28. Una pregunta. Una respuesta
28. Una pregunta. Una respuesta.
Encontró a Sharpe sentado en el escritorio. Acababa de dejar apoyado sobre un posavasos en la madera un vaso con un líquido ambarino y se mantenía mirando el gran ordenador de escritorio, con su mano en el mentón en un gesto de concentración.
Llevó el plato con varias opciones de comida hasta el escritorio, al lado del señor Steve al tiempo que tomaba uno de los bocadillos y lo comía.
Él la sujeto de la cintura con la mano libre, acariciando su piel por encima de la tela, sin quitar la vista a la pantalla. Un gesto automático que generó en la muchacha millones de minúsculas explosiones a lo largo de su cuerpo; reacciones que se acumularon en su pecho, haciendo que su corazón se agrandara en su refugio.
Ella le tendió el plato con las preparaciones y él tomó una de ellas usando la mano que había mantenido en su barbilla en un gesto distraído.
Cuando lo probó casi se atragantó.
Soltó la cintura estrecha de Aurora y revisó el contenido del sándwich con ambas manos. El pan estaba quemado y tenía una combinación demasiado extravagante para su paladar, mezclando rebanadas de banana con mortadela, pepinillos, mostaza y salsa de chocolate. Pero la cara de la joven, que esperaba ansiosa su veredicto, no le permitió rechazar el extraño experimento y se lo comió.
—¿Y? ¿Le gustó?
Él asintió, luchando por no escupirlo.
—¿Quiere otro?
Esta vez, negó con énfasis. Con la comida todavía en la boca, trató de responder.
—Estoy bien —tragó con gran esfuerzo.
Capturó con cierta desesperación el fino vaso cortado y bebió la mitad del contenido, anhelando el ardor del alcohol para limpiar su paladar y garganta. Dejó algo más aliviado el recipiente y sus ojos se encontraron con el sublime rostro de su diosa.
La sonrisa de orgullo y alegría en Aurora valió el mal sabor de boca y volvió a atraerla a su lado, rodeándola con su brazo.
La curiosidad se manifestó con una pequeña arruga en su nariz al llevar su atención a lo que quedaba de la bebida.
—¿Qué es lo que bebe?
—Bourbon —estiró una de sus comisuras, levemente—. ¿Quieres probar? Te advierto que es fuerte.
—Con usted, quiero hacer todo —soltó sin siquiera pensar en cómo afectaban esas palabras a su receptor, que tuvo que dominar su corazón para que no saltara de su pecho hasta las manos de la joven.
Y que su miembro se empalmara en una fracción de segundo ante la ráfaga de perversas imágenes que desfilaron por su mente.
Sacudió sus pensamientos y estiró su brazo para tomar el cristal, entregándoselo al terremoto que había invadido su calma. Observó el brillo dorado en la joven, que de un trago vació lo que quedaba.
—¡Cuidado mi niña! —La advertencia llegó tarde. Esperaba verla con los ojos lagrimear y tosiendo. Pero sólo hizo una pequeña mueca de desagrado—. ¿Estás bien?
—Sí señor. Simplemente, no es muy rico. Me gusta lo dulce.
—Eso lo he comprobado —la apretó más hacia él, sorprendido, rozando su nariz contra la silueta de sus firmes senos que quedaban a la altura de su cara, aspirando su adictivo aroma—. Tú eres pura dulzura, mi niña.
—Bueno, usted necesitaba algo de ello al parecer —respondió coqueta.
Conectaron sus miradas, fundiéndose en un diálogo mudo de complicidad.
—¿Estás insinuando que soy amargo?
Se encogió de hombros, ahogando una risita cuando el hombre elevó una ceja en protesta.
Ignorándolo, llevó su atención a la máquina.
—¿Qué está haciendo? —preguntó, señalando con la cabeza.
—Investigo sobre algo... Arte.
—¿No tiene libros para eso?
—Esto es más rápido y puedo acceder a mucha más información —la miró asombrado—. ¿No conoces internet?
—Lo conozco, pero nunca lo he usado —negó, encogiéndose otra vez de hombros.
—¿Qué joven de tu edad no es adicta al internet?
Ella esquivó su mirada, mordiéndose el labio.
—¿Tampoco conoces de redes sociales? —Otra negación—. ¿Dónde has estado escondida?
Sabía que había estado secuestrada por meses, pero había tenido veinte años para comportarse como una niña curiosa. ¿No?
