23. Una habitación especial

23. Una habitación especial.

Gerard se había ido. Habían estado charlando, con una partida de ajedrez mediante, sobre los preparativos para el siguiente trabajo, si Sharpe lograba que Belmont Durand lo invitara a su fiesta. 

Aun no sabía cómo lograría dicha invitación, pero algo se le ocurriría. Siempre era así. Estaba pensando en eso, cuando escuchó unos tímidos golpes en la puerta del despacho, apenas audibles debido a los varios televisores encendidos.

Procedió a silenciarlos para escuchar quién lo interrumpía.

—¿Señor Steve?

La suave voz de Aurora lo estremeció y su corazón se le aceleró. Esa niña estaba jugando con su paz mental.

—Adelante Aurora.

Ella quería entrar y ver sonreír al señor Steve cuando la contemplara con su nuevo aspecto. Pero en cuanto cruzó el umbral la atención se le fue a la enorme cantidad de libros que descubrió en los estantes que decoraban casi todas las paredes de la habitación, quedándose boquiabierta y con los ojos desorbitados.

—Aurora... —estaba sorprendido—, tu cabello.

Ella reaccionó, parpadeando velozmente.

—¡Ah! Cierto... ¿Le gusta? —Daba una vuelta para que la viera bien.

—Claro. 

Intentó sonar distante e indiferente, pero la verdad era que le fascinaba.

Lo llevaba corto a la altura de la nuca al estilo bob y caía con algo de inclinación hasta el mentón, siguiendo la línea de su fina quijada. Algunos de su cabellos mostraban unos bucles rebeldes, que parecían ser más dorados. 

Se puso de pie. 

Habiéndose quitado durante la mañana el saco de vestir, llevaba la camisa blanca con sus mangas arremangadas hasta la mitad de sus antebrazos. La prenda se apretaba en sus bíceps y pectorales, y entallaba su cintura.

Hipnotizado ante la visión que tenía delante, se acercó a ella para acariciarle el cabello, enredando sus dedos entre sus hebras. Llevó luego su mano hasta su cuello, que ahora parecía más largo, rozando con su pulgar la parte frontal de éste, manteniendo el resto de sus dedos sobre la nuca desnuda. Las miradas se entrelazaban, encendidas. Él, de azul profundo y ella, de dorado incandescente. 

Sin romper su conexión, estiró su cuello, provocando en él el deseo intenso de besárselo y aspirar de él todo el perfume de su piel. 

La cercanía de sus rostros era peligrosa. Tan sólo un beso los separaba. 

Uno imposible.

Se sorprendía de lo fácil que había sido para la criatura misteriosa conquistarlo de esta manera. Pero debía mantener la compostura. Siempre estaba en control. Ahora, lo estaba perdiendo y eso le incomodaba. 

Si lo que necesitaba de ella se resolvía pronto, continuaría con el plan de alejarla de su vida, por su seguridad. Y porque no merecía el haz de luz que irradiaba sobre él, que era pura oscuridad.

Por eso lo mejor sería mantenerse frío. Ni siquiera fingir que era su amante. Estaría jugando con los sentimientos e ilusiones de la niña que tenía delante.

En un intento por recuperarse, se alejó de ella, simulando tener algo pendiente sobre su escritorio que captaba su total atención. 

Ella lo siguió con la mirada algo confundida al perder la calidez de su mano y su aliento sobre ella, pero enseguida continuó.

—Me alegro mucho señor —esbozó una ligera sonrisa.

Se quedó dando vueltas, recorriendo con la mirada los títulos de los libros. No parecían los que ella acostumbraba. Tampoco eran como los de la habitación, que le resultaron tan diferentes, con personajes y aventuras, en lugar de textos científicos. Los de la oficina eran títulos de economía, leyes, política. No tenía ni idea de qué trataban, pero tenía curiosidad.

—¿Son todos suyos? —preguntó, señalando los diferentes volúmenes.

—Así es.

—¿Y los leyó todos?

—La mayoría.

—¿Y yo podría leerlos también?

Steve levantó la cabeza. No parecían ser libros que le podrían interesar. Además, la noche anterior, la había observado pasando las páginas de los libros de su alcoba ignorando su contenido. Se sentó nuevamente en el sillón de su escritorio recostando su espalda en el asiento y se quedó mirándola, con las manos juntas sobre su regazo.

