29. Jazmín rosado
29. Jazmín rosado.
La sonrisa de Aurora no podía ser más grande.
El señor Steve estaba por desayunar con ella, los dos sentados ante la pequeña mesa del balcón de la alcoba de la joven, aguardando a que Theresa terminara de servir.
Como siempre, el hombre vestía un distinguido traje de saco y corbata, de impecable corte, que lo hacía lucir majestuoso, seguro y arrebatadoramente atractivo. Lo que a Aurora la tenía con constante taquicardia y mariposas en su estómago. O tal vez un zoológico entero.
La mujer de edad había colocado una enorme variedad de opciones y había vuelto a traer un té de frutos rojos para que probara Aurora, ya que la mañana anterior no había aceptado nada.
Saboreó la infusión y un largo <<mmmm>> vibró en su garganta, captando la atención de Steve y de una parte especial de su anatomía.
—Riquísimo Theresa, gracias.
—Me alegro que le haya gustado, señorita —giró para servir la correspondiente taza de café negro al hombre.
Steve se acomodaba la servilleta sobre su regazo tratando de calmar sus impulsos salvajes mientras la empleada hacía su tarea. Cuando elevó la vista, se topó con los iris de oro fundido fijos en él con intensidad. Aurora arqueó una de sus cejas y rodó sus ojos hasta señalar a Theresa.
Captando el mensaje, carraspeó, algo incómodo.
—Gracias Theresa —masculló.
Pero fue lo suficientemente audible para que ambas mujeres lo escucharan.
—De nada, señor Sharpe —titubeó, sorprendida. Se giró hacia la criatura responsable de esa pequeña, y a la vez colosal, proeza. Pasó su mano huesuda y rugosa por la cima de la cabeza rubia y moduló un mudo <<gracias>> que fue recibido con una sonrisa—. ¿Se les ofrece algo más?
—No, Theresa, eso es todo. Gracias —repitió—. Puedes retirarte.
Aurora irradiaba felicidad.
—¿Qué tanto sonríes mi niña?
—¿Ve qué fácil es alegrarle a alguien el día? Unas simples palabras hacen todo mejor.
—No exageremos. Fue un simple gracias.
—Que usted nunca decía. ¿Vio cómo sonrió Theresa? —Este asintió, maravillado por la inocencia de la muchacha que horas atrás, lo recibía en el balcón desnuda después de su carrera matinal.
Sintió un cosquilleo volver a recorrerle la entrepierna al recordar la imagen que Aurora le había regalado.
Regresaba de correr por la playa. Había salido al amanecer, imaginando que ella estaría durmiendo.
Cuando retornó, su corazón dio un vuelco otra vez, como el primer amanecer en que la vio de pie sobre la gruesa barandilla de piedra del balcón. Sólo que esa mañana, lo esperaba sentada, con las piernas balanceándose del lado de afuera, con las puntas de sus pies estirados como una bailarina. Usaba la bata de seda negra apenas anudada en la cintura, manteniendo la abertura de su escote muy bajo y las piernas deslizándose desnudas.
Ella sonreía, con coqueta picardía, provocándolo desde la distancia.
Como un Romeo, se acercó hasta su imprudente Julieta, elevando su cabeza para contemplar el espectáculo que le daba.
Dejó de respirar cuando las piernas largas se separaron, mostrando el punto que reclamaba por su invasión. Bastó un segundo de aquella visión para que su erección se apretara en sus pantalones deportivos.
Cuando vio que las delicadas manos se dirigían a aflojar el nudo del cinto, no permaneció más como espectador y corrió como un velocista a la línea de meta. Como un sediento a un oasis en medio del desierto.
Fue dejando en el trayecto el rastro de ropa, llegando a destino sólo con su bóxer para ser recibido con la diosa que brillaba encandilándolo con los rayos dorados que la rodeaban, confirmando su aura divina.
Se abalanzó sobre ella, que lo aguardaba ya desnuda y de pie en el balcón. Ella se había trepado a él, aferrándose a su cuerpo ya sudado por el entrenamiento, para continuar con prácticas físicas adicionales en la cama.
Ese había sido el inicio del día para ambos.
Regresaba al presente, interrumpido por un gemido de placer ante lo que paladeaba la niña que tenía adelante y que lo enloquecía con su personalidad. No podría seguir conteniendo lo que se elevaba en su entrepierna si seguía así.
Los ruidos de los empleados que se movilizaban por los jardines exteriores de la mansión fueron su salvavidas, captando la atención de los dos.
—¿Qué es lo que hacen?
—Se encargan de organizar y decorar para el evento de esta noche.
—Son muchas personas —se sentía incómoda. Aunque estuvieran a resguardo por la altura y la distancia, se sentía extraña con tanto movimiento.
—Esta noche serán muchas más. ¿Estarás bien aquí? —Ella asintió—. Lamento no poder dejar que me acompañes.
—Lo prefiero así, señor Steve. Nunca he visto tanta gente junta. —Volteó hacia él, cambiando de tema y compartiéndole su sonrisa—. ¿No cree que es hermoso desayunar aquí? —Cerró sus ojos, recibiendo de frente la calidez de los rayos del sol que ascendía ya seguro por el horizonte, deslumbrando sobre el mar. Se enfocó nuevamente en su compañero que sólo la miraba, serio—. ¿Esa es su habitación? —Señaló hacia arriba, a la pared acristalada que cubría todo un lado de la planta alta.
