24. Lecciones nocturnas
24. Lecciones nocturnas.
Ya había anochecido. Todos se habían ido a sus casas y el silencio y la oscuridad ocupaban el interior de la mansión.
En cambio, en el exterior, el sonido que llenaba la noche procedía de la piscina.
Steve había decidido nadar un poco, aprovechando la soledad de la casa. Le gustaba la frescura del agua en la noche. Uno de sus momentos favoritos.
En realidad, favorito no era la palabra que mejor lo describía, porque la soledad en su mansión se magnificaba profundamente. Y muchas veces el silencio en ella era abrumador.
A pesar de ello, era su tiempo. Uno que le servía para aclarar futuros planes y ordenar sus ideas. En ocasiones, dejaba la mente completamente en blanco, muchas veces con largas horas de nados que concentraban toda su atención en su cuerpo. Su ritmo, con cada brazada y patada; su respiración al captar oxígeno y soltándolo bajo el agua con burbujas que rozaban su cuerpo; músculos tensándose y relajándose.
Esas noches las agradecía.
Agradecía la calma del agua que acallaba los fantasmas que lo atormentaban. Las decisiones tomadas que lo habían arrastrado a su presente.
Esa noche cálida de verano, el agua le cedía una nueva pausa a su vida. Pero no a su mente, que no dejaba de caer una y otra vez en los increíbles y misteriosos oros líquidos que lo tenían loco.
Su recorrido acuático de punta a punta era frenético. La energía le desbordaba al recordar las tres folladas en veinticuatro horas que había tenido con su <<amante>>. Y todavía ansiaba más.
Por eso estaba allí. Desahogándose, porque de lo contrario, se colaría en su habitación para meterse en su cama mientras durmiera para tomarla y desfogarse una vez más.
Como un puto ladrón, que desaparecería después del hecho.
***
En la terraza de su habitación, recostada en una tumbona, Aurora terminaba otro libro que había tomado de la gran biblioteca de la planta principal. Una novela más. <<El Conde de Montecristo>>, de Alejandro Dumas.
Esos textos le entretenían mucho. Era una experiencia totalmente diferente a sus primeras lecturas y las disfrutaba y confundía casi en igual proporción con todos los colores de las emociones humanas que ella poco conocía o comprendía. Su experiencia limitada mostraba más oscuridad que brillo y esas páginas le demostraban lo poco que sabía. Había mucho más, y muchas cosas que valían la pena y otras, que no quería volver a vivir. Cerró los ojos e imaginó a esos personajes, sus aventuras y aflicciones.
Oía el murmullo del mar llegar a través de la ventana abierta y respiraba el olor a sal a más doscientos metros de su habitación. La salinidad se combinada con el aroma de las flores de las enredaderas que se mecían con la suave brisa, adheridas sobre las paredes exteriores.
Tuvo unas irresistibles ganas de caminar por el parque en compañía de las estrellas. Abrió los ojos y el espíritu de aventura de Edmundo Dantés se apoderó de ella. Sin pensarlo, miró hacia las ramas del árbol que se erigía a un lado de su balcón. Tomó en sus puños parte de la falda de su vestido para levantarla y facilitar un ágil salto a la baranda. Una vez sobre la fría piedra, calculó fácilmente la distancia a su objetivo.
Sus ojos se encendieron justo antes de impulsarse hacia la primera rama. Con la habilidad de una gimnasta, se balanceó desde ese brazo robusto y rugoso a otro de un árbol vecino y luego cayó al piso con sus pies desnudos y con total ligereza, irguiéndose inmediatamente.
Por un momento, volvió a los bosques de Japón, cuando corría y saltaba entre rocas y árboles. Sentía cosquillas por la emoción del desafío acrobático y de disfrutar en una especie de juego de escondidas, entre los troncos del jardín de la propiedad Sharpe.
Dio sus primeros pasos con cierta precaución hasta que tomó confianza.
Caminaba concentrada en el placer de pisar la suavidad del césped. Rodeó una estructura metálica de barras que se cruzaban a diferentes alturas, que se elevaba en un lado del jardín cuyo propósito desconocía.
Se detuvo de golpe al escuchar ruidos del otro lado de la casa. Afinó el oído como un animal salvaje, creyendo identificar los sonidos como chapoteos en el agua.
Caminó con sigilo hasta la piscina, donde sabía se originaban, descubriendo la larga figura casi desnuda del hombre que le había dado albergue en su mansión moviéndose de un lado a otro, rompiendo con la superficie acuática de forma elegante y tan fluida como un pez.
Imaginó que eso era nadar.
Su curiosidad la llevó a acercarse un poco más. No sabía si sería correcto interrumpirlo en su momento de soledad. A ella le gustaba caminar, tal vez a él le gustara estar en el agua.
Estaba tan distraída en sus reflexiones que no se percató que Steve se había detenido. Ella no estaba precisamente escondida, sólo se había quedado apoyada en la pared lateral, con la mirada perdida.
Él la había visto, con un ligero vestido azul claro que se movía con la brisa de la noche, convirtiéndola en un ser espectral, y la llamó.
—¿Aurora?
Avanzó hasta uno de los bordes de piedra de la piscina, la parte baja, lo que dejaba al descubierto su cuerpo definido desde el borde de su bañador, que se cerraba bajo, sobrepasando apenas la línea de su pelvis, compartiendo pecaminosamente la forma de sus oblicuos y el suave rastro de vellos desde su ombligo, perdiéndose en la cinturilla del pantalón.
