21. Mi nombre es...
21. Mi nombres es...
Se quedó sola.
No sabía qué hacer. No podía dormir. En parte porque temía que todo fuera una fantasía. Que estuviera en un sueño y si cerraba los ojos, todo desaparecería cuando los volviera a abrir. No podría vivir con la decepción de encontrarse nuevamente entre las paredes metálicas del buque. De sentir el aroma de mandarinas, de sudor y semen de los hombres que la habían torturado. No después de haber probado el paraíso. El verdadero paraíso y no aquella versión perversa que Yoshida le había entregado.
De haber visto el cielo. Y no estaba pensando en la bóveda celeste, sino en aquel cielo profundo y misterioso en el rostro de su salvador, el que la había conquistado aquella noche.
Tampoco podía dormir porque su piel le quemaba con el recuerdo del tacto de ese mismo hombre, que acababa de poseerla. Estaba eufórica. Lo había disfrutado mucho. Había solamente rozado sensaciones parecidas.
Quería volver a sentirlo. Una explosión había ocurrido en todo su ser, comenzando desde sus entrañas y alcanzando su corazón. Pero no era el único motivo por el que quería repetir la experiencia. Cuando apenas posó sus dorados ojos en ese cielo oscuro que poseía el señor Sharpe, lo vio hundido en un profundo dolor y estaba ahogándose. Supo por fin cuál era su propósito. Ayudarlo a que curara su alma. Ella lo rescataría también a él con cada orgasmo.
Estaba satisfecha con su resolución.
Giró sobre sus talones y volvió a la mesa a comer unos bocadillos más. De reojo percibió otro mobiliario que la encantó. El mueble en sí era hermoso. Muy bien construido y robusto. De excelente calidad. Pero lo que le interesaba era lo que contenía. Entre varios objetos decorativos de costosa calidad que ocupaban los estantes, había libros.
Era una modesta biblioteca. ¡Una maravilla!
Extrañaba leer. Lo que fuera. Los libros que conocía eran de ciencias: genética, medicina, fisiología, química, física, biología. Ahora leería sobre nuevos temas. Era feliz cuando lo hacía. Las páginas que había repetido en su mente fueron lo que la mantuvieron cuerda en su encierro.
Caminando hacia el mueble, rozó las enormes cortinas que cubrían todo el lado de la habitación. Sólo por curiosidad, las deslizó y encontró otra sorpresa.
Una ventana.
Se olvidó de la biblioteca y concentró tu atención en la cortina y el tesoro que ocultaba detrás. Con entusiasmo y energía, despejó la zona, dejando desvelado completamente el ventanal. Tenía ganas de gritar de felicidad. Dio pequeños saltos en el lugar al tiempo que aplaudía. Cualquiera que hubiera conocido al Dr. T, reconocería esta pequeña danza de celebración. Tomó el picaporte y se quedó quieta. ¿Y si estaba cerrado? Lo giró y magia.
Salía a otro mundo.
La terraza donde se encontraba era del largo de toda la habitación. Con otra mesa con sillas, una tumbona y macetas con plantas. Algunas de ellas, desprendían un delicioso perfume en la noche cálida. Pero lo que realmente conmovió todo su ser, fue cuando levantó la vista y vió a sus compañeras, las estrellas. Y esa enorme luna que la custodió en el vuelo en helicóptero hacia su nueva vida.
Alzó los brazos y dio vueltas.
Steve subió a su dormitorio, en la última planta. Estaba justo encima de la de ella. Dos de las cuatro paredes eran de vidrio. Dos grandes ventanales de cristal blindado, desde donde podía apreciar la extensión del mar. Un extremo de la alcoba parecía una pequeña sala de estar con un cómodo sillón, una mesa baja y un televisor de pantalla plana contra la pared, sobre un enorme y elegante hogar a gas, que se encontraba apagado.
Una de las paredes vidriadas se abría hacia una enorme terraza hacia un lado. No tenía otras casas cercanas, por lo que disfrutaba de mucha intimidad. Algo muy valioso para él y conveniente para su trabajo, evitando vecinos curiosos viendo movimiento en horarios peculiares.
Entró a su closet. Era más grande que el de la habitación de abajo. Perfectamente organizado y muy pulcro. No soportaba el desorden.