—Así es.
—Tiene una magnífica terraza. ¿Desayuna allí seguido?
—No. No lo he hecho nunca.
—Se pierde de aprovechar la magnífica experiencia.
—Lo que la hace tan magnífica es la compañía.
El sonrojo se apoderó velozmente de las mejillas de Aurora, haciéndole sonreír.
Tratando de aplacar sus nervios ante el imponente hombre que de la nada soltaba palabras que la desestabilizaban, dirigió su atención a las flores a su lado. Las pequeñas, blancas y rosadas con intenso perfume en las enredaderas. Los <<jazmines polyanthum>>, como había identificado de su arsenal mental. O jazmín de muchas flores o rosado. Arrancó una, que aspiró.
—¿Disfruta de las flores, señor Steve?
—No.
No pudo contener un bufido de frustración y sin pensarlo, saltó de su silla para sentarse sobre el regazo del hombre, con cada pierna a un lado, obligándolo a dejar su café en la mesa y haciendo espacio para recibirla. Sin NIN-GU-NA protesta por su parte. Si hasta sus manos errantes aprovecharon para colarse por debajo de la blusa, redescubriendo cada recoveco y siguiendo la línea de su columna, confirmando una vez más la ausencia de brasier.
Ella respondía arqueándose. Pero no olvidaba su reclamo.
—Uf, señor Steve. Dice demasiados <<NO>>. ¿No le he dicho que no debería perder tiempo precioso antes de que sea demasiado tarde? Hay una sola vida. No hay marcha atrás. Cada NO lo condena a perderse de momentos que nos recuerdan que estamos vivos. Viva señor Steve. Hágalo hoy. Mañana no sabrá qué le espera.
—Los <<SÍ>> también pueden volverse prisiones. Un SÍ sin convencimiento, sin ser digno de darlo o recibirlo puede equivaler a grilletes.
—¿Cómo por ejemplo?
—Atarse a alguien.
—¿Un SÍ ataría a alguien? ¿No debería liberar?
Temía que estuviera refiriéndose a ella. A ambos. A lo que sea que tuvieran o que estaban creando. Mejor dicho, a lo que potencialmente podrían crear juntos.
El hombre continuó con su diatriba.
—¿Cuántas parejas, habituadas una a la otra, o por temor de estar solos, dan el SÍ en el altar, condenándose a una vida de infelicidad porque no es la persona adecuada o porque no hay amor?
—Entiendo lo que dice por todas las novelas que he leído. Pero creo que esos SÍ son NO disfrazados.
—¿Cómo es eso? —Arqueó una de sus gruesas cejas, ansioso por escuchar su explicación.
Ella pasó sus dedos, delineando las líneas rubias que enmarcaban sus ojos. Esa sutil caricia hacia estragos en el hombre que bajó sus manos hasta sus nalgas y las apretó. Al parecer, era el lugar al que pertenecían porque siempre se movían a su voluntad hasta allí.
—Porque le dicen NO a ser feliz. A arriesgarse a abandonar la seguridad que los limita y asfixia, cuando deberían decir SÍ a la posibilidad de elegir otro camino.
—¿Cómo se te ocurren esas ideas? —Se sentía conmocionado. Era como si hubiera hablado de él. ¿Cuántos NO lo habían ido hundiendo? No a dejar ir el dolor. No a perdonar y perdonarse. No a reír, llorar. No a amar. ¿Cuántos besos había negado? ¿Hasta cuándo? La mirada ambarina parecía atravesarlo. Tan cerca estaban, siguiendo las líneas del otro, de la boca del otro—. No tienes idea Aurora los NO que has transformado en mí. Empezando por desayunar aquí contigo.
—Me alegro... ¿Eso me hace una buena o una mala influencia?
Steve rio. Fue una risa clara y sorpresiva, que terminó con una sonrisa hacia la joven que lo tenía comiendo de la palma de su mano. Si él había pensado en algún momento que tenía el control del juego, había sido un idiota iluso, porque aquella brisa fresca e inocente se había vuelto un vendaval arrollador.
—Debería hacer eso más seguido, señor Steve.
—¿Qué cosa? —Recibió la pequeña flor que Aurora colocaba detrás de su oreja, hipnotizado por cada uno de sus gestos.
—Reír. Sonreír —siguió la línea de sus labios que todavía conservaban estirados con la yema de su índice—. Es hermosa.
Una que la había hecho estremecer, casi colapsando su cuerpo.
—No suelo tener motivos para hacerlo —la tomó del mentón con delicadeza y acercó su boca a la de ella, rompiendo el enlace con el dorado de sus ojos para torturarse con la imagen de su carnosa cereza—. Al parecer, tú plantas esa sonrisa en mí.
<<Mucho más que sonrisas. Plantas en mí un sentimiento tan olvidado y poco merecido como la felicidad>>.
Sus dedos la liberaron con un sutil roce. Lo que ella aprovechó para usar su nariz en una caricia sobre el cuello masculino, aspirando su perfume amaderado, viril y penetrante. El que tanto le fascinaba y siguió por su mandíbula, percibiendo otro diferente. Fresco.
—Me gusta como huele su cuello —aspiró una vez más—. Y su cara.
Sentía las suaves cosquillas.