Estas palabras paralizaron a la fugitiva muchacha. Deseaba que no siguiera ahondando, porque no podría seguir guardando el secreto. No le gustaba mentir u ocultarle lo que era, pero estaba caminando sobre hielo delgado, donde ella sola se había metido. Se daba cuenta de lo torpe que había sido.
Por suerte, Steve, que encontraba la situación curiosa, se lo tomó con gracia.
—Ven, siéntate aquí —la sentó en su regazo, frente a la gran pantalla del ordenador—. Te mostraré cómo se hace.
Aurora, agradeciendo la distracción, se dejó sentar en las piernas largas y fuertes de Steve. Percibía su ancho pecho desnudo y cálido a su espalda, dándole una sensación de protección que la tranquilizaba. Siguió con atención cada acción y cambio de imagen que el hombre ordenaba con movimientos de sus dedos, logrando obtener información de cualquier tema que se le ocurría. ¡Estaba encantada!
—¿Puedo probar yo?
—¡Claro! Hagamos un usuario para ti, así, cada vez que quieras usar la máquina, sólo ingresas tu código y la usas para lo que desees.
Dichas estas palabras, generó un usuario para <<Aurora>>.
—Elijamos un pin sencillo. Cuatro cifras. Por ejemplo, el día de tu cumpleaños.
—¿El día de mi cumpleaños? —No había cavilado nunca en ello. Pensó entonces en el día que había despertado en la casa del doctor Tasukete. Con una sonrisa de satisfacción dio los cuatro dígitos—. 1212.
—Doce de diciembre. —Otra pieza del rompecabezas. Sonrió por dentro ante una nueva victoria. Ingresó los números—. Listo.
—¡Gracias, señor Steve! —Lo abrazó con fuerza girando hacia el hombre, de manera que quedó sentada de lado.
—De nada, Aurora —la miró. Le gustaba verla contenta. Recuperar su alegría.
—¿Y usted? ¿También usa la fecha de su cumpleaños?
Entornó sus zafiros, alzando su ceja izquierda en un gesto de arrogancia.
—Mi contraseña es algo más compleja.
Aurora lo escudriñó por unos segundos.
—Eso quiere decir que tiene que mantener escondidos mucho secretos. —Steve se tensó—. Entiendo. No se preocupe. Entonces, no usa su nacimiento. —Él negó—. Aun así, ¿me dirá qué día es el de su cumpleaños?
La inocencia con la que lo miraba relajó sus músculos y se dejó envolver por su magnetismo.
—Yo no festejo mi cumpleaños.
—Eso no significa que no tenga uno. ¿Verdad?
—Sí, así es —aguardó unos segundos antes de responder a la bella joven—. De hecho, cumplí hace dos días.
Ella abrió grande sus ojos. Dos días atrás —o noches—, ella llegaba a la mansión Sharpe. Primero de agosto.
—Tú fuiste mi regalo de cumpleaños —sonrió—. El mejor que podría haber tenido. El mejor que he tenido en mi vida —ronroneó con voz seductora.
Aurora se sonrojó de forma intensa mordiéndose el labio, y estando aún aferrada al hombre, escondió su rostro en el hueco del cuello aromático, en un tímido gesto y esquivando los intensos ojos de su cielo oscuro que la hacían sentir tan minúscula y a la vez dueña del universo de sus iris.
Steve deslizó con delicadeza unas hebras doradas que le cubrían su mejilla y se la acarició.
No podía creer todavía lo que tenía entre sus brazos. Más de dos semanas atrás estaba en un hotel, con Gabrielle, rechazándola porque le pedía más que sexo. Y en los últimos dos días, su vida se había vuelto de cabeza. Con una sencillez que atribuía al hechizo de esos orbes ambarinos de loba.
Quería besarla en la boca. Esa boca que le pedía que la probara. Pero todavía no podía hacerlo. Faltaba poco para ser el hombre que ella merecía. Un trabajo más. Un objetivo acabado y se liberaría de todo ese odio que lo había estado carcomiendo durante tantos años. Todo gracias a ese ángel enviado quién sabe por qué, justo a él, que sería el menos digno de tal milagro.
Para salvaguardar su raciocinio, volvió su atención a la tarea que estaban haciendo.
—Bien, ¿qué sería lo primero que te gustaría investigar?
Con esfuerzo, se desprendió de la cálida anatomía. Frunció su boca, captando la atención de Steve.
—Quiero saber dónde estamos. En qué país me encuentro.