—Sí, claro. Pero también puedes aprovechar los que tienes en tu biblioteca. Esos son más entretenidos.

—Los leí anoche.

—¿Todos? —Abrió grande sus ojos sin poder creer lo que oía.

—Sí. Y tiene razón que son muy entretenidos. Sólo conocía sobre ciencias. Nunca había leído libros que contaran sobre tanta variedad de circunstancias. Algunas me dejaron una sensación extraña en el estómago, que me hacía llorar, pero también leí sobre amor, compasión y personas ayudando a otros o sacrificándose por lo que creen valioso. Eso es bueno. Me hace creer que no todo es tan malo en este mundo.

—Bueno, a veces, la novelas exageran.

—A veces, las novelas no superan la realidad.

Vio en los ojos de la muchacha, el fulgor del dolor del recuerdo de lo que había vivido. Steve se dio cuenta que, el mundo el que él habitaba, lleno de muerte y engaños, no era nada comparado al que ella había sufrido, en carne propia. Posiblemente creer que hay algo bueno le ayudaría a sobrevivir.

—Además —agregó, recuperando el brillo habitual—. Usted me ha demostrado que hay gente que ayuda a otros. Y yo quiero ser también uno de ellos.

Pobre, no tenía ni idea de qué estaba hablando. Pero en ese momento, realmente deseó ser otro tipo de hombre. Uno que fuera digno de aquellas palabras. Tal vez, en otra vida. Si no regresaba como un inmundo gusano. 

Se puso de pie y caminó a una puerta doble lateral del despacho y la abrió, invitando a Aurora a que se acercara.

—Si los libros te gustan niña, esta habitación te va a gustar más que mi oficina.

—¿Por qué? ¿Qué habitación es?

—Una especial —le entregó su mejor intento de sonrisa a la única que lograba arrancarla de su semblante.

—¿Una habitación especial?

La figura esbelta y grácil entró y en cuanto vió lo que el señor Steve le mostraba, comenzó a dar saltitos y aplausos. Su habitual muestra de felicidad. 

¡Todo un ambiente lleno de libros! Estantes repletos, que llegaban hasta el alto techo. Con escalera para alcanzarlos. Había varios sillones y grandes cojines en el suelo, sobre alfombras tupidas. La luz de varios ventanales iluminaba todo el lugar, dándole la impresión de ser un templo.

—¿Más libros? Nunca he visto tantos.

—Me alegro de que sea de tu agrado —la siguió con la mirada mientras comenzaba a sacar algunos que llamaban su atención—. Si quieres, son todos tuyos. —Se dio un cachetazo mental. ¿Por qué había dicho eso si en unos días podría verla partir? ¿Dónde quedó toda intención de marcar distancia entre ellos? No lo sabía.

Ella se detuvo de pronto. Sonrió, no solo con su perfecta boca, sino con todo el rostro. Dejó los libros que cargaba con delicadeza sobre una mesa y corrió a abrazar al hombre que tanto le daba. De la felicidad, saltó sobre él, rodeándolo con sus piernas y chocando sus cuerpos.

Tras el sorpresivo impacto, la recibió colocando sus grandes manos sobre las firmes nalgas de la joven.

—Gracias, gracias, gracias, señor Steve.

Ahí estaba otra vez ella, transmitiéndole el calor y el perfume de su piel. Ese aroma a cerezos que se impregnaba en su cerebro. Cómo poder mantener la cordura, cuando aquel ser divino lo provocaba a cada minuto del día. 

Para qué luchar contra la corriente, cuando lo mejor sería nadar en ella, dejándose arrastrar. Si nunca antes había sentido remordimientos por cada follada, no veía por qué debía cambiar ahora. Ella también disfrutaba y había sido claro cuando le explicó el trato de su corta estadía.

Aceptando otra batalla perdida contra el deseo que despertaba en él, la empujó contra un rincón, al costado de una de las bibliotecas y comenzó a besarle el cuello con pasión, bajando a su pecho. Ella sola se sostenía con la fuerza de sus piernas, dejando las manos vigorosas del hombre libres para recorrerle el cuerpo, descubriendo por debajo del vestido que no llevaba ropa interior. Eso lo enardeció más, comenzando a gemir y a moverse contra la sensual muchacha, que lo sostenía con una mano en su nuca, respondiendo a sus movimientos de la misma forma.