Mientras se desnudaba para ir a darse una ducha en su baño privado, apoyó su mano en una pantalla táctil. La misma daba acceso a un compartimento con algunas armas, varios teléfonos móviles indetectables y que mostraba otra pantalla. En ella, se registraban los videos de las cámaras de seguridad de la casa. Podía observar lo que ocurría en toda su propiedad, incluyendo en la habitación de la nueva habitante, en la que había instalado una cámara, no con intenciones pervertidas, sino para asegurarse que no intentara escapar.
En esos momentos, ella era lo más valioso. Al menos, su sangre.
Necesitaba controlar sus movimientos, ya que cualquier otro domino sobre su propia voluntad con respecto a la joven, estaba fracasando. Se quedó mirando la imagen frente a él. Siguió con gracia la secuencia en la que descubría el ventanal.
Lo estaba encantando, aunque todavía no quisiera reconocerlo.
Observó un rato más, hasta relajarse del todo. No parecía que tuviera intenciones de huir. Le había creído cuando dijo que no tenía a nadie ni nada en el mundo. Muy triste. Él tenía al menos a su padre. Aunque estuviera muriendo. Y él no lo hubiera visitado por las últimas semanas. Era el remordimiento por sentir que le estaba fallando.
Esperaba que pronto pudiera cambiar eso.
También tenía a Gerard, un segundo padre para él.
Entró a su cuarto de baño y se metió en la regadera. Abrió el grifo de la gran ducha y antes que entibiara el agua, se metió en ella. Le gustaba el impacto del agua fría en su cuerpo. Además, hacía calor. Aunque mantenía el hábito también en invierno. Lo revitalizaba. Se quedó apoyando sus manos en la pared, sintiendo los múltiples chorros de agua que lo impactaban con una presión masajeadora. Dejaba que el agua que caía de la ducha superior le golpeara la espalda.
Sólo estaba la extraña muchacha en su mente. Miró sus manos. En ellas percibía todavía, a pesar de tenerlas mojadas, el calor de la joven misteriosa. La suavidad de su piel había quedado grabada en las yemas de sus dedos, y le reclamaban volver a acariciarla. Se llevó una de sus poderosas manos a su cabeza, peinándose hacia atrás el cabello descontrolado por el agua, en su habitual gesto para recuperar la cordura.
Se le agolpaban muchas preguntas. ¿Quién era? ¿Quién había sido antes de que la secuestraran? ¿Por qué no tenía nombre? Tenía que saber más. Principalmente, indagar sobre su condición casi mágica, tal vez la última oportunidad de curar a su padre. Aunque no obtuviera la verdad de ella, lo que le interesaba era lo que corría por sus venas. No las palabras que justificaran o mintieran cómo había adquirido ese don.
Esa noche, se había comportado como un tonto y hormonal adolescente. No pensó con claridad y se dejó arrastrar por la energía de atracción de esos hipnóticos ojos, como si fuera un mero asteroide, atrapado en la gravedad de un enorme planeta. Sin voluntad para cambiar el rumbo. Tendría que controlarse y mantener la objetividad. El pretexto de su presencia podía ser la de una amante, pero la realidad era otra.
Después de la ducha, se sintió más despejado. Secándose su cabello con la toalla, dejándolo todo revuelto, se acercó al ventanal que daba hacia el océano. La luna se reflejaba enorme sobre las olas del mar. Algo llamó su atención hacia afuera, justo debajo de él. Desde allí, podía ver el balcón de su huésped.
La encontró sentada en una de las sillas, con las piernas cruzadas, con un libro en las manos. La acompañaba una montaña de otros libros sobre la mesa, que iba cambiando después de revisar cada uno. No parecía leerlos. Imposible hacerlo en la oscuridad, y estando solamente iluminada por la luna. Sólo los ojeaba, pasando rápidamente cada hoja.
Se quedó un rato observándola y luego se dirigió hacia su lecho.
Se acostó sobre su enorme y vacía cama. En una noche cálida como aquella, no necesitaba meterse entre las sábanas de algodón egipcio. Llevó un brazo debajo de la cabeza y se quedó cavilando. Esos orbes le rondaban la mente. Y su cuerpo, su piel, su perfume. Había tenido sexo incontables veces. Sin embargo, con ella, había sido diferente que con cualquier otra mujer. Parecía una locura, pero había sentido un brillo dorado en su interior y una sensación extraña cuando llegaba al orgasmo. Recapacitaba sobre ese sentimiento. Era conocido y lejano, que no lograba identificar.
