19. Suya
19. Suya.
"El amor a primera vista es fácil de entender; es cuando dos personas se han estado buscando el uno al otro toda la vida, que se convierte en un milagro" —Sam Levenson.
***
El hombre a su lado acercó con precaución su mano al hombro convulsionado. No quería asustarla, pero creía que necesitaba un contacto amigable después de tanto sufrimiento, recibiendo como respuesta una reacción brusca por su parte, orillándose instintivamente junto a la puerta del habitáculo.
—Lo siento. No quise sobresaltarte —sonrió una vez más.
Ella se tranquilizó, pero no sonrió. No tenía motivos para hacerlo. Luego, se giró y perdió su mirada en el cielo nocturno a través de la ventanilla del helicóptero, sorprendida por la altura y la velocidad del viaje.
Él le habló a la espalda. Más para sí mismo que para ella.
—No sé si entiendes lo que digo —suspiró—. Todo va a estar bien ahora. Irás con el Señor S. Estoy seguro de que te tratará mejor que ese infame demonio.
Demonio.
Ella era el demonio.
Y claro que lo entendía. Comprendía todo.
Pero todavía desconfiaba. El que le hablaba no le había hecho daño, pero lo que había vivido durante la mayor parte de su vida, casi ocho meses, le enseñó que los hombres pueden sonreír y sin embargo ocultar detrás de ese gesto una gran perversión. Aun así, se preguntaba sobre ese Señor S.
Si es que llegaba a conocerlo. La idea que se formaba en su cabeza desde que habían abordado el helicóptero la llevaba a buscar la forma de escapar. Podía hacerlo en cuanto llegaran a tierra. Sería sencillo. A pesar de no haber comido en más de una semana, no habían mermado sus fuerzas. Podría superar a varios hombres sin dificultad y salir corriendo...
Pero entonces recapituló.
<<¿Correr? ¿A dónde?>>.
No tenía idea en qué país estaban. O lo que encontraría al descender. Y a medida que se acercaban a la costa, se percataba de las luces de la ciudad. Estaba perdida.
Todavía no era el momento. Esperaría. Había aprendido a ser paciente.
Por el momento, se dedicaría a disfrutar fascinada de la vista sobre el oscuro mar y la luna llena, que se reflejaba sobre el agua.
Sería libre. De una forma o de otra.
Tarde o temprano.
Su acompañante la miraba en silencio. Se preguntaba qué pasaría por su cabeza. La dejó estar. Lamentaba las circunstancias que había tenido que vivir siendo incapaz de vislumbrar siquiera cómo había sido su experiencia en ese barco del inframundo.
Habían llegado al punto de encuentro en un lugar aislado, cerca de la playa. Todo alrededor era penumbra, salvo un punto de luz, que señalizaba el lugar de aterrizaje. En la sombra, se distinguía un vehículo a la espera.
Cuando bajaron del helicóptero, el movimiento de las hélices revolvió el pelo de la joven, dejándolo desordenado sobre su cara.
Sentía bajo sus pies el frío y la dureza del suelo y un mar de cosquillas se concentró en su vientre y pecho. El aire que entraba en ella tenía olor a sal, a noche y libertad. El miedo iniciaba una retirada paulatina y en su fuero, esperaba que fuera permanente.
El sonido de la puerta trasera del coche al abrirse la devolvió a la realidad.
Todos los cristales estaban oscurecidos y no se podía ver desde el exterior. Adentro, otro cristal negro separaba al conductor del pasajero manteniendo así el anonimato total.
El Señor X no necesitaba mediar palabra. Sabía que debía dejar a la muchacha en el asiento trasero y una vez en marcha, recibiría el pago por el trabajo. Este extraño trabajo, que le quitaría el sueño por muchas noches. Cuando estaba por dejar a la joven en el interior, le quitó con delicadeza su chaqueta y la miró.
—Lo siento. Debo quitártela. Todo estará bien ahora. Suerte pequeña. El Señor S seguro te cuidará —le sonrió por última vez. No creía que volviera a verla.