Apretó una de sus nalgas con su mano, atrayéndola hacia su pelvis, que retenía a duras penas en su pantalón la excitación de su miembro. Su otra mano atendió con devoción pecaminosa uno de los senos al tiempo que su boca seguía marcando la piel de su cuello, deslizándose con pequeños mordiscos por su hombro, lamiendo la línea de su clavícula hasta perder su cara en el cálido y dulce escote.

Sentía el cosquilleo en su punto fulminante y el nudo formándose en su vientre con cada gemido oscuro que se arrastraba de la garganta del señor Steve. El hambre de sus manos y boca la estaban consumiendo. Necesitaba que la liberara de esa tensión y buscó aumentar la fricción entre sus intimidades. Un gruñido ronco la hizo rodar los ojos y apretarse más contra el duro, ansioso y febril cuerpo.

Unos inoportunos golpes en la puerta de la habitación contigua los interrumpió. Él maldijo por lo bajo, apoyando su cabeza contra el pecho acelerado de Aurora, mientras ella lo abrazaba con fuerza.

—¿Señor Sharpe? —llamaba con cautela Josephine—. ¿Está aquí? Le traigo su bocadillo para almorzar.

Aurora, bajó sus piernas, que habían ceñido la cintura estrecha y musculosa del hombre y ambos se separaron para acomodarse la ropa y peinarse con los dedos. Tendrían que retomar sus intenciones en la noche.

—Sí Josephine, estamos en la biblioteca. Deje los bocadillos en mi escritorio.

—Disculpe señor, pero sólo traje para usted. No sabía dónde o qué iba a comer la señorita Aurora.

Salieron ambos de la biblioteca para encontrarse con la empleada en el despacho. Steve respondió, mirando a Aurora.

—¿Qué te parecería comer en la biblioteca?

—¿Juntos?

—Bueno... —dudaba de romper su rutina de comer solo en el escritorio, salvo cuando Gerard lo visitaba en el horario de almuerzo, mientras seguía las noticias de los televisores encendidos de la habitación y trabajando en el ordenador—. No suelo comer acompañado —vio la decepción en su angelical rostro, que mordía ese labio, gesto que cada vez le gustaba más, y mudó de idea—. Pero por hoy, podría comer en la biblioteca, juntos.

—¡Gracias señor Steve!

Josephine seguía la secuencia. 

La curiosidad por ver otra vez de cerca a la nueva habitante de la casa la había llevado a ser ella la que alcanzara el almuerzo, tarea habitual de Theresa. No se le había escapado que el señor Steve había tardado en contestar y ambos habían aparecido por la puerta lateral de la biblioteca, atribulados, con la mirada oscurecida y hasta sonrojados. Y por más que hubieran intentado acomodarse la ropa y el cabello, se notaba cierta desprolijidad. 

Por primera vez en años, la opinión que tenía sobre el señor Sharpe cambió. Siempre tan glacial y en dominio de sí, que ahora, verlo bajar la guardia por la dulce muchacha, lo hacía mirarlo con otros ojos. Por lo visto, no era tan inconmovible como creía o como él quería que todos creyeran.

—Muy bien señor. Traeré el almuerzo para la señorita Aurora inmediatamente.

—Gracias Josephine —respondió la joven con una enorme sonrisa.


 Aurora se había quedado sentada sobre la alfombra a un lado de las piernas de Steve para almorzar aprovechando la mesa baja, mientras que él estaba sentado en una de las amplias butacas individuales, de cómodos apoyabrazos. Josephine se había esmerado en unos suculentos sándwiches que desaparecieron sin demora y ahora dejaba en la mesa de centro un tentador postre para la joven y un café negro para el hombre.

—Espero señorita que le guste la tarta de chocolate.

—Nunca he comido, pero se ve delicioso —sus ojos se encendieron. El aroma del cacao, desconocido para ella, la embriagaba—. Muchas gracias, Josephine.

Steve, a pesar de mantener una conversación con su asistente Beatrice por el teléfono móvil, siguió la escena. No se le había escapado el comentario sobre el pastel. ¿Qué chica de veinte años no comió nunca pastel de chocolate? Las incógnitas se acumulaban.

Retomó la conversación telefónica para finalizarla.