Cerró los ojos.
***
Esa noche, durmió poco. Pero con una profundidad insólita.
Soñó con sus padres, cuando era un niño. Los tres en la playa, jugando, sintiendo el abrazo de su madre y las caricias en la cabeza de su padre, festejando uno de sus cumpleaños. Era una época feliz.
Se despertó de golpe manteniendo sus ojos cerrados, con un cosquilleo en su estómago. El corazón golpeaba hasta ensordecerlo en una frenética fiesta. Llevó una manos al pecho, reclamándole a su órgano vital que se dominara.
Lentamente, el ritmo se aplacó y su respiración se normalizó.
Abrió los ojos y percibió poco a poco las tenues luces del amanecer que ingresaban por los grandes ventanales de su dormitorio.
Reconoció qué era la sensación que había tenido la noche anterior.
Felicidad.
Un sentimiento que lo había eludido durante muchos años y que por eso no había podido captar en su momento.
¿Quién rayos era esta mujer que lo había hechizado? Era realmente una criatura fantástica. Pero no un demonio. Parecía un ángel.
Ya despierto, decidió levantarse temprano y salir a correr y luego nadar en su piscina semi olímpica. Solía realizar esa rutina antes de que llegaran sus empleados a la casa y comenzara la jornada. Correr y nadar le ayudarían a ordenar sus ideas.
Hoy tenía que mantenerse concentrado y comenzar con el trabajo sobre la quimérica y preciosa sangre que daba vida a la muchacha misteriosa. Y que esperaba recuperara la de su enfermo padre.
Vestido ya con ropa deportiva caminó descalzo dejando que sus pies se dirigieran al punto desde donde la noche anterior la había observado explorando los libros. El sol comenzaba a brillar en el horizonte, con su dorada luz. Automáticamente, miró hacia abajo y lo que vió le dio un vuelco al corazón.
Ella estaba de pie sobre la ancha baranda de piedra. Si saltaba, la altura no la mataría, pero podría herirla de gravedad.
Sin siquiera pensarlo, salió corriendo. Bajó las escaleras que daban al pasillo, donde se encontraba el dormitorio de ella. Abrió la puerta de golpe y de unas pocas zancadas cruzó la gran habitación hasta alcanzar la puerta de acceso al balcón. Se detuvo enceguecido por los rayos del sol.
Estaba agitado. Más por los nervios que por la carrera. Dio un paso, despacio, hacia ella. No quería asustarla y hacerla cometer un tropiezo, provocando su caída.
Ella sintió su presencia detrás y giró ágilmente sobre las puntas de sus pies. Como si bailara por la barandilla.
—No, espera. Ten cuidado —alzó sus manos, tratando de alcanzarla. Su voz había sonado estrangulada por los nervios. ¿A dónde había ido su fría templanza de la que siempre se enorgullecía?
Pero ella seguía caminando por la fría y rasposa piedra. Hasta alcanzar uno de los extremos. Como queriendo acercarse al sol. Abrió sus brazos, abrazando al amanecer. Y comenzó a reír. Una sonora y alegre risa con sonido a libertad. No se había escuchado así desde que había logrado salir del río con vida, descubriendo la habilidad de saltar distancias sorprendentes.
Steve también quedó cautivado por su sonido. Fresca e inocente, como miles de campanillas al viento.
No fue lo único que atestiguó. Habiéndose acercado a ella con pasos lentos, se detuvo de pie a un lado. Siguió el recorrido de gotas brillantes por su rostro, que con la dorada luz del sol naciente hacía parecer que lloraba lágrimas de oro.
—¿No es hermoso? —Miró por encima de su hombro al alto hombre que se hallaba atrás, atento a todos sus movimientos.
No podía controlar la humedad caer por sus mejillas. Tampoco lo deseaba. Estaba llorando de felicidad. Él no sabía que era la primera vez que experimentaba ese tipo de lágrimas. Una vez más las campanillas sonaron desde su garganta y terminó de girarse, quedando de frente suyo.