El pedido le recordó a Sharpe lo perdida que aquella niña había estado, encerrada por un abusivo y cruel hombre, y una oleada de calor furioso lo quemó por dentro. Como ella esperaba por su respuesta, inhaló profundo para recuperar su control.
—Mira, podemos ver un mapa de nuestra localización —aparecía la imagen satelital—. Estás en Los Hamptons, Nueva York.
—¿Estoy en Estados Unidos? —Sus ojos se anegaron de lágrimas.
—¿Qué ocurre Aurora? Estás en casa, ¿no? Volviste a América.
—¿Por qué cree que soy de aquí? —Se volteó a verlo nuevamente, arrugando el entrecejo.
—Porque tienes nuestro acento. El inglés que pronuncias no es extranjero.
—Es el inglés que se me enseñó. —Había notado que todos los de la mansión, salvo Gerry, hablaban igual. Era el de mayor edad el que tenía una pronunciación diferente, que le resultaba hechizante—. ¿Gerry de dónde es?
—Él es británico. Aunque lleva viviendo aquí de manera permanente desde hace diez años —fijó sus ojos en ella, examinándola—. ¿Me estás diciendo que no eres americana?
Apretaba con fuerza su labio. Había desviado la mirada de aquellos interrogantes azules ojos. ¿Cuánto podría decir? Hablar con Steve podría traer algo de luz sobre su origen. O al menos, sobre el de Masao, que por lo visto, era de allí. Si era cuidadosa, no se pondría en peligro. Ni lo arriesgaría a él. Y si jugaba bien sus cartas, hasta podría lograr conocer al hombre que la sujetaba con firmeza contra su cuerpo.
Recordó una situación similar con Pierre y sonrió ante lo que creyó, sería una solución a su predicamento.
—Hagamos un juego, señor Steve.
—¿Qué tipo de juego?
—Una pregunta. Una respuesta.
Una vez más se tensionó debajo de la muchacha. Podía ser peligroso si llegaba a dar con las preguntas correctas. O incorrectas. Aunque él también ansiaba resolver parte del misterio que sostenía sobre sus piernas.
—Muy bien.
Aurora se acomodó a horcajadas sobre el regazo de Steve, de manera que ambos estaban frente a frente. Ella tenía sus brazos alrededor del cuello del hombre mientras que él la sujetaba posesivo con sus manos en su trasero. El juego iniciaba de forma satisfactoria y así lo atestiguaba su bulto en la entrepierna, que comenzaba a despertarse otra vez. No alcanzaría a preguntar mucho si la muchacha seguía meciéndose provocativamente sobre él.
Una risita se escapó de Aurora.
—¿Quién empieza? —preguntó, empujando su pelvis hacia arriba, haciendo reír más a la joven.
—Usted preguntó si soy americana. Corresponde que conteste primera. —Él asintió, conforme—. No sé nada de mi origen. —Steve arrugó su ceño—. Pero viví en Japón hasta que fui capturada. Supongo que el hombre que me cuidó era japonés-americano.
Le tocaba. Sabía qué quería preguntar, pero era arriesgado. Si iniciaba con la pregunta que rondaba su cabeza desde que había llegado, el juego acabaría inmediatamente. Pasaba sus dedos por los relieves de los músculos del pecho y abdomen y halló su primera pregunta.
—No tiene ningún tatuaje. ¿No le gustan?
—No. No me gusta marcar mi piel. —<<No es conveniente tener algo único e identificable en mi línea laboral>>. Las cicatrices solían pasar más desapercibidas en las penumbras—. ¿A ti te gustan?
—Verlos en otros —se encogió de hombros—. Tenía un amigo que llevaba casi todo su torso pintado.
—¿El mismo amigo que te preparó para tu primera vez? —El tono socarrón era evidente.
—Esas son dos preguntas.
—Responde y te concederé dos seguidas. Dime quién era —sabía que era ridículo, pero los celos le arañaban el pecho.
—Jean Pierre. —Steve se preguntó cómo un francés había conocido en Japón a Aurora, ya que supuso que su amistad era previa al Paradise—. Él me enseñó sobre... bueno, algunas cosas. Aunque una mujer en el barco también nos mostró qué se suponía debían hacer las prostitutas con los hombres. Salvo yo. Pero las demás, también eran niñas vírgenes. Ninguna de nosotras tenía idea. —Cada revelación plantaba un hoyo en Steve. No podía imaginar lo vivido por ella y las otras—. Mi turno. Doble. ¿Ha tenido muchas amantes?
—Sí.