Ella volvió en sí, separándose de un salto del muro.
—Perdón señor Steve —se había sonrojado—. No era mi intención importunarlo. Sólo estaba caminando y escuché ruidos. Ya me voy.
—No hace falta. Ya te dije hoy que tú no molestas —movió su mano invitándola a que se acercara—. Vamos, ven. —Le gustaba verla avergonzada. Le parecía encantador—. Sólo nadaba un poco después de la jornada. Creí que estabas en tu habitación —miró hacia la gran puerta de acceso al jardín que se encontraba cerrada—. No te oí salir.
Se encogió de hombros. No podía explicarle que había saltado del balcón sin que la viera como a un fenómeno extraño. Mejor, cambiar de tema.
Había visto lo que el joven hacía en el agua y se le había antojado como un nuevo reto. Recordó por un breve momento el miedo que había sentido cuando había caído al frío río en Japón y pensó que de haber sabido moverse en el agua como lo hacía el hombre, no habría estado a punto de morir ahogada.
—¿Puedo pedirle algo? —Mordía su labio inferior. Se acercó despacio al borde de la piscina, iluminada con los faroles acuáticos, donde se encontraba el nadador—. ¿Usted cree que podría enseñarme a nadar algún día?
Steve estaba sorprendido.
—Hablas japonés, ¿pero no sabes nadar?
—Alguien me enseñó japonés, pero nadie a nadar.
Sharpe seguía de pie, adentro del agua, ahora de frente a las piernas torneadas de Aurora que quedaban desnudas con el movimiento del vestido. Mirándola desde abajo, llevó sus manos a sus pantorrillas. Sus manos frías por el agua la hicieron reír. Movió despacio las manos hasta alcanzar sus muslos, dibujando con la yema sobre la dermis cálida y dorada de Aurora.
—Ven al agua —le dijo en un tono grave, ronco y seductor, más como una orden que un pedido—. Comenzaremos la primera lección.
Obedecía nuevamente a un mandato de Steve, aunque con esa voz que la estremecía, no podía negarse a nada que le pidiera.
Dejó caer su vestido al suelo. Pasó sus pies hacia afuera del círculo de tela amontonada y se mantuvo quieta, dejándose contemplar por la oscura mirada de Steve.
Sus orbes profundos como la misma noche iniciaron una lenta y deliciosa inspección en el cuerpo que cada minuto deseaba más. Ascendía por sus largas y perfectamente delineadas piernas, sin comprender todavía cómo podía poseer un cuerpo tan definido habiendo sido prisionera por meses. Ignorando su lado racional, dejó que sus lujuriosos ojos siguieran su exploración hasta detenerse en el valle entre sus piernas. Apenas unos vellos rubios, casi inexistentes cubrían el punto más sensible de su tortura hecha mujer.
Se relamió con hambre al recordarse invadiendo ese cálido y húmedo recoveco. Su polla, como si alcanzara los mismos recuerdos y anhelos, se hizo presente. Acarició luego su plano y duro vientre, su estrecha cintura que se dejaba rodear, afirmándose entre sus brazos y una nueva hambruna lo atacó al detenerse en los generosos senos. Una media sonrisa descarada tironeó desde una de sus comisuras y pasó su lengua por sus labios, como si el sabor de los tiernos pezones aún estuvieran en ellos.
Finalizó su paseo en aquellas fuentes de oro que sonreían con seducción, con evidente disfrute de ser devorada por los ojos azules. Recibió de ella el brillo cargado de picardía que tanto lo encendía.
La siguió cuando desnuda, se sentó en el borde colocando sus manos en los hombros de Steve sin descruzar sus miradas.
Él la tomó de la cintura y la metió al agua.
Estaba fría y le provocó un sobresalto, arrancándole una sonora carcajada. Esa que encantaba a Steve. Pero la cercanía del cuerpo alto, musculoso, atractivo de él la enmudeció un instante después. Lo recorría con su vista ambarina y con sus manos, notando satisfactoriamente que respondía a su tacto al erizársele la piel bronceada. Le gustaba verlo con el cabello mojado, revuelto y las gotas de agua rodando sobre sus relieves.
Él subió sus manos desde la cintura hasta la espalda, presionándola hacia él, buscando el contacto con sus pechos, logrando que se le escapara un jadeo.
—¿No usas nunca ropa interior? —Habló bajo, sobre su oído, jugando con su lengua en su lóbulo, disfrutando del efecto de sus actos sobre la mujer en sus brazos. Siguió dibujando por su rostro con la punta de su nariz hasta llegar a su barbilla, dándole un pequeño mordisco que la hizo gemir; y a su polla saltar.
Elevó la mirada y sus alientos chocaron.
—¿Qué es eso? —Preguntó a su vez, arrastrando las palabras, perdida en las sensaciones que le producía.
Él rió ante lo que creyó era una provocación. Sólo ella lograba ese efecto en su persona.
—Menos mal que no hay nadie. Para futuras lecciones, sería conveniente emplear la indumentaria apropiada.
—¿Qué es...?
—El traje de baño —le causaba gracia.
—Entendido. Pero ahora ya estoy aquí. Muéstreme cómo se hace, por favor. Enséñeme —pidió con la mayor suavidad del mundo.