—Venga. Suba conmigo señor Steve.
—No, gracias —la tomó por la cintura con ambas manos—. Será mejor que te bajes de ahí.
Ella rio una vez más y colocó sus manos en sus anchos hombros mientras él la bajaba.
—¿Tiene vértigo?
—No, pero debes tener cuidado. Podrías caerte y herirte.
—Imposible.
De pie junto a él, levantó la cabeza para fijar sus ojos en los azules profundo de Steve. Llevó sus brazos alrededor de su cuello.
—¿Había visto algo más magnífico y hermoso, señor Steve?
Sin quitar la vista del rostro de ella, respondió, sin asomo de duda.
—Jamás.
Era cierto. Pero no se refería al amanecer.
Con la luz del alba, el día clareaba y lo que vio entre sus brazos le quitó el aliento. Pudo apreciar mejor la belleza impactante de la joven. Realmente era lo más hermoso que había visto en la vida. Acarició su rostro como si temiera romper una pompa de jabón. Luego, continuó moviendo sus manos por los recovecos de su cuerpo por debajo de la bata. No sólo su cuerpo era hermoso. Había algo más en ella que lo atrapaba. Casi que lo enternecía. Y lo encendía en igual medida.
A la mierda sus planes de mantener la objetividad.
La deseaba.
Más aun que en la noche anterior. Levantó su liviano y esbelto cuerpo, sujetándola por las piernas y arrancándole una carcajada ante el sorpresivo gesto.
La sentó en la misma baranda de donde acaba de bajarla. Separando sus piernas con sus poderosas manos para ubicarse entre ellas, quitándole la misma bata de seda que le había colocado en la noche.
Ella ya no reía. Lo miraba con adoración.
Los rasposos roces de las masculinas manos sobre la piel de sus muslos enviaban espasmos por todo su cuerpo. Mordía su labio para contener sus gemidos sin saber que ese sonido era lo que más deseaba escuchar el hombre que era su dueño.
Steve descubría con sus yemas los límites de las curvas de la anatomía a su merced. Las reacciones de esa entidad lo enardecían. Su propia respiración se aceleraba al seguir sus dedos ascender hasta capturar los pezones endurecidos. Los frotó y estiró, obteniendo su ansiada recompensa en forma de jadeo. Así la quería. Aceptó la invitación de un ataque carnívoro sobre sus pechos cuando se arqueó, ofreciéndose a él. A sus manos, a su boca. Se abalanzó con voracidad, comiendo de aquel pecado hecho carne. Su lengua abrasaba como rastro de lava sobre su piel, dibujando de una aureola a otra, cambiando su objetivo. Sobre el otro seno mordió y besó todo lo que su boca alcanzaba. Fue subiendo por su clavícula con lengüetazos lujuriosos, probando el sabor de su piel, mientras sus manos se aferraban a su estrecha cintura, dominándola. Ella era su nuevo sabor favorito. El rastro húmedo continuó por su cuello hasta alcanzar su mandíbula, desde donde suaves besos recorrieron sus líneas, llegando a su lóbulo, jugando con este de manera despiadada, leyendo con cada reacción el poder de su proceder.
Tenía que estar delirando. Así lo sentía la mutante, porque no concebía que existiera semejante placer proveniente de manos y boca como la que el hombre le entregaba.
Su pecho ardía por el millar de emociones desconocidas que se agolpaban. Todo era más intenso. Los colores, los sonidos y los aromas que la rodeaban la abrumaban. Quería vivir allí, en ese instante, con ese hombre para siempre.
Lo abrazó fuerte, correspondiendo a sus intenciones y asaltos. Quería repetir lo que habían hecho tan sólo unas horas antes. Dejarse guiar en aquella travesía primitiva.
Quería tenerlo nuevamente en su interior. Moviéndose rítmicamente. Derramándose. Probaría una vez más el paraíso y confirmaría que todo era real y no un sueño a punto de desaparecer con las luces del nuevo día.
Le quitó la camiseta deportiva por arriba de la cabeza. Cuando su torso quedó desnudo, deslizó la yema de sus dedos por sus relieves, relamiéndose los labios. Le devolvería cada beso, mordida y lamida, volviéndose también ella una predadora sobre la carne y piel de Steve.