—Es por la espuma de afeitar. —Sus manos inquietas y ansiosas subieron por el lateral del torso de Aurora, hasta que sus pulgares fueron detenidos por los senos duros, firmes y generosos. Allí, las yemas de los dedos se entretuvieron haciendo círculos en la tersa piel—. Descubro que también están los NO liberadores. —Aurora dejó caer su cabeza hacia atrás, apretando con fuerza su labio inferior, conteniendo un gemido atrevido—. Me gusta que le digas NO a los brasieres.
—Nunca he usado, señor Steve.
—Mierda Aurora, ¿me sientes? —Empujó hacia arriba su cadera.
—Sí... señor... Steve.
Su garganta estaba seca, pero se sentía húmeda, caliente y palpitante en su punto más sensible.
Apretó con fuerza uno de sus pechos. A través de la prenda los escandalosos pezones se manifestaban duros y erguidos.
Con la tela de por medio, Steve mordió la cima de uno de sus pechos, tirando de él. La mano que aún lo sujetaba se afirmó con mayor demanda.
Metió su cabeza entre sus montes sensibilizados.
—Volveré a decirlo. Tus tetas son mi perdición. Y tu culo no se queda atrás. Me encantó follártelo. Me encanta verlo moverse.
Le resultaba curioso las personalidades tan distintas del hombre que la enloquecía, que la dominaba y que hacía que su cuerpo, mente y corazón sólo vibren por él. Pasaba de ser un hombre hermético y parco, a uno guiado por instintos salvajes y primitivos.
—Señor Steve, ¿cuántas facetas tiene usted?
—¿Qué quieres decir? —Se detuvo de pronto, llevando su rostro al hueco aromático del cuello de la joven. La pregunta lo desarmó, volviéndolo indefenso.
—Por momentos es correcto y decoroso. Tan distante y frío. Como una estrella años luz de aquí. Para luego volverse posesivo y apasionado, diciendo semejantes cosas. Es como si fuera dos personas diferentes.
No era la primera que usaba una referencia astronómica.
Suspiró.
Si supiera. No eran sólo dos. O tal vez. En realidad, sólo fuera uno. Un monstruo. Y todo lo demás fuera un espejismo. Anhelaba matar a ese ser oscuro y transformarse en el mejor hombre para ella.
Abandonó el cálido refugio para recibir la luz de oro líquido que lo observaba, con una sonrisa entre confundida y divertida.
—Y amargado, no te olvides. —Aurora rio entre dientes—. ¿Te asustan mis caras?
Negó con la cabeza.
—Sólo que desearía comprenderlo mejor.
—Somos dos mi niña. ¿Y cuál prefieres?
—Mmm... Me gustan algunos más que otras, pero lo prefiero así, tal como es. Todo usted. Cada arista, lado, curva.
<<Lo quiero completo>>.
Oh, lo quería. ¡Lo quería! Sí, lo hacía. Y con cada parte de su entidad.
Fijó sus ojos en él, perdiéndose en su profundidad celestial.
Su mirada estaba cargada de ingenua ilusión, haciéndole sentir como si fuera el maldito más afortunado del mundo, digno de todo lo que ella quería darle. Pero sabía que era una falacia. Una que deseaba cambiar y poder llegar a ser libre para retribuírselo. <<Un poco más>>, se arengó.
—Entonces ¿no te molesta que te digas esas cosas poco decorosas?
—Para nada —se acercó a su oreja, donde depositó un corto beso sobre su lóbulo antes de ronronear su confesión—. Me calienta.
Contuvo una maldición. Su polla estaba al límite y su cabeza estaba por estallar.
Rozó su propia mejilla contra la de Steve hasta que quedaron rozando sus narices, con sus frentes apoyadas.
Podían sentir el aroma a café y té en el aliento del otro. Sus corazones palpitaban tan fuerte que sentían que quedarían sordos.
Sus dedos fuertes y largos iniciaron un recorrido por la línea de su quijada hasta rodear su nuca, enredando su mano entre sus hebras doradas. La sintió apretarse más hacia él, presionando contra su protuberancia ya más que evidente.
Esperaba el inminente choque de sus bocas, que ya no sonreían. Sus labios estaban entreabiertos, cosquilleando y ansiosos.
Aurora cerró sus ojos por inercia.
—¡Buenos días! —El inglés hacía su entrada a la alcoba lleno de su habitual jolgorio, ignorando lo inoportuno de su invasión.
Aurora, con los párpados abiertos de golpe, pestañeó varias veces comprobando que la aparición era real. Para su desgracia.
Por el contrario, Steve se sintió aliviado repentinamente, lo que lo evidenció con una exhalación que fue atajada por la mirada de Aurora. Sus ojos dorados no pudieron ocultar la decepción por su involuntaria reacción y amagó con levantarse de su regazo.
Aparecía la faceta que menos le gustaba.
Fue detenida por las manos de Steve que se habían adueñado de su espalda baja.
Gerard se quedó paralizado ante lo que sus ojos captaban. Aurora, en pantaloncillos cortos y una blusa ligera y sin mangas estaba sentada sobre Steve, frente a frente, tan cerca, agitados, sonrojados y las miradas oscurecidas que supo que había llegado en un momento intenso.
—Por favor, no se detengan por mí. Soy un romántico que puede fingir mirar para otro lado.
—No hace falta Gerard.
