20. Primera vez
20. Primera vez.
Esas palabras, y la voz con la que fueron pronunciadas desencadenó a la bestia en su interior.
No se contuvo más y la tomó con fuerza, levantándola de su trasero.
Era tan ligera como una pluma.
Le rodeó la cintura con sus torneadas piernas enredándose a él como si no quisiera desprenderse de su cuerpo nunca más. Sus brazos no quedaron atrás, rodeándolo por los hombros.
La criatura mágica se regodeó internamente por su triunfo. Lo sanaría. Como sólo ella podría hacerlo. Usando sus dones mutantes. Restaba que ambos alcanzaran su punto álgido de forma simultánea. Así, podría iniciar su retribución. Lo salvaría. Salvaría su alma que gritaba de pena a través de sus orbes como la noche, de la misma manera que él había hecho con ella.
Steve mordía, besaba y lamía con desespero la tierna dermis de su cuello mientras la llevaba a la cama. La dejó con sorprendente cuidado a pesar de la locura que los embargaba y se alejó para desvestirse ante la atenta mirada encendida de un dorado deslumbrante de la muchacha que aguardaba por él.
Se deshizo prontamente de sus prendas. Saco, camisa, zapatos, calcetines, pantalón. Lo último fue su bóxer y su miembro saltó orgulloso, erecto y enorme.
Admiraba la impresionante figura masculina, que mostraba su cuerpo de nadador, bronceado y fuerte. Tenía una cicatriz al costado izquierdo del abdomen en la que ella se fijó y otra semicircular que aparecía por encima de su hombro derecho, perdiéndose por detrás.
Había visto cientos de cuerpos. La mayoría desnudos. Los había visto altos, bajos, anchos, delgados, robustos, de todos los colores. Todos como bestias insensibles y abusivas. Torturadores, verdugos del infierno al que el buque nombrado irónicamente Paradise había dado breve refugio y amparo para sus perversiones.
Habían pasado por delante de ella la virilidad dura, nervuda de cada uno sobre su piel. La habían tocado, invadido con sus lenguas, bocas, manos de tantas violentas formas, dándole sólo sufrimiento, que jamás creyó que algún día volvería a aceptar otro hombre sin querer morirse.
Pero aquel sujeto que estaba de pie, desnudo, evidentemente encendido por ella le pareció lo más hermoso que sus ojos hubieran contemplado alguna vez. Aún más maravilloso que la vía láctea que tanto encanto le había compartido en sus noches de libertad.
Con él no parecía existir el miedo. Lo venció con el azul de su mirada. Lo había borrado todo en el mismo momento que había posado sus ojos de fría noche y la había tomado entre sus fuertes brazos. Quería ser objeto de su obsesión. Ser recorrida por la yema de sus dedos, por sus labios, lengua. Ser descubierta y verse reflejada en sus zafiros. Y por ellos, cederle su poder de sanación.
Ese hombre le hizo sentir en unos minutos el mayor estremecimiento de placer en su vida.
Y eso que veía delante suyo se le antojó demasiado apetecible. Grande y duro, y lo quería adentro de ella. Por primera vez, estaba segura de entregarse completamente a alguien.
Una nota nostálgica sonó en su corazón. Pierre la había preparado bien para aceptar en cuerpo y alma al hombre que le daría su <<real>> primera vez.
En sus entrañas el fuego se encendió, quemándola, irradiándose por cada centímetro de su cuerpo. Una experiencia abrumadora que ansiaba alcanzar.
Ese hombre estaba logrando borrar con su poderoso mirar todo su terrible pasado. ¿Quién era que tenía tal poder sobre ella?
El joven hombre se quedó observando el perfecto cuerpo recostado en la cama cuyas mejillas estaban encendidas. Una mezcla de valquiria y bailarina. Fuerte y grácil, tonificado y elegante. Estaba extremadamente excitado. Como nunca antes.
Con la destreza de un depredador a punto de someter a una presa, se deslizó sobre la cama, cerniéndose sobre el cuerpo de movimientos felinos, que lo esperaba ansiosa, abriéndose para él.