Atrapó entre sus dientes los firmes músculos de sus pectorales, obteniendo un gruñido en respuesta. Lamió la misma zona y luego se concentró en regar un mundo de besos por su cuello, quijada para llegar hasta el otro lado de su rostro, volviendo a descender hasta el centro de su pecho, donde latía con vehemencia el órgano dador de vida y que en ese momento parecía ser todo lo que sonaba en el cuerpo del hombre, junto con jadeos y gruñidos guturales.
Steve sentía cómo le recorrían descargas eléctricas con cada roce. Su polla ardía con deseos de meterse en su coño casi lampiño.
Se separaron un instante en el que parecían medirse mutuamente. Se decían tanto sin decir nada. Ella lo miraba con el brillo de deseo en sus ojos dorados. Su propia lengua saboreó la cereza que tenía por boca, haciendo desastres con sus hormonas.
Detuvo un segundo las manos de la muchacha, lo suficiente para bajarse sus pantalones y liberar su miembro. Disfrutó ver la mirada de la rubia oscurecerse, aguantando un jadeo ante la visión de su enorme verga, que brillaba de líquido pre seminal. Pasó su mano por toda su longitud, provocando todavía más a la loba hambrienta que lo devoraba con los ojos.
Desesperada, lo atrajo hacia ella. Sus pechos colisionaron en un nuevo encuentro carnal. Sus senos aplastados contra sus pectorales lo excitaba.
Ella llevó sus brazos por encima de sus hombros, abrazando su gran espalda y presionando con sus dedos. Llegó a clavarle las uñas, arañándolo. Él gimió de placer. El leve dolor en su carne lo excitó más. Con su miembro endurecido y con un tamaño descomunal, buscó la entrada que ya estaba húmeda, abierta para él. Su canal estrecho recibió su seca estocada.
Jadeó al recibirlo y gruñó cuando Steve volvió a salir de ella. Una vez más, jugó en su entrada, enloqueciéndola adrede, y la siguiente penetración fue más contundente, profundizando su avance en sus entrañas.
El sol, apenas ubicado en el horizonte, los bañaba dorándolos con su cálida luz. Ambos brillaban y ese brillo y calidez disimulaban el de las manos sanadoras que curaban las marcas de sus uñas que acababa de producirle en el dorso.
Se movían, bailando sobre la piedra, con sus desnudos cuerpos abrazados, desdibujando los límites de la piel de cada uno. La joven gemía libre, llevando su cabeza hacia atrás, arqueándose para exigir más proximidad, y Steve, que le enloquecía escucharla como no lo había podido hacer en la cama, la presionaba con más fuerza, mordiendo su cuello y sus hombros con cada empuje de su pelvis. Su intimidad se apretaba contra él al entrar y salir frenéticamente.
Los talones de la joven se clavaban en sus glúteos exigiéndole mayor invasión. Su grosor y longitud le daba un placentero dolor del que su estrecho e inexperto interior necesitaba acostumbrarse. Pero anhelaba más. Lo quería sentir aún más en ella. Que la atravesara con su cuerpo como había hecho con los oscuros orbes del color de la noche. Pues su mirada había calado tanto en ella que no se sentía ella misma.
Más embestidas. Más fuerza en cada estocada y ambos sintieron el inicio de la cuenta regresiva. El nudo formándose. El estallido a punto de desarmarlos completamente.
Su interior se cerró con fuerza apretando su miembro, ordeñándolo hasta vaciarlo en una última estocada.
Llegaron al orgasmo al mismo tiempo y otra vez, el joven sentía ese brillo que lo recorría y el temblor demoledor en su interior. Era mucho más que un orgasmo. Y le fascinaba. Quería más. Mucho más de esa sensación... y de ella.
La calidez de sus jugos desbordándolos los hizo sonreír. Se percibían uno, y ni siquiera sabían quiénes eran realmente. Ni uno mismo, ni el otro. Aun así, se sentían cómodos, unidos en un instante de pura plenitud y complicidad, que poco duraría.
Quedaron abrazados un momento después de acabar. Él apoyaba su cabeza en el hueco del cuello de ella, aspirando su aroma a cerezos, percibiendo el latir de su corazón cada vez más acompasado.