—Muy bien Beatrice. En tres días estaré allí para cerrar ese tema. Adiós —dejó el aparato sobre la mesa y tomó la pequeña taza. Quedó a mitad de camino de su boca cuando el gemido erótico de Aurora lo estremeció, provocando una reacción instantánea en él. Tosió bajo y habló a la morena mujer sin mirarla—. Eso es todo, Josephine. Cierre al salir y que nadie me interrumpa por el resto del día.

—Sí señor —a duras penas pudo contener una sonrisa al notar los ojos depredadores en su jefe sobre la dulce presa que tenía su atención en el postre.

Aurora amagó con ponerse de pie, llevando su plato en una mano. Su semblante parecía contrariado.

—¿A dónde vas niña?

—Creí que no quería que lo molestaran, señor Steve.

—Tú no me molestas. Siéntate. 

<<Quiero disfrutar de verte>>.

Hizo un mohín ante la orden. Aurora había notado que el señor Steve no decía por favor, o gracias. Pensó en el Dr. T, que le había enseñado la importancia de ser amable y de no mandar a otros.

—¿Sabe? —comenzó, retomando su lugar—. No necesita dar órdenes todo el tiempo. Puede pedir las cosas diciendo por favor y gracias. No le haría daño.

—¿Me estás riñendo, niña? —Su media sonrisa se alargó desde una comisura. Ella era la única que podía atreverse a una cosa así. Y al parecer, sólo a ella se le permitía.

—Y otra cosa, ¿por qué me dice niña? Soy una mujer, ¿o no?

—Porque para mí, eres una niña. Dime, ¿cuántos años tienes?

Era una pregunta simple a la que debería corresponderle una respuesta igual de simple. Sin embargo, Aurora palideció. Eso no pasó desapercibido al atento Steve.

<<Siete meses y medio>> debería ser su edad, pensó. Lo que es completamente imposible de explicar. 

—Veintiún años, señor Steve —susurró, agachando la cabeza. Es lo que el Dr. T le había señalado cuando le enseñó a analizar su sangre.

Dejando pasar por alto la extraña actitud, siguió con su justificación.

—Bueno, yo tengo treinta y dos. Para mí, eres una niña —entrecerró sus ojos, divertido por los desplantes de la rubia, aunque no lo demostrara—. ¿Te molesta que te diga así? Dejaré de hacerlo. No quiero hacer nada que te disguste.

Torció su boca, llevando una mano a su barbilla para pensarlo. Enseguida, negó con la cabeza y sus bucles bailaron de un lado a otro.

—No. Está bien señor Steve —sonrió, justamente, como una niña contenta—. Usted puede decirme así.

—Oh, pues, gracias por tal honor —puntualizó en el <<gracias>>, llevando una mano a su pecho y haciendo una pequeña reverencia con la cabeza, lo que arrancó una risa graciosa de la muchacha, que volvía a meter el tenedor en el dulce.


Se encontró a sí mismo perdido en cada gesto, en cada línea y sonido que la joven realizaba.

Apreciaba la maravilla en el contraste entre aquella niña, porque eso parecía por momentos por la manera en que sus ojos brillaban con inocencia ante cada descubrimiento; y la sensual y provocativa mujer que lo llevaba a la luna en un cohete.

Uno que estallaba en su pantalón al recordar su forma de atrapar su mirada, en los gemidos suaves que no pudo evitar que se escaparan de su garganta ante cada una de las provocaciones del hombre al follarla.

Gemidos que en ese instante eran producidos por el pecaminoso postre de chocolate.

Steve dudaba que ella fuera consciente de lo que estaba haciendo, de lo que provocaba, y eso lo excitaba todavía más.

Se revolvió incómodo en su asiento por la dureza de su erección que amenazaba con romper su elegante prisión, como así su compostura.

Con ella rompía todas sus reglas y al pensar en ello, un frío estremecimiento recorrió su espalda, porque temía que en el juego en el que se estaba metiendo, algo en él también se rompiera. Aunque no distinguía qué se podría quebrar, pues carecía de corazón, o al menos, eso se decía. Pero también podían romperse aquellos muros que había creado a su alrededor y eso, sería el principio de su perdición.