En esa oportunidad, ella le correspondió la sonrisa y fue encantadora. Una sonrisa que no podría olvidar nunca. Que creía, podría conquistar a cualquiera.
La dejó adentro y cerró la portezuela. El BMW arrancó y vio cómo las luces traseras se perdían en la oscuridad de la noche. Su móvil sonó, pero no necesitaba mirarlo. Sabía que era la notificación de la transferencia del dinero a su cuenta bancaria. Meditó sobre la tarea realizada. Si bien había sido lo más bizarro que había hecho en su vida, lo hubiera hecho gratis si con eso salvaba a una pobre criatura de un sádico como el Sr. Yoshida.
Desde el asiento del conductor, Andrew observaba a través del vidrio de visión unidireccional. Estaba llamando al señor Sharpe para informarle que ya tenía a la muchacha.
—Bien —respondió escuetamente.
—Algo más señor —no sabía cómo decirle que la chica carecía de vestimenta.
—¿Qué ocurre? —Notaba la duda en su ayudante—. Vamos, dilo.
—Está sin ropa. Completamente desnuda.
—Pero qué mierda... —era el colmo de la inhumanidad. Chasqueó la lengua—. Yo me hago cargo. Sólo vengan a casa lo más rápido posible.
—Sí señor Sharpe. Llegaremos pronto.
En el interior del vehículo, ella estaba alterándose, volviendo a ganar terreno el miedo que minutos anteriores había dado sus primeros pasos hacia atrás. La sensación de encierro en un espacio aún más pequeño que la celda la angustiaba.
Podía sentir cómo se trasladaban, pero sus sentidos mejorados no le permitían ver ni oír nada hacia el exterior de las ventanillas. Trató de tirar de las palancas, pero no pudo lograr que se abrieran las puertas. En un segundo intento, partió parte de la palanca, quedándose con esa mitad en la mano. No supo qué hacer con eso y la dejó caer en el suelo. Podría patear el cristal. Pero lo pensó dos veces.
No había nada para ella afuera. No tenía adónde correr. Más importante todavía. El Centauro podría encontrarla si no se había alejado lo suficiente de sus pezuñas. Lo mejor sería esperar a ver lo que ocurriría. En tierra, sería más fácil huir que desde el mar.
Sin saberlo, Andrew observaba cada uno de sus movimientos, atento a sus reacciones.
Andrew frenó el vehículo a la entrada de la mansión. Tenía de frente la enorme reja, y los paredones altos de piedra gris que rodeaban la gran extensión del parque. Activó el mecanismo de apertura automática y aceleró suavemente para ingresar despacio por el camino de ripio que los llevaría hasta la entrada principal de la mansión. Una enorme casa de tres plantas a la vista, además de un enorme sótano insonorizado del que sólo tenían conocimiento el dueño, el socio y el mismo Andrew.
Los faros iluminaron al señor Sharpe a medida que se acercaban. Se hallaba de pie, imponente con un traje oscuro, sin corbata, a mitad de la escalinata, con una tela de seda negra colgada del brazo. El chofer imaginó que sería para cubrir a la chica. Frenó al lado de la escalera que daba acceso a la gran puerta doble de madera, que estaba abierta.
Al bajarse, se acercó a su jefe.
—Está asustada señor. Intentó escapar al principio, pero las trabas de seguridad se lo impidieron y enseguida desistió. Aunque rompió una de ellas.
Steve arqueó una ceja al escuchar la desesperación que debió tener para que la adrenalina le hubiera dado fuerzas suficientes para romper la palanca.
—Yo hubiera hecho lo mismo —señaló el coche—. Abre la puerta. Es hora de conocerla.
Él también estaba ansioso. Si esa chica realmente podía hacer lo que se rumoreaba, todo podía cambiar para su padre y para él.
En la mañana comenzaría con el proceso. Le extraería sangre y se lo llevaría a la doctora Kane. Si todo salía bien, si su sangre lo salvaba, le daría una sustanciosa paga y la dejaría libre. No es que fuera una esclava ahora, pero no podía perderla de vista, arriesgándose a que escapara. Primero, la cura. Después, no le importaba lo que ella hiciera.