—Buenos días, Gerry. —Trataba de que no se notara el nudo en la garganta. Otra vez se movió para desprenderse de su asiento humano, consiguiéndolo a pesar de la muda orden de Steve. Orden que ignoró—. Lo siento.
El billonario sintió en la separación de sus cuerpos algo más que vacío. Tratando de ignorar lo que ocurría en su pecho, acomodó la servilleta de tela pretendiendo con ello esconder su erección y se acercó más a la mesa, para refugiarse debajo de esta.
—Nada que disculpar, lindura —sacudió su mano, restándole importancia y sentándose en la silla que antes ocupaba la joven, dejándola sin asiento. Ella protestó frunciendo el entrecejo—. Vuelve al lugar en el que tan cómoda se te veía, pequeña —bromeó, obteniendo un par de mejillas incendiadas, que se intensificaron cuando notó la mirada gris sobre la aureola de humedad, cortesía de Steve, sobre uno de sus pechos. Se cruzó de brazos tratando de ocultar la evidencia, arrancando una risa corta en el inglés, antes de que este desviara su atención—. Por cierto Steve, linda flor.
Su mano subió inmediatamente al pequeño jazmín ubicado detrás de su oreja y carraspeando, se la quitó, enderezándose en la silla.
Volvía a ver al hombre que quería regresar a su gélido refugio. Uno en el que no parecía tener cabida ella y cada uno de sus muestras de afecto. Veía fijamente cómo el jazmín era sostenido entre los mismos dedos que la estremecían con su tacto. Dedos que segundos atrás habían quemado su dermis, y que imaginaba en ese instante, se desharían de la flor.
Sin embargo, el recorrido que esta hizo no fue al olvido. Steve le dio un nuevo lugar, en el ojal de su solapa. Al lado de su corazón. El lugar que ella desearía ocupar.
Sus ojos ascendieron en busca de los azules oscuro y cuando se encontraron, la sorprendió la sonrisa en ellos. Y en sus labios.
Él acarició el aterciopelado obsequio. Y la sonrisa de Aurora lo encandiló más que el sol del amanecer. No resistía ver la decepción en ella. Aunque sabía que habría muchas más, pues no estaba listo para todos los SÍ que su niña merecía.
Todavía.
***
Realmente la mansión de Steve Sharpe era un caos.
Desde temprano, la gente encargada de la preparación iba y venía por el jardín desde el patio trasero. Armaban tarimas para la banda de música, traían instrumentos y equipos de sonido y luces. Movían sillas y mesas blancas y decoraban todo el exterior, donde se realizaría la fiesta.
Hasta la cocina había sido invadida por los encargados del catering. Eso había perturbado a Josephine, que, a pesar de conocer la rutina desde hacía años, siempre le molestaba que tomaran posesión de su reino.
<<Sólo es un día>>, se repetía constantemente, a modo de mantra.
Aurora, miraba desde su balcón cómo probaban algunos instrumentos y encontraba esos sonidos encantadores.
Sabía lo que era la música, o al menos su definición teórica, pero no la había escuchado nunca. Por eso, durante la mañana, después del desayuno, el señor Steve y Gerry habían desaparecido en el gimnasio privado, permitiéndole a la muchacha usar la computadora del despacho, con el usuario Aurora, para navegar en el mundo digital ante la curiosidad que había despertado en ella lo que ocurría en la mansión. Resultó ser una herramienta inagotable que le otorgó además la posibilidad de analizar técnicas de nado, moda y recetas, donde comprobó que lo que había hecho la noche anterior con los bocadillos era un completo desastre y, sin embargo, el señor Steve se lo había comido.
Eso la conmovió.
También leyó noticias y hasta buscó sobre el doctor Masao Tasukete. Descubrió que había trabajado para Quirón. Lo que la dejó pasmada.
Allí encontró al Centauro, un programa de investigación genética. Él había sido parte de la organización que lo había matado. Algo hizo que escapara, aunque en las noticas hubieran dicho que tuvo un accidente automovilístico que le costó su vida. Diez años atrás.
Lo que la confundía con respecto a su propio origen.
<<Diez años atrás>>.
Sólo diez años. ¿Cómo es que ella tenía veintiuno? Las involuntarias palabras del doctor al hablar de la cámara de crecimiento le clavó una duda como una astilla en la piel.
<<¿Sería posible que yo tuviera en realidad diez años?>>. A esa altura, podía creer cualquier cosa del científico.
Siguió con velocidad cada artículo relacionado, incluyendo fotos donde se lo veía con un hombre alto y de sonrisa perfecta, el doctor Hank Green. Al parecer, su mejor amigo. El nombre lo conocía. Había leído libros suyos en la casa del Dr. T. En otras, se los veía a ambos junto a otro doctor, Johann Meyer, el dueño de los laboratorios.
Estaba segura que él era el responsable de lo que le pasó a Masao, de que ella estuviera huyendo, de que viviera con miedo y de estar sola. Bueno, ya no lo estaba.
Lo que la preocupó, era que estaba en Nueva York. Todo el tiempo en que se había estado alejando de Japón, creyó que estaba a salvo. Y sin embargo, resultó que se acercó a la boca del lobo. Lo único que la tranquilizaba era creer que ellos no tenían ni idea de su existencia. Si lo que el Dr. T le había dicho era verdad, nadie sabía sobre su creación.
Al menos, esperaba que siguiera siendo así. Además, estar junto al señor Steve la hacía sentir segura.