Un nuevo gemido lo devolvió al espectáculo del que él era único espectador. Siguió con deseo el recorrido de la rosada lengua que lamía el tenedor y luego sobre los labios de cereza que se habían manchado con salsa de chocolate, y sin pretenderlo, él también soltó un gruñido gutural, profundo, que sacó a Aurora de su trance, haciéndola girar hacia el hombre que la observaba.

Él también se relamió, mojando su boca.


La muchacha fijó sus dorados iris en ese gesto, sintiendo de golpe cómo su intimidad vibraba, caliente y húmeda. Subió hacia los ojos, dueños de la noche, que la habían conquistado y notó que se habían oscurecido. Reconoció en ese cambio el deseo, la pasión, y simplemente, quedó estática, perdida en esos dos profundos pozos.


Antes de dominar sus pensamientos e impulsos, se escuchó así mismo hablar, o mejor dicho, volvía a ordenar, como hacía en su mundo en el que él era amo y señor de todo; aunque con ella, se sintiera como su fuera un esclavo, a merced de sus ojos ambarinos y sonrisa creada por dioses y merecedora de adoración.

Sin realmente poder distinguir si él controlaba aquella situación o si era controlado, dijo las palabras que se abalanzaron hacia el exterior.

—Ven aquí, Aurora —su susurro fue firme, autoritario aunque suave.

No protestó ante la orden que la hizo moverse sin siquiera percatarse que lo hacía, hipnotizada por la profundidad de su voz.

Aurora no pronunció palabra. Sólo se detuvo delante de Steve, que la observaba desde abajo, sentado en la butaca individual. Él se inclinó hacia adelante y su estrecha cintura fue capturada por la poderosas manos, haciéndola girar sin necesidad de hablar.

De un ágil movimiento, aprovechado la ligereza de aquel cuerpo de ensueño, Steve la sentó en su regazo, estrellando su trasero contra su pelvis abultada.

La joven jadeo. No estaba segura qué debía hacer, pero le gustaba sentir el calor de aquel fuerte y musculoso cuerpo contra su espalda.

Instintivamente desplazó más sus nalgas hacia atrás acomodando la roca entre sus mejillas traseras.

Ardía. Todo en él ardía como si tuviera fiebre, como si el infierno lo hubiera alcanzado, pero por el momento no temía ser quemado si lo que obtenía era más placer de aquella muchacha. Sus manos, con voluntad propia, iniciaron su exploración simultánea con destinos opuestos.

Presionó su vientre, empujándola contra su torso. La cabeza de ella se inclinó a un lado, apoyándose sobre su hombro, dejando a su merced su delicada piel, que no demoró en probar con mordidas, besos y lengüetazos, regocijándose de ver cómo se erizaba. Aspirando su perfume.

Una de las grandes manos ascendió hasta colarse debajo de la tela del escote del vestido, haciendo prisionero al seno que lo recibía con su pezón duro. El tacto caliente de aquella mano rasposa la enloquecía. Pellizcaba con dos dedos su cima, tironeando de ella con erótica brusquedad. 

La otra mano fue más atrevida. 

Steve arremolinó la falda hasta subirla a la pelvis, dejando un rastro de fuego en la piel de la pierna en su paso hacia el interior del muslo. Sin ninguna tela como barrera, los dedos experimentados se lanzaron a la tarea de recorrer los pliegues del sexo desnudo de Aurora, que lo recibía húmeda y dispuesta. Frotaban sobre su clítoris empapándose de sus jugos, dando descargas eléctricas profundas que la sacudían. 

Ella se había dado placer así misma una vez. Pero no se comparaba con lo que experimentaba en ese momento. Esos largos y fuertes dedos iniciaron una invasión a su interior que la hacía arquearse, retorcerse sin control. No saber qué le esperaba con cada maniobra era mucho más explosivo que usar sus propios y previsibles dedos.

Dos dedos bailaban en su interior. Hacían círculos con ellos, los doblaba, saca y volvía a meter.

Sabía lo que hacía.

Se balanceaba adelante y atrás, desesperada por calmar el tormento que se concentraba en su vientre y en su punto de placer. 

Llevó una de sus manos hacia la nuca de Steve y lo sujetó con fuerza, enredando sus dedos entre sus cabellos, apretándose más a él, refregándole su culo contra su fisionomía. Lo sentía caliente. Las gotas de sudor mojaban su mano y la fragancia masculina potenciada los envolvía, combinándose con el suyo propio. Madera y cereza. 