Qué maravillosa voz tenía. Una que podía hablar como si estuviera haciendo hechizos. Y sus ojos, que lo tenían atrapado en su ambarina mirada, eran la más intensa de las magias.
Tuvo un ataque salvaje y dejando que sus impulsos animales tomaran control, la abrazó con más fuerza, rodeándola por su cintura y la empujó contra el borde. Ella lo recibió abriéndose para él, subiendo sus piernas hasta atraparlo a la altura de su pelvis, chocando sus intimidades muy dispuestas, detenidos solamente por la fina tela del bañador masculino.
Lo sujetó por la nuca, presionando su cabeza rubia oscura contra sus senos, desesperados por su atención oral.
Comenzaban a sacudirse, a friccionarse, removiendo el agua, produciendo un maremoto ruidoso a su alrededor.
Aurora pasaba su boca por los anchos hombros, atacándolo con sus perfectos dientes. Hasta que apoyó sus manos en el pecho de Steve, de manera de buscar distancia, recibiendo un agitado gruñido.
—Señor... Steve —murmuró, casi ahogada, con la mirada refulgiendo, que se fue aplacando poco a poco—. No seré una experta, pero estoy cien por ciento segura que esto no entra en una lección de natación.
Bufó fastidiado, aunque debía darle la razón. Y recuperar la suya.
Después vería cómo aplacar el gran problema de bolas endurecidas. Esperaba que la frescura del agua menguara su dolor.
Asintiendo, la liberó de su abrazo, permitiéndola a ella liberar sus piernas. Pero no pudo aflojar del todo su agarre, manteniendo sus manos en su espalda baja.
Tomó una postura catedrática, con vestigios de su lascivia en su voz.
—¿Alguna experiencia acuática?
—Una vez casi me ahogo, ¿eso cuenta? —respondió con una sonrisa.
—Evitaremos que vuelva a pasar —le acarició con ternura el rostro pasando sus nudillos.
Por un momento, dudó en enseñarle a nadar, prefiriendo retomar lo iniciado y volver a ser rodeado por sus piernas para explorar el sexo en la piscina junto a la joven.
Rechazó la idea. Tenía que lograr algo de control cerca de ella o perdería completamente la cabeza. Además, le atraía la idea de enseñarle algo nuevo. Algo más, aparte de los placeres carnales, aunque ella se hubiera movido en cada ocasión como si dominara el arte de amar.
Entonces, aceptando su tarea —un poco a regañadientes por tener que soltarla, y otro poco entusiasmado por compartir su pasión con ella—, se alejó un paso hacia atrás.
La falta de contacto fue un breve castigo, hasta que centraron su atención en las siguientes enseñanzas.
Disfrutaron de la paz nocturna a medida que avanzaba hasta la medianoche.
Aurora era una excelente alumna. Prestaba atención a cada gesto y cada indicación del profesor, copiando a la perfección cada técnica que demostraba el hábil nadador.
Él le compartía anécdotas de sus años como nadador en la universidad y ella reía y lo contemplaba maravillada.
Después de algunas horas, siendo tarde ya, decidieron finalizar con la actividad. Steve salió primero del agua y buscó la gran toalla ubicada en una silla y volvió a la salida escalonada de la piscina. Observaba a Aurora jugar en el medio acuático un poco más, nadando de un lado a otro y sumergiéndose en la parte profunda. Era como si nadara desde siempre. Parecía una sirena, una que lo había atrapado con su canto y belleza, llevándolo a estrellarse contra las rocas.
Estaba perdido. Sólo que todavía no lo aceptaba.
Despertó de su ensoñación y con voz profunda, llamó a su estudiante.
—Salgamos Aurora.
—Sí señor Steve.
Estaba exultante. Había aprendido a nadar y ahora iba hacia los brazos del hombre que la contemplaba con sus fantásticos ojos de cielo nocturno.
Él la esperaba con la toalla abierta, para recibirla en un gran abrazo. Caminó hasta él con paso lento y sensual, para recoger ese gesto, siendo envuelta en el gran paño. La atrajo hacia su cuerpo tirando de la toalla. Ella jugó con sus dedos siguiendo el dibujo de su abdomen y comenzó a besar su pecho. Él atacó su cuello y ella gimió de placer, dejando caer su cabeza a un lado, ofreciéndole toda su longitud. Estaban totalmente excitados. La tomó de las nalgas para alzarla y ella, comprendiendo la intención, saltó a su cintura sujetándose con fuerza de su figura mientras la trasladaba a la habitación de ella, iniciando así un nuevo encuentro pasional.
Otra lección entre sábanas.
Esa vez, él la había colocado encima suyo.
Estaba tan excitada y húmeda entre sus pliegues, que su polla se abrió pasó en su coño como dueño de ésta. Simplemente cedió a su gran tamaño, a pesar de su estrechez. El dolor de la invasión rápidamente cedió al placer de sentirse llena.
Por él.
De él.
Su calidez los envolvió activando cada terminación nerviosa en ambas anatomías, perdiéndose en el deleite de ser uno otra vez.
—¿Estás bien niña? —gruñó Steve, callando la voz que se burlaba de él en su mente por volverse un pusilánime, cuando comenzó a moverse contra ella empujando su pelvis y chocando con cuidado.
—Perfectamente —respondió con un jadeo, aferrándose a los hombros definidos como si fueran su único sostén—. Quiero más.