Comenzó a pasar sus manos por sus piernas, rozando sus muslos, haciéndole cosquillas que la hacían gemir de placer anticipado. Continuó besando su abdomen, aspirando el perfume a flores que emanaba de ella de forma posesiva, pasando por sus generosos pechos con los que jugó en su boca, cubriéndolos completamente, hasta subir por su largo cuello.
Cuántos hombres habían posado sus crueles manos sobre ella. Cuántos la habían mordido y lamido, hiriéndola, asqueándola, buscando lo mismo que ese cautivador hombre perseguía en ese momento. Conocía el número exacto. Y en lugar de sentir el mismo rechazo que le habían provocado, ella anhelaba recibirlo. A él.
Al Señor S.
Se arqueaba excitada. Correspondía a su caricias recorriendo el cuerpo musculoso del hombre con sus suaves dedos, dejando sus manos en su estrecha cintura, sujetándolo con fuerza.
Las manos de ambos dejaban rastros de piel quemada, calcinada, encendida. Y parecía que sería imposible de extinguir el fuego que despertaban en el otro.
Steve lo quería todo. Todo de ella. Su boca abarcaba todo lo que alcanzaba. Se aferraba a su seno con hambrienta desesperación, usando una mano para malcriar el pecho libre. Lo apretaba con rudeza, jugaba con el pezón erecto. Sus dientes apretaron el pezón y enseguida lo lamió con devoción. Luego, cambió su atención al otro seno, que lo recibió erguido.
Sentía su pelvis estrellarse contra su virilidad, reclamándole que izara su bandera para hacerla suya. Su polla caliente y húmeda rozaba la intimidad de la diosa debajo de él y le gustaba provocarla, enajenarla, de la misma manera que ella hacía con él en la contienda que llevaban a cabo en la cama como campo de batalla.
Vientos huracanados estaban haciendo estragos en ella. Vibraba cada centímetro de su ser. Se sentía mojada, hirviendo en la zona entre sus piernas. Lo que le hacía era demasiado intenso para soportarlo por mucho tiempo más. Lo anhelaba adentro. Pero al parecer, él quería volverla loca, porque en lugar de introducir su miembro, un par de dedos se enfocaron entre sus pliegues.
La sintió tan lista para él cuando sus dedos la invadieron. Ella mordía su labio conteniéndose, llevando su cabeza hacia atrás al arquearse cada vez más, buscando borrar los límites de sus pieles, volviéndose uno. Jugó un poco más, notando cómo se retorcía con desesperación. Su delgada mano apretó su muñeca con fuerza.
—¿Quieres que me detenga? —Gruñó en su oído, muy bajo y ronco por la excitación. Ella negó con la cabeza y él, aunque los ojos dorados estuvieran cerrados en ese momento, le sonrió con suficiencia—. ¿Qué quieres, niña? Dímelo.
—A ... usted. Adentro ... mío —sus palabras salían arrastradas y ahogadas.
—¿Segura? —Asintió—. Quiero escucharte —metió más sus dedos en su estrechez y ella a duras penas controló un gemido escurridizo.
—¡Sí!
Se acomodó mejor entre las piernas largas que lo tenían aferrado por la cintura. Tomó la roca ardiente en la que se había transformado su verga y la guió a la entrada de su perdición. Porque sentía que de alguna forma irremediable, estaba dejando cualquier atisbo de cordura fuera de su ser. Se adentró con cuidado. A pesar de que le había asegurado que él era intenso en el acto sexual, no podía quitar de su cabeza que esa niña estaba experimentando su primera vez. Y por una extraña razón, él también la sentía así.
La punta de la lanza que la atravesaría rozaba su sexo. Hasta el momento sólo había gozado descaradamente, pero al sentir cómo ese gran cuerpo se introducía, una puntada le hizo abrir sus párpados con un atisbo de susto. No era doloroso. Nada se comparaba con lo que había vivido en carne propia. Simplemente era diferente. Tan interno. Tan íntimo. Pero ansiaba más. Lo quería más profundo en ella.
Su estrechez era notoria. Las paredes engullían su miembro hasta que la barrera de su inocencia obstaculizó el paso. Movió su pelvis hacia adelante para vencer la resistencia cuando sus faroles volvieron a encenderse para encandilarlo, creyendo ver en ellos temor. Instintivamente se detuvo en su invasión, sintiéndose repentinamente culpable por su actitud orgullosa y desafiante. Frenaría cualquier avance si eso implicaba dañarla, no sólo físicamente. No quería que nada más la traumatizara.