Él no se detenía en su labor, dedicado a entregarle un estado de brumoso placer, en el que se perdía completamente. Mordía su labio para contener sus gritos. Él se dio cuenta de sus esfuerzos.

—Quiero oírte, Aurora —ronroneó contra su lóbulo, que luego mordió y lamió—. Grita para mí. Me importa una mierda que nos escuchen. Que retumbe la casa, pero no te contengas. Nunca lo hagas conmigo. —Fue todo lo que necesitaba. Su garganta emitió cada sonido sostenido—. No te das una idea lo que me calientas. —La voz era ronca y gutural—. ¿Te gusta? —Como respuesta dejó escapar un gemido—. Dilo —ordenó.

—Sí —apenas pudo articular esas dos letras.

—Más fuerte. 

—¡Sí! ¡Oh, sí!

—Dímelo otra vez, Aurora —demandaba con excitación—. Dime que eres mía.

—Soy suya, señor Steve —jadeó.

<<Puta.Madre>>. 

Nunca esa palabra había movido tanto en él. Quería que fuera suya en ese instante, en los minutos, horas y días que le siguieran. 

Hasta el adiós definitivo.

—Todavía no hemos terminado.

A segundos de su estallido, los dedos la abandonaron y sintió el vacío con fastidio. Tan cerca... Su molestia se acrecentó cuando Steve la hizo ponerse de pie. A punto de protestar, escuchó la hebilla del pantalón soltarse y la cremallera abrirse. Antes de voltearse, fue detenida sobre la punta del miembro endurecido, hirviente y nervudo.

—Te dije que faltaba —gruñó. Tomaba todo su anchura con una mano, listo para el empalamiento—. Siéntate.

Estando tan húmeda y lista, de un sólo movimiento, engulló la polla, recibiéndola con un largo jadeo. Las manos de Steve la guiaban en su danza desbocada desde su cadera. Se movían en sincronía con fiereza. Él golpeaba su culo con cada brusca elevación de su pelvis, sintiéndola más profunda en ella. Cada vez más enterrada en su sexo.

El ritmo aumentó. Los gemidos se agudizaron y los sonidos del miembro entrando y saliendo en su canal se hacían más intensos.

Sentían cercano su orgasmo. Arremolinándose en su vientre, cosquilleando debajo de su piel.

Una de sus manos se perdió debajo de la falda del vestido para frotarse contra su clítoris, elevando la experiencia de la fémina. 

Ambos colapsaron en un espasmo largo y demoledor simultáneamente y una vez más, todos sus sentidos fueron enceguecidos por la luz dorada que los bañaba en su interior.

Volvía a embargarlo esa misma sensación que había identificado como la extraña y escurridiza felicidad que obtenía con cada descarga de estrellas fugaces. ¿Por qué lograba eso con la niña?

Mientras Steve se sentía vaciado, Aurora percibía la esencia masculina llenándola. 

Le fascinaba. Un sentimiento tan íntimo.

—Eso fue fabuloso, señor Steve. Creo que hemos llevado a un nuevo significado lo de habitación especial —murmuró, recostando su cabeza hacia atrás, percibiendo contra la piel de su cuello desnudo el aliento cálido de Steve tras una pequeña risa por su comentario. 

La mano masculina acariciaba con sorprendente suavidad la línea delantera de su cuello, al tiempo que dejaba un reguero de besos por esa misma parte hasta llegar a su mejilla. Ella se giró hacia él, buscando sus labios, pero él se apartó, dirigiendo su atención a su hombro, que pellizcó con sus dientes. 

Arrugó el ceño, sin comprender su actitud.

—Tú eres fabulosa. Una pequeña chispa y ocasionas un incendio devastador. —Ella soltó una risita entre dientes, con la cabeza todavía descansando sobre él—. ¿Qué haré contigo, niña?

—Lo que quiera, señor Steve —sonrió.

<<No me digas eso, niña, que serás mi perdición>>.

Su perdición. 

El frío volvió a apoderarse de su ser. Y con ello, su intento de autocontrol. Se puso de pie, arrastrando a la joven que seguía arriba suyo. Sacar su miembro de ella fue como quedar desnudo y perdido. Pero debía recuperarse.

