18. Señor S
18. Señor S.
Escuchó los golpes en la puerta.
Dos.
Era la señal de que debía apartarse para que le entregaran el horrible puchero que consideraban comida a través de la rendija en la parte inferior de la puerta.
No necesitaba cumplir con eso.
Estaba sentada en el suelo, en la otra punta de la celda y no se movería de allí. Ni siquiera abrió los ojos. Sólo escuchó cómo se deslizaba la metálica y oxidada abertura y arrastraban sobre el suelo el recipiente con la primera ración del día, golpeando con el tazón del día previo, que seguía intacto. La mano anónima tomó la ración anterior y la retiró.
Era el quinto día que la joven se negaba a comer y eso sólo significaba que se estaba dejando morir. Si escapar no era una opción, entonces, controlaría su fin. Aunque sabía que sería largo, por su gran resistencia, pero estaba buscando la manera de dominar su propio cuerpo.
De lograrlo, simplemente se apagaría. Como un interruptor; y volvería a la oscuridad de donde había salido. De la que cada día se convencía, no debía haber salido jamás.
Su existencia había acarreado muerte, desolación y tristeza. Cuando lo único que había deseado había sido salvar y ayudar a otros. Poder usar sus dones <<o mutaciones malditas>> para hacer el bien. Para convertirse en algo más que un monstruo o demonio.
Que otros la pudieran ver con cariño y no miedo u odio. Mirarla como un ser humano. Una mujer. Como había hecho su amigo. Jean Pierre.
Sus palabras resonaban como ecos en la soledad de su mente. Aquellas que no había comprendido por haber sido compartidas en francés y las más importantes, las que había recibido con su corazón abierto.
Corazón. Tenía uno roto, prisionero y moribundo. Cuando lo que anhelaba en sueños era lo que había sonado alguna vez como imposible <<y que cada día confirmaba esa realidad>>.
Amor.
Antes de morir, desearía haber podido experimentar ese intrigante sentimiento.
Pero era tarde para ello. Pues buscaba las frías manos de la muerte.
Sólo era cuestión de tiempo, y eso lo tenía de sobra en ese lugar. Así que, cada momento en que no era usada para los vicios de los hombres pusilánimes que pagaban por golpearla, lo aprovechaba para aprender a someter sus signos y funciones vitales.
***
A la mañana siguiente del descubrimiento que Andrew le había compartido a su regreso a Nueva York, Steve charlaba con su socio, Gerard Brighton, en su despacho en su mansión en Los Hamptons. Quería compartir sus impresiones y su próxima resolución.
—Interesante... —el tono siempre comedido de Gerard lo maravillaba. Cualquiera que no lo conociera podría pensar que nada lo sorprendía. No importaba qué le dijeran. Pero a Steve no lo engañaba. Lo conocía demasiado bien. Podía notar que sí le llamaba la atención. Algo rondaba por su cerebro. Advirtió también un brillo pícaro en sus ojos. Algo lo divertía, aunque no llegaba a descubrir qué—. Así que Steve, mi querido muchacho, vas a traer a una prostituta a tu casa —lanzó una enorme carcajada.
<<Con que eso era lo que le divertía>>, se dijo el dueño de la casa.
—En primer lugar, según lo que entendió Andrew, a esta chica en particular, no la prostituyen. En segundo lugar, yo no dije que fuera a traerla a esta casa.
—¿Y dónde tenías pensado que estuviera? Crees que se quedará de lo más contenta en algún lugar en que la dejes y presta a que hagas con ella... —entornó sus ojos interrogadores—. ¿Qué es lo que quieres hacer con ella?
—No quiero hacer nada con ella. Quiero su sangre.
—¡Qué draculeano! —Su mano bailó de forma exagerada para añadir dramatismo—. ¿Y lo obtendrás mordiéndole el cuello?
—Quiero entender cómo logra esa recuperación. Tal vez, su plasma pueda ser lo que necesitamos para curar a mi padre.
Gerard mudó su semblante acorde a la seriedad que mantenía el joven. Estaba midiendo sus palabras ya que no quería que Steve tomara a mal lo que iba a decir.
—Hoy pasé a visitar a tu viejo. Me comentó que no lo visitas como hacías antes.
—No puedo Gerry. No todavía —negó con la cabeza, perdiéndose en el paisaje más allá del ventanal que iluminaba la estancia con la claridad del día.
—Muchacho, tú no eres el responsable de su condición. Sé que crees que sí y que aparecerá una cura milagrosa. Pero no funciona de esa manera. Debes aceptar lo que le pasa a tu padre. Y rápido —hizo un momento de pausa. Tomó aire y prosiguió, con voz apesadumbrada—. No creo que le quede mucho tiempo. Podrías arrepentirte de perderte sus últimos momentos. Y no hay cura para el arrepentimiento.
—Este será el último intento. Uno desesperado. Pero si no hago todo lo posible, hasta lo que suene increíble, no me lo perdonaré nunca.
En un intento por aligerar la tensión del aire, Gerard sacudió sus manos por encima de la cabeza.
—Volvamos a la logística. Esa joven tendrá que venir aquí. ¿Quién más sabe de su peculiar condición?