—Dime niña si te duele y deseas parar —otra vez la ternura en su tono le era completamente ajena. Ella había hallado en él algo que desconocía de sí mismo, despertando algún instinto aletargado de protección. Los ojos dorados se cristalizaron al fijarlos en los suyos—. Te dije que no te dañaría.
—Confío en usted.
—Trataré de ser lo más gentil posible —otra muestra de que Steve Sharpe no estaba en aquella alcoba.
—Sólo quiero sentirlo más.
<<Necesito sentirlo más. Que lleguemos juntos a nuestro estallido>>.
<<Mierda>>, maldijo Steve.
Esa declaración calentó furiosamente sus entrañas. Tratando de controlarse, dio la estocada asesina de himen y se abrió definitivamente en aquellas tierras vírgenes. Un quejido suave sonó entre los labios entreabiertos.
—Lo siento —<<¿Se había disculpado? Jamás pronunciaba esas palabras>>—, pero no puedo evitar el dolor inicial.
Salió un momento de ella y un reclamo mudo lo atacó con el fuego de sus ojos. Respondió entrando otra vez.
Un jadeo lo estremeció.
—No dolió. No realmente. Sólo que me sorprendió.
Para darle a entender que era cierto y que ya el ardor había desaparecido, elevó sus caderas estrellándolas contra la de él, provocándole un gruñido animal.
Esa señal fue suficiente. La calma había terminado y la tormenta se había apoderado de él. Sus movimientos se volvieron cada vez más enajenados. Sus embestidas eran audaces y potentes, olvidándose que la que yacía debajo era un niña para él. Todo su salvajismo retornó con fuerza. Sus músculos se tensionaban con cada estocada.
Ella no tenía experiencia, pero se movía con naturalidad mientras él la penetraba. Primero, había ido muy suave, como si ella fuera de cristal. A medida que aumentaba la excitación de ambos, el movimiento se volvía más frenético, empujándola con fuerza. Sus grandes manos la tomaron de las nalgas levantándola para disfrutar más al penetrarla.
Su boca volvía a buscar los deliciosos senos para beber de ellos como si fueran una fuente. Habían cerrado sus ojos, perdidos en los otros sentidos.
El sonido de gemidos y jadeos. De la fricción de sus pieles. El sudor que empapaba el cuerpo de Steve y que compartía con su roce contra la de la joven. Todo lo llenaba en aquella habitación. El hombre se sacudía cada vez más. Más rápido, más intenso.
Percibía su aliento contra su cuello mientras ella se aferraba a su espalda, acoplándose a la perfección con su danza salvaje. Lo que le había sido desconocido y desconcertante, lo vivía como lo más natural y correcto. Como si su entidad se ensamblara con una pieza que correspondía con cada arista y curva de su cuerpo.
Quería escucharla gemir, gritar. Que soltara la sinfonía de aullidos que su cuerpo parecía crear, pero por alguna razón que se le escapaba, aparentaba reprimirse mordiendo con fuerza su labio inferior.
El placer que sentían iba en aumento. Su sangre corría acelerada, bombeada por un corazón que estaba llegando a su límite. Cada estocada lo acercaba más a su punto culminante. El éxtasis supremo para liberarse en lo que sentía sería el mejor orgasmo de su vida. Jamás había follado con tanta desesperación y a la vez, sintiendo que había hallado su complemento. Una idea absurda e improbable que desechó de inmediato.
El nudo se arremolinó en su punto más sensible. Su vientre se había llenado de mariposas y su cuerpo comenzaba a colapsar ante el inminente orgasmo. Los dedos de sus pies se cerraron, contraídos ante los espasmos.
Un grito ahogado quedó a resguardo en su garganta. Temía soltarlo, como había temido en el buque con cada encuentro con Pierre. Pero la combustión interna se había disparado en cifras exponenciales y no creía poder seguir silenciándose.
Los dos sintieron la tensión en sus músculos, contrayéndose para luego ser invadidos por un estallido en su interior. Como si hubieran visto al sol de frente durante el amanecer.
