22. Ángel
22. Ángel.
Bajaron a la planta principal de la mansión tomados de la mano.
Un impulso dominante por parte de Steve, que sin embargo, ambos sentían completamente correcto. Encajando a la perfección cómo lo hacían sus cuerpos.
Le gustaba tener los dedos entrelazados con el alto rubio que la guiaba por delante de ella con cierta posesividad.
No podía dejar de contemplarlo. Su perfil le atraía como la luna a la marea.
Él pareció darse cuenta y giró, atrapando su mirada en el acto, lo que provocó que ella se sonrojara y fijara su vista al frente, apretando su labio inferior con sus dientes y concentrándose en la gran sala que se abría por delante.
El contraste entre timidez y voracidad erótica de la muchacha le fascinaba. Era su turno de perfilarla con los ojos.
Avanzaban por la mansión que todavía no conocía y que tenía curiosidad por descubrir para saber dónde vivía el hombre que le estaba sujetando la mano. Cuando llegaron al amplio comedor, con vista al mar a través de más ventanales, quedó deslumbrada por la luz que inundaba el lugar. Todo lo que conocía era oscuro, frío y cerrado. Allí era lo opuesto. Los techos eran altos, blancos, con vigas de madera natural. Había una gran mesa de madera con muchas sillas y más lejos, una sala de estar frente a una enorme chimenea. Apagada por la época estival.
En uno de los extremos de la mesa hábilmente tallada, tenían preparado dos desayunos generosos. Se podía disfrutar de gran variedad de opciones: huevos revueltos, tocino, fruta, cereales, tostadas con dulces, bizcochos. Y para beber, café, té y jugo.
Aurora no había visto nunca tanta comida junta. Ya quería probarlo.
Entonces se dio cuenta que había dos figuras de pie, pegadas a una pared. Estaban tiesas como estatuas, ambas uniformadas con un sencillo vestido gris claro con un delantal blanco. Una de ellas era pequeña, algo arrugada, de apariencia frágil y encorvada. Era mayor que la otra, que tenía una cara redonda y bonita. Tan alta como ella, pero de proporciones más generosas en el busto y en la cadera. Su piel era casi tan oscura como la de Andrew. Tendría unos cuarenta años. De hecho, desconocía que Andrew y ella habían sido compañeros de preparatoria.
Cuando Steve Sharpe compró la casa en la que trabajaban, pocos años atrás, Andrew fue el que contrató a Josephine porque sabía que era una mujer de confianza. Y ésta, a su vez, había recomendado a Theresa. El trabajo en esa casa no les desagradaba. La paga era generosa y nunca había grandes inconvenientes. El señor Sharpe casi nunca traía gente a casa, a excepción del señor Brighton, que se manejaba con la misma naturalidad que el dueño. Y para la fiesta anual de beneficencia. Que tendría lugar en unos días. Lo único que las incomodaba, era la frialdad de Steve, por lo que trataban de no estar mucho tiempo en su presencia.
Sharpe le señaló a las mujeres y las presentó.
—Ellas son Theresa y Josephine.
Aurora se acercó a ellas y les sonrió.
—Soy Aurora —estrechó la mano de cada una.
Primero tomó la de Josephine y continuó con la de Theresa. De inmediato notó sus manos deformes y supo que sufría mucho dolor. Sostuvo su mano un poco más que la de Josephine. La pobre Theresa sintió en ese apretón una indescriptible calidez.
Las confundidas mujeres no entendían nada quién era esa hermosa joven. Sólo les informaron que tenían que preparar una bandeja de bocadillos la noche anterior y el desayuno de esa mañana. Pero enseguida les agradó, con esa sonrisa luminosa que parecía llenar el lugar de alegría. Ojalá esa alegría pudiera afectar al frío señor Sharpe.
—Te asistirán en todo lo que necesites cuando yo no esté.
Steve y Aurora tomaron asiento en la mesa, frente al suculento desayuno.
—¿Y dónde estará usted?