Se estaba recobrando, no tanto físicamente, como de la impresión que le causaba el sexo y cada vez que vivía ese estallido de luz. ¿Qué le estaba pasando?
Una vez recuperadas sus capacidades mentales, volvía a pensar con frialdad. Se separó del cuerpo desnudo que estaba sentado en la baranda y se vistió.
La burbuja acababa de reventar. Y así lo tenía que mantener.
—¿Qué voy a hacer contigo, niña? —Fue hasta una de las sillas a un costado de la terraza y se sentó. Los libros que había visto amontonados en la noche ya no estaban.
No podía dejar de mirarla, preso de su esencia, de sus ojos.
—Lo que usted quiera. Me tiene toda para usted —respondió seductoramente. Se bajó de su asiento de piedra y se arregló la bata. Fue a sentarse en la silla al lado de su jefe—. Y mi nombre es... —mordió su labio inferior, al tiempo que se sonrojaba—, Aurora.
—¿Aurora? —entrecerró los ojos, evaluando el nombre—. Me gusta.
—Gracias.
—Será mejor que nos duchemos y vayamos a desayunar —reflexionando en voz alta, agregó—. Ya no iré a correr.
—¿Ducharnos juntos? —Sonrió con picardía.
—Vas a matarme... Aurora —aunque era una idea tentadora—. Lo dejaremos para otro día. Hoy tendremos que comenzar nuestra labor. —Su semblante se había vuelto grave. Su cabeza ya estaba trabajando en los próximos pasos—. Dúchate y ponte algo de ropa. Vendré por ti en media hora.
Aurora había reconocido que ya no estaban jugando. Era tiempo de enseriarse.
—Sí señor. Comprendo. Estaré lista —respondió en el mismo tono empleado por él.
Cada uno fue a prepararse a sus respetivos cuartos de baño.
Él, se duchó rápido y se afeitó como en cada mañana.
Debía hacer los preparativos junto a Andrew. Concentrado en sus pensamientos, no reparó en que no le ardía la espalda en la zona donde Aurora lo había arañado. Recién se percataba que había algo extraño cuando al mirarse distraídamente al espejo, no vio ninguna marca. Creyó que lo había herido, pero imaginó que no debió ser tan intenso el arañazo.
En su distracción, no reparó que no tenía ningún rastro de ningún tipo. Nuevo o viejo.
En la habitación de Aurora, ella entraba por segunda vez en su baño.
Su rostro se veía iluminado y satisfecho. Una sonrisa enorme amenazaba con dividir su cara en dos y eso le encantaba. Repasó nuevamente los recipientes de cristal sobre los estantes con curiosidad. Tomó uno de color rosa y le quitó la tapa. Tenía rico aroma. Fresco y floral. <<Chance Chanel>> decía. Le gustó. Apuntando a su boca, presionó el metálico botón. La recepción de las gotas en su lengua la asqueó. El sabor no se correspondía con el olor.
Lo dejó en su lugar y con la necesidad por eliminar el mal gusto, descubrió el cepillo de dientes que el señor Steve le había proporcionado y que convenientemente implementó para su higiene bucal.
De pronto despertó de su ensoñación.
Tenía menos de veinticinco minutos para prepararse y comenzar a trabajar. No sabía qué le esperaba, pero quería dar lo mejor de sí, para hacer feliz al hombre que la había rescatado del infierno al que estuvo sometida.
Se fijó en el lado opuesto del baño. Ahí se encontraba una enorme ducha con una gran mampara de vidrio y a un lado, cerca de la ventana a través de la cual los rayos del sol invadían la estancia, una hermosa tina blanca y enorme. Llevó sus pasos hacia allí. No había usado una de esas. Pero sí conocía la ducha.
Se quitó la bata y la dejó en el suelo. Se metió debajo de la gran ducha que salía del techo y abrió el comando. El agua en un gran torrente y con fuerza aplastó su cabello, tapándole la cara y dio un respingo, seguido de una pequeña risa. Le gustaba la sensación del agua tibia recorriéndole el cuerpo con esa fuerza. No se parecía en nada a la del Dr. T cuyo chorro carecía de la misma fuerza. Fue revisando el estante empotrado que había junto al grifo y descubrió nuevos productos. Leyó los instructivos y supo para qué servían. Se lavó y acondicionó el cabello y enjabonó su cuerpo con un jabón líquido perfumado.