—Andrew. Él me contó. En los próximos días estará completando la información necesaria. Luego será tu turno. Necesitamos a alguien que haga de intermediario. Consigue al mismo de siempre. Sabemos que cumple y no es rastreable hasta nosotros. Él hará la transacción y la dejará a mitad de camino. Andrew la conducirá hasta aquí en el BMW polarizado.
—Y una vez en tu casa, ¿cuál será la pantalla? No podemos decir que es un conejito de indias.
—No, no podemos. Tal vez pueda decir que incorporo una asistente.
—Que instalas en tu casa y que seguramente no debe ni saber cómo tipear <<Currículum Vitae>>.
—¿Se te ocurre una mejor idea?
—Podríamos decir que es otro tipo de conejito... —ahí estaba ese brillo nuevamente—. O, mejor dicho, conejita... —decía con una risa entre dientes, mientras guiñaba un ojo—. Después de todo, serías un rico más con una amante. No es nada del otro mundo.
—Probablemente tengas razón. Parece ser la mejor excusa.
—Deberás hacer que parezca real —nuevo guiño.
Interrumpieron su conversación cuando Theresa, una de las empleadas de Steve pidió permiso para entrar al despacho. Traía una bandeja con dos tazas. Una para servir el té y otra cargada de café negro y bizcochos para el socio del señor Sharpe, que depositó en la elegante mesa baja delante de él. Gerard pudo notar las manos temblorosas, deformes por la artrosis, de la pobre Theresa. Se preguntaba hasta cuándo podría seguir trabajando. No podía imaginar el suplicio que sería hacer las tareas domésticas en una casa tan grande. ¿Steve lo habría notado? Más importante. ¿Le importaría?
—Gracias. Qué rico huelen los bizcochos. ¿Recién hechos? —Exclamó el viejo inglés que ya estaba agarrando uno. Eran su perdición—. Tan esponjosos y delicados.
—Sí señor. Sus preferidos —le respondió con una sonrisa al tiempo que intentaba servir el té.
—No hace falta que lo sirva. Yo tomo el relevo Theresa.
No quería que hubiera algún incidente al servir la infusión. Ella se incomodaría y se sentiría responsable. Y Steve no sería muy considerado con ella y su error.
A Theresa le caía bien este hombre alto y delgado. Siempre elegante y refinado. Era gentil y considerado, elogiando todo lo que le preparaban desde la cocina.
—Los hizo Josephine. Hay más si lo desea señor.
—Van a hacerme engordar si siguen alimentándome así —llenaba su boca con otro más—. Felicita por mí a Josephine. Están deliciosos.
—Gracias, señor. Se lo diré —girándose hacia Steve, preguntó con timidez—. ¿Necesita algo más señor Sharpe?
—No, estamos bien Theresa. Puedes retirarte.
Cuando volvieron a quedar solos, ambos quedaron sumidos en sus pensamientos, dejando que sus ojos vagaran por los televisores del despacho, que estaban encendidos en frente de ellos, cada uno en un canal diferente. Todos de la Sharpe Media.
Una noticia había llamado la atención a ambos. La lectura de la barra informativa que aparecía en el tercio inferior de la pantalla detallaba un asesinato.
Pero no era el que esperaban encontrar.
Al parecer, un grupo de diplomáticos norteamericanos y gobernantes de medio oriente habían sido impactados mortalmente en uno de los territorios árabes, protagonizando el conflicto político que se desataría entre ambos países. Los homicidios, que generaban incertidumbre en cuanto al o los responsables, abría el debate sobre la disolución de tratados que se habían establecido.
Se sospechaba de un trabajo profesional por su exactitud y precisión.
Pero no era lo único que detallaban las palabras. A partir de los asesinatos, cuestiones ligadas al contrabando de armas quedaban a la luz, exponiendo a políticos de las dos naciones. Un escándalo internacional.
Los hombres que presenciaban el informe observaban impasibles. No les conmovía ni sorprendía nada de aquel mundo viciado y corrupto.
Enseguida, otra noticia prosiguió. Una de carácter nacional. La que estaban aguardando. Steve elevó el volumen del televisor que transmitía el informe.
Estaban reportando sobre el asesinato de un gran magnate de Texas. Michael Clark. Mostraban su foto. Un hombre obeso, desagradable, que siempre usaba sombreros de vaqueros. Se sospechaba que detrás de sus negocios, una cadena de restaurantes, había algo turbio. Pero nunca se había probado nada. La reportera mencionaba que toda acusación de lavado de dinero, producto de tráfico de drogas, empleando los restaurantes como pantalla, era descartada por falta de evidencias. En las imágenes, se veía a agentes federales acordonando el lugar, entrando y saliendo por el acceso principal, con los monos de protección para el análisis de escenas de crimen. El agente especial a cargo, Chris Webb, un hombre de porte imponente, joven, atractivo y atlético, se negaba a realizar comentario alguno, hasta no avanzar más en la investigación. Sin embargo, ya rondaban teorías entre los medios de comunicación. Apuntaban a un conflicto entre grupos mafiosos, buscando saldar deudas o eliminar competencia.
—No están mal encaminados —comentó fríamente Steve, mirando la pantalla.
—Calculo que le habrás dado algún dato anónimo a tu canal de noticias, para obtener alguna exclusiva.