Se desharía de ella, como con las otras mujeres de su vida.
Había estado calculando el tiempo mentalmente. Ejercicio que había ido practicando durante su encierro en Paradise. Calculó veintidós minutos de viaje, cuando de repente sintió un cambio en la velocidad. Primero se detuvo completamente y luego reinició el movimiento, muy lento. Hasta frenarse nuevamente. Solo que pudo percibir cómo el motor se apagaba.
¿Habrían llegado a destino?
Los nervios habían aumentado exponencialmente. Su corazón latía con mucha fuerza y comenzaba a agitarse, inquieta.
Se abrió la puerta a su derecha. No pudo evitarlo y sus reflejos la hicieron apartarse hasta el lado opuesto. Había estado pensando en lo que ocurriría fuera del barco. Creyó que nada podría ser peor que lo vivido.
Pero ahora, volvía a temer. Entonces, la puerta detrás de ella también se abrió y se volteó justo a tiempo para no caer de espaldas.
Se quedó inmóvil, llevando sus rodillas sobre su pecho y abrazándoselas, escondiendo su cabeza entre sus piernas, manteniendo la mirada hacia abajo. No era pudor. No conocía de eso. Era temor a lo desconocido. A lo que vendría. A la incertidumbre.
Unas piernas masculinas elegantemente vestidas aparecieron en su visión. Eran fuertes y largas. El dueño de ellas se acuclilló, quedando casi a su altura.
Lo primero que vió, fueron sus ojos azules, oscuros como la noche antes del amanecer que tenían una pizca de misterio y algo más, que no lograba identificar. Recordó en ellos, durante un segundo, lo que era vivir bajo el cielo estrellado. Esos orbes la calmaron, la dominaron de la misma manera en que ella lo había hecho con las bestias en el bosque.
Su corazón, que minutos antes parecía a punto de estallar, halló su ritmo pausado, lento y hasta creyó que se detenía, salteándose algunos latidos.
El mundo se detuvo también y se sintió envuelta en la mirada intensa, indescifrable, pero que a la vez le infundía tal seguridad y confianza que, aunque ese azul parecía ser frío, ella se sintió cálida. Afiebrada.
Si los ojos podían atrapar, aquellos acababan de hacerla nuevamente prisionera. Volvía a despedirse de la libertad, porque no quería huir de ellos.
Steve, por su lado, quedó cautivado por sus ojos dorados, lobunos. Tal vez había sido su imaginación, pero le pareció que destellaban. Sintió que el oro líquido de ellos lo lamían, lo devoraban como lava y no encontraba la fuerza de voluntad para nadar fuera de ellos.
Se quedaron así por lo que pareció una eternidad.
No se percató de que había dejado de respirar hasta que sus pulmones clamaron por aire, lo que lo despertó de su ensimismamiento para tomar una honda y silenciosa inhalación que le hiciera retomar el control. ¿Qué poder podía tener una mirada que él dejó de ser él mismo por el tiempo en que esos ojos reclamaron su total atención?
Parpadeó varias veces y rompió el encantamiento, realizando una veloz inspección a la misteriosa criatura, que también había despertado de su aletargamiento.
Un sonrojo incendió sus mejillas y Steve lo confundió con el pudor por su estado de desnudez.
Nada más alejado de la realidad.
—No te haré daño. —Su voz le sonó extraña, suave, tibia, nada parecida a la suya y se sorprendió. Tomó la bata de seda negra que tenía en sus manos y despacio, se la colocó alrededor de sus hombros—. Así está mejor —miró otra vez a la joven. Era hermosa. Eso saltaba a la vista. Tal vez, la mujer más hermosa que había visto. Y tenía una gran cuota de ellas en su vida para aseverar una manifestación como esa—. Soy el señor Sharpe. Steve Sharpe. Estás en mi casa ahora. Ven, niña —la tomó de la mano para instarla a salir del coche.
Ambos percibieron una arrebatadora descarga eléctrica al tocarse, recorriendo su cuerpo y que había acelerado su pulso, el mismo que instantes anteriores se había apaciguado al caer en un sueño momentáneo. Ese contacto, delicado y poderoso fue como el anticipo de una tormenta. Una que comenzaba a desencadenarse en el interior de cada uno.