—Trabajando. Viajo bastante y suelo ausentarme una vez por semana. A veces más. Cuando no esté, te hará compañía mi socio, Gerard Brighton. Lo conocerás más tarde. Podrás confiar en él como si de mí se tratara.
Vio al señor Steve tomar una servilleta de tela y colocársela sobre el regazo y ella lo imitó.
Enseguida Josephine y Theresa comenzaron a servir ante la atónita mirada de Aurora. En una taza le sirvieron un brebaje negro al igual que al propietario de la mansión. Viendo que él llevaba la pieza de porcelana a la boca para beber el humeante líquido, hizo lo mismo.
El sabor amargo no le gustó y una mueca se dibujó en sus facciones. Los ojos azules brillaron de gracia al toparse con los de ella.
—¿Sabe feo? —Movió su cabeza de arriba abajo en respuesta—. No tienes que beber café si no te gusta.
Theresa, anticipándose a cualquier requerimiento de su jefe, tomó la tetera y sirvió en otra taza que recogió de un mueble cercano la segunda opción.
—Aquí tiene té, señorita Aurora. Puede agregarle leche y azúcar así lo prefiere.
—Gracias Theresa. Estoy segura que el té será de mi agrado —sorbió un poco, confirmando que era de su preferencia. No era como el japonés, pero le gustaba mucho más que el café—. Delicioso —sonrió encantadoramente, recibiendo de parte de la vieja empleada otra sonrisa.
—Me alegro. Es tipo inglés, pero en la cocina hay una gran variedad. Para el desayuno de mañana puede probar otros.
—¡Me encantaría!
Ambas mujeres parecían disfrutar del mutuo intercambio, hasta que un carraspeo las interrumpió.
—Es suficiente Theresa. No se preocupe. Cualquier cosa que necesitemos se lo solicitaremos.
—Sí señor Sharpe —agachó la cabeza antes de retirarse a la cocina, junto a Josephine.
—Ahora, Aurora... ¿qué te gustaría probar de lo que tengo para ti? —Abrió sus brazos enseñando la oferta sobre la mesa.
—¡Todo señor Steve! —Fue la entusiasta respuesta.
***
Andrew conducía hacia la casa del padre del señor Sharpe. Debía retirar de allí una muestra del hombre que ocupaba esa residencia. Luego, llevaría ambos paquetes al punto de encuentro habitual, donde la doctora Kane retiraba el encargo.
Sin nombres ni caras por parte de Andrew o del señor Sharpe. Dejaría la caja en una casilla de correo con la mitad del dinero.
La doctora contaba con la llave y de esa forma intercambiaban información, recibía los medicamentos o le entregaba la paga. Así se mantenía el anonimato. Al señor no le gustaba que se supiera que estaba obsesionado con encontrar una cura para su padre. Nadie estaba al tanto de lo avanzado de su enfermedad, salvo Gerard y Andrew.
No quería que fuera de público conocimiento. Su vida privada, debía ser así, privada.
Y hasta para algunos, Richard Sharpe había fallecido años atrás y su hijo jamás lo desmintió.
***
La doctora Lucy Kane disfrutaba de los misteriosos encargos del Señor S.
Se sentía como en un juego de espías que la sacaba de su rutinaria vida de laboratorio. Sabía que no había nada de peligro, pero le gustaba pretender que su vida estaba en riesgo y que debía liberar al mundo de un virus mortal.
Al menos, la distraía y, además, obtenía fondos para sus investigaciones paralelas sobre genética interespecies. No había tenido una gran recepción de su doctorado, porque pensaban que era ciencia ficción. Sólo un hombre habría creído en su posibilidad, pero el Dr. T había muerto en un accidente automovilístico, diez años atrás.
Recordó el impacto que le causó conocer la noticia cuando encontraron su coche en el fondo del mar. Había caído por un barranco, pero nunca encontraron su cuerpo.
Lo extrañaba mucho. Era el único que la entendía. En el presente, ya como doctora, sus compañeros y superiores la consideraban una excéntrica genetista y sólo le daban tareas poco innovadoras.