—No hizo falta. Hay buenos reporteros siempre atentos y ávidos de noticias. Esto es trabajo de ellos exclusivamente.
—Bien por ellos. Y por nosotros. Nuestros clientes estarán satisfechos. Brindo por una labor bien hecha —alzó su taza de té inglés y bebió un sorbo. Acto seguido, devolvió la taza a la bandeja y abrió una carpeta—. Concentrémonos ahora en el trabajo. Tenemos en marcha el próximo encargo. Será difícil acceder al blanco. Pero el primer paso lo tenemos logrado.
—Que es...—se volteó para mirar a Gerard.
—Lograr que Belmont Durand asista a tu próxima gala de beneficencia en tu hermosa mansión —abrió grande los brazos señalando la enorme estancia que ocupaban en ese momento—. Deberás conseguir que te invite a su siguiente fiesta en su galería privada. Allí estará el siguiente objetivo. Un rico árabe.
—Tarea complicada. No tenemos nada en común —se sentó en la butaca al lado de su viejo amigo.
—Tienes razón. A él le agrada la gente y llamar la atención. Tú, eres reservado y das algo de miedo... salvo a las mujeres —se le quedó mirando de arriba abajo. Sabía lo que ellas veían en él. Tenía sex appeal. Esa frialdad con la que se comportaba atraía a muchas damas—. Tal vez eso es lo único que tienen en común.
—No nos agradamos mucho. Aún me sorprende que hayas logrado que aceptara la invitación en primer lugar.
—Lo convencí de que tenías un nuevo interés en el arte y deseabas hacer algún negocio con él. No creo que me haya creído mucho. Aun así, aceptó.
—¿No podías lograr que te invitara a ti? Estoy seguro de que podrías simular ser un amante del arte.
—Por un día, tal vez. Pero ahí terminarían nuestros gustos en común.
***
Chris Webb observaba con atención la escena.
Después de haber cumplido varias misiones en Afganistán y su actual trabajo con el FBI, las muertes violentas no le causaban impresión. Pero el cuerpo desnudo, exageradamente obeso, caído hacia adelante sobre la mesa de centro con la cabeza destrozada, le repugnaba. Tenía puestas sus botas de vaquero, pero su sombrero había volado cuando recibió el tiro preciso en medio del cráneo. Lo habían asesinado mientras le hacían sexo oral sentado en su sillón. No sabían todavía quién era la testigo. Los hombres de seguridad del fallecido decían que no la habían visto entrar.
Una enorme mentira. Seguro sería alguna prostituta menor de edad. O varias.
Hizo un chasquido de desagrado con la lengua. Imaginaba la escena con esas chicas debajo, o encima, del cuerpo velludo, sudoroso y tan grande que el pene no se vería, y le descompuso. Sacudió la cabeza, queriendo deshacerse de esa visión.
Continuó caminando por la habitación hasta que llegó a la ventana. Allí se apreciaba el punto de entrada de la bala.
La experiencia le indicaba que el vidrio era blindado, por lo que la bala debió ser potente y blindada a su vez. Ya lo confirmarían los analistas.
Giró hacia el sillón, desde donde estaban preparando el cuerpo para trasladarlo a la morgue. Tarea difícil que necesitaba de varias personas.
Trataba de proyectar mentalmente la ubicación que debió tener la víctima estando sentada. Calculó la altura de su cabeza y seguía con la mirada la trayectoria del proyectil, hasta volver a mirar por fuera de la ventana.
No había ningún edificio cerca. No había vecinos. Estaba aislado. Algo lógico si en esa casa solía haber encuentros clandestinos. Sólo se veían árboles. Grandes, altos y lejos. No era el trabajo de un aficionado.
Por eso Chris y su equipo estaban allí. Los habían llamado para que volaran desde Nueva York porque creían que el asesino era el hombre que el agente especial venía persiguiendo desde tiempo atrás, junto a su antiguo mentor, el agente Reese Whitaker, un hombre honesto y sagaz, que le había enseñado todo lo que sabía sobre el trabajo. Reese acababa de retirarse, dejándolo a él a cargo, por lo que sentía la presión del caso sobre él. El caso de un hábil asesino, que firmaba sus trabajos con una bala grabada con las iniciales <<A.C.>> en su base. Balística tendría que confirmar esa parte. Él se encargaría del resto.
—Victoria, hermosa, ¿tendrás por casualidad a mano uno de esos láser para analizar trayectorias?
Hablaba mirando por la ventana, a lo lejos, pero sabía que ella estaba en la habitación, trabajando con el occiso como médica forense a cargo. Sólo a ella le hablaba con esa pícara naturalidad. Una especie de juego entre ellos. Pero nada más. Sabía que ella lo adoraba como a un hermano menor. Además, la doctora tenía novia.
—Querido, eso lo tienen los analistas. Espera un momento —buscó a uno de los especialista de escena que estaban tomando muestras y le solicitó el pequeño artilugio—. Aquí tienes. Lo busco por ti, porque eres tú Chris. Pero que no se te haga costumbre —se acercó a él y se lo entregó. Seguía la línea de pensamiento de Chris—. Uno de esos árboles es el lugar desde donde el asesino disparó. Quieres saber cuál.
—Exacto —apuntó con el láser a algunos árboles, analizando posibilidades.