Aurora también sintió el vacío cuando rompió el contacto entre ellos. Asimismo, la calidez del semen cayendo por el interior de sus muslos. Menos mal que la falda había vuelto a caer, cubriendo sus piernas.

—Será mejor que me limpie, señor Steve.

—Bien —respondió secamente, después de hacer su propia limpieza con un pañuelo de tela que había sacado de su bolsillo trasero para acomodarse la ropa—. Yo debo retomar mi trabajo. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras aquí, Aurora.

—Gracias, señor —respondió tímidamente.

No comprendía porqué, pero había cierta rigidez en el hombre. Vio cómo se dirigía a su despacho y ella siguió su camino a uno de los tocadores de la planta baja con la cabeza y el corazón confundidos.


Después de almorzar, él había estado trabajando hasta la noche mientras ella leía en la biblioteca. O al menos, eso creía, porque cada vez que la veía, tenía un libro diferente en su mano.

***

En los Laboratorios Quirón, ya no quedaban empleados, salvo algunos de seguridad y mantenimiento, pero eran escasos y no pasaban por todos los pisos. 

Era el momento preferido de la doctora Lucy Kane para realizar los estudios de su empleador secreto y convertirse en Anya Petrova, la espía científica rusa que desentrañaría los oscuros secretos de un gobierno corrupto. Se divertía inventando diferentes escenarios para su alter ego.

Comenzó por tomar su ordenar portátil de su gran bolso. Siendo un trabajo secreto, lo mejor era usar la suya. La apoyó sobre la mesa y la abrió. En unos segundos, ya tenía la pantalla encendida, lista para continuar con su investigación.

Se puso de pie y fue hasta el refrigerador donde había escondido la pequeña caja para enseguida volver a sentarse en su puesto.

Llevaba algunos minutos, preparando las dos muestras que le habían entregado. 

La primera, no era ninguna sorpresa. Era la del enfermo, aunque estaba más deteriorado que la última vez que lo había analizado, un poco más de un mes atrás. Pasó a la segunda muestra. La identificó como O negativa antes de sumergirse más en ella.

Parpadeó nerviosa ante lo que tenía enfrente, dudando de que fuera correcto lo que estaba observando. 

En la muestra, había reflejos dorados. ¿Cómo era posible? Se alejó del microscopio unos minutos, para reflexionar. Volvió a concentrarse en lo que veía y luego combinó las dos muestras. La muestra extraña atacaba las células enfermas. ¿Habían encontrado una cura? Su corazón saltó de alegría anticipada.

No. Enseguida la muestra continuó destruyendo todo lo demás.

Arrugó su frente. Se puso de pie y buscó en uno de los refrigeradores del laboratorio diferentes muestras de enfermedades.

Retomó su posición y comenzó, una a una, a combinar las muestras dañadas con la misteriosa, registrando cada situación. Una hora después, sus ánimos estaban por el piso. Todo quedaba aniquilado.

Como un virus. Aunque no lo fuera. Por el contrario. Vencería cualquier virus.

Eso sí que era ciencia ficción. Más increíble que sus fantasías.

A cualquiera que se le aplicara esa sangre, lo aniquilaría al instante. Así que, una transfusión quedaría descartada. Tendría que ver si podría crear algún tratamiento a partir de ese plasma.

Continuó un par de horas más, probando diferentes enfoques y registrando todo en su máquina. Quería poder analizar ese extraño ADN. Había algo que le llamaba la atención y que se le hacía familiar. 

Hasta que cayó en la cuenta qué era. 

¡El suero del Dr. T! 

Nadie lo sabía, pero el doctor Tasukete le había compartido su investigación sobre el suero porque era la única que podía asistirlo en relación a la aplicación de AND de otras especies. Pero lo que veía no podía ser cierto. Imposible. 

Podía determinar que la muestra pertenecía a una mujer de alrededor de veinte años. Pero lo increíble era que ese ADN, no tenía deficiencias y, además, encontraba en algunos puntos combinaciones de ADN de otras especies para la mejora de la visión, fuerza, velocidad, regeneración. Tendría que seguir investigando. 

Muchas preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Cuándo había tenido éxito el suero del Dr. T? ¿Cuándo había recibido el sujeto la dosis? ¿El Dr. T seguiría vivo? 