Largos alaridos, guturales y liberadores llenaron el lugar, como también se llenó la joven, con la cálida esencia derramada en ella.
Algo se encendió en Steve, conmoviendo su espíritu, lo que lo confundió e incomodó demasiado. Se detuvo agotado, laxo y vacío; y todavía enceguecido por aquel misterioso brillo dorado.
El olor a sexo, a hombre, por primera vez no le repulsaba. Por el contrario, lo sentía como el más dulce elixir. Uno que la excitaba, elevándola al máximo.
Inhaló de forma obsesiva, cerrando sus ojos brevemente. Retendría ese instante para siempre. Volvió a inspirar con ansia, para saciarse de todo lo que el hombre, su salvador, le había dado. Todo, incluso su aroma.
El de ambos, mezclados, como uno. Como ellos lo fueron durante la última hora, preguntándose con algo de ingenuo anhelo, si por fin podría ser feliz. Esperaba que sí. Que todas las tristezas, dolores y humillaciones no volvieran a golpear su cuerpo, su mente. Su alma. Todo gracias a él.
Sus ojos se abrieron buscando conectar con los de Steve.
Al abrir sus párpados comprobó que los ojos ambarinos —que se habían encendido igual que la supernova en su mente—, lo miraban con tal ternura, que se sintió indefenso, como si viera su alma igual de desnuda que su cuerpo. Su delicada mano acarició su rostro. Él apoyó la suya por encima. La dejó un momento y luego la apartó. También alejó su entidad, poniéndose de pie.
Ella lo perturbaba. También lo atraía, con una fuerza descomunal que podría convertirse en peligrosa.
El abandono del cuerpo sobre ella le provocó un enorme sensación de soledad y vacío en su piel. El hombre que minutos antes se había amoldado a ella estaba de pie, contemplándola. Parecía confundido. El brillo en sus ojos se había trasformado, pareciendo más oscura, perdida.
Huyendo de su mirada dorada, tomó sus ropas para desaparecer por una de las puertas. Debía retomar el control y para ello, la distancia sería su aliada.
Supuso que el señor Steve sólo necesitaba ir cuarto de baño, así que borró de su mente lo que creyó interpretar y se relajó sobre las telas de la cama, estirándose como un gato. Sintió en el interior de sus piernas algo cálido y se sentó enseguida, analizando lo que veía. Al notar el color escarlata sobre su piel, supo que era simplemente la prueba de su rasgada virtud.
El sonido de la puerta abriéndose la hizo enfocarse en la silueta que se proyectaba con la luz que emanaba detrás del hombre, que aparecía nuevamente recubierto por su traje.
—Ven niña. Debes limpiarte.
Su voz era firme y grave, sin vestigios del deseo que había pintado su tono durante el sexo.
Asintió, reconociendo que tenía razón y de un movimiento ágil, se puso de pie. Sintió una breve molestia que desapareció igual que un parpadeo. Se acercó a Steve, que se apartó del marco de la puerta para darle acceso a lo que había allí.
Efectivamente, era un baño.
Cuando traspasó el umbral, lo que vió la asombró. No se asemejaba a lo que había imaginado. Claro que sólo había conocido dos baños. Uno en la casa del doctor y el otro, si se podía llamar baño a eso, en el buque del Señor Mandarina.
Este era enorme, luminoso. De un lado, una lavabo doble de piedra y porcelana con un gran espejo que ocupaba el mismo largo, con estantes cubiertos por toda clase de frascos, potes y envases de belleza, elementos de utilidad desconocida para la muchacha.
Miró su imagen en el espejo y otra vez reparó en su pelo. Largo, dorado y ondulado. Y revuelto por lo que acababan de hacer y eso la hizo sonreír. Pensó en la primera vez que se había visto proyectada en una superficie reflejante como esa. En tan poco tiempo, menos de un año, todo cambió de una forma vertiginosa. Ahora, al menos, esperaba poder vivir en la casa del señor Steve en paz, ayudándolo en lo que necesitara.
Observó sus ojos oscuros a través del espejo contemplándola y un escalofrío recorrió su columna. Pero era agradable y provocador.
—Te daré privacidad —indicó justo antes de cerrar la puerta, dejándola sola.