En ese momento, apareció otra agente, su nueva compañera y amiga, con la que en realidad había trabajado de forma esporádica con anterioridad. Pero desde que había quedado sin compañero, ellos dos fueron emparejados oficialmente, y se sentían a gusto con ello.
Era la agente especial Lara Yang, que se acercó con su libreta en una mano y su bolígrafo en la otra. Acaba de hablar con los guardaespaldas, pero ninguno quería reconocer lo que había ocurrido horas antes. Chris y Victoria la vieron llegar y le compartieron lo que pensaban.
—¿Qué necesitas que haga, Chris? —consultaba mientras guardaba su libreta y bolígrafo en uno de sus bolsillos.
El agente le entregó el láser.
—Se buena y quédate aquí lista para usar el láser nuevamente. Yo iré al parque y desde allí te llamaré para ir viendo las posibilidades.
—Cuenta conmigo. Esperaré tu llamada —tomó el aparato y se colocó en el marco de la ventana, en el lugar en el que había estado el alto agente, lista para apuntar.
—Gracias, eres la mejor.
Lo decía de verdad. Ella era excelente en su trabajo y aunque era una novata comparada con él, confiaba plenamente en sus capacidades.
Tuvo que sortear a los periodistas, con sus micrófonos y cámaras, que estaban apostados en el acceso de la casa. Cuando lo vieron, se le vinieron encima, haciéndoles preguntas a las que él sólo respondía que no tenía comentarios todavía.
Le llevó varios minutos alcanzar los árboles que creía haber visto desde la ventana de la mansión. Estaría a 800 metros aproximadamente. Era una distancia importante. Fue rodeando diferentes árboles mientras sacaba el móvil del bolsillo para llamar a Lara. Ella atendió al momento.
—Ya estoy aquí. Prueba de colocar el láser en alguno de los árboles y yo iré viendo sus posibilidades. Iremos descartándolos uno por uno.
—Muy bien. Ahí marco al primero.
La luz dibujaba un punto directamente en el tronco. No había ramas desde donde uno pudiera apoyarse.
—Lo veo. Pero no sirve. Pasemos a otro.
Fueron descartando árboles. Algunos no eran lo suficientemente altos. Otros, no tenían suficiente follaje o ramas resistentes. Sólo encontró dos con posibilidades de ser el árbol buscado.
—Bien. Estamos entre dos. Vuelve a señalarme el lugar desde donde debería haber salido el proyectil.
En cuanto vio la indicación, cortó la comunicación. Sacó un par de guantes de protección del bolsillo y se los colocó. Guardó el celular en un bolsillo interno de la chaqueta y se la quitó, dejándola en el suelo, apoyada sobre una de las raíces sobresalientes del árbol. Calculó el recorrido más adecuado entre las ramas para llegar al láser. No le costaría mucho. Era ágil y se mantenía en forma. Tomó impulso y saltó. Se sujetó de las primeras ramas que sabía soportarían su peso. Comenzó a trepar. Los zapatos y la ropa con la que vestían los agentes federales no eran indicados para esa tarea, pero tenía que sacarse la duda inmediatamente.
En cuanto llegó al punto marcado se sentó en la gruesa rama. Era realmente ancha y un hombre de contextura atlética podría recostarse en ella y preparar un tiro.
Lo comprobó empíricamente. Estando boca abajo imaginó la secuencia. Revisó las marcas en la corteza. Con sus dedos, sintió dónde había apoyado el fusil. Simuló tener el arma y apuntar con ella. La visión era perfecta, aun en la oscuridad. Habría esperado a que la víctima se sentara en el sillón y ¡bam! Asunto terminado. Se quedó en la posición un momento. Así como estaba, se sintió transportado al pasado. Cuando él era el que estaba de ese lado.
Él también había asesinado. Pero lo había hecho por su país. Para proteger a sus hermanos en la línea de fuego.
Se volvió a sentar y miró a lo largo de la rama. Por la distancia desde el tronco y dónde estaban las marcas que el sicario había dejado con el fusil calculó que debía medir entre dos metros y metro setenta. Ese era el lugar.
Se masajeó la cabeza con los dedos. Le estaba doliendo. Se palpó buscando el frasco de aspirinas, pero recordó que estaban en la chaqueta que había dejado en el suelo.
Una vez abajo, tomó el móvil del bolsillo y se colocó la chaqueta. Tenía que llamar a Lara. Había encontrado el sitio desde donde se había ejecutado el tiro. Sabía que lo iba a reprender por haber comprometido la escena, pero estaba seguro de que el tirador era muy meticuloso y no habría dejado ninguna huella.
Buscó las aspirinas y tomó dos, que tragó de una vez.
***
Lo primero que hizo a su vuelta a Quirón, fue buscar actualización de la situación sobre el Proyecto Hércules y el nuevo programa que desarrollaban junto con el Dr. Green.
Como era habitual en el hombre de ciencia, no tenía buenas nuevas para entregar, por lo que, dando bufidos, Cale regresó a su puesto de trabajo. Pero en el camino, uno de sus hombres le informó de que el Dr. Meyer lo requería en su despacho, por lo que desvió su camino.
Una vez allí, atravesó la doble puerta sin siquiera dignarse a darle un vistazo a Amelia, que le pagó con la misma moneda.