Pensar en el hombre que la había salvado la regresó al presente. Bajó hasta su despacho con sus pies descalzos, donde lo halló charlando con Gerry con un tablero de ajedrez entre medio de ambos. Aurora descubrió que ambos solían realizar desafíos permanentes del juego y los encontraba en uno de ellos. Se interrumpieron al ver la alegre Aurora golpear la puerta abierta y con un gesto de la mano, Steve la hizo pasar mientras evaluaba el tablero y su siguiente paso.
—Hola otra vez pequeña —la recibió el inglés—. Estás radiante —girando hacia Steve, interrogó—. ¿Verdad muchacho?
—Siempre —respondió escuetamente, simulando desinterés, pero con una sonrisa corta y un guiño dirigido a la mujer, al cual respondió sonrojándose.
Caminó hasta ubicarse de pie junto a la mesa que oficiaba de campo de juego y observó la partida en silencio. Sin controlarse, su sonrisa se agrandó en su rostro y aconsejó con una risita entre dientes la siguiente y última jugada.
—Torre blanca a h-2 —miró triunfal al señor Steve, que le devolvió la mirada con una media sonrisa de orgullo.
La tarde anterior, cuando buscaba compensar a Aurora por su vil comportamiento, le había enseñado las pautas mínimas del juego, y ella, después de las primeras dos derrotas, lo vapuleó en la tercer partida. Aun así, no había logrado arrancarle una sonrisa a su triste rostro.
Lo había logrado en la noche, después de su reto de memoria.
—Jaque mate, viejo —movió la pieza correspondiente ante la mirada de decepción y la llevó hasta la de la joven huésped.
—No vale la ayuda —rezongó, pero no había caso que protestara. Se recostó sobre el respaldo de la silla y fijó sus ojos grises sobre Aurora—. ¿Así que tú también juegas pequeña?
—No en realidad. Sólo aprendí ayer —sacudió su cabeza, riendo a carcajadas—. Simplemente recordé ver esta jugada en un libro de ajedrez del señor Steve y supe cuál era el siguiente movimiento lógico.
Steve se la quedó mirando con seriedad, pero por dentro estaba maravillado. La noche anterior había comprobado lo que su memoria podía hacer, o —por lo que parecía—, sólo había visto un pequeño porcentaje. Que recordara su gran libro fue aun más impresionante que repetir un artículo periodístico.
—¿Recordaste una jugada?
El viejo se rascaba el mentón con parsimonia. Sabía de qué libro hablaba. Él se lo había regalado a su joven amigo y conocía la cantidad de jugadas, tácticas y estrategias que enseñaba el texto y era abrumador. Y aquella muchacha le decía que en los dos días que llevaba en la casa, no sólo lo había leído, sino que lo conocía de tal manera que con sólo observar el tablero unos segundos, reconoció y respondió a la táctica correspondiente.
Ante el silencio que había adoptado el socio de su anfitrión, Aurora se sintió cohibida y temerosa de haber hecho algo impropio o, peor aun, delatador. Instintivamente, dio un paso hacia atrás, buscando alejarse de la mirada inquisitiva de Gerard y buscó rápidamente algo que distrajera su atención y entonces reparó en tres grandes y pesados cuadros recostados sobre una de las bibliotecas.
—¿Qué hace eso allí? —Señaló las pinturas.
El viejo socio siguió la dirección que indicaba la joven, haciéndole perder sus cavilaciones y tomó la palabra. Aprovecharía para ponerla al corriente de lo que ocurriría en unas horas.
—Verás pequeña. Hoy vendrá alguien muy interesado en el arte y queremos que él, bueno... sea receptivo hacia Steve. Que haya algún punto en común. O dos —sonrió mirando de arriba abajo a Aurora. Las mujeres eran el otro punto en común.
—Gracias Gerard, pero no hace falta involucrarla —atajó algo molesto Steve.
—¿Involucrarme?
—Olvídalo, Aurora... —se dirigió a su amigo—. Y tú también.
—Vamos, no seas así —tomó de la mano a la muchacha y se puso de pie—. Ayúdame a elegir dónde se pueden colocar las piezas de arte.
—Piezas de arte... —rezongó con desagrado Steve—. No entiendo cómo unas pinceladas y puntos son arte.
—No lo tienes que entender, sólo simular que lo entiendes, y más importante aún, que lo amas. Ahora linda, acompáñame.
Ella lo siguió y recorrieron el interior de la propiedad para seleccionar los mejores lugares para la visibilidad de las telas.
Una vez llegado a una decisión unánime, pasaron a colocarlas. Para sorpresa de los dos hombres, la joven cargó con los cuadros sin dificultad, llevando una sobre el hogar de la sala de estar, otra en el comedor y la última, quedó en la oficina de Steve, algo que no le agradó para nada, pero que reconocía que, en caso de que llegara a entrar alguien, o el mismo Belmont, sería un lugar conveniente donde un amante del arte colgaría una pieza para disfrutarla en su espacio personal.
***
Había caído la noche y el jardín estaba lleno de gente que seguía llegando.
Había luces colgantes por todos lados y la música hacía bailar a algunos de los invitados. Otros, por el contrario, charlaban y comían los canapés que las camareras -entre las que estaba también Theresa con energía renovada desde que Aurora la había curado-, distribuían en bandejas de plata. Josephine no estaba, porque se quedaba en sus dominios en la cocina, para asegurar cierto control entre tantas camareras yendo y viniendo. También vio un par de sujetos sacando fotos todo el tiempo. Supuso que pertenecerían a alguna de las revistas de las que el señor Sharpe era dueño.