Se dejó arrastrar al exterior, apoyando despacio sus pies en el suelo.
Cuando el hombre vio que pisaba descalza las piedras del camino, su sentido de caballerosidad —caballerosidad de la que no siempre hacía gala con conquistas anónimas durante sus trabajos peligroso—, lo impulsó a tomarla en sus brazos, evitando así que pudiera herirse, cargándola de lado antes siquiera ella pudiera reaccionar.
Recibió el contacto contra el musculoso pecho con sorpresa inicial, para luego dar paso a la sensación de que ese era el lugar más natural del mundo para estar.
Los dos mantenían cautivos la mirada del otro.
Una sonrisa comenzó a asomarse en el rostro de la joven.
Disfrutaba de la unión de sus cuerpos. Algo en ese hombre le atraía.
Olía rico.
Todos los hombres que la habían tocado apestaban. Olores intensos y desagradables que la descomponían. Pero él le agradaba. El aroma que desprendía, masculino, embriagante y amaderado la envolvió y se vio a sí misma cayendo en una espiral de incontables sensaciones. Algunas, apenas experimentadas junto a Pierre. Otras, inexploradas, eran más intensas y confusas.
Entonces recordó las palabras de Yoshida. Si tenía que verse obligada a tener sexo para no volver a ese infierno marítimo, no le pesaba hacerlo con ese hombre. Su instinto le decía que podía confiar. Algo en él la tranquilizaba y le hacía pensar que este mundo no era tan malo como creía. Aunque fuera tratada como una mercancía, el señor Sharpe la manipulaba con mucho cuidado, como un bien preciado y delicado.
El dueño de la casa habló a su empleado por sobre su hombro, sin romper el lazo de conexión visual.
—Vuelve a colocar la matrícula al coche y déjalo en el garaje. Después puedes retirarte Andrew. Ya no necesito de ti esta noche —atravesó el umbral con la joven en brazos que ignoraba completamente la sombra a la que le había hablado.
—Muy bien señor. Gracias.
Siguió con la vista al señor Sharpe mientras subía las escaleras con su valiosa carga. Cerró la puerta. Llevó el vehículo al lugar indicado y luego subió al suyo, aparcado en el patio posterior, y se marchó a su casa.
A medida que se internaban en la mansión, la joven dejó caer su cabeza sobre el hombro de Steve, llevando sus delgados y largos brazos alrededor de su cuello. La cadencia con la que se movía develaba que el peso de ella no significaba ningún esfuerzo para él. Podía sentir el corazón latir en el fornido pecho. Era acelerado. No estaba segura de cómo interpretar aquello.
Sólo unos minutos para que la llevara a una habitación amplia e iluminada de forma suave y cálida, delineando apenas las formas de los muebles.
Una vez ambos estuvieron dentro, la dejó en el suelo y cerró la puerta.
Ella se quedó de pie, mirando hacia el centro de la alcoba. No sabía bien qué debía hacer y con timidez, se volteó hacia su anfitrión que caminaba desde la puerta que acababa de cerrar hasta recargarse contra una cómoda, a unos metros frente a ella.
Éste asintió con la cabeza, indicándole que podía moverse con libertad. La joven, que comprendió ese gesto, comenzó a caminar despacio, recorriendo el ambiente de forma desinteresada. Revisaba y tocaba los muebles más cercanos a su posición, ignorando el otro lado de la estancia. Notó dos puertas cerradas de madera maciza. Una de doble hoja y la segunda simple. Pasó sus largos dedos por encima de la chimenea apagada que enfrentaba a la cama. Se detuvo frente a un tocador con una elegante silla y un espejo contra la pared, reparando en su reflejo. Acarició su pelo, que estaba largo. No quería mantenerlo así. Sería un recordatorio de su experiencia. Apartó la mirada, girando hacia el enorme lecho.