—Otro éxito rotundo, Cale —fue el saludo que recibió por parte de Johann, quien se encontraba enfrascado en las noticias que se veían desde la pantalla del televisor—. Creo que este ha sido su trabajo más trascendental.
—Es sólo el inicio. En cuanto usted y los suyos concluyan con su parte, moveremos los hilos de la forma adecuada para ordenar el desastre en que está sumido este mundo decrépito.
—Usted tendrá sus soldados de oro. Ya lo verá.
Sus ojos se despegaron del aparato para enfocar con una sonrisa ambiciosa a su interlocutor.
—Y usted será más rico y poderoso de lo que lo hemos hecho hasta ahora. Sólo han sido migajas a comparación de lo que vendrá.
—Lo sé. Cada conflicto requiere más soldados. En cuanto volvamos a ofrecer nuestro suero completamente mejorado al ejército, no podrán rechazar su ventaja. Cada soldado tendrá su dosis. Más dosis, más dinero.
Cameron asintió sin evitar que un rictus de desagrado se formara en él. Sin embargo, Meyer no lo había percibido al volver a centrarse en las imágenes de la pantalla, regodeándose de antemano como un goloso por un próximo banquete.
<<Dinero>>, repitió el soldado.
Le daba al científico el discurso que le convenía. Las palabras que quería escuchar. Pues el fin último no era compartido por los dos hombres.
Cale estaba convencido que el científico, hombre avaricioso y soberbio, era otro espécimen que eventualmente debería ser erradicado.
Sí buscaba entregar a los soldados lo que obtuvieran del suero. Y con ello, tener al ejército en su mano para obrar según sus planes.
***
Una noche, a más de doscientas millas de la costa de Long Island, un helicóptero aterrizaba en el Paradise.
Arata Yoshida estaba intrigado por la llamada que había recibido de uno de sus contactos que le proveía de <<productos frescos>>. En la conversación le explicaba que al parecer se había topado con un desconocido dispuesto a hacer un importante negocio en representación de un tal <<Señor S>>. Estaba interesado en comprar una de sus chicas.
No cualquier chica, a Shiroi Akuma.
A pesar de la política de discreción que establecía en su línea de negocio, los rumores que sutilmente dejaba caer con sus empleados en cada ciudad sobre su extraña mercancía habían hecho que obtuviera muchos clientes. Las ganancias habían sido muy suculentas. Disfrutaba explotar la morbosidad de los multimillonarios excéntricos.
En otras circunstancias, no habría oferta alguna que le incentivara a deshacerse de su gallina de huevos de oro. Pero sabía que su negativa a comer, a pesar de las amenazas, la consumiría pronto y ya no podría sacarle provecho. Afortunadamente, todavía no se le notaba en el cuerpo, el cual se mantenía tonificado y firme. Otro misterio de su demonio.
Esta oportunidad era la providencia sonriéndole. Pediría cinco millones de dólares y tendría el equivalente a lo que obtuvo de ganancia por ella en los casi seis meses que la hizo trabajar, descontando los tiempos de viaje, donde no tenían clientes.
Bajaba del helicóptero un hombre calvo de silueta redonda y altura media. Usaba gafas y los ojos que enmarcaban eran inteligentes. Muy bien vestido, con un traje de corte italiano, negro. Contrastaba con el traje blanco hecho a medida de Arata.
El extraño visitante mantenía los labios finos y rectos en un gesto de desagrado por lo que estaba haciendo. A Arata no le importaba. Sólo pensaba en obtener ventaja de la situación. Escupió la semilla de mandarina que tenía en la mano y tiró el resto de la fruta al mar. Cuando se estrecharon las palmas, el hombre que se había presentado como Señor X sintió los restos pegajosos del cítrico y sacó un pañuelo para limpiarse.
Este negocio le repugnaba, pero la paga era muy buena y sabía que siempre era conveniente mantener al Señor S contento, fuere quien fuere.
—Así que, ¿quiere comprar a nuestra hermosa Shiroi Akuma?
—¿Shiroi Akuma?
—Demonio Blanco. Así le dicen. La mayoría de los tripulantes del buque son hombres ignorantes y supersticiosos. Ella les da miedo.
—Ah. Sí, los hombres pueden ser muy supersticiosos —respondió de forma mecánica. No le interesaba mantener conversación con alguien como él. Era la primera vez que el Señor S le hacía un encargo de este tipo. ¿Cuál sería el interés en esta mujer? —¿Dónde está ella?
Quería terminar rápido e irse.
—Por aquí. Sígame. —Ken Daigo y dos hombre más los seguían—. Espero que no le importe que nos acompañen algunos de mis hombres. Nunca está demás cierta precaución. Y si ve algo que le interese, no dude en preguntar. Si nuestro trato sale bien, puedo ofrecerle precio especial para que disfrute de alguna chica joven y bonita. No será como Shiroi Akuma, pero no son feas para nada.
El Señor X negó con la mano.
—Sólo me interesa la muchacha en cuestión.
—Claro, claro. Es comprensible. No hay nadie como ella. Y debe saber que nadie ha tenido relaciones con ella.
—¿Qué quiere decir? ¿Acaso no es una prostituta?
—Veo que no sabe todo sobre ella. Nuestra pequeña demonio no es aprovechada para el sexo. Es otro tipo de entretenimiento. Es mi muñeca especial.