Esto demostraba que su tesis de doctorado no era una completa fantasía. El gran Masao Tasukete lo había conseguido. O quien hubiera seguido sus pasos. 

Lo que quería averiguar ahora, era cómo funcionaba. Ojalá pudiera conocer a la misteriosa mujer. Hacerle más pruebas. Y poder hablar con el entrañable doctor, que extrañaba más que nunca.

Lamentablemente, la maravilla de este ADN no serviría para sanar al enfermo. De eso estaba segura. Y darle la mala noticia a su rico auspiciante no sería algo grato. Ya había pasado por esto antes, pero nunca con una posibilidad tan cercana gracias a ese increíble e igualmente inservible ADN .

Se levantó de su mesa de trabajo, agotada. 

Era hora de irse y tomó la pequeña caja con su tesoro para esconderla en su casa. Tenía que cumplir con la desagradable tarea de llamar al Señor S. 

Aprovechaba siempre uno de los teléfonos públicos de las estaciones de metro que empleaba para viajar a casa. Trataba de no usar el mismo y a veces se bajaba en alguna estación anterior a la suya para usar otros teléfonos, como estaba segura haría Anya Petrova para evitar ser rastreada. El procedimiento consistía en dejar un mensaje explicando los resultados. De ser necesario alguna aclaración adicional, él se comunicaba desde algún teléfono cifrado.


Cuando llegaba a su casa, muy entrada la noche, una sombra la sorprendió por atrás cuando estaba ingresando la llave en la cerradura de la puerta de su apartamento. Pegó un grito y giró, cerrando los ojos con miedo.

—Soy yo, Rowan —la sujetó por los hombros—. Lo siento. ¿Estás bien?

Al igual que en el trabajo, la vio alterada sosteniendo con fuerza su bolso contra su pecho. Seguramente, había temido que fuera un ladrón que quería llevarse sus pertenencias.

—¿Qué haces aquí? —Abrió grande sus ojos, sintiendo cómo el corazón la aturdía con sus latidos, y manteniendo la caja que estaba en su bolso contra ella.

—Habíamos quedado que nos veríamos hoy. Pero volviste tarde. Ya estaba por irme... por cierto ¿de dónde vienes? ¿Otra vez haciendo diligencias? ¿Y a esta hora? —Guiñó su ojo con socarronería.

Recuperada del susto, rodó sus ojos y se volteó para terminar con su tarea y poder ingresar a su pequeño piso.

—Tenía que terminar unos informes para el Dr. Green, antes que se moleste.

—Ese se molesta por todo —decía esto mientras tomaba a Lucy por la cintura. Sin embargo, ella no parecía interesada en responder a su juego.

—No sé si hoy será una buena noche, Rowan. Perdóname.

—Lucy, estuve esperándote por más de una hora.

—Sí, lo sé. Pero tengo la cabeza en otro lado.

—No necesitas tu cabeza.

En cuanto observó cómo depositaba con cuidado su gran bolso de colores sobre una mesa, la giró y la besó, tomándola con fuerza. Él estaba con ella por interés, pero era una mujer bastante bonita, y que le dejaba hacerle en la cama casi cualquier cosa. Nada demasiado violento, pero sí se divertía con pequeños juegos de roles y algunas posturas intensas y dominantes.

Antes que ella pudiera resistirse, él le bajó la bragas y jugó con su mano en su sexo, estimulándola. Luego, la tomó de los hombros y la arrastró hasta la cama, donde la buscó después de desnudarse. Había estado esperando mucho tiempo y quería recibir lo que merecía.

Lucy se dejaba hacer. No estaba disfrutando demasiado todavía, pero aceptaba lo que le hacía Rowan porque era el único hombre que al menos notaba su existencia. Eso había sido suficiente para ella para que se enamorara de él. Y, enamorada como estaba, no se daba cuenta que para él, Lucy no era nada más que alguien que le ofrecía un revolcón cada tanto. Más importante. Estaba ciega hacia los verdaderos propósitos del científico, que en cada oportunidad buscaba robarle datos de sus investigaciones.


N/A:

¿Qué les pareció esta "habitación especial"? 

¿Cuál sería su lugar especial o refugio?

Si te gustó lo que Aurora y Steve, o "Petrova" nos compartieron, no te olvides de votar.

Les comparto una idea del corte "bob" de Aurora.

Gracias por leer, demonios!

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