Aurora seguía cada movimiento con fascinación, perdiendo lentamente el miedo a la multitud y antojándosele curioso todo lo que ocurría.
No había visto nunca algo así. Las mujeres parecían lucir pequeñas estrellas en el cuerpo con sus vestidos de lentejuelas que reflejaban las luces de los pequeños faroles o con los brillantes que decoraban sus orejas, cuellos y muñecas. Algunas, tenían demasiado maquillaje en el rostro, pero la mayoría de ellas, se veían hermosas.
Estaba lejos de la visión de ellos, a oscuras en su refugio en la altura, pero ella podía ver cada elemento a la perfección. Y no perdía detalle. Siguió los movimientos de algunas damas que reían de una forma peculiar, mientras tocaban al hombre con el que hablaban, con una copa en la mano. Parecía un juego de seducción que ella imitó desde donde estaba parada, usando la enredadera de jazmines de punto focal.
Se sintió ridícula.
Rio sacudiendo su cabeza y tomó una de las flores que aspiró, recordando lo vivido en la mañana.
Se colocó la pequeña flor detrás de su oreja, y cambió su objeto de observación, dirigiendo su atención a la pista de baile. Eso era lo que más le gustaba de aquella noche. Los movimientos de las parejas, que mantenían sus cuerpos juntos, al compás de la melodía. Se desplazaban con gracia, algunos más que otros, por el suelo. Entre ellos identificó a Gerry, con una señora canosa muy elegante en sus brazos. Ambos eran excelentes bailarines y se los veía disfrutar de la compañía del otro.
Aurora imitaba los pasos y giros sola, en el medio del balcón, imaginando que el que la sostenía era el señor Steve. De pronto, se detuvo, mirando hacia la puerta vidriada de acceso a la habitación.
Ahí estaba el hombre con el que desearía estar dando vueltas siguiendo el ritmo de la música. Lucía toda su magnificencia con un esmoquin negro que le quedaba perfecto. Tenía su cabello peinado con fijador como siempre, hacia atrás.
La miraba con curiosa fascinación. Cada movimiento de ella era tan naturalmente sensual que lo hacía perderse en ensoñaciones.
—¿Qué hacías? —Caminó hasta ella.
—Nada. Solo... —mordió su labio con timidez—. Imaginaba que estaba allí abajo, bailando.
—Lo siento Aurora. Tienes que quedarte aquí —pasó su mano por su mejilla ahuecándola y ella recostó su rostro sobre la gran y áspera palma, que se volvía suave para ella. Observó la delicada flor entre sus cabellos—. Tendrás otros bailes a los que ir.
La música ascendía hasta el balcón y la grave voz del cantante que endulzaba los oídos de los concurrentes los envolvió en una burbuja de cristal, dejándolos pausados del mundo.
Would you dance, if I asked you to dance?
Would you run, and never look back?
Would you cry, if you saw me cryin'?
And would you save my soul tonight?
Mientras Aurora sonreía y se estremecía al imaginar el aliento del rubio acariciar sus mejillas en un baile, Steve se confundía, perdiéndose en el torbellino de emociones que insistían en aflorar y que cada palabra cantada hacía tambalear sus cimientos.
Todo por culpa de aquella misteriosa joven.
Sus ojos dorados brillaron y una sonrisa ladeada se asomó con picardía.
—¿Bailaría si le pidiera que lo hiciera?
Would you tremble, if I touched your lips?
Would you laugh?
Oh, please, tell me this
Now, would you die for the one you loved?
Hold me in your arms tonight
—Yo no bailo.
I can be your hero, baby
I can kiss away the pain
I will stand by you forever
You can take my very breath away
Would you swear that you'll always be mine?
Or would you lie?
Would you run and hide?
—Lo hará conmigo. Recuerde... soy la influencia que cambia sus NO por SÍ —lo rodeó por la cintura con sus largos brazos, envolviéndolo con su fragancia a cerezos, alterando sus sentidos.
Am I in too deep?
Have I lost my mind?
I don't care, you're here tonight
I can be your hero, baby
I can kiss away the pain
I will stand by you forever
You can take my breath away
Oh, I just wanna hold you
I just want to hold you, oh, yeah
Su firmeza lo desarmó. Estaba seguro de que no podría negarse, pero enseguida se repuso de la impresión de esa mirada tan intensa.
—Ya veremos —sonrió sutilmente. La besó en la frente—. Debo ir. Pero volveré a verte después de la fiesta. Si no estás dormida.
—No lo estaré —afirmó con una sonrisa que anticipaba sus intenciones nocturnas. Sus ojos brillaban con lujuriosa fuerza.
Bajó el último tramo de la escalera, desde la habitación de Aurora, pensando en esa mirada luminosa que no había pasado desapercibida al elegante hombre, que por un instante, estuvo a punto de tomar a la joven para llevarla a la cama y pasar la velada bailando con ella entre las suaves sábanas de su lecho.
Sin embargo, juntó todas las fuerzas de las que disponía para controlar su impulso y salió, encaminándose a la fiesta, sin poder quitarse de la cabeza —y de lo más profundo de sus entrañas—, la melodía recién compartida.