—¿Sabe? Mejor no me diga más. Sólo quiero terminar la transacción lo más rápido posible.
—Veo que no es hombre de aventura —lo miró con cierta suspicacia.
Se decía a sí mismo que ese desconocido que no tenía nombre —lo que era habitual en su negocio—, llegaba en representación de alguien más y no que estaba al tanto de lo que iba a comprar era extraño. O era un idiota, o ese Señor S era alguien desconfiado y tenebroso que hace que la gente haga lo que quiere sin preguntar.
Caminaron por los pasillos estrechos del barco. Hasta que se frenaron frente a una puerta con una pequeña ventana. A través de ella, se podía ver a una mujer desnuda, sentada en el suelo, apoyada en la pared. Parecía rendida a lo inevitable.
Arata abrió la puerta. Ella no se inmutó para nada.
El dueño del Paradise hizo un gesto a sus hombres para que se mantuvieran afuera. Luego miró al Señor X y le invitó a entrar a la celda. Lo que encontró en ella lo horrorizó. Además del cuerpo femenino, había un colchón en un rincón y se veían restos de manchas de sangre lavadas infructuosamente por todos lados. Alcanzaban todos los rincones, hasta el techo. Y cadenas colgadas. Su estómago se revolvió al imaginarla amarrada allí.
¿Qué es lo que hacían con esa chica para que las paredes fueran un cuadro de Jackson Pollock siniestro?
—Aquí está ella —la tomó de un brazo con fuerza y la levantó sin esfuerzo. Ella era ligera.
Mientras Arata la tomaba desde atrás, le apartaba el cabello ondulado que le llegaba justo por encima de sus pezones, de manera que se apreciaran sus facciones. Le sujetaba el mentón para abrirle la boca por la fuerza y poder mostrar su dentadura blanca y alineada, como si se tratara de un caballo.
El intermediario pudo valorar la belleza impresionante de la joven a pesar de las circunstancias vividas. Sus ojos color ámbar parecían apagados. Aun así, los rasgos de su cara eran perfectos, aunque en su mirada había tristeza. Se mostraba erguida con su cuerpo lampiño, firme y tonificado, sin vergüenza a pesar de su desnudez, como si no le importara, estirando su largo y delgado cuello. Era tan alta como él, con piernas largas y torneadas. De ser otra la situación, podría quedarse horas contemplando cada curva, cada línea definida de su cuerpo, subiendo por su abdomen hasta llegar a su pecho redondo y suave.
—Aquí tiene. ¿Qué le parece?
—Hermosa —dijo sin pensar—. ¿De dónde es?
—No sabemos. La hallamos en Japón días después de año nuevo, pero claramente, no es japonesa. Tal vez de algún país de Europa del Este.
—¿Habla inglés?
—No creo que entienda una palabra. Tampoco habla en ningún idioma, por lo que creemos que es muda —la soltó—. Hablemos de negocios.
El comprador asintió, ansioso por terminar con aquella encomienda.
—El Señor S pensó una proposición que creo que considerará más que generosa.
—Oigámosla.
Tenía curiosidad por conocer el número. Le daría una idea del interés que tendría este Señor S en adquirir su preciado bien.
—Ocho millones de dólares —su rostro se mantenía inmutable.
Arata se quedó de piedra. Era más de lo calculado. Pero se repuso inmediatamente, tratando de disimular el brillo codicioso de sus ojos negros.
—Pensaba en una cifra más cercana a los veinte millones.
El hombre calvo sabía que habían iniciado una puja y que los números presentados eran para tantear al otro. Ese era su juego. Manteniéndose en calma, cambió su oferta.
—Diez millones.
—Estimado Señor X, como se imaginará, en mi línea de trabajo debo pensar en las ganancias que proporciona un producto y Shiroi Akuma es la que más beneficios me da. Venderla significa una gran pérdida a mis intereses. ¿Qué le parecería dieciocho millones?
—Comprensible —afirmó con la cabeza—. Tengo autorización para ampliar la oferta hasta quince millones. ¿Ese número le agrada más?
Durante el duelo de ofertas que se estaba batiendo, la joven observaba con atención todo lo que acontecía. Ella aprovechaba la ignorancia de ambos hombres al respecto de su entendimiento lingüístico.
El doctor le dijo una vez que el conocimiento era poder. Todo ese tiempo, Yoshida había tenido completo poder sobre su cuerpo, pero ella, en un intento de descontar algo de ese poder, había escondido su comprensión de todo lo dicho delante de ella, en inglés y en japonés. Ese era su pequeño poder sobre sí misma.
Junto con la decisión de dejarse morir.
Tenía curiosidad sobre cómo se desarrollaría todo a continuación. Una pequeña luz de esperanza empezaba a brillar a lo lejos.
Arata simulaba meditar sobre la propuesta, rascándose el mentón. Sus dedos seguían teniendo fuerte olor a mandarina. Bajó la mano como indicando rendición y con aire de aceptar a regañadientes, dijo:
—Bueno, será una gran pérdida para mí, pero creo que es justo lo que propone —se relamía los labios de placer. Obtenía el triple. Por una esclava que se estaba dejando morir. Una vez fuera, sería problema de otro—. Permítame que la prepare para su partida —le indicó a Ken que se la llevara a lavar—. Si le parece conveniente, mis hombres lo acompañarán hasta el helicóptero y en breve la subiremos a cubierta. No sabe cuánto lamento desprenderme de ella.