Se dirigió hacia allí y acarició el fino acolchado de color rojo oscuro. Sus mejillas se calentaron al imaginarse acostada, enredada entre las telas, junto al hombre que la observaba en silencio. Porque imaginaba que eso era lo que él pretendía de ella. Lo que todos los hombres habían deseado obtener y sólo uno apenas había rozado ese trofeo.
Él la seguía con curiosidad. Admiraba cada movimiento de ella.
Andrew le había informado que, según Yuri, ella no hablaba y no comprendía palabra alguna. Al menos en inglés. Igualmente habló, de forma automática, sin esperar una respuesta de su parte.
—Este será tu dormitorio. Ahora vivirás aquí. No tiene caso que intentes escapar —su voz se había hecho más profunda y dominante, dejando entrever que no había opción—. No eres una prisionera. Y si pudieras decirme cómo contactar a tu familia, le avisaríamos que estás aquí, a salvo. Lo estarás por un tiempo —guardó silencio un momento. Luego agregó—. No entiendes nada de lo que te digo, ¿cierto?
Ella se acercó hasta quedar casi pegada a él. Ambos sentían el calor del otro. Él la contemplaba desde arriba, clavando sus ojos azules en los ámbar de ella, enmarcados en una largas y curvas pestañas.
Se analizaban mutuamente.
El hombre que se había presentado como Steve Sharpe era muy alto. Mucho más alto que los sujetos que había conocido. Atlético, de contextura ancha en los hombros, descendiendo hasta una cintura estrecha. A pesar del traje que lo vestía, los músculos definidos se perfilaban a la perfección al tener sus brazos cruzados sobre su pecho. Su cara era masculina. En la cercanía había comprobado que no llevaba ningún resto de barba, completamente afeitado. Sus labios eran carnosos y su nariz recta. El cabello era rubio, pero más oscuro que el de ella y aunque lo llevaba peinado hacia atrás, sin ninguna hebra fuera de lugar, se notaba algo crecido.
—Entiendo perfectamente —dijo con un susurro—. Señor S.
Él se sorprendió al escuchar de su boca un inglés perfecto. Pero se repuso enseguida. Sonrió. Se daba cuenta que era inteligente. Y fuerte. Había engañado por mucho tiempo a todos en ese barco si creían que no hablaba. El coraje y la voluntad que debería tener una muchacha para soportar torturas físicas y psicológicas por meses y mostrarse en ese momento en control era asombroso.
—No se preocupe —continuó, acercándose más a él, que desenredó sus brazos, dejándolos caer a su lado—. No tengo a dónde ir. Ni nadie que me espere afuera. —Una duda surcó por su mente—. ¿Por qué me compró?
—Pagué por ti, pero no te compré. No soy tu dueño. Sólo necesito que hagas un trabajo para mí —la tomó por debajo del mentón para inspeccionar su rostro sin cicatrices. Era una maravilla de perfección. Parecía esculpida por las manos del más hábil artista. O los mismos dioses—. ¿Es cierto que te curas al instante de cualquier herida?
—Sí, es cierto —bajó la mirada, mordiéndose el labio inferior. Era eso lo que buscaba. Golpearla y disfrutar del proceso de sanación para volver a herirla. Su corazón se apretujó con nostalgia. Había sido una ilusa y se reprendió mentalmente por ello. Al menos, esperaba que sólo él lo hiciera y no una partida de hombres. Levantó otra vez su rostro hacia el de él—. Puede comprobarlo usted mismo.
<<¡Por Dios! Era cierto. ¡¿Pero a qué la habían sometido a esta pobre niña?!>>.
—No es eso lo que deseo. No te haré daño —le sujetaba por ambos hombros sin desprender la vista de sus enigmáticos ojos—. Nadie te volverá a lastimar. Sólo quiero tu ayuda.
—Mi ayuda... Me gusta eso —recuperó la alegría interna. Y sintió la calidez de una luz de esperanza. Ese había sido su anhelo desde que tuvo uso de razón. Ayudar. Un objetivo noble. Sus ojos se iluminaron y asomó una tímida sonrisa en su angelical rostro, maravillando al hombre que sostenía su cara—. ¿Cuánto tiempo me tendrá aquí?