—¿Quieres más? —Ella asintió mordiéndose el labio inferior, afirmando el fuego de sus ojos de oro sobre él, iniciando un incendio catastrófico en su sistema—. Te daré todo.
Embistió con fuerza salvaje, elevando su cuerpo para estrellarse contra el culo de Aurora, que dejó caer su cabeza hacia atrás.
A pesar de que era la primera vez que ella dominaba desde esa posición, la disfrutaba, moviéndose con soltura y retorciéndose de placer. Subía y bajaba, gozando el enorme, nervudo y caliente miembro salir y volver a entrar en ella, invadiendo sus entrañas sin compasión. Lo sentía agrandándose en su canal con cada estocada, enloqueciéndola.
Si quería más ritmo, ella comandaba la danza. Y le encantaba encontrar ese control a su alcance. Se estaba perdiendo en la nebulosa del próximo orgasmo que sentía formarse en su vientre.
Steve llevaba sus manos por todo su fuerte y elástico cuerpo. La sujetaba de la cintura, clavando sus dedos con posesividad. Una traviesa mano bajó para torturarla al llevar su pulgar a su clítoris y frotarlo con fruición, aumentando los estímulos.
Su azul mirada seguía los saltos de las tetas redondas, firmes y generosas con cada balanceo, atrayendo como un imán a su mano libre, atrapando con ella toda su carne. La magreaba como un poseso, para luego pellizcar el pezón y tironear de él antes de soltarlo al escuchar su gemido agónico y atraerla hacia su boca para lamer la zona atacada.
No perdía detalle de cada una de sus reacciones al follar. No sudaba, pero su respiración se agitaba y su cuerpo parecía ser extremadamente receptivo con cada roce entre sus pieles, con sus lamidas, mordidas, besos y succiones. Con cada dibujo que sus manos hacían en ella, se adentraba cada vez más en sus dorados territorios carnales.
La sentía a punto de correrse, pero no la dejaría. No aún.
Quería que lo hicieran juntos. Necesitaba esa dorada luz. Esa supernova adictiva.
Quitó su mano de su punto sensible, ignorando con gracia el gruñido quejumbroso de la joven, que se había erguido para darle una mirada de reproche.
Antes de que pudiera poner en palabras su descontento, le colocó sus manos en la espalda y en un movimiento ágil y sin salir de ella, tomó su etéreo cuerpo y lo ubicó debajo del de él, obteniendo una corta y erótica risa de sorpresa de su mágica presa.
Las largas y esbeltas piernas se enroscaron en su cintura con fuerza, como si suplicara por no dejarla ir.
No lo haría.
<<Por ahora>>, aclaró cruelmente su mente.
Se detuvo un momento para contemplar el rostro que lo subyugaba, sin poder evitar que sus manos la tomaran por sus mejillas, acariciándola con los pulgares como si estuviera sosteniendo lo más frágil y delicado del mundo.
Sus alientos chocaban, tan cerca, tan cálidos.
Cuando Aurora se pasó la lengua por sus labios, sintió su polla agrandarse un punto más en el dulce interior de la joven. Y supo que ella también lo había sentido por cómo sus ojos se abrieron y una de sus comisuras se estiró a un lado con picardía.
Esa boca lo estaba destruyendo, robándole la cordura.
La rubia estaba en pausa. Su mundo se había detenido cuando él se quedó observándola con adoración. Lo vio lamerse sus sensuales labios, haciendo eco de su propio gesto y percibió cómo se endurecía aún más. Y deseó con desesperación probar esos labios. Pero cuando quiso hacerlo, el señor Steve escondió su rostro en el hueco de su cuello, donde sintió que esa deliciosa boca se ocupaba del sensibilizado sector.
Enseguida los movimientos volvieron a hacerse presentes. Y en cuestión de segundos, nuevos gemidos y gritos desquiciados reinaron en la habitación. Cada dura embestida venía acompañada de una exclamación de ambos que se combinaban a la perfección.
Buscando más profundidad, Aurora clavó sus talones en el firme culo, instándole a penetrar más en ella. Ese dulce dolor que la elevaba a las estrellas sin dejar la Tierra.
Los ruidos de sus sexos chocando, de sus jugos salpicándose, calentaban su sangre. El tiempo pasaba y las estocadas aumentaban. Su cuerpo se arqueaba, retorciéndose debajo de la imponente figura del hombre.
El sudor de Steve caía sobre su piel, empapándola. Eso le fascinaba. Lo sentía atravesar su piel, envolverla en su aroma potenciado. Y su corazón palpitaba de emoción al rodear su musculosa espalda con sus brazos.
No quería que acabara. No deseaba abandonar ese cuerpo jamás. Y el mismo corazón que bailaba en su caja toráxica se comprimió en su lugar.
¿Realmente tendría que irse?
En un mudo acuerdo, los amantes rodaron sus ojos hasta el punto de colisión de sus cuerpos.
—Mierda Aurora —siseó con lascivia—. ¿Ves cómo me pones? ¿Cómo encajamos?
La joven bajó su cabeza hacia donde apuntaba Steve. Sus dorados ojos no podían romper la conexión visual con lo que los volvía uno mientras no dejaban de moverse.
Creían que lo que veían delante suyo era una de las imágenes más eróticas que existían.
Nunca le había calentado tanto meter su polla en un coño.
¿Era sólo eso? ¿Sólo sexo? Meneó su cabeza, descartando cualquier ridículo pensamiento.