Nunca supo cómo se enteró el Señor S de su trabajo. Varios años atrás, una extraña llamada telefónica le comunicó que estaba interesado en financiar secretamente alguna de las investigaciones, si a cambio, ella lograba encontrar alguna cura para un sujeto. Ella imaginaba que el enfermo era el mismo hombre misterioso, que no aceptaba su propia mortalidad. Lo proyectaba como un viejo escuálido, de cabellos largos y blancos, postrador en una cama en alguna mansión oscura y medieval.
Lamentablemente, no lograba vencer la enfermedad degenerativa. La última muestra indicó que el estado del sujeto era inmejorable. Inevitablemente, moriría en poco tiempo. Y le tuvo que explicar que ya no podría seguir. Sólo mantendrían el envío de las medicinas que mitigaban en algo el dolor constante. Pero la solución, la seguía eludiendo completamente.
Se sorprendió cuando la noche anterior recibió otro mensaje del reservado y excéntrico millonario. Le indicaba que en el día de hoy estaría recibiendo el último encargo. Si no tenían éxito, ya no volvería a contactarse con ella, pero igualmente, le dejaría una gran paga, suficiente para seguir con sus estudios un par de años más. Como ese pago sería mucho más sustancioso, lo realizaría a través de su cuenta bancaria y no en efectivo con el medio acostumbrado. En este caso —dijo el Señor S—, le daría dos muestras. Una, la del enfermo y otra, una muestra especial que esperaba sirviera para crear una cura.
Ahora, estaba aprovechando el horario de su almuerzo para escaparse del trabajo y esperaba sentada en un banco de una plaza a que le enviaran por mensaje que el paquete estaba listo en el lugar habitual. Nunca trató de seguir o espiar al mensajero por temor a que alguien que obviamente era poderoso, se molestara con ella y perdiera tan preciosa oportunidad de seguir investigando sus proyectos.
Para entretenerse, leía una revista de chimentos. Un cable a tierra entre tantos experimentos.
Fijó sus ojos en la imagen de una de las páginas a color y como una adolescente, lo abrazó contra su pecho.
—¡Oh! Steve Sharpe... me derrite —murmuró cerrando sus párpados, imaginando que él era el protagonistas en su novela—. Las fotos no le hacen justicia.
Eso lo había comprobado años atrás, la única vez que lo había visto personalmente. Había sido en una fiesta para recaudar fondos de una fundación a la que científicos de toda América como ella, sus compañeros, su jefe el Dr. Green y el Dr. Meyer habían sido invitados. También millonarios y posibles benefactores, como el propio Sharpe.
Él se había acercado a ella en la gala, serio e imponente y quedó asombrada porque un hombre de tremenda belleza le dirigiera la palabra. Su perfume masculino, sutil y definitivamente caro la había envuelto en una nube de sueño húmedo que tardó en romper cuando sus ojos azules profundo la inspeccionaban con cierta curiosidad desde su altura. Como una boba, había comenzado a balbucear, hasta que se encontró minutos después compartiendo lo que sus colegas consideraban ficción sobre la modificación y combinación de especies en cadenas genéticas, ARN, ADN, bla, bla, bla... No supo cuánto tiempo había hablado, pero el atractivo hombre había sido respetuoso al escucharla, hasta que alguien más los interrumpió, reclamando su atención, despidiéndose de ella por su nombre. Nombre que ni siquiera recordaba haberle entregado.
Entonces, escuchó su celular, arrancándola de sus elucubraciones. Miró la pantalla y sonrió. Estaba listo el paquete y su paga.
<<A comenzar otra misión para salvar al mundo>>.
Llegó al trabajo con una gran sonrisa, a pesar de hacerlo con retraso. Estaba emocionada. Dentro de su gran y estrafalario bolso de muchos colores, llevaba la caja hermética. Lo cargaba entre sus brazos, con cuidado. Se aseguró, cuando se sentó en su escritorio, que nadie viera cómo guardaba el precioso paquete.
En la noche, cuando todos se fueran, comenzaría a analizar las muestras.
De golpe, apareció su jefe y dio un salto en su silla.
—¿Todo bien doctora Kane?