Aguardaba impaciente dando largos pasos de un lado a otro de la habitación. Generalmente, este era el momento en que él se despedía de la mujer con la que había follado. Estando ahora en su propia casa, no podría hacerlo. Era por eso que nunca traía a ninguna mujer a su mansión. Y porque podrían interpretar eso como una auto invitación para regresar. Y él, salvo con dos mujeres que ya estaban en el pasado, no repetía menú.
Además de que invadirían su privacidad.
Se dio cuenta que no sabía nada de ella, salvo lo que le informaron. Si una misteriosa criatura de habilidades excepcionales sería su huésped, debía averiguar todo lo posible.
Volteó a verla cuando escuchó la puerta abrirse. Desnuda, volvía a caminar por la habitación. Pero lo hacía con otra seguridad, como adueñándose del lugar.
—¿Te gusta la habitación?
—Sí, aunque no soy exigente. Mi última habitación fue una celda —dijo despreocupadamente, en tono de broma. Ya no parecía la niña asustada que había recibido unas horas atrás.
Steve caminó hasta donde había quedado la bata y la recogió del suelo.
—Acompáñame. Te mostraré dónde está toda tu ropa.
—¿Mi ropa? —Lo siguió hasta un enorme vestidor que se escondía detrás de la otra puerta doble. El tamaño era igual al de su habitación en el barco. Estaba confundida—. ¿Para qué necesito tanta ropa?
La pregunta le hizo mucha gracia arrancándole una risa corta que sonó extraña en él. Hacía rato que no reía.
—Todas la mujeres siempre quieren un guardarropas como este, para poder variar su vestimenta. Es una coquetería. Podrás usar y cambiar todo lo que desees.
—¡No sabría qué usar ni cuándo! —Su semblante se volvió serio y mordió su labio inferior, como hacía cada vez que se encontraba ante un dilema o duda—. ¿No desea tenerme desnuda?
Si fuera por él, sólo la tendría desnuda. La vista de su cuerpo alto y atlético, moviéndose felinamente, lo estaba hipnotizando.
—En esta habitación, conmigo, puedes estar siempre desnuda, si quieres. Pero afuera, deberás usar algo encima, en nombre del pudor —abrió la bata y se ubicó detrás de ella, para colocarle la delicada prenda—. Pero ahora te pido que te cubras un poco. Para concentrarme mejor.
—Comprendido, señor Steve —rio.
Su sonido fueron campanillas para él y algo en su pecho se removió.
Volvió a pararse delante de ella, para ajustarle el cinto. Sus pezones se percibían erguidos por debajo de la seda. La proximidad de su cuerpo y el calor de su piel lo estaban excitando nuevamente. Ella sonrió. Eso la hacía aún más bella. ¿De dónde había salido? ¿Cómo había terminado en ese barco de prostitutas? Y lo más importante... ¿cómo es que se cura con tanta rapidez? Si es que es verdad la historia.
Ordenó sus pensamientos. Era hora de comenzar a trabajar.
Le tomó de la mano y la llevó fuera del closet. Su delicado y suave agarre se sentía como el lugar al que su mano correspondía estar. Sacudió su cabeza. Debía dejar de pensar de así y concentrarse.
—Ven, acércate —señaló una mesa con dos sillas, ubicadas en un rincón, sobre la cual se encontraba una bandeja de plata tapada con una campana del mismo metal—. Siéntate y come algo.
¡Comida! Hacía tanto que no probaba bocado. Aunque fuera la masa desagradable del buque, lo comería. Estaba famélica. Podía soportar días sin alimento manteniéndose en pleno funcionamiento. Producto del perfeccionamiento genético del doctor. No cabía duda, ya que las lecturas de los textos científicos le habían enseñado los procesos energéticos de la alimentación. Pero había un límite hasta para ella.
Se sentaron uno enfrente del otro. Levantó la campana que mantenía la comida oculta y pudieron apreciar la variedad de bocadillos que Theresa y Josephine les habían preparado.
Sus ojos se abrieron como platos. Ni siquiera en la casa del doctor había tantos colores en la comida. Tomó con cuidado un bocadillo de queso y aceituna y se lo llevó a la boca. ¡Delicioso! Probó otro de crema y salmón ahumado. Una delicia. No sabía qué estaba comiendo, pero lo disfrutaba todo.