Se sentía a punto de liberarse. De derramarse en aquel perfecto y pecaminoso envase y la quería con él.
—Córrete Aurora. Hazlo ahora, conmigo —ordenaba con voz ronca—. ¿Estás lista?
—S-sí señor Steve.
Apenas podía hablar. Su garganta estaba seca por los jadeos vertidos. Su sistema estaba por colapsar. Pero no lo haría sin el hombre al que estaba tratando de salvar. Ese era su propósito. Darle todo lo que era a él. En cada orgasmo.
Dos largas y profundas estocadas más y ambos se tensionaron.
—AAAHHHHHH —soltó sin vergüenza alguna la muchacha que meses atrás acallaba sus orgasmos secretos.
Su cuerpo se arqueó, chocando contra el de Steve que disfrutaba su propia liberación.
Juntos llegaban a esa tan ansiada explosión de luz que llenaba cada rincón de su cuerpo y espíritu, al que se estaban haciendo adictos.
Ese milagro que Steve sentía que cada vez sería más difícil dejar ir en cuanto todo acabara.
Aurora recibió entre sus brazos el cuerpo laxo de Steve, que se aferró a su pequeña cintura. Su cabeza descansaba sobre el tentador pecho, y sin que ella lo viera, sus labios se estiraron en una sonrisa pocas veces esbozadas cuando percibió los delicados dedos de su ninfa acariciar sus rubias hebras humedecidas.
Por primera vez en su vida, se quedó recostado en la cama después de yacer con alguien por horas.
Había liberado a Aurora de su agarre y la había hecho rodar sobre la cama. Se hallaba con su vientre hacia abajo, desnuda y lo miraba de costado, mientras él recorría con la punta de sus dedos cada curva guiado por la luz de la luna que entraba por el gran ventanal, que ella mantenía siempre descubierto.
Memorizaba su silueta. No tenía cicatrices, pero sí algún que otro pequeño lunar aislado en su espalda. Tan sutiles que casi no se veían.
—¿Quién eres? ¿Qué hechizo has lanzado hacia mí? —Sus palabras fueron suaves como una caricia.
Una que la congeló.
Ella no contestó. No había forma de hacerlo. ¿Cómo decirle que era una especie de quimera?
Steve, retomando el control sobre sí mismo, se levantó de la cama para regresar a su habitual rutina post sexo.
Aurora se recostó apoyando su codo sobre el lecho suave, sosteniendo su cabeza en su mano. Miraba su musculoso y alto cuerpo mientras tomaba la toalla y se la colocaba rodeando su cintura.
Él creía que ella lo había hechizado, pero para ella, él era el que la había embelesado. Steve se sentó en el borde de la cama, tomando su mentón, para atraer su cara hacia la de él. Esos labios lo provocaban, pero no podía besarlos.
En lugar de ello, la besó en la frente. Ella lo recibió con los ojos cerrados y una ligera mueca de decepción, que no pasó desapercibida para Steve.
Su reacción sólo incrementaba el remordimiento que comenzaba a hacer mella en su pecho.
—Buenas noches, Aurora.
—Buenas noches, señor Steve.
En el umbral de la puerta, se volteó al escuchar la voz de Aurora.
—Señor Steve, ¿podría alguna vez quedarse conmigo toda la noche? Me gustaría poder dormir a su lado.
Algo en su pecho se agitó y su cerebro tardó en comprender que era su olvidado corazón. Aquel viejo y oxidado compañero de habitación reclamaba atención, pero no comprendía —o no quería aceptar—, lo que lo estaba activando después de tanto tiempo.
—No lo sé, Aurora. —Parecía dudar—. Ojalá, algún día.
—Entiendo —hizo una pausa—. Gracias por enseñarme a nadar. Me gustó mucho.
—Eres una brillante alumna. Ya pareces profesional.
—Gracias —dijo con prudente orgullo. Lo que él admiraba, era lo que la convertía en un individuo superdotado, creado por el Dr. T.
Con la puerta cerrada, se dejó caer hacia atrás, entre las sábanas todavía tibias por el calor del encuentro. Rodó por la cama y hundió su cara contra la almohada que custodiaba el aun presente perfume amaderado del dueño de la mansión. Y de su alegría.
Una tonta sonrisa no se borraba de su rostro. Había pasado uno de los mejores momentos de su vida.
No. Llevaba un día completo siendo el mejor jamás vivido.
Pensó en Pierre y fue cuando sus labios se encogieron. Él también le había dado noches felices. Secretas, robadas bajo las narices de Arata. Y habían pagado un precio abismal.
—Pierre, ojalá pudieras ver que lo feliz que me siento —sus ojos se aguaron, pero no se derramaron. Ya había llorado suficiente por su amigo. Volvió a recostarse sobre su espalda, perdiendo la mirada contra el techo de la habitación, imaginando los ojos traviesos y bicolores del hombre—. He tenido una increíble y muy real primera vez. Sólo que... —se sentía una tonta.
Sabía que no había nada después de la muerte. No estaba Pierre, o el Dr. T, del otro lado viéndola o escuchándola. Sin embargo, no tenía con quién hablar y necesitaba desahogarse.
—No sé qué es lo que desea el señor Steve de mí. Me confunde. ¿Seré sólo una amante?
No tenía respuesta. Y no estaba segura si la quería.
Podía ser tan íntimo con ella. Y no lo decía por el sexo. El tiempo en la piscina él se había abierto de una manera sincera y honesta. Pero siempre volvía a convertirse una imponente, hermético y misterioso hombre.