—No es justo que sea tan parco con sus respuestas. Es aburrido.
—¿Quieres que te dé un número? —Afirmó con la cabeza—. No lo tengo. Son incontables —rio ante la cara de asombro de Aurora—. Me gusta el sexo.
—He descubierto que a mí también —su sonrojo estalló—. Con usted. —Los ojos oscuros brillaron de orgulloso placer mientras magreaba el delicioso trasero—. A pesar de todo lo que he vivido, los recuerdos de cada monstruo no aparecen. Es como si hubieran quedado en aquel barco infernal. Sin pesadillas.
—Mejor así. Otra.
—Hemos establecido por qué me dice niña. Entre todas esas amantes, ¿ha estado con muchas otras niñas? —remarcó la última palabra—. Quiero decir, que tuvieran tanta diferencia de edad. Sé que a los hombres les gusta. Les hace sentir... ¿poderosos? —Torció el rostro en un gesto desagradable—. He visto hombres que podrían ser abuelos excitarse conmigo. Y como no podían abusar sexualmente de mí, las llevaban con las otras muchachas menores que yo cuando terminaban sus sesiones conmigo. El final feliz, como le decía el Señor Mandarina.
—Yo no me siento poderoso por someter a otros. Menos a mujeres indefensas. Y respondiendo a tu pregunta. No. Nunca follé a alguien once años menor antes. Sí en sentido inverso. —Aurora parpadeó varias veces, comprendiendo lo que decía—. Por eso eres mi niña.
Conectaron sus miradas y sonrieron.
—Sigo yo. ¿Qué tanto te preparó Jean Pierre?
Sus mejillas se encendieron furiosas. Steve supo que, aunque él la había desvirgado, su competencia previa había tenido otras primeras veces con ella. Eso le molestaba. Que otro la hubiera tocado con su consentimiento y evidente gusto. También le molestaba sentirse hipócrita y con dobles estándares, pues él no se había entregado virgen a ella.
—¿Quiere saber todo?
—¿Hay mucho?
Negó con la cabeza.
—No nos vimos más de cinco veces, pero las dos primeras, no pasó nada.
—Dime las otras tres veces.
Inconscientemente, apretó su agarre sobre las carnes firmes de sus nalgas, haciéndola gemir y removerse contra su erección cada vez más dura.
—Dormíamos juntos. Un par de veces desnudos. Besos, caricias y...
—¿Y...?
—Me dio otro tipo de sexo, uno que me mantuviera virgen —murmuró con timidez, agachando la cabeza.
—Mierda. ¿Te dió sexo anal? —Inexplicablemente, se excitó al pensar en esa posibilidad.
—Sigo yo —ignoró aquella pregunta que en realidad era para confirmar lo evidente. Esperó con una sonrisa a que Steve se recuperara. Pero enseguida perdió el temple. La primera pregunta que quería hacer era una crucial. Mordió su labio antes de soltar las palabras—. ¿Por qué no me ha besado? ¿Hay algo mal en mí?
Temía que llegara a ese cuestionamiento. No tenía una respuesta satisfactoria a alguien que lo contemplaba suplicante. Si supiera que él ansiaba besarla tanto como ella recibirlo.
Aurora levantó la mano y rozó los labios cálidos y llenos de Steve con la punta de sus dedos. Sentía su aliento, con restos del bourbon.
—Es demasiado íntimo para mí. Sé que suena ridículo considerando que pasamos demasiado tiempo desnudos, follando, y nos hemos mostrado como salvajes cavernícolas... pero...
—Entiendo —le regaló una suave sonrisa indulgente.
—¿Lo haces?
—Me mantenían desnuda, pero eso nunca me hizo sentir vulnerable. Muchos hombres me robaron besos, o al menos lo intentaron. Hacían cosas perversas conmigo, pero los besos eran demasiado invasivos, aunque parezca tonto en comparación. —Steve negó. Comprendía a la perfección. Ella no quitaba la vista de la boca del hombre—. Pierre fue el primer hombre, el único, al que he besado y dejado besar. —Imaginarla aceptando gustosa besos de otro removió sus entrañas. Sabía que él era el responsable por darle al desconocido la ventaja de ser el único receptor de lo que imaginaba sólo podía saber a gloria—. Sin embargo, usted me confunde constantemente.
—No estoy listo, Aurora.
—¿Listo? ¿Para qué?
<<Para ti, para dejarte entrar y darte todo de mí. Si me besas, si te beso, me desarmarás completamente y no puedo darme ese lujo. No todavía>>.