—¡Ah! Me asustó —su mano se posó en su pecho, sintiendo los latidos acelerados de su corazón sobresaltado—. Sí Dr. Green. Todo en orden. Lo siento mucho. Compensé con unas horas extras que tenía hechas.
El alto doctor revisó su elegante reloj de oro y luego la miró con curiosidad. Era una doctora muy peculiar, que no le agradaba demasiado, a diferencia de su amigo Masao, que la había tomado bajo su ala y compartido interés en la investigación de la combinación de ADN de diferentes especies.
—Mmmm... —asintió con un gruñido—. Necesito lo antes posible los resultados de los análisis del lunes pasado.
—Enseguida señor.
<<¡Qué susto!>>.
Vio cómo se marchaba el doctor Green. Desde que su gran amigo y colega, el Dr. T murió, no había vuelto a ser el mismo. De hecho, ahora le parecía mucho más soberbio y escalofriante. Siempre parecía estar ocultando algo. No le gustaba nada. Pero los Laboratorios Quirón eran el mejor lugar para trabajar como genetista.
Concentrada como estaba en la espalda del Dr. Green, se sobresaltó otra vez cuando su colega se sentó a su lado.
—¡Rowan! —Su mano volvió a volar a su lado izquierdo, como si necesitara contener su corazón al que estaban por provocar un infarto.
—¿A dónde fuiste? —Sonreía de forma misteriosa el muchacho de rebeldes cabellos anaranjados—. ¿Un amante secreto?
—No, tonto —rodó sus ojos y lo empujó con una mano—. Sólo tenía que cumplir con ciertas tareas domésticas pendientes.
—Fingiré que te creo —rio entre dientes—. Al parecer, el Dr. Green no cambia su malhumor. Será porque ya no viene su noviecita.
—¿Noviecita? —Abrió grande sus ojos. Siempre era muy distraída con lo que ocurría a su alrededor—. ¿Te refieres a la rubia artificial? —El irlandés afirmó—. ¡Creí que era su hija!
El joven carcajeó antes de volver a su puesto, donde trabajaba con el análisis de cadenas genéticas.
Lucy se puso de pie, riendo ante el comentario de su compañero, pero por dentro, estaba ansiosa.
Esperando que nadie se percatara de lo que hacía, llevaba entre sus brazos la pequeña caja que había rescatado de su bolso hasta uno de las grandes neveras de los laboratorios. Debía mantener las muestras refrigeradas y escondidas, por las que las movió hasta dejarlas ocultas detrás de varias otras pequeñas cajas y tubos.
Sin embargo, no estaba siendo ignorada por todos. El doctor Rowan Hennessy, su compañero, la seguía disimuladamente con sus ojos violáceos desde detrás de la pantalla de su ordenador.
Era un joven científico, que después de su doctorado había obtenido un puesto en los Laboratorios Quirón. Tenía veintisiete años. Era ambicioso y carismático, pero reservado. Su curiosidad lo llevaba a preguntarse continuamente sobre los hombres que no parecían ser de ciencia pero que dominaban al dueño de la empresa, el doctor Johann Meyer. En el poco tiempo que llevaba trabajando en Quirón, había descubierto que algo más pasaba de lo que los empleados estaban al tanto.
Zonas de acceso exclusivo, investigaciones extrañas y el tal Cale Cameron que se encerraba muchas veces en el despacho del Dr. Green. No duraban mucho sus reuniones, y al finalizar estas, el alto y delgado científico siempre quedaba alterado.
Desde que había llegado, se había acercado a la extravagante doctora Lucy Kane, una de las pocas que habían vivido la llegada de ese extraño hombre y los suyos. Como también sabía que había sido la protegida del gran Masao Tasukete. Un ídolo para Rowan. Basado en su interés en descubrir lo que ocurría, la había encantado con su sonrisa taimada y seductora y, en poco tiempo, a pesar de la diferencia de edad, había logrado acercarse a ella.
***
En las oficinas del FBI devuelta en Nueva York, el agente Webb analizaba los informes que le habían pasado.