Se golpeó mentalmente la cabeza por su hipocresía, cuando ella era la que más tenía que ocultar.
***
Estaba en el clóset, preparándose para darse una ducha e ir a la cama. Se sentía animado. Satisfecho.
No era solamente la follada con Aurora lo que lo hacía sentir así. Había algo más que le estaba generando.
Casi de forma automática colocó su mano en la pantalla táctil que daba acceso a las grabaciones de las cámaras de seguridad. Pensaba ver a Aurora en su habitación, acostada en su cama, pero antes de hacerlo, se detuvo.
No. No volvería a encender esa pantalla. Ya no le parecía necesario. Ella se veía feliz en esa casa. No escaparía. No quería espiarla y sentir que invadía y abusaba de su confianza. Y si quería verla dormir, entonces, debería aceptar su pedido y pasar la noche con ella. Pero no podía. No se sentía listo. Menos con una mujer de la que debería despedirse.
Ella sostenía que era suya. Y quería marcarla de esa manera. Dejarle impreso en su piel cada beso.
<<Imbécil. En unos días dejará de ser tuya>>. Su mente lo provocaba. Pero tenía razón.
En lugar de espiarla, lo que hizo fue tomar uno de los celulares cifrados. Ese celular secreto era su contacto con la Dr. Lucy Kane. Lo revisaba antes de acostarse, sabiendo que, si había novedades, ella dejaba un breve mensaje a la noche. Lo encendió y marcó la clave de acceso a los mensaje, mientras se peinaba sus cabellos hacia atrás usando sus dedos.
Había uno.
Lo que escuchó le transformó la cara. Y su corazón se volvió a endurecer como la fría piedra.
***
Miraba la respiración acompasada y lenta de Lucy que delataba su profundo estado de sueño. Era el momento que había esperado para buscar algún dato nuevo en su ordenador.
Sabía que lo llevaba dentro de su gran bolso, como también conocía el código de acceso. Una imprudencia por parte de la mujer en una noche de embriaguez.
Desnudo, caminó hasta la mesa donde había dejado sus cosas al entrar en su apartamento y tomó el aparato. Pero no fue lo único que capturó. Después de dejar la laptop sobre la mesa, recordó haber visto —en un momento en que la mujer se había ausentado de la cama—, que tomaba algo más que depositó en el refrigerador.
Había pensado que era comida, pero cuando la vio volver, parecía turbada por algo, distraída en algún pensamiento. Quiso comprobar qué era lo que había guardado y caminó hasta el electrodoméstico. Para evitar que la luz al abrirse importunara a la joven que dormía con la puerta abierta de la habitación, sólo abrió levemente el refrigerador. No le costó descubrir lo que Lucy había ocultado allí, porque estaba en una caja de refrigeración, la misma que creyó ver que la mujer de ciencia había intentado esconder en los laboratorios.
La tomó con presteza y fue al cuarto de baño, llevándose también el ordenador portátil. Allí se sentó sobre la tapa del retrete, buscando acceder a los nuevos archivos. Leía con velocidad. No captaba todo, pero no le importaba, porque se envió por email los documentos, borrando a continuación sus huellas. Cerró el aparato y lo dejó en el suelo. Lo poco que había obtenido era de esa misma noche. La última modificación correspondía a unas horas antes de que ella llegara a su apartamento, por lo que dedujo que en realidad, había estado aprovechando su tiempo en los Laboratorios Quirón para continuar de forma furtiva su propia investigación.
Le había sorprendido ver lo que parecía una secuencia de ADN con combinaciones de otras especies.
Negó con la cabeza. No era posible. Ya revisaría todo desde la tranquilidad de su hogar o en el trabajo.
Tomó del suelo la pequeña caja y la revisó. En ella, dos muestras de sangre, anónimas. Una decía <<S>> y la otra <<A>>. Nada más. Despacio, salió del baño, asegurándose de que Lucy siguiera en su cama. A oscuras, dejó todo como estaba antes de tomarlo y volvió a su lado. Se quedaría una hora más y luego se marcharía antes del amanecer. Como hacía siempre.
Repasaba mentalmente lo que había visto.
Siendo un admirador del doctor Masao Tasukete, había entablado una relación interesada con Lucy, quien al parecer había sido la estudiante estrella del japonés, con el único objetivo de obtener de ella cualquier cosa valiosa.
Ella se había enamorado, o al menos eso era lo que él sospechaba. Pero él, se había estado aprovechando para acceder a sus investigaciones interespecies. Estaba fascinado por ello. Había leído su tesis y aunque entre sus pares se burlaban de la incredulidad de la mujer, algo en él creía que era posible y eso había incitado en él la posibilidad de concretar dicho objetivo. Ser el primero en alcanzar ese sueño.
Nunca le había confesado su interés, pero buscaba en sus breves conversaciones, extraer información adicional a la expuesta en su investigación. Sin embargo, y aun suponiendo que ella estaba enamorada, no lograba que terminara de confiar en él para compartirle sus descubrimientos.
Algo que lo enfurecía permanentemente.
<<Ya me las pagarás, perra>>.
Cambiando de opinión, abandonó las sábanas y se vistió.
Ya no soportaba tenerla a su lado.
***
Se levantó antes de que amaneciera.
Durmió mal. Había tenido pesadillas.