Deseaba que sus ojos hablaran y dijeran cada uno de sus pensamientos y anhelos.
En lugar de responderle, decidió acabar el juego. La aupó, aprovechando su agarre y la sentó en la mesa, lanzando del escritorio lo que estorbaba a su propósito, incluyendo el plato de los nefastos bocadillos y el vaso, que gracias a la tupida alfombra se mantuvo indemne.
—¡La comida señor Steve!
—Tengo antojo de otra cosa. —Antes de que protestara, le quitó la camiseta masculina que vestía, dejándola en su traje de Eva nuevamente—. Me vuelve loco pensar que tu culo fue de alguien más. Las cosas que deseo hacerte mi niña, no te das una idea.
—La tendré si deja de hablar y las hace, señor Steve.
El gruñido y el ataque posterior no se hicieron esperar.
La fiebre de la lujuria los poseía a los dos. La decepción por no obtener su respuesta fue aplacada inmediatamente por la boca, la lengua y las manos que se ocuparon de recompensarla sobre su cuerpo.
Se dejó guiar por la dominante mano que la empujó con firme delicadeza hasta que su espalda tocó la madera.
Steve se centró en el valle entre sus senos, y con lentitud enloquecedora, fue cubriendo de todo tipo de acciones con su boca la superficie de su suave piel hasta llegar a su intimidad. Le sopló el pubis, apenas cubierto por una fina capa de vello. Casi descubierto.
Estaba a punto de hacer algo que desde hacía años había abandonado. Era ella la que había vuelto a despertar esos deseos en él.
Percibiendo cuál iba a ser el siguiente movimiento, lo sujetó por las rubias hebras, deteniéndolo. Sin abrir sus ojos, que había cerrado sin darse cuenta, le negó el acceso.
—No pondrá sus labios allí. No he olvidado mi pregunta señor Steve.
Había hablado con esfuerzo, pues su garganta estaba seca por los gemidos que habían brotado.
—Tú te lo pierdes, mi niña.
—Nos lo perdemos los dos.
Gruñó alguna maldición por lo bajo, aceptando su momentánea derrota. Como castigo, la levantó, bajándola del escritorio. Pero no le dio tiempo a sentirse decepcionada, porque sólo fue un cambio de posición.
La colocó de pie, de frente al macizo mueble. Guio con sus manos las de Aurora, hasta que las apoyó sobre la mesa. Con una rodilla, le separó las piernas.
—Ya sabes de qué manera me gusta el sexo, ¿no Aurora? —Preguntó con su boca pegada a su oído, lamiendo su lóbulo y tironeando de él. Presionaba su pecho contra su espalda, perdida debajo de su torso.
—Rudo, salvaje y fuerte —jadeó en respuesta. A ella le gustaba cada forma en que él la tocaba y la poseía.
—Así es mi niña. ¿Te gustó cuando te follaron por el culo? —Ella afirmó—. ¿Te gustaría que yo entrara en ti de la misma manera?
—Sí, señor Steve. Hágame suya una vez más.
Sus palabras fueron una súplica orden.
Dejó caer los pantalones que cubrían la erección que había mantenido presionada contra Aurora. Desnudo, la rozó por su trasero. Jugó con sus dedos entre los pliegues de su sexo, estimulándola hasta que su cremosidad empapó su mano. Deslizó la humedad hasta el ano, humectándolo con sus dedos mojados, invadiéndola, primero con un dedo. Luego dos, preparándola para la arremetida.
El trasero de Aurora clamaba por su pronto accionar, apretándose más contra él. Sacó sus dedos para ser reemplazados por su duro y caliente miembro. Con sus manos separó ambas mejillas, entrando con tortuosa lentitud. Estas ascendieron hasta su cadera, agarrotándose a ella con la desesperación de un ahogado a un salvavidas. Una vez dentro se detuvo un momento, saboreando el placer de la conquista. Sintió cómo su sangre hervía de anticipación.
El encuentro del culo de Aurora, que exigía su inicio lo hizo rugir como fiera, obedeciendo la orden para embarcarse en la apasionada tarea. Las embestidas no fueron delicadas. Fue intenso desde el principio y fue aumentando a medida que Aurora pedía más. Exigía más del hombre, que acataba saliendo y entrando en ella. Soltó una de sus manos y a punto estuvo de estampar su marca en la dorada piel. Pero el impulso de la nalgada quedó en el intento cuando su subconsciente la imaginó siendo golpeada por otros en aquel averno acuático.