Balística confirmó que la bala empleada era una 7,62 x 51 mm OTAN y tenía la firma del asesino. No tenía dudas desde antes de que ese maldito escurridizo también era el responsable de la muerte del obeso texano.
Algunos de sus compañeros eran partidarios que era una especie de vengador. Sus blancos sólo eran hombres que, a pesar de que hubiera rumores de alguna actividad ilegal, no se podía comprobar nada y no existía ningún proceso formal contra ellos.
A Chris no le importaba si el hombre era un vengador o simplemente un sicario que trabajaba por un sueldo sustancioso. Su compromiso consistía en atrapar criminales y este lo era.
Estaba revisando las fotos de la escena del crimen y del árbol desde donde se había efectuado el disparo. No había mucho qué sacar de allí. Tampoco de las cámaras del parque durante ese día. Obviamente, no usó las entradas. Imaginaba que habría saltado por la verja, desde algún punto ciego. Entonces, se le ocurrió solicitar todas las imágenes de las cámaras de los alrededores del parque.
Se puso de pie y se acercó al escritorio de su compañera, la agente Lara Yang.
—Lara, ¿podrías pedir que nos envíen los videos de las cámaras de los accesos del parque y de varias manzanas a la redonda? Desde una semana previa al hecho. Hemos visto sólo el mismo día. Estoy seguro de que debe de haber tenido que ir a revisar la zona antes del trabajo.
—Seguro. Ya estoy en eso —tomó el teléfono y comenzó con la tarea solicitada.
—Y haz lo mismo con los otros trabajos del sujeto. No nos limitemos al mismo día del asesinato.
Ella asintió con la cabeza mientras daba órdenes de conseguir dichos videos.
Chris Webb no tenía nada más. No creía que consiguiera mucho con eso. Nunca se veía nada en las cámaras. Estaba claro que era muy cuidadoso. Pero lo intentaría igualmente.
***
Después del desayuno, que, sin querer reconocerlo, disfrutó en compañía de la joven, ambos salieron hasta la playa a pedido de ella.
Todo a su lado parecía ser un descubrimiento, una nueva experiencia para explorar y eso lo asombraba, aunque no se plasmara en sus rasgos.
Él se mantuvo algo alejado. No disfrutaba de los paseos por la playa desde hacía años, por lo que pensaba quedarse al margen del juego de la muchacha.
Aurora se había quitado el calzado, dejándolo a los pies de Steve. Caminaba por la arena, entrando y saliendo del agua de mar que probaba sobre sus dermis por primera vez. Le divertía jugar con el vaivén de las olas que la perseguían rítmicamente. Reía con cada carrera a la costa para escapar del oleaje.
El olor salubre y la calidez del sol la revitalizaba. Lo recibía todo, aspirando profundamente y cerrando los ojos frente al astro rey.
Seguía cada uno de sus gestos como si la pudiera devorar con los ojos. La veía tomar el vestido con sus manos, dejando al descubierto esas piernas que le volvían loco, moviéndolas con gracia. Él se entretenía siguiendo su silueta, recordando el sabor de su piel. Parecía como si la estuviera viendo en cámara lenta.
La dulce voz le reclamó su atención.
—Venga a jugar conmigo, señor Steve, por favor.
—No.
Sus dedos hormigueaban por acariciarla una vez más y si se acercaba, sus manos buscarían sus curvas.
—¿Le hace mal el agua de mar?
—No.
—¿Entonces le hace bien?
—Bueno, mmmm, es saludable, creo... —empezaba a incomodarse.
—¿No entiendo... no se debe hacer lo que nos hace bien?
—Ahora no tengo tiempo...
—Señor Steve —se acercó a él saliendo del agua, con un tono aleccionador, frunciendo el ceño de manera graciosa y poniendo sus labios en un tentador puchero que reclamaban ser mordidos. Sus brazos se cruzaron sobre su pecho, provocando que sus senos saltaran tentadoramente sobre su escote, lugar al que Steve dirigió su vista, antes de regresar a los dos soles que decoraban su rostro—. La gente pierde tiempo precioso en lo que realmente no necesita o no le hace bien. Y cuando se da cuenta, suele ser tarde.
