mano a la tapa, pero un seco golpe con la palma de la mano de la misteriosa Aurora lo alejó de su cometido, y la miró con sorpresa. 

El resto de los espectadores contuvieron el aliento y quedaron hipnotizados ante la escena. Temían la reacción del señor de la casa. La nueva cocinera lo miraba seria, con el ceño fruncido, rechazando su invasión. Y esa cara encantó a Steve, que la vio como a una niña protegiendo sus valiosos juguetes y rio. 

Los demás pensaron por un momento que había perdido la cabeza, pero la risa fue tan espontánea, grave y alegre, que despacio, fueron relajándose y ellos también esbozaron sus sonrisas. 

—Muy bien Aurora —aceptó—. Confiaremos en ti —dándose vuelta, agregó al resto—. Nosotros, prepararemos la mesa.


N/A:

No bastaba Hércules, que ahora se suma Titán.

¿Y qué tal las actitudes de Steve hacia Aurora?

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Gracias por leer, demonios!

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