Cambió su destino y la bajó hasta perderse entre su intimidad, revolviéndose en su interior con perversidad, al son de los gritos de éxtasis que los elevaban a ambos, hasta que los alcanzó el orgasmo. Uno devastador, pero oscuro. No hubo luz fulminante.
Pero no podía quejarse después de tremendo gozo derramándose en ella. Sonrió para sí cuando las piernas de Aurora tambalearon y la tuvo que sujetar tras la laxitud que entregaba el punto cúlmine.
Habían terminado los dos recostados contra la superficie del mobiliario, espalda contra pecho. Agitados y temblorosos.
Tanto la mano de Steve como su falo seguían dentro de ella y disfrutaba de la sensación de conexión. De sentir su aliento a su lado. La humedad de su sudor contra la piel de su espalda y los mechones de rubio oscuro revueltos sobre su rostro.
Gimió cuando sacó su mano, abriendo sus ojos que refulgían por su orgasmo. Lentamente recuperó su brillo habitual.
Sintió el movimiento del brazo hasta ver cómo la mano se acercaba a la boca del hombre que se mantenía en contacto contra ella, negándose a liberar su presión. Siguió la secuencia en la que metía sus dedos en su boca, lamiéndose la esencia femenina impregnada en ellos. ¿Por qué les gustaba hacer eso?
—Deliciosa. Confirmo que eres pura dulzura.
Terminó de despegarse, rompiendo el ensamble, de manera lenta y con besos desperdigados sobre la espalda de Aurora. Hasta que los besos se tornaron mordidas y la espalda cambió por sus glúteos. El señor Steve se había arrodillado detrás de ella y parecía iniciar una nueva partida.
Percibió la tela de la camiseta refregarse contra su trasero y piernas, limpiando el desastre de su encuentro y sonrió para sí al sentirse cuidada con tanta gentileza por el hombre que segundos antes brillaba por su desenfreno.
Lo sintió erguirse y ser tomada por los hombros, volteándola con determinación, ya sin la prenda en la mano. La cubría con su alto cuerpo, subyugándola y obligándola a mirarlo hacia arriba.
—Tú y yo no hemos terminado todavía, Aurora —sonaba dominante y seguro, con su voz ronca, profunda y gruesa. Eso la hacía estremecerse y su centro volvía a doler de anticipación. Tuvo que apretar sus muslos para controlar lo que le producía entre las piernas—. Nos quedan más asaltos en tu alcoba.
En un parpadeó la tenía cargada, con sus piernas rodeando la cintura del hombre y sus brazos sujetando sus hombros.
—¡Es insaciable, señor Steve!
Lo era.
Recapacitaba lo que había dicho mientras trasladaba el divino cuerpo hasta el siguiente campo de batalla, sin dejar de sucederse besos entre ellos, quemando cuellos, clavículas y hombros.
De hecho, se sentía rejuvenecido. Más fuerte, resistente e inagotable.
Adicto a la celestial criatura y su luz cálida y dorada, que buscaría con su siguiente orgasmo.
Otra hora más y los cuerpos cayeron satisfechos sobre el colchón, con las respiraciones agitadas y las gargantas secas por los gemidos que aún parecían replicarse entre las paredes del dormitorio de la joven. Un nuevo desastre entre las sábanas marcadas con la evidencia de puro éxtasis.
Steve, recostado mirando el techo, recuperaba la normalidad después de la ceguera mental que le proporcionaba la supernova orgásmica. Seguía sin comprender cómo podía sentir su cuerpo atravesado por los rayos casi cósmicos, hasta cubrirlo completamente.
Los suaves dedos sobre su pecho y las piernas apoyándose sobre él lo devolvieron al plano físico en el que se encontraba. Tomó sin pensar la mano de Aurora y besó su palma. Un gesto que jamás había hecho con alguien más. Giró para contemplarla a la luz de la luna, que acariciaba su piel, contrastando el brillo de plata con sus ojos de oro que estaban encendidos. El mismo color que lo había acariciado en su interior.
A regañadientes, se levantó, alejándose de la fuerza gravitacional que cada vez lo tironeaba más a permanecer eternamente en aquella cama, entre aquellos brazos y perdido en la piel de su niña.
Pero había cosas que pensar. Un día qué planear.
—Bueno, será mejor que nos vayamos a descansar. Mañana será un día ajetreado.
—¿Por qué?