Steve comía despacio, sonriendo de lado al observar cómo la misteriosa muchacha disfrutaba cada bocado.
—Parece como si no hubieras comido en una semana.
Cuando lo dijo, quiso morderse la lengua por olvidarse de dónde venía.
—En realidad, diez días —respondió, como si no fuera gran cosa—. Podría estar más tiempo sin hacerlo.
—¿No te dieron de comer por diez días? —Eso lo enfureció. Por un momento deseó tener al responsable en sus manos para retorcerle el cuello.
—Ellos intentaron darme de comer cada día. El Señor Mandarina se volvió loco de furia cuando vió que no lo lograban ni siquiera bajo amenaza de lastimar a otra de las chicas.
Eso había sido una jugada muy arriesgada por su parte. Pero había salido bien.
—¿Señor Mandarina?
—Arata Yoshida. Para mí es el Señor Mandarina. Siempre estaba comiendo una. Sus manos apestaban a ellas —el rictus de asco transformó su cara. Cambiando el tono de voz por uno bajo, agregó—. Yo decidí no comer más. Les estaba quitando el poder sobre mí. Si moría, el Señor Mandarina no iba a poder seguir lastimándome.
Un nudo se le formó en la garganta al usualmente estoico e insensible hombre sentado delante de ella. Apartó la mirada por un momento y cerró el puño con fuerza. Cuando ella volvió a hablar, lo hizo con una sonrisa que lo desarmó.
—Usted me salvó. Es por eso, que ahora, yo lo salvaré a usted, señor Steve.
Esa mirada otra vez. Su rostro cambió por completo de expresión. Pobre chica. ¿Cómo podría salvarlo a él? No tenía idea que su alma de asesino no tenía salvación. Aunque reconocía que ella lo estaba movilizando de una forma intempestuosa. Volvió en sí con un carraspeo.
—Sabes mi nombre. Pero yo no el tuyo.
—Los hombres de Yoshida me decían Shiroi Akuma.
Entrecerró los ojos, tratando de reclamar de su memoria el concepto de Shiroi Akuma de sus meses en Japón, hasta que creyó hallarlo.
—¿Eso no se traduce a Demonio Blanco? Si no recuerdo mal.
—Anata wa nihongo o hanashimasu ka? [¿Usted habla japonés?] —Preguntó ilusionada. Era como estar con el doctor Masao.
—Poco. Hace mucho que no lo practico. Estoy muy oxidado. Recuerdo mejor el alemán y el ruso —movió su cabeza impresionado—. Hablas inglés y japonés, ¿cómo es que terminaste en las manos de ese hombre?
Se desanimó un poco. Extrañaba al doctor.
Prosiguió a responder, limitándose a lo esencial. Las palabras del doctor Tasukete se agolparon en su mente. <<Las personas se asustan de lo extraño y nada es más extraño que una mutante creada en un laboratorio>>.
No quería que el señor Steve se asustara. No podría soportar que la viera con espanto y desagrado. No, no soportaría que esos ojos azules como el cielo nocturno, que la habían encantado, se volvieran témpano. Pero no eran las únicas palabras dichas por el científico que recordó en aquel instante. Debía conservar cerca a aquellas personas que valían la pena. Había visto demasiada crueldad para reconocer que el señor Steve, con todo el dolor que parecía sufrir, no la dañaría. Sabía que quería quedarse allí, en esa casa, con ese hombre.
Por eso, debía ser cuidadosa con lo que dijera a continuación. Cuidando cada comportamiento que pudiera delatarla.
—Me atraparon en los bosques en Japón y me cargaron hasta un pueblo pesquero. Viven en una situación tan precaria, que vendían a sus hijas como esclavas sexuales para el Paradise, como Nomi —pensó con nostalgia en la frágil adolescente y se preguntó si seguiría con vida.
—¿Cuánto tiempo estuviste encerrada?
—Doscientos siete días.
<<Doscientos siete infernales días>>.
A Steve se le fue el estómago al suelo y el malestar se apoderó de él. Ella había estado más de medio año sufriendo la peor cara de la humanidad y a pesar de eso, sonreía y comía con tranquilidad junto a él, un desconocido al que se había entregado sin reparos.