Una que parecía haber hablado por él, si tuviera el valor para darle forma a lo que lo confundía en su tormentosa alma.
Inhaló y exhaló profusamente, y aprovechó el trayecto para cambiar el personaje. Sólo ella lo había visto vulnerable y feliz. Todos los que lo estaban esperando afuera, no tenían idea de esa faceta suya, y seguirían sin conocerla.
Pasó por la sala de estar y vio la horrible obra sobre su chimenea, que le provocó una respuesta automática de desagrado en su rostro, torciendo la boca. Ya deseaba que fuera el día siguiente y pudiera deshacerse de esos adefesios.
Andrew estaba de pie al lado de la puerta que daba al jardín. Antes de salir y fingir interés por cada invitado, especialmente por uno, dio una última indicación a su guardaespaldas.
—¿Ya llegó?
—Sí, el señor Anatoli está con su esposa. Llegaron hace un rato.
—Encantador —bajando el tono de voz indicó—. No le quites el ojo. Y asegúrate que Aurora no venga por aquí. Lo mejor será que no se lo cruce.
—Entendido Señor Sharpe.
En cuanto puso un pie en el exterior, fue recibido por los flashes de sus fotógrafos y los aplausos de los asistentes.
Siempre le resultaba poco agradable esa exposición. Pero venía con la posición social y con la tarea de ser anfitrión, por lo que dominaba a la perfección el arte del disimulo. Saludó con un gesto de la mano y siguió caminando entre la gente, recibiendo saludos y estrechando manos.
Hasta que alcanzó a Gerard, que charlaba animadamente con un atractivo hombre. Reconocía el brillo en su mirada. Eran altas las probabilidades para que tuviera una cita después de la fiesta.
A Steve eso no le interesaba. Sólo tenía una tarea en mente.
—¡Oh, Steve! —Dejó la conversación a un lado disculpándose con su compañero, que no ocultó su decepción, y tomó a su amigo del brazo, para llevarlo a una de las mesas donde estaban sirviendo bebidas—. Dos whiskies, por favor.
—Acabo de ver a nuestro galerista charlando con dos mujeres cerca de la piscina.
—Sí, son sus citas. Una, es la exesposa francesa de un diplomático español. No creo que siga mucho tiempo más con ella.
—¿Eso por qué?
—Porque lo que le interesó al francés fue quitarle la esposa al diplomático. —Steve levantó una ceja, a modo de interrogación—. El español los encontró en una situación comprometedora en una habitación en una fiesta —rio con ganas—. Pero una vez que la presa fue cazada, su interés fue en detrimento. De ahí, la otra compañía para animar las cosas. La joven hija de un político de Minnesota. Diecinueve años. Quiere ser artista, así que, se buscó a su mecenas. Su padre no quiere saber nada con que se dedique al arte y mucho menos que se haya ido con un cuarentón Casanova. Esa provocación es lo que alimenta a Belmont Durand.
Una risa entre dientes del viejo llamó la atención de Steve.
—Hay un asunto más.
—¿Más?
—Sí. Como habrás leído, nuestro invitado tiene aires de artista. —Su compañero asintió. Lo sabía—. Tiene la costumbre de rematar la humillación del esposo, novio, padre, lo que sea, con un regalo: un cuadro de la mujer en cuestión, completamente desnuda en poses muy elocuentes.
Su oyente bebió el whisky de un solo trago. El sólo pensar que tenía que conversar con ese tipo y, además, parecer interesado en lo que hacía para causar una buena impresión y conseguir ir a su galería, lo irritaba.
Su modo de operar solía ser más directo. Le indicaban el objetivo y él buscaba el momento más vulnerable para atacar. Este trabajo, por el contrario, requería otra aproximación. Y no le gustaba. Pertenecía al terreno del inglés, no al suyo. Esto era más parecido a lo que Gerard le había contado que hacía en el MI6, muchos años atrás. Gracias a su experiencia y, calculaba, a su encanto natural, su socio había logrado que el francés asistiera al evento.
Debía tomar el relevo, le gustase o no.
Pidió otro trago, que volvió a ingerir de una sola vez y se encaminó en busca de Belmont y sus compañeras, que reían de algo que él les susurraba al oído. Tenía sus manos en la cintura de cada una, acariciando sus siluetas. Era un hombre atractivo que, al parecer, se mantenía en forma. Casi tan alto como él y buena contextura física, de cabello oscuro con algunas canas a los lados, que le daba un aspecto distinguido. Sus modales acompañaban su elegancia. Sería eso lo que atraía tanto a las mujeres. O el acento francés que tenía.
—Buenas noches, señor Durand.
—Monsieur Sharpe.
Liberándose de la cintura de la muchacha que sostenía a su derecha, se estrecharon las manos sin quitarse los ojos de encima.
—Ellas son Camille Leblanc y Brandy Sanders —señaló con la mano que había estrechado a Steve.
—Encantado —saludó a cada una con una inclinación de la cabeza, recibiendo un escaneo descarado y lascivo por parte de ambas—. Me alegro de que haya podido asistir.
—Bueno, su socio fue muy convincente. También mencionó que estaba evaluando expandir sus intereses al mundo del arte.
—Así es. Y creo que no hay nadie más preparado para mostrarme lo que tiene que ofrecer que alguien con su experiencia y talento.