Se sorprendió Aurora, sentándose en la cama, con evidente perplejidad, sin quitarle la mirada al recorrido del huidizo hombre. Un rastro que le daba puntadas en el pecho.
—Olvidé decírtelo —deshizo sus pasos y se sentó en el borde del lecho—. Mañana se organiza en esta casa una gala a beneficio para obtener donaciones que ayuden a la investigación de enfermedades degenerativas. Es por eso que la casa va a estar ocupada con mucha gente. Durante el día, vendrán a organizar todo lo necesario y a la noche vendrán los invitados.
—¿Una gala? ¿Yo debo asistir? —No pudo ocultar su preocupación. Temía a la gente.
En ese instante, Steve se dio cuenta que alguien no deseable iba a estar presente. En realidad, muchos que no eran de su agrado.
Odiaba estos eventos, pero cumplía con ellos por obligación social. Al menos había elegido que toda la ayuda estuviera dirigida a un objetivo que le interesaba de forma personal. Pero la fiesta de la noche siguiente tenía otro propósito. Era el paso previo para finalizar su próximo contrato. Para ello, necesitaba lograr que Belmont Durand lo invitara a su evento en la galería de arte dentro de tres días.
Por eso había estado leyendo sobre las obras de arte y movimientos que hacía el hombre, para poder abordarlo al día siguiente. Sabía cómo conquistar mujeres, pero no hacerlo con un hombre.
Sin embargo, el nombre en el que él pensaba era el de Anatoli. El que había golpeado salvajemente a Aurora cuando ella todavía estaba en manos de Yoshida. Sería un sádico en su vida privada, pero ante la sociedad, era un filántropo y era invitado obligado a todas las galas benéficas.
Ahora, en ese instante en particular, él era el que tenía a Aurora en sus manos. Y esperaba mantenerla alejada de ese enfermo.
—Creo que lo mejor será que te quedes en tu habitación durante la fiesta.
—Muy bien señor —coincidió con alivio. Nunca había estado con mucha gente y eso la ponía nerviosa. Aunque imaginaba que si tuviera al señor Steve a su lado, nada la asustaría.
—Y ahora, a dormir.
—Sí señor Steve.
Dándole un beso en la frente, se despidió de ella.
Regresó a su despacho, donde recuperó su pantalón y una vez vestido con él, reinició sus estudios después de haber ordenado su escritorio y recogido los restos del experimento culinario de Aurora, que mantuvo lo más lejos posible de él.
***
Doyle golpeó en la puerta de oficina de Cale Cameron en la mañana, para pedir permiso y entró. Cerró detrás de él. Llevaba un folio en una de sus manos.
Unos minutos después, fue el propio Cale el que salió con el mismo folio a paso acelerado para ir al despacho del Dr. Meyer. Él solía pasar sin ser anunciado por Amelia, lo que a ella no le gustaba nada ese atrevimiento, pero ya se había acostumbrado después de tantos años.
—Hay noticias urgentes. Llama al doctor Green.
Johann Meyer apartó la mirada de la pantalla de su ordenador y quitándose los lentes, lo miró sin entender.
—¿Cuáles noticias?
—Llama al doctor y les informaré lo que uno de mis hombres encontró.
Sabía que no tenía caso insistir. Levantó el teléfono y marcando la línea de la oficina de Hank, le pidió que subiera inmediatamente. En cuanto llegó, molesto porque lo habían interrumpido, Cameron los puso al corriente.
—Alguien en Quirón ha estado colaborando con el doctor Tasukete.
—¿De qué habla Cameron? Todos, incluido yo, creíamos que Masao había muerto diez años atrás —preguntó irritado Hank.
—No es segura mi conjetura, pero hubo un intento de invasión al sistema para acceder al Proyecto Hércules —miró con desagrado al doctor Green—. Y tenemos sospechas de que la sujeto del científico, o al menos su sangre, está en Nueva York.
—¿De dónde sacó eso?
—De su laboratorio.
—¿Cómo dice?
—Anoche, uno de sus científicos estuvo investigando sobre su amigo el doctor Masao con una muestra de ADN extraño.
—Muéstreme ese resultado —dijo firme el doctor Hank Green, extendiendo el brazo hacia el alto hombre negro.
—Aquí tiene.
Hank examinó las hojas que componían esa carpeta. Los otros dos hombres notaban cómo abría cada vez más sus ojos detrás de sus lentes. Se sentó en el apoyabrazos de uno de los sillones individuales. No lo podía creer. Lo tenían en su oficina. Una muestra de ese ser creado en un laboratorio en medio de un bosque en Japón.