Aún más le asombraba que quisiera ayudarle y <<salvarle>>, como insistía, cuando cualquier otra persona se hubiera vuelto cínica, desconfiada, cruel e insensible.
Él era prueba de ello.
Pensaba en cada palabra. Él conocía ese mundo. Había matado a muchos hombres que aprovechaban la desesperación de otros para corromper el espíritu humano y provocarlos a comportamientos desalmados.
Pero lo hacía porque eran competencia para otros iguales a ellos. No por nobleza. Aunque nunca hizo daño a una mujer, salvo en su orgullo, él no era mejor que todas esas personas. Sintió vergüenza de su propia debilidad.
Desechó sus pensamientos para dirigir sus preguntas a lo que realmente le interesaba.
—¿Cómo es que te regeneras? No tienes ninguna cicatriz en tu cuerpo a pesar de afirmar que te golpeaban en ese barco —había sido brusco con sus palabras. Eso le resultó evidente cuando los ojos enormes se abrieron ante él con estupefacción y pánico—. Necesito saber —trató de excusarse, usando una voz más amable.
Las lágrimas empañaron su visión, pero no podía dejarlas correr. Inspiró profundo y apretó con fuerza los párpados hasta sentir que controlaba la humedad.
Debía inventar algo. No podía decirle la verdad. Al menos, por ahora. Hasta que lo ayudara con lo que necesitara y pudiera salvar su alma resquebrajada. Después, sería sincera, esperando que una vez viera que ella no era el demonio que sostenían, no la despreciara.
—No lo sé. Nací así —murmuró, bajando la cabeza.
Steve podía reconocer una mentira a la legua y allí había una. Sin embargo, la expresión de tristeza y vergüenza en la niña le daba a entender que algo la atormentaba y comprendió que lo mejor sería dejarla estar.
Parecía haberse apagado.
Reconocía el hermetismo y la joven que había sido abierta, sensual, directa y hasta alegre a pesar de lo terrible que había sido su vida se cerró de un portazo, dándole en las narices. Sonrió por dentro ante la ironía. Acababa de recibir un poco de su propia medicina y debía aceptar que no sabía bien. Para nada grato.
Se dio cuenta que ella lo miraba mientras él se perdía en sus reflexiones. Había dejado de comer. Seguramente se preguntaría lo que estaba pasando por su cabeza.
Empezaba a sentirse aletargado y cansado. Sería mejor irse a dormir y supuso que ella también estaría exhausta después de todo lo vivido. Una buena cama la ayudaría a recuperarse.
—Basta por hoy. Es hora de descansar —se puso de pie y acomodó su traje—. Mañana pensaremos en un nombre para ti. No te puedes llamar Shiroi Akuma.
—No, no puedo. No quiero ser Shiroi Akuma. Nunca más.
—De acuerdo.
Sonrió. Una sonrisa real. No esas muecas cuyos conocidos veían alguna vez. Cruzó la habitación y se dirigió hacia la puerta.
—¿No se queda señor Steve? —Se levantó rápido de la mesa y lo siguió. No entendía por qué no se quedaba en su habitación—. ¿Dónde va a dormir?
—Este es tu dormitorio. Yo me quedaré en el mío. Prefiero dormir solo.
Antes de salir, la observó de pie en el medio del lugar.
Lo había desarmado, pero tenía que reponerse. No le gustaba sentirse tan vulnerable.
N/A:
Qué bipolar parece Steve por momentos... Deberá luchar con sus propios demonios.
Al menos, nuestra niña parece por fin tener algo de paz después de tantas penurias.
Las palabras en japonés (y su traducción), una vez más son producto de google, por lo que si existen errores, les pido disculpas.
Sí comparto la traducción, porque los dos comprendían el idioma.
Espero que les haya gustado este capítulo... me demoró mucho hacerlo (las escenas íntimas me cuestan). Recuerden darnos su voto!
Capítulo dedicado a . Compañera de Wattpad (les recomiendo sus novelas), por siempre darme su apoyo. Estoy segura que estabas ansiando este momento... jejeje.
Gracias por leer, demonios!
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