Soñó que estaba flotando en medio del espacio exterior. Solo, en la profunda oscuridad sideral. Sentía miedo por estar perdido, sin saber hacia qué dirección ir. Todo estaba negro.
De golpe, una explosión apareció delante de él. Cerró los ojos, tratando de protegerse con un brazo y se lo quemó. Entonces, escuchó los gritos de su madre.
Ella estaba en medio de la explosión.
Cuando abrió los ojos, se encontraba en el interior de la casa donde vivía de chico con sus padres, en Nueva York.
Su padre, estaba en una silla de ruedas, cayéndose a pedazos, como si fuera una estatua de arena deshaciéndose bajo la lluvia en la sala de estar, que tenía las paredes negras como el carbón por la explosión que había ocurrido en la cocina. Allí vió los restos carbonizados de los muebles y el cuerpo de su madre, lanzado contra una de las paredes. Se acercó a la figura inanimada y cuando estaba a un paso, ella se movió, tomándole de la mano y abriendo grande sus ojos.
Pero estos no eran los ojos azules oscuro, que él había heredado.
Eran dorados.
Se había despertado de una sacudida, sudado, con el corazón latiéndolo desenfrenado y la respiración agitada por el susto.
Se sentó en la cama, sobre el borde, apoyando los pies descalzos sobre el suelo alfombrado. Se sujetaba la cabeza, peinándose la cabellera hacia atrás usando sus largos dedos.
Recapituló. No era correcto lo que había soñado. Nunca vió el cuerpo de su madre o a su padre en la casa.
Sólo había revisado la cocina y la sala principal destrozadas después del hecho, junto a Gerard, gracias a un amigo suyo policía, que les permitió el acceso a la escena.
Su padre se reponía en el hospital después de la explosión. Él se salvó porque estaba en la sala contigua a la cocina. Aunque hoy sufre las consecuencias. Ella murió al instante.
Habían dicho que hubo una fuga de gas y lo declararon accidente. Steve nunca estuvo de acuerdo con esa causa, considerando a la policía negligente en su investigación.
Su sospecha se basó en que había dos tazas rotas en el lavaplatos. Los investigadores habían aducido que era del padre, cuando desayunaron los dos a la mañana. Sin embargo, el padre de Steve no usaba cualquier taza para su té sino una que su hijo le había hecho cuando era niño, por lo que él descartó esa hipótesis e insistió en que la policía lo hiciera también.
El tiempo le dio la razón. Unos días después se supo que alguien lo había provocado. La intención fue un robo, esperando que su madre estuviera sola y fuera un blanco fácil. Tal vez había logrado entrar a la casa fingiendo necesitar usar un teléfono y así recibió una taza de té. Nunca lo sabrían.
Pero su padre había vuelto de improvisto y al parecer eso asustó al ladrón que sólo logró llevarse el maletín de trabajo y el reloj de ella. La pieza de relojería, que se encontraba en una mesa a la entrada antes de la sustracción, fue un regalo que le había hecho su padre en un aniversario y que tenía grabada la fecha y una dedicatoria. Aunque el ladrón trató de borrar el grabado, igual fue identificado cuando lo vendió en una casa de empeño. Pero la policía nunca llegó a atraparlo.
Lo encontraron muerto en un callejón.
Esa había sido la primera víctima de Steve. Y casi fue la última.
Gerard le había compartido la información que la policía manejaba obtenida por el mismo conocido que los había hecho pasar en la casa destruida. El viejo no supo, o al menos, eso creyó en su momento Steve, que este había memorizado ese rostro y los datos de la casa de empeño y decidió averiguar por su cuenta el paradero del criminal. En ese entonces, él era un joven imprudente de casi veintidós años.
Armado con una 9 mm que obtuvo de forma ilegal, quiso atrapar al responsable del daño hecho a su familia por su cuenta. Pero su arrogante orgullo subestimó al ladrón y quiso dominarlo con los puños, descartando el arma de fuego. Una bala no era suficiente para mitigar todo su odio y dolor.
Recibió como consecuencia una puñalada en un costado del abdomen que casi lo desangra. El arma del ladrón había aparecido por sorpresa en su mano. No lo había esperado. Aun así, gracias a su excelente estado físico y a la adrenalina, pudo sobreponerse al golpe y devolvió el ataque al maleante. Le quitó el cuchillo rompiéndole la articulación del codo.
Mientras caía arrodillado al suelo, gritando de dolor en medio de ese oscuro callejón, lo tomó por atrás y lo degolló. En cuanto vió caer el cuerpo inerte al suelo, en medio de un charco de sangre que se iba agrandando, él mismo se desplomó contra unos grandes contenedores de basura. Colocó su mano en la herida y cuando estaba por perder el conocimiento, la mano salvadora de Gerard lo tomó y lo cargó hasta su casa, donde le coció la herida. Por suerte, fue a tiempo y no llegó a perder tanta sangre.
Así supo que no había engañado al experimentado hombre. Como también descubrió que el viejo amigo de su padre no sólo había sido soldado en las Fuerzas Armadas Británicas, sino también un espía del MI6. Después de ese evento, Gerard le enseñó todo lo que hoy sabía de su trabajo, gracias a sus años de experiencia en ambas tareas.
A partir de allí, trabajaron juntos. El mayor como intermediario y él, como el ejecutor. Sentía que, con cada encargo, volvía a tomar la vida del que le había quitado todo a él.