—¿Quién tenía esta información? —Indagó una vez recobrado.
—La doctora Lucy Kane —respondió Cale.
—Lucy Kane... —susurró—. Era la protegida de Masao.
—¿Entonces cree que ella ha estado asistiéndolo de alguna manera?
—No. Masao sólo confiaba en mí. —Cameron bufó socarronamente. El científico no pudo ignorar el insultante sonido, pero prosiguió—. Además, siendo tan cuidadoso durante tanto tiempo, no tiene sentido cometer tal imprudencia ahora. —Los demás, asintieron, viendo la lógica en sus palabras—. Lo que no comprendo es cómo adquirió la muestra.
—Lo averiguaremos.
—Cameron, ¿realmente crees que esté aquí? ¿Qué sea la misma? ¿Cómo piensas que de Japón, a un barco fantasma al que perdemos constantemente la pista por rondar por aguas internacionales, terminó en Nueva York? —Johann se mostraba cauteloso.
—No tenemos muestras obtenidas de la casa de Masao para comparar —empezó a explicar Hank—. Pero por lo que se lee, las características básicas, una mujer de veintiún años, se corresponde con la información recabada por sus hombres.
—No lo sé, ni me interesa —rechazó Cale, impaciente—. Aunque enviaré a mis hombres a rastrear todo lo que se pueda y recorrer las costas. Si ese barco está aquí, lo hallaremos tarde o temprano.
—Esperemos que temprano y no nos dejen otra vez con la estela de agua desapareciendo.
—¿Qué haremos mientras tanto con la doctora?
—Ahora, Dr. Green, esperar hasta la tarde, a que todos se vayan. Lo mejor es que nadie sepa lo que ocurre.
—¿Y cuando todos se hayan ido?
—Preguntarle dónde obtuvo la muestra.
—¿Y después? —El tono de voz demostraba temor. Suponía qué podría pasar con ese grupo de asesinos mercenarios.
—Depende...
—Haz lo que creas necesario —instó el Dr. Meyer, poniéndose de pie—. Yo aprovecharé mi compromiso de esta noche para tener una coartada, por las dudas. Los accidentes ocurren. Y Laboratorios Quirón lamentará la pérdida de la joven doctora, que tenía un futuro brillante.
El dueño de Industrias Quirón fue hasta el perchero a buscar su elegante saco, que se colocó y miró el pequeño prendedor en su solapa. Había cambiado el diseño del centauro por una elegante y simple <<Q>> de oro, hacía ya un poco más de nueve años atrás. Después de la publicidad generada por la desaparición y posterior muerte "accidental" del Dr. Tasukete, le pareció conveniente hacer un cambio de imagen.
Y le había agradado. Esperaba no tener que volver a modificarla.
No eran los únicos que descubrían lo que la Dra. Kane tenía en su poder.
Su compañero, el Dr. Hennessy, desde su puesto de trabajo, aprovechaba que nadie le prestaba atención para comenzar a revisar los documentos que se había enviado desde el ordenador portátil de su amante.
No podía creer lo que veía. Una muestra de sangre que, según las primeras teorías de Lucy, pertenecía a una mujer de veinte años aproximadamente, cuyo ADN parecía ser todo lo que la científica había dicho por años que se podía lograr. Todo lo que el Dr. Tasukete había sostenido también.
Alguien lo había hecho. Estaba por investigar todo lo que hubiera sobre el doctor de origen japonés, que estaba seguro obtendría mucho desde los archivos de Quirón, pero se interrumpió en su labor cuando vio pasar al Dr. Green casi a las corridas. Algo había ocurrido. Cuando estaba por retomar su búsqueda, uno de sus superiores le reclamó su asistencia a uno de los laboratorios.
Cerró todos los archivos y se puso de pie a cumplir con sus tareas.
Otra idea iba tomando forma en él. Sabía dónde estaba esa muestra y deseaba obtener un poco de esa sangre. Replicarla. Estudiarla.
N/A:
Una curiosidad: el 12-12 en la astrología es el signo de Sagitario=Centauro=Quirón... irónico... no? Y es el día de mi cumpleaños.. ;)
El 1° de Agosto es Leo, un signo que siente que debe relucir siempre; y el 1°, bueno, representa ser el número 1°...
Pero como a nuestros protagonistas eso no les interesa, queda como algo anecdótico e irrelevante.
No te olvides de regalarnos una estrellita y comentar.
Gracias por leer, demonios!
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