Cada palabra le supo agria en su intento por lisonjear y lograr así engatusar al extranjero, acariciando su ego.
Durand echó un vistazo a Steve, analizando ese intento por agradarle.
No le creía nada de lo que había salido de su boca. Se habían cruzado poco en eventos sociales. No tenían muchos puntos en común. Sabía poco de él. Más que nada sobre la atracción que generaba en las mujeres, con una personalidad opuesta a la suya.
Él era un gran hedonista y el anfitrión era distante y poco sociable. Aceptó la invitación a la gala porque no solía rechazar la posibilidad de divertirse y conocer nuevas presas. Pero realmente, no tenía interés alguno en hacer negocios con Sharpe. Y no le importó demostrar su falta de entusiasmo en mantener una plática con él.
—Merci. Es usted muy generoso con sus palabras, pero, no sé si soy la persona adecuada —saludando con la cabeza, dio por finalizada la conversación—. Si nos disculpa, monsieur, la música nos llama a bailar.
Steve había perdido la primera contienda y veía cómo el francés se alejaba. Tendría que pensar en otra estrategia.
***
El alto doctor caminaba con lentitud por los pasillos vacíos de los laboratorios. No estaba nada satisfecho con el giro que estaba tomando todo.
Había vendido su alma al diablo. Su envidia por ser siempre el segundón detrás del genio de Masao había hecho que lo traicionara diez años atrás. Y cada día desde entonces. Ahora pensaba que Masao seguramente murió creyendo en su amistad, sin sospechar que él era el responsable de que lo hubieran descubierto.
O tal vez sí.
Nunca lo sabría.
Entre esos pensamientos, alcanzó su objetivo.
Lucy Kane, alias Anya Petrova, tenía la misión esa noche de evitar que un virus mortal llegara a manos peligrosas. Su objetivo: neutralizar el veneno.
En la realidad, había esperado nuevamente a quedar sola en el laboratorio para seguir investigando sobre ese ADN sorprendente después del muro que la había detenido la noche anterior. Era ya la tercera vez que se sentaba frente al ADN mutante.
Era extraño decirle mutante cuando lo que ocurría es que era perfecto, sin mutaciones que dieran espacio a enfermedades. Sin embargo, no había otra manera de describirlo, porque esas mejoras eran producto de un trabajo de ingeniería genética que, además de corregir y perfeccionar genes humanos, había incorporado con éxito genes de otras especies. Eso es lo que investigaba. Quien lo hubiera hecho, parecía tener una formación en teorías del Dr. T, lo cual no era realmente sospechoso, siendo ella misma una de sus exestudiantes.
Una voz interrumpió sus pensamientos.
—Doctora Kane.
La mujer se sobresaltó, despegándose de la silla. Sintió su corazón palpitando con fuerza en su cuerpo.
—Hola doctor Green —lo miró con atención, sorpresa y espanto.
No esperaba que siguiera en los laboratorios a esa hora. No era bueno. Instintivamente, trató de ocultar su trabajo, durmiendo la pantalla.
—Venga conmigo, por favor.
Se lo veía nervioso. Sudando. Y esos nervios se le trasladaron a ella, que no entendía qué estaba ocurriendo.
—¿A dónde?
—Usted sígame —ordenó con impaciencia.
En cuanto la doctora se puso de pie, Green se volteó y se retiró, esta vez, con presteza. Quería terminar con eso de una vez.
Ella tuvo que seguirlo con paso acelerado.
A medida que cambiaban de pasillos, ella se iba poniendo más inquieta. Estaba segura de que sabían lo del ADN del Dr. T. Lo que no entendía era por qué no iban a la oficina del Dr. Green o del Dr. Meyer. No reconocía esta sección de Quirón.
Entonces, llegaron frente a una puerta, que Hank abrió y dejó que ella pasara primera. O mejor dicho, que pasara únicamente ella, porque la puerta se cerró de inmediato con el Dr. Green del otro lado.
Lo que vio adentro de la habitación le heló la sangre.
Un hombre muy alto, negro, musculoso y con mirada de témpano estaba sentado en el borde de una mesa. Reconoció al hombre como Cale Cameron, que desde hacía diez años daba vueltas por los laboratorios sin que nunca hubiera comprendido del todo su rol en la empresa. Jamás había cruzado palabra con el siniestro hombre.
Sintió un escalofrío recorrerle la columna vertebral cuando revisó la habitación. Una silla estaba en el medio del lugar. Y debajo de esta, un gran nylon negro.
—Dra. Kane. Siéntese.
Quería llorar. Gritar y salir corriendo de allí. Pero el tono empleado la mantuvo congelada en su lugar. Pensar que era Anya Petrova no la ayudaría.
—Sólo quiero hacerle unas preguntas.
Despacio, se sentó, sintiendo que se enfrentaba al juicio final, frente al mismo diablo.
N/A:
La canción que tomo prestada es la de Enrique Iglesias "Hero". La coloqué por el simple hecho de que mi vecino justo la está pasando en este momento y se me antojó incluirla. Jajaja.
El video que no es el oficial, pero lo comparto porque tiene la traducción por si les interesa.
https://youtu.be/TY0ZFdavtyY
¿Qué ocurrirá ahora con la Dr. Kane, alias Petrova?
Espero que les haya gustado este capítulo. Ya saben que pueden votar y comentar para hacer crecer esta historia.
Gracias por leer, demonios!
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