Una vez finalizado el proceso salió de la ducha, mojando todo el suelo. Al Dr. T le hubiera disgustado tal actitud. Tomó una gran toalla, suave y gruesa y mientras se secaba, se dirigió al enorme vestidor.
Ahora tenía que elegir algo adecuado que ponerse y esa era la parte más difícil. Lo único que había usado fueron dos batas. Una de laboratorio, rígida y áspera. La otra, de seda suave. ¿Cómo elegir? Revisaba cada prenda colgada en las perchas. Había tanto de donde seleccionar. Trató de pensar qué vestiría una mujer, pero no estaba segura. Buscó algo que pudiera colocarse pero que agradara al señor Steve. Eligió un simple pero encantador vestido de lino de color marfil, con breteles finos y algo de encaje en el escote. El largo le llegaba a media pierna, por debajo de las rodillas y si bien era de corte sencillo, resaltaba las forma de su cuerpo. Ajustó el cinturón del mismo material con un nudo, afirmando su silueta.
Listo.
Sin darle mucha más importancia a su aspecto, salió al balcón. Tenía ganas de caminar por el verde césped del jardín que rodeaba la gran casa. O probar la arena bajo su pies.
El sonido de dos golpes en la puerta llamó su atención. Era el dueño de la casa que venía justo media hora después. Como lo había indicado.
Estaba vestido elegantemente con un traje azul claro de dos piezas y una camisa blanca. El color de la prenda resaltaba el bronceado de su piel. Obtenido de horas de nadar en las mañanas y en algunas tardes. Dependiendo de su humor y la jornada del día. Eso lo mantenía relajado, ya que muchas otras horas las dedicaba al entrenamiento calisténico, colgándose en las barras de la estructura metálica que había mandado instalar en su parque. También entrenaba técnicas de combate en su gimnasio privado o, hacía tiro al blanco en el sótano, pero de eso, nadie, salvo Andrew y Gerard estaban al tanto.
Traía una pequeña caja refrigerante en sus manos. Y cuando ella estaba yendo hacia él, vio aparecer por la puerta una figura desconocida, que en ese instante creyó reconocer de la noche anterior, pero sólo lo había visto de reojo cuando el dueño de la casa la había aupado.
Era de una complexión similar al del señor Steve, aunque más musculoso. Tendría algunos años más que su jefe. Tal vez cuarenta años. De piel negra y cabellos con pequeños rizos transformados en rastas, del mismo color.
Se congeló, asustada. Miró al extraño y luego a Steve. ¿Es que acaso, todo había sido mentira, cuando le dijo nadie más la dañaría?
El alma se le fue al suelo.
Steve se dio cuenta por su rostro que estaba aterrada. Miró a Andrew y entendió por qué. Dejó la caja en la cómoda y estiró la mano, para tranquilizarla.
—No te preocupes. Él es Andrew —dijo señalando a su ayudante, quien asintió a modo de saludo—. Él también trabaja para mí. Fue el que te condujo hasta aquí.
Andrew, se mantenía retrasado. Miraba a la muchacha con curiosidad. La noche anterior no había podido verla bien y ahora, con la luz del día, se apreciaba su real belleza. Ya no parecía la pobre criatura asustadiza que había conducido hasta la casa y se alegraba por eso. Le alegraba haber podido hacer algo bueno por alguien.
—De hecho, estás aquí gracias a Andrew. Él supo sobre ti y el Paradise —continuó explicando el joven billonario.
Ella observó al asistente de Steve, que afirmaba con la cabeza. Sin pensarlo, corrió hacia él y lo abrazó.
Andrew miró confundido a su jefe sin saber si corresponder el abrazo. Pero no tuvo suficiente tiempo de reacción. Ella se apartó enseguida y miró al rubio que los observaba del otro lado de la habitación, inmutable. Tal vez lo que hizo no era adecuado y se habría molestado. Pero no fue así. Asintió una vez, indicando que era merecido el reconocimiento a Andrew.
—Está bien. No hiciste nada malo. Pero para futuras referencias, no podemos estar abrazando a todos.
—Sí señor Steve —rio por lo bajo, de forma coqueta.