—El necesario. Luego, podrás hacer lo que quieras. Te pagaré muy bien. Podrás irte a vivir a cualquier lugar del mundo que elijas.
Eso es lo que había querido desde que se había subido al vehículo aéreo. Sin embargo, lo que dijo de no tener a nadie, era cierto. Y ese hombre, con una mirada, la había conquistado. Además, le pidió su ayuda. Para eso la había creado el doctor. Es lo que debía hacer. Deseaba ayudar a ese hombre de ojos azules y mirada misteriosa a liberarlo del sufrimiento. Eso que no pudo identificar al principio era dolor. Mucho dolor. Fue lo que vió en esos profundos ojos y supo que sólo ella podría curarlo. Y estaba segura que sabía cómo usar su poder para sanar algo que iba más allá del dolor físico.
—¿Y si quisiera quedarme aquí?
Dejó caer la bata que cubría su cuerpo y fue el turno de Sharpe de admirar la escultura que tenía delante suyo.
Largas y torneadas piernas ascendían con elegancia hasta detenerse en el pequeño valle de pura tentación. Siguió delineando su firme vientre, plano y perfecto. Su cintura era tan angosta que pensaba que podría cerrar su circunferencia con facilidad usando sus manos. Cuando llegó a sus pechos, lamió sus labios de manera automática. No solía volverse loco por las tetas. Pero las de la muchacha se veían deliciosas y listas para ser probadas. Generosas para una muchacha delgada. Muy generosas, redondas y turgentes.
Tragó grueso, cuando la vio borrar el espacio entre ellos, como si toda su experiencia hubiera volado de aquella habitación y volviera a ser un adolescente hormonal incapaz de controlar sus reacciones más primarias.
Arrimó su firme cuerpo al de él. Fuerte y musculoso y rodeó su cuello con sus brazos. A pesar de la ropa que lo cubría, percibía la tensión en él.
—No será mi dueño, pero soy suya. —Esa simple palabra desestabilizó algo en él, que hizo que su corazón diera un brinco en tiempo y espacio—. ¿Acaso le desagrado?
Recuperando su seguridad brevemente amilanada, la atrajo aún más contra su cuerpo presionando sus manos desde la parte baja de su espalda, colisionando en un estallido que sólo podía terminar en destrucción masiva. El roce de su piel lo estremeció de forma indescriptible.
—¿Crees que me desagradas, niña? —Su voz ronca erizó los vellos de su piel, y un jadeo resbaló de su garganta cuando su vientre atestiguó lo que el gran cuerpo manifestaba como una tremenda dureza, caliente y enorme en su pelvis—. ¿No te has dado cuenta que desde que te cargué en brazos todo mi ser responde con desesperación a ti? Pero estaría aprovechándome de tu situación. No soy un salvador, aunque creas que sí.
—Lo es. Me salvó. No se da una idea de lo que hizo por mí. Le debo mi vida.
—Tal vez, pero no quiero tu cuerpo como retribución.
—No es eso lo que le estoy dando —escondió su cabeza a un lado de su cuello, rozando su nariz y labios contra la piel del hombre. Notaba el pulso acelerado y sonrió ante el inevitable efecto que estaba provocando en él—. Usted pidió mi ayuda. Déjeme dársela señor Steve.
La forma en que lo llamó aumentó su excitación en su pantalón a niveles extremadamente dolorosos. Necesitaría liberación inmediatamente. No le gustaba usar su mano. Prefería siempre el calor de una mujer. Y ante él tenía la viva imagen de una diosa que destilaba sensualidad y erotismo como un rosal perfumaba un jardín.
—Pero aún no sabes qué necesito de ti. Y créeme, que no es sexo lo que pretendía al traerte aquí.
Steve tomo su rostro hecho de mármol, de altos pómulos y nariz perfecta entre sus manos y lo rozó con la punta de los dedos, descubriéndolo. Detuvo el pulgar de su mano derecha sobre su labio inferior.