Su mirada lo cautivaba, y ahora, mordiéndose el labio inferior, parecía como si lo estuviera regañando. Con cualquier otra mujer se habría molestado, pero ese gesto, esos ojos, pedían que la tomara en brazos y abandonara todo lo que conocía. El mundo parecía desaparecer a su alrededor.
Una voz por detrás le recordó que eso no era posible. Su mundo era un lugar frío, solitario y sin alegría. Especialmente solitario.
—Señor Sharpe —era Theresa la que lo había devuelto a la Tierra—. El señor Brighton acaba de llegar, lo espera en su despacho.
—Muy bien, Theresa. Quédese aquí con Aurora.
—Sí señor Sharpe.
Caminó despacio hacia la casa, pasando por al lado de Theresa. Algo en ella le llamó la atención. ¿Estaba más erguida o tal vez más alta? Imposible, sería su imaginación o la inclinación del terreno, nada más.
Aurora, por su lado, regresó a la orilla metiendo sus pies al mar, escapando del escrutinio de la mujer.
***
—¿Y? ¿Cómo fue la llegada de la muchacha anoche? ¿Salió todo bien?
—Fue... interesante.
—Pocas cosas te resultan interesante. ¿Viste la magia en persona?
—¿Estás loco? ¿Pretendías que la golpeara para ver si es verdad?
—Siempre un caballero, hasta que no te interese más.
Steve ignoró el último comentario. Una clara alusión a su comportamiento indiferente con las mujeres con las que se acostaba. Miraba hacia la playa, desde la puerta de su despacho, a través del ventanal blindado del otro lado de la sala de estar.
—Hay algo en ella. No sé cómo describirlo —sacudió su cabeza, confundido—. Sus ojos.
—No lo puedo creer... ¿estoy hablando con el témpano Steve? ¿Tan sólo una noche fue suficiente para comenzar a derretirte?
—No entiendes. Es algo que no puedo describir. Es todo un enigma...
—Que te atrapó.
<<Mierda>>.
El viejo Gerard parecía leerlo como a un libro abierto y eso lo molestaba. Encima, disfrutaba con su turbación.
—Es más que eso. Me desarma.
—Y eso no te gusta. Siempre en control... deberías disfrutar un poco de locura —dijo con una sonrisa y un guiño.
—¿Locura? Tú eres el que me enseñó a no perder nunca el dominio de mí mismo.
—Muchacho, siempre hay una excepción que nos equilibra. Tú has llevado a un extremo el control, exagerando tanto que temo que de seguir así la tensión que cargas terminará por romperte. Tal vez, esta muchacha es tu punto medio.
—Sabes perfectamente que no hay cabida para ello en nuestro mundo.
—Entonces, cambia tu mundo. —Recibió un chasqueo de lengua como respuesta—. Por cierto... feliz cumpleaños. Ciertamente terminaste tu día de forma magnífica —carcajeó.
Steve gruñó. Había dejado de festejar desde hacía muchos años. Ni siquiera se había dignado a leer y mucho menos contestar los mensajes que le habían enviado sus conocidos.
—Ahora en serio, ¿cuándo conoceré a esta jovencita misteriosa? —Preguntó su viejo amigo.
—¿En este momento? —Se encogió de hombros.
***
Aurora se quedó en la playa.
El señor Steve se había marchado, pero Theresa se quedó, observándola.
La muchacha temía a la menuda mujer. A esa altura, ya se habría recuperado de su artrosis. Hasta se la notaba más enderezada. Esperaba que no asociara su mejoría con el contacto de la mañana, cuando le estrechó la mano. El Dr. T le había dicho que las personas temían lo que no podían entender y el nombre de Shiroi Akuma había sido una demostración de ello. Pero no había podido evitar ayudarla cuando la vio con gesto de dolor en el rostro.
Se arriesgó y ahora le inquietaba haber cometido un error que pudiera comprometer su estadía en la residencia Sharpe.
Theresa caminó hasta Aurora, que se había paralizado, manteniéndose en el agua en un intento de aislarse y protegerse de la mujer.