—Comencemos —se quitó la chaqueta y la dejó sobre la cama. Se arremangó ambas mangas de la camisa—. Ven, siéntate en la cama. Sólo demoraremos un minuto.
Aurora obedeció y se sentó en el borde de la cama. No sabía qué es lo que se pretendía de ella y qué trabajo podría hacer desde esa posición.
—Andrew, alcánzame la caja —tomando el brazo derecho de Aurora, comenzó a explicar lo que haría—. Necesito tomar una muestra de tu sangre.
Ella reaccionó retirando el brazo de las manos de Steve.
—¿Por qué necesita mi sangre?
—Sólo necesito confirmar que estás sana.
—Yo le puedo decir que lo estoy. En excelentes condiciones.
—Me alegro, pero necesito igual tomar un poco. No dolerá.
—No temo al dolor. No quiero que me saquen sangre.
—Lo siento —respondió serio. No era una broma—. No puedes elegir. Debes confiar en mí. No pasará nada malo.
Le entregó su brazo voluntariamente, con mucha vacilación. Tenía miedo de que la descubriera. Él sabía que podía regenerarse, pero su sangre mostraba mucho más. Si llegaba a realizar un análisis de ADN, lo que hallaría sería la verdad de su origen.
Una mutante. Una abominación.
Y ya no la querría. Si es que la quería. Si la quería como ella ya lo hacía.
Steve sintió por primera vez algo semejante al remordimiento. Le estaba mintiendo a la muchacha de mirada de ángel. No era cierto que la muestra de sangre era para comprobar su estado de salud. Quería mucho más. Quería comprender cómo funcionaba su sanación y aprovecharla en su padre. Si lograba curarlo, la mentira habría sido un mal insignificante para un bien mayor. Ella estaba movilizando su alma, pero nada ni nadie haría que abandonara la búsqueda de la cura de la enfermedad degenerativa de su padre.
Andrew le entregó a Steve la caja.
El rubio se arrodilló al lado de la preocupada joven. Le desinfectó el sitio desde donde haría la extracción. Le ató una banda elástica alrededor de la parte superior del brazo. Ella cerró el puño. Sabía lo que estaba haciendo. El doctor Masao lo había hecho también, pero con él no había secretos. Al menos, no de parte de ella. Luego, Steve tomó una aguja y la introdujo en la vena. A medida que el valioso líquido rojo llenaba el tubo adherido a la aguja, ella aflojaba la presión. Por último, sacó la aguja y le cubrió la zona con un pequeño vendaje. Garabateó algo sobre el pequeño cilindro de manera de identificarlo. Para ello, uso la letra <<A>>. Teniendo un nombre para la joven, así decidió identificar su muestra de sangre.
Guardó el frágil y precioso frasco en la caja hermética y se dirigió a Andrew.
—Ahora, vete. Sabes lo que tienes que hacer. Sólo ten cuidado.
—Sí señor. Enseguida.
Se dio media vuelta y se marchó de la habitación.
Quedaron solos nuevamente. Él le acarició la pierna a través de la tela para tranquilizarla.
—No fue tan terrible, ¿no?
—Por ahora, no —dijo, con la cabeza gacha, en un tono de voz casi inaudible.
Steve se preguntó qué habría querido decir con eso pero no le dio importancia. Le tomó el mentón con gentileza y se lo levantó para que pudieran verse a los ojos. Los de ella estaban apagados. ¿Qué ocurría?
—No quiero verte mal con esto. Me estás ayudando como no te das una idea. Puedes cambiarme la vida.
—¿De verdad? —su cara se volvió a iluminar. Era lo más importante para ella.
—Sí, de verdad —se puso de pie y tomándola de la mano, le preguntó—. ¿Lista para ir a desayunar?
—Sí, señor Steve —sujetó con fuerza su mano y se levantó.
—Pero antes de irnos, creo que lo mejor será que te coloques calzado.
Ambos observaron sus pies descalzos. Y se miraron a la cara. Sonriendo. La acompañó al vestidor y la asistió en la selección del calzado adecuado.
N/A:
Ahhhhh.. por fin nuestra mutante, Shiroi Akuma tiene nombre. Aurora (por si no había quedado claro, jajaja)
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Gracias por la paciencia y por leer, demonios!
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