Esa boca de cereza, carnosa y húmeda captaba su atención. Esos labios eran una invitación al beso. Pero contuvo ese impulso. Sus ojos mágicos lo hipnotizaban. Se hundió en ellos sin importarle ahogarse en ese estanque dorado.
Dejó que sus dedos siguieran recorriendo su figura, descendiendo por su estilizado cuello. Sus dedos estaban ávidos de recorrer su piel. Lo excitaba. Dibujó las líneas de sus clavículas y una de sus manos capturó el seno que le correspondía. No fue delicado al magrearlo y pellizcar la cima erguida y sin embargo, ella respondió con otro jadeo que rápidamente ahogó mordiendo su labio, dejando caer su cabeza hacia atrás y arqueando su espalda para aumentar la presión entre ellos.
Atacó como un depredador su cuello expuesto, mordiéndolo, lamiéndolo como si necesitara beber de su piel mientras ella se aferraba con fiereza de sus cabellos, entrelazando sus dedos.
Sentía que se encendía en él una pasión que le quemaba en su interior como no había experimentado antes. Si debía simular que ella era su amante, entonces, no veía por qué no podía aprovecharlo. Después de todo, con menos tiempo de conocer a alguien la había llevado a su cama en los hoteles o en clubes dedicado a esos fines. Y ella se lo pedía, con el movimiento de su cuerpo contra el de él y con la mirada encendida.
Un pensamiento fugaz lo detuvo. Otra duda que necesitaba confirmación antes de proseguir de la manera que sus instintos voraces reclamaban.
—¿Sólo te usaban para golpearte? —Murmuró contra su cuello.
Se enderezó, arrugando el ceño, confundida. ¿Por qué preguntaba eso?
—Sí señor.
Él también se alzó completamente subyugándola con su figura, siguiendo los ojos que lo enfrentaban. Al parecer, con algo de frustración, lo que le causo gracia. Pero debía saber.
—¿Nunca te usaron para sexo? —Ella negó. Temía preguntar, pero la respuesta, todavía sin formular, le resultaba obvia—. ¿Eres virgen?
Capturó una vez más su labio entre sus dientes y después de unos segundos, asintió. Había tenido sexo anal, pero Pierre le había asegurado que no era lo mismo. Todavía tenía su virtud intacta. Aunque anhelaba cambiar eso esa misma noche. Cumpliendo el deseo de su amigo de entregarse a alguien digno, y cuyas lecciones la habían instruido para disfrutar lo que con tantos clientes había temido sufrir.
Esa nueva revelación lo enfrió como un baldazo de agua helada. No podía desvirgarla. Lo sentía como una perversión. Un abuso.
La distancia que puso entre ambos, alejándola al sujetarla por sus hombros, pareció ser igual de lejana que la separación de dos continentes, o dos mundos con todo el universo entre medio. Nunca había atravesado la pureza de una chica. Ni siquiera en su primera vez, porque la adolescente con la que él se había iniciado, su novia de preparatoria, ya era activa sexualmente. Y desde entonces siempre buscó mujeres experimentadas.
Sintió el frío estancarse entre ellos. En realidad, la habitación parecía haber descendido varios grados y no hablaba de lo netamente físico. La mirada del hombre había cambiado y ella recibió eso como un duro golpe. La rechazaba y nunca creyó que eso podía doler tanto.
—¿Lo he molestado, señor Steve?
—No eres tú, niña. Es que no puedo... Deberías darle tu primera vez a alguien merecedor de ello. Y créeme, yo no soy bueno para ti.
—¿No debería ser yo la que juzgue eso? Me liberó de Arata. Confío en usted cuando me dice que no me lastimará. He visto demasiados ojos cargados de podredumbre, soberbia, lascivia y brutalidad para reconocer en usted a alguien diferente.
—¿No ves lascivia en mí?
Su rostro se ruborizó, y aunque la luz era tenue, no pasó desapercibido para Steve esa respuesta. Una parte de él se sintió como un aprovechador e insistía en retirarse a su habitación. Otra, la que había estado ganando la batalla y que parecía estar a punto de perderla ante el sorprendente giro, no quería rendirse, sino retomar el duelo y avanzar hasta invadir el valle entre sus piernas.