—Me imagino —lo miró con antipatía.
Al feliz vendedor no le importaba cómo lo observara. Seguía sin poder creer su buena suerte. Cuando vió a sus hombres llevarse al extraño, se dirigió al sector de las duchas. Sería mejor asegurarse que la esclava se comportara adecuadamente para no comprometer la venta. Al menos, por un tiempo.
Una vez en manos del Señor S, ya no habría devolución y no le importaba lo que pudiera ocurrirle.
La estaban bañando con la manguera, como hacían siempre con todas las chicas del barco.
Ella ya no sentía cómo el golpe fuerte del chorro le quitaba el aliento. Ya no sentía nada. Sólo quería salir de ese infierno.
Cuando terminaron, la dieron vuelta. Su ex-dueño, se acercó a ella de frente, la tomó muy fuerte del mentón. Siempre lo hacía cuando quería asegurarse que lo viera a los ojos.
Nunca olvidaría el olor fuerte a mandarina que emanaba de sus dedos. Un olor que le repugnaba.
—Escúchame bien Shiroi Akuma. Espero que entiendas esto. Ahora te llevarán en helicóptero y serás la esclava del Señor S —presionaba con más fuerza. A ella no le dolía, pero fingía incomodidad—. Si él quiere follarte, lo dejarás. Si quiere compartirte con todos sus amigos, lo dejarás. Porque si no llega a quedar satisfecho contigo, y te devuelve, créeme, el trato que recibiste hasta ahora habrá sido el de una princesa. Y no dejaré que te mueras de hambre. Te meteré comida por la fuerza y haré de ti la puta de cualquiera que suba al barco. Y gratis.
Era una amenaza falsa. Pero ella no lo sabía. Este tipo de transacciones no tenían reembolso. La soltó con fuerza. No comprendería sus palabras, pero seguro interpretaría el mensaje.
Una vez en cubierta, el olor salado del mar y el cielo estrellado la emocionaron. Había echado tanto de menos la compañía de las estrellas y de la luna.
Cerró los ojos y sintió la frescura de la noche en todo su cuerpo. Sintió el empujón de la mano enorme de Ken, la gigante sombra de Arata y abrió sus párpado para enfrentarse a él.
El que había empuñado el arma que había segado la vida de una niña inocente y de un joven valiente. Daigo había sido su peor pesadilla en aquel infierno metálico. Ambos se miraron, reconociendo en el otro a su adversario.
Pero al que realmente odiaba, era el autor intelectual de cada tortura. El responsable y dueño del Paradise.
El Señor X esperaba impacientemente. Sostenía el móvil en la mano, listo para concretar la transferencia, a través de cuentas fantasmas irrastreables. Cuando la vió llegar, toda mojada y desnuda, se quedó boquiabierto. La inhumanidad de ese hombre no tenía límites.
—¡La dejó desnuda! —Intentó acercarse, pero los hombres del barco se lo impidieron, sujetando a la chica por uno de sus brazos. Se quedó congelado—. ¿Qué le pasa?
—Usted compró un cuerpo. No somos una tienda de ropa —le tendió su celular con las cifras del número de cuenta en la pantalla—. Hablando de compras, agradecería ahora que realizara la transferencia.
Tomó el aparato y marcó las cifras correspondientes desde el suyo. Inmediatamente, uno de los colaboradores de Yoshida confirmó el acrecentamiento de su cuenta.
—Toda suya —tomó su celular devuelta e hizo un gesto que indicó que la soltaran.
El Señor X la recibió con ambas manos, tomando las suyas. Se quitó la chaqueta y se la colocó sobre los hombros, con una torpe sonrisa a forma de consuelo.
—Tranquila. Ya nos vamos de aquí —susurró.
Aunque no comprendiera una palabra, esperaba que el tono empleado le infundiera confianza.
Estaban volteándose para dirigirse al helicóptero, cuando escucharon a su espalda la voz de Arata. Ambos se angustiaron.
Él temió que todo fuera una trampa y le fueran a pegar un tiro por la espalda para quedarse con ella y el dinero.
Ella temió lo mismo. Que todo fuera una cruel broma. De ser así, no lo dudaría. Se lanzaría al mar. Prefería morir ahogada que volver a estar encerrada sufriendo semejantes abusos.
—¿Me permite unas últimas palabras con ella?
El hombre calvo y la hermosa joven cruzaron miradas. No se animaba a negarse. Estaba en desventaja.
—Sí, claro.
La cruel y delgada figura del comerciante de mujeres se acercó al oído de ella.
—Recuerda, si te vuelvo a ver, yo seré el primero en follarte.
La voz baja que salió de la magnífica joven lo sorprendió.
—Tal vez, si yo te vuelvo a ver, no vivas un día más. No por mí. Sino por Pierre.
Arata se separó de la joven mercancía asombrado. No había creído en todo ese tiempo que realmente pudiera comprenderle. Mucho menos, que hablara perfecto inglés.