Se levantó de la cama, y recordando esos eventos, llevó su mano izquierda de forma inconsciente al lugar donde había recibido la puñalada. Pero no encontró nada. Bajó la mirada, extrañado. No había cicatriz. ¿Cómo y cuándo había desaparecido?
***
Al despertarse se encontró sola en su cama, otra vez. Como siempre. Rowan nunca se quedaba hasta el amanecer porque debía pasar por su casa para ducharse y cambiarse de ropa, presto para comenzar la jornada laboral.
Le había insistido en varias ocasiones que podría comenzar a dejar cosas personales en su apartamento, ya que llevaban varios meses con sus encuentros, siempre en su casa. Pero él había negado rotundamente, inventando excusas vagas. Lucy esperaba algún día que su relación avanzara a algo más serio. Por ahora, se decía, debería contentarse con lo que tenía.
Se levantó rápido y fue hasta la cocina.
Revisó la nevera, confirmando que la pequeña caja estuviera en su lugar. Todo estaba en orden.
Decidió tomar la muestra de sangre del sujeto <<A>>, la joven mujer y, dividió su contenido en otro pequeño frasco esterilizado que buscó entre sus elementos de trabajo. Llevaría una pequeña muestra para seguir trabajando en la noche sobre la fabulosa secuencia de ADN que había comenzado a descubrir.
No podía aguardar hasta volver a ser Anya Petrova en la noche. Dejó el resto en su lugar y protegió en otra caja refrigerante más pequeña aquella muestra que acababa de dividir y metió todo en su bolso.
Después, se perfiló hacia el baño para ducharse y marchar al laboratorio.
***
La noche anterior había sido la primera que dormía desde que había llegado a la mansión Sharpe y una de las pocas en su corta vida en la que había dormido en paz y sintiéndose en un lugar seguro.
Aquel día se despertaba exultante. Disfrutaba de despertarse con los primero rayos de sol como había experimentado en su antigua libertad, por eso le gustaba dejar las cortinas abiertas siempre. Día y noche. Así se sentía conectada con el exterior.
Los colores del amanecer siempre le provocaban cosquillas en el estómago. La inevitable salida del sol. No importaba qué ocurriera en la vida de las personas. Si estaban encerradas sin la posibilidad de sentir su calor o si saboreaban su luz desde la comodidad de la cama, esa estrella dadora de vida cumplía con su perpetua e inexorable rutina.
De un salto, salió de la cama, con sus labios estirados en una enorme sonrisa. Se desperezó, como una gata, caminando desnuda hasta el gran ventanal, perdiéndose en el rosado amanecer.
La aurora triunfaba cada mañana, venciendo la oscuridad.
Por eso había elegido ese nombre.
Aurora.
Sus pensamientos vagaban en el único dueño de su sonrisa. El que hacía cosquillear su pecho.
Había soñado con el señor Steve. Estaba feliz porque sabía que él ya no sentía el mismo dolor que cuando lo conoció. Lo podía ver en sus ojos. Lo estaba ayudando a sanar.
Aunque todavía no comprendía sobre el trabajo que debía realizar para él. Se encogió de hombros de manera despreocupada, pensando en que ya se enteraría.
Con una alegre pirueta, giró y se desplazó dando saltitos hasta el cuarto de baño, donde se duchó disfrutando del agua sobre su cuerpo.
Ya estaba terminando de vestirse, probando un pantalón rosa pálido que se ajustaba a su esbelta figura y una elegante camiseta blanca de mangas cortas, algo holgada, que caía dejando un hombro al descubierto. Antes había revisado una gaveta que identificó como el de la ropa interior. Tomó una prenda que examinó. Pero desechó su uso. Prefería no usar nada. Entonces, escuchó unos suaves golpes en la puerta.
Se acercó sonriendo, pensando que sería el señor Steve, a lo mejor, para iniciar el día de la misma forma que lo habían hecho la mañana anterior. A pura pasión bajo los rayos dorados del amanecer.
Pero la voz de Theresa al otro lado la decepcionó. Abrió la puerta.
—Buenos días señorita Aurora —saludó con timidez. Traía una bandeja con el desayuno y colgado sobre su antebrazo una ligera tela celeste que identificó de inmediato como el vestido que había dejado a orillas de la piscina. El rojo quemó sus mejillas, aunque la madura mujer no parecía darse cuenta, manteniendo la cabeza baja, como si rehuyera de su mirada—. Disculpe, pero el señor Sharpe dijo que le trajera el desayuno a su habitación. Esta mañana no podría desayunar con usted en el comedor.
—¿Por qué? ¿Dónde está? —Estaba confundida y toda la alegría que había sentido se esfumó, junto con su sonrisa.
—No sé por qué, señorita —apoyó la bandeja en la mesa de la esquina y desapareció en el clóset, para colgar la prenda. Al salir, cruzó por fin sus ojos con los de ella—. Sólo sé que está en el gimnasio, en la planta de abajo. Solicitó que nadie lo molestara.
La miró de tal forma, que Aurora comprendió que eso la incluía a ella.
<<Tú no molestas>> repitió las palabras dichas el día anterior por Steve.
Un vacío se instaló en su estómago sin comprender el motivo.
N/A:
¿Qué pudo haber ocurrido con Steve? Nuestro rubio bipolar.
Si te gustó el capítulo, regalanos tu estrellita.
Gracias por leer, demonios!
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