Apretó su labio interior, con fuerza antes de responder. Sentía el calor en sus mejillas, pero no se comparaba con la temperatura y la humedad que la aquejaban en su intimidad.
—Sí. Y me gusta verlo en usted.
—¿No tienes miedo de mí?
—No. Porque hay más en su mirada que sólo deseo.
—¿Qué más ves? —La curiosidad era real.
Porque él veía la nada misma cada vez que su rostro lo enfrentaba del otro lado de un espejo.
<<Dolor, tristeza, soledad>> pero no podía responder eso sin temor a provocar que se cerrara a ella, o peor, ofenderlo por ver la vulnerabilidad en él.
Negó con su cabeza, apuntando hacia el suelo, rompiendo el contacto entre las piedras de zafiro y ámbar de cada uno.
—No puedo decírselo —volvió a enfocarse en él, pasando primero por su boca carnosa y provocadora. Sus manos acunaron su rostro varonil, lo que para él significó un aumento de su tortura. Nunca había sentido tal ternura en un par de manos. Salvo en la mujer que le había dado la vida—. Lo que puedo decirle, es que lo escojo a usted. Prácticamente no he tenido opciones de nada en mi vida. Otros las tomaron por mí. Sólo un hombre, una vez, me dio la posibilidad de elegir qué hacer con mi cuerpo.
—¿Un amante?
Un calor abrasador venció la helada reciente en su sangre, focalizándose en su pecho y su cabeza ardió en llamas. La idea de otro hombre descubriendo lo que él había deseado poseer le molestó. Y esa misma molestia le incordió, pues sólo tenía minutos de conocerla, pero que ella le hubiera declarado que le pertenecía, se daba cuenta en ese momento, que lo quería reclamar como un hecho. Que fuera sólo de él. De nadie más.
—Un amigo. Que me preparó de alguna manera para este momento.
No era tonto. Comprendía lo que ella dejaba caer sutilmente entre líneas. La confianza con la que mostraba su desnudez o el dominio de lo que sabía que su cuerpo provocaba era un aprendizaje en manos de un amante, aunque lo hubiera tildado de amigo, —uno que imaginaba había tenido antes de su captura—. Podía ser virgen, pero conocía sobre el placer y eso era evidente. Él tampoco era un santo. Si él aprovecharía lo que sea que ella supiera, la muchacha perdería su virtud beneficiándose con los años de experiencia dando extremo goce que él poseía.
La haría ver las estrellas.
Hizo una media sonrisa, una ladina, muy sutil. Se acababa de establecer un desafío personal. Demostrarle que él era mejor amante que su amigo. Una actitud infantil, pero su orgullo se sentía mellado.
La joven retomó el ataque, sorteando nuevamente el abismo que se había creado entre ellos, apretándose a él. Ambos se removieron encendidos y alterados, en respuesta a la provocación. Volvía a arder el sol de verano con ellos en el centro y Steve supo cuál de sus voluntades se erigía vencedor.
—Me preparó para usted.
Con esa contundente afirmación, sus manos, ahora dominantes y sintiéndose dueñas de aquella figura, clavaron con ansia demandante sus dedos en sus nalgas.
—Debes saber que no soy delicado —bajó su boca para alcanzar su oído—. Me gusta rudo, salvaje y fuerte.
La sintió estremecerse con lo que reconoció como excitación y eso lo enloqueció.
—Sólo hágame suya. Enséñeme, señor Steve, por favor —suplicó con la voz ronca, desesperada por calmar el torbellino que se había apoderado de su vientre y hacía palpitar el punto más sensible de su ser.
N/A:
OMG!!! Por fin tenemos a nuestros protagonistas unidos... ¿cómo será su encuentro?
Dato curioso:
Como les compartí en la introducción, esta historia nació de un sueño. Este capítulo (especialmente el encuentro entre ellos) es el origen de todo. Soñé esa escena, en la que ella llega a la mansión y es llevada en brazos por Steve. Y a partir de ahí, se extendió a lo que es esta obra...
Qué loco, no?
Comenten y voten...
Gracias por leer, demonios!
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