Cuando estuvieron una enfrente de la otra, no vió miedo en su rostro arrugado. Sino alegría, infundiéndole la confianza necesaria para salir del mar, como si fuera un animal temeroso.
Despacio.
Una vez afuera, Theresa sonrió y tomó las manos de la joven para besárselas.
—Gracias, señorita Aurora.
Le caían lágrimas de felicidad.
—¿No me teme por lo que le hice?
—¿Temerle? Usted es un ángel que me ha liberado de un gran dolor.
—¿Ángel?
Buscó la referencia en su memoria. No creía en criaturas sobrenaturales, ni demonios ni ángeles, pero esa referencia le gustaba mucho más que el de Demonio Blanco, que le recordaba el miedo en los ojos de quienes la habían visto.
<<Ángel>>.
Mejor. Definitivamente, mucho mejor.
—¿Cómo podría agradecérselo, señorita?
Aurora pensó un segundo y sonrió. Esa sonrisa que cautivaba a todo el que la recibía.
—¿Tiene unas tijeras?
Mientras Theresa iba a la cocina a buscar las tijeras, Aurora se quedó esperando en la galería exterior, recorriendo el borde de la piscina. Disfrutaba del aire libre, del sol, de la sensación del césped bajo sus pies.
La felicidad que sentía de estar libre no le cabía en el corazón. Se sentía explotar. Y más increíble aún, el contacto con el señor Steve le encantaba. Descubrir lo que era el sexo pleno, sus manos recorriéndola y sus labios por su cuerpo. Nada podía ser mejor.
—¿Aurora?
Su corazón saltó dentro de su caja, dando una cabriola de felicidad. Sus mejillas estaban arreboladas y regresando su órgano vital a cumplir su función de forma intempestiva, cerró sus ojos unos segundos, saboreando el sonido con el que se había autoproclamado entidad.
Le gustaba escuchar cómo pronunciaba su nombre. Con su voz grave, profunda y segura. Él, que había sido el primero con quien lo había compartido.
Estirando las comisuras de sus labios, giró sobre sus talones y abrió sus párpados, dirigiendo sus luceros a la razón de su libertad.
Lo vio aproximarse junto a un hombre mayor, canoso, de andar muy elegante y refinado. Calculó que sería el señor Brighton, del que le había hablado en la mañana.
—¿Sí, señor Steve?
Sentía su rostro dividido por su sonrisa.
Prácticamente corrió hasta detenerse a un palmo de Steve, quedando ambos envueltos en la tibieza y aroma del otro, perdidos en una burbuja creada por la conexión de sus miradas.
Había notado que cuando la llamaba, su dulce rostro se iluminaba, como si él fuera todo su mundo. Si tan sólo supiera lo que esa sonrisa provocaba en su ser. Los movimientos que se iniciaban en su interior, como en un reloj viejo y oxidado al que le acaban de dar cuerda.
La tomó de la mano, y ese tacto delicado sacó chispas entre ellos, que sonrieron embobados. Ella mientras apretaba su labio inferior con sus dientes. Él, de forma sutil y secreta.
<<Mierda, cálmate. Controla tus hormonas>>.
—Aurora, te presento a Gerard Brighton. Él es mi socio. Cuando yo no esté, él se quedará a cuidarte.
El viejo hombre siguió la secuencia haciendo un esfuerzo sobrehumano para contener las ganas de abrazar a la versión desconocida de Steve que se le presentaba. Pero lo logró. No fuera a asustar a la bestia salvaje, haciéndola recular y retomara así su carácter huraño.
Ella se acercó al hombre al que hacía alusión captando la atención de este. Cuando le estrechó la mano, él la retuvo por un segundo y luego se la llevó a los labios para darle un beso en los nudillos.
Sus ojos quedaron al mismo nivel, comparando el color gris de los suyos con los dorados brillantes de ella.
El roce de sus labios le causó gracia a la muchacha, que rio. Esa risa de sonido de campanillas que llegaba al alma.