Y esas palabras, que sólo él escuchó, le dieron escalofríos que le recorrieron la columna vertebral. La vio alejarse mientras ella caminaba, levemente volteada sobre su hombro para clavarle los ojos color ámbar, que brillaban como nunca había visto.
Antes de subir al vehículo aéreo, se quedó observando el aparato. No había visto uno antes, pues desconocía cómo había sido su llegada al buque.
El intermediario, creyendo que la joven tendría miedo del vuelo, trató de tranquilizarla.
—El viaje en helicóptero no durará mucho. No tengas miedo.
Helicóptero. Ubicó mentalmente su definición.
Listo.
Sería un gran proceso ir identificando todos los conceptos teóricos a los prácticos y tangibles. Durante su encierro en Paradise, sólo había relacionado aquellas negativas, llenas de miedo, crueldad y dolor.
Por una brevísima semana, nuevas experiencias habían enriquecido felizmente sus días.
Pensar en ello le hizo preguntarse sobre su próxima vida, con ese Señor S. Si sería igual, o peor a lo experimentado hasta entonces.
Arata había hablado de sexo.
Tendría su <<real primera vez>> como le había dicho Pierre en una ocasión. Anhelaba con todo su corazón cumplir con al menos una mínima parte de lo que él le había desea para ese momento.
Pero no se ilusionaba. Ya no cometía ese error y si para evitar volver a ese infierno, debía perder su virginidad y someterse a cada capricho primitivo, lujurioso y salvaje, lo haría. Haría lo que fuera.
Se acostaría con el hombre misterioso.
O podría intentar escapar.
Una vez dentro de la nave, a medida que levantaban vuelo, pudo apreciar las verdaderas dimensiones de la estructura marítima y pensó en la estrecha celda que ocupó durante todo el tiempo que estuvo allí.
Se quedó mirando a la figura blanca que empequeñecía desde la cubierta del barco.
Cuánto lo había temido. Repetía sus propias palabras y rompió en llanto. Uno que había guardado por semanas.
Tapaba su cara con las manos. El cuerpo le temblaba, pero no era de frío. Eran los nervios y la incertidumbre.
No podía creer lo que estaba pasando. O que se hubiera atrevido a decir algo así. No creía ser capaz de cumplir con esa promesa, porque se había jurado no volver a acabar con una vida. No volver a ser un monstruo otra vez.
Era una promesa que deseaba con todas su fuerzas poder cumplir.
Sin embargo ver el miedo, algo de miedo, en el hombre que la había aterrado por tanto tiempo, le dio cierta satisfacción entre espasmos incontrolables.
El menudo japonés siguió hipnotizado el vuelo de la nave metálica, hasta que perdió de vista las pequeñas luces en la oscuridad marítima.
Aun sonaban en su cabeza las palabras de la enigmática chica. Y el sonido suave con el que las había dicho contrastaba con la intensidad de la amenaza.
La perplejidad duró poco tiempo. Desechó la ridícula idea de que algún día ella pudiera convertirse en la maldición que su padre había dicho y comenzó a bailar sobre la cubierta del barco, ante la sorprendida mirada de los pocos hombres que estaban a su alrededor.
El asombro dio paso al regocijo. Estaba exultante con su venta. Tenía en su cuenta quince millones de dólares por una mujer que se estaba dejando morir. Y todo ese dinero era sólo para él. No lo compartiría con la familia. Como toda ganancia relacionada con Shiroi Akuma. Cada uno de los hermanos Yoshida, los tres, se encargaban de un área específica de los negocios de su padre. Drogas, Mujeres, Apuestas. Y llevaban un estricto control de todo.
Pero como el viejo Yoshida no había querido saber nada del demonio al que temía, no aceptó que entregara las correspondientes ganancias. Era dinero maldito decía. Es por eso, que Arata no pensaba mencionar su venta. En cambio, le diría otra cosa.
Tomó su celular y después de comprobar en su reloj que su padre ya estaría despierto en Japón, lo llamó. Atendió enseguida. El resto de la tripulación sólo escuchaba su parte de la conversación en japonés, pudiendo comprender el tema que trataba.
—Padre. Ya no debes preocuparte por Shiroi Akuma. Ella ya no está. Murió. Ahora nada en el fondo del mar, como tú querías —sonrió con satisfacción y cortó la comunicación. Miró a cada uno de los que lo observaban, con temor. Si el viejo se enteraba de la mentira, cualquiera de ellos podría ser blanco de su cólera. Pero el menor de la familia Yoshida gritó—. ¡Shiroi Akuma a muerto! ¡Y la hemos tirado por la borda! ¡¿Entendido?! —Nadie contestaba. Repitió, con enfado—. ¡¿Entendido?!
—Sí señor —contestó Ken.
El resto acompañó con un asentimiento de sus cabezas. Nunca confesarían lo que había ocurrido allí. Ni siquiera a los restantes tripulantes que se mantenían ignorantes de los sucedido.
N/A:
Lo sé. He dado un paseo por todos los escenarios... buque, despacho, asesinato de magnate, laboratorios, buque otra vez...
Los caminos comienzan a cruzarse, por lo que habrá capítulos donde pasaremos de un lado a otro...
Hasta que... bueno, ya veremos.
Si te gusta lo que lees, danos tu estrellita!
Gracias por leer, demonios!
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