—Dime Gerry. Así que tú eres Aurora —la miraba embelesado—. ¡Magnífico! Una verdadera Venus. No me extraña que hayas cautivado a tan evasivo hombre.
Ella se sonrojó y mordisqueó su labio, mientras miraba de reojo al atractivo y misterioso hombre del que hacía referencia Gerry.
—Que no te asuste jovencita el mal humor permanente de nuestro muchacho. Puede ser frío y amenazante, como el Monte Everest, pero aunque supone un gran desafío, no es imposible de escalar.
Steve carraspeó. A veces, los comentario descarados de Gerry lo podían incomodar.
Aurora, sintiéndose extrañamente cómoda con aquel gracioso hombre, se acercó a él, hablándole al oído.
—No me asustan los desafíos. De hecho, las alturas me gustan mucho. Las vistas desde allí son incomparables, únicas y maravillosas —acortó un poco más la distancia y bajó su voz a un arrullo—. Y el señor Steve me gusta mucho también.
Gerard soltó una carcajada, apretando con fuerza la mano que todavía no había soltado.
Un bufido de irritación interrumpió a Gerry, que miró por encima del hombro de la joven, haciéndola moverse hasta quedarse a su lado.
—Muy bien Aurora. Ahora puedes irte. Gerard y yo tenemos trabajo que hacer.
—Fue un placer pequeña —volvió a besarle la mano cuando ella lo encaró antes de obedecer.
—Igualmente, Gerry —sonrió.
Ambos hombres vieron el sensual caminar de la muchacha que se alejaba de ellos, introduciéndose en la mansión y perdiéndose de su vista.
—Si fuera treinta años más joven y las mujeres fueran mi debilidad, me tendría besando el suelo por donde pisa. Tienes razón sobre sus ojos. Nunca vi un dorado tan enigmático como esos. No sólo es la perfección hecha carne. Me gusta esa chica —giró hacia el menor, adquiriendo un semblante paternal—. Parece encantadora y dulce.
—Exacto. Por eso no puede estar mucho tiempo aquí.
—¿Te desharás de ella?
—En cuanto finalice su aporte se irá. Es lo mejor.
—¿Para quién?
No hubo respuesta, pues no sabía qué decirle. En silencio regresó al despacho, seguido segundos después de un desanimado Gerard, que meneaba su cabeza en desaprobación.
Ese muchacho estaba ciego y era terco como una mula.
***
Aurora estaba sentada frente al espejo del baño. Theresa acababa de terminar de cortarle el cabello y lo que veía le gustaba mucho. Su actual corte era mucho más prolijo que el que había realizado el Dr. Masao. Sabía que él había hecho su mejor intento. Pero la ahora mano firme de Theresa, le dio un toque más femenino. Lo más importante para ella era cambiar su aspecto, combinando con su cambio de vida.
Ya tenía ganas de mostrarle al señor Steve.
—¿Crees que le gustaré al señor Steve?
—Señorita, usted podría gustarle aun si estuviera calva. Pero sí, creo que le gustará su nuevo peinado.
—¡Gracias Theresa! —Y bajando la voz, agregó—. Y recuerda que nadie puede conocer mi secreto, por favor.
—No se preocupe señorita —hizo con el índice de la mano derecha una cruz a la altura de su corazón—. Nadie lo sabrá por mí.
Se puso de pie y aplaudió de felicidad, abrazando a la mujer responsable del trabajo.
—Espere, señorita Aurora. No hemos terminado.
—No entiendo... ¿por qué no?
—Mire sus manos... sus uñas. —Aurora obedeció sin comprender qué era lo que debía observar—. No entiendo como una jovencita tan hermosa como usted, tiene tan desprolijas sus manos. Déjeme hacerle una rápida manicura y quedará lista.
Theresa apoyó sus manos con delicadeza sobre los hombros de Aurora, instándola a volver a la silla. Una vez sentada, dejó que la mujer cumpliera con su propósito.
N/A:
¿Recuerdan a Lucy Kane? Está de vuelta... ¿Cuál será su rol en todo esto?
No te olvides de darnos una estrellita si te gustó el capítulo.
Gracias por leer, demonios!
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