13. Rompiendo la primer regla

13. Rompiendo la primer regla.

El francés posicionó el teléfono con cámara en alto sobre la muchacha, captando la mayor parte de su cuerpo. Se relamió los labios ante la expectativa.

—¡Espera! —Reclamó de golpe Clement. Shiroi lo observó abriendo sus ojos con sorpresa—. Tengo que ponerme cómodo —explicó. Se sacó la camisa y la dejó caer sobre la misma silla que sostenía su chaqueta—. Espero que no te importe, pero si esto está tan bueno como creo que será, no podré evitar tocarme al mismo tiempo.

—Creo.. que... está... bien —trató que la incomodidad no se plasmara en sus palabras. 

Había visto cientos de hombres masturbarse y eyacular sobre ella, que imaginar a Pierre como uno más cediendo ante sus impulsos primitivos la conmocionó un poco, pero se recuperó enseguida porque comprendía que en esa ocasión, el poder lo tendría ella de alguna forma. Sería ella la que lo provocaría intencionalmente y encontró que le gustaba la idea. Reafirmó su aceptación.

—Hazlo. Quiero verte.

—¡Joder! No me digas eso, mon trésor, que ya me harás estallar.

Soltó el botón de su pantalón y bajó la cremallera, dejando que su miembro hecho piedra se presentara apretado dentro de su bóxer. La mano libre se introdujo en su prenda, preparándose para la acción.

Ella rio, mordiéndose el labio.

—Entonces... —indagó despacio—. ¿Cómo empiezo?

Pierre tragó grueso. Estaba por subir el primer escalón de su fantasía. Su voz grave, llena de excitación comenzó a dar sus indicaciones.

—Cierra tus ojos —ella obedeció. Sabía que se dejaría llevar por él, guiar en el viaje que le ofrecía y sintió su pecho inflarse de orgullo. Le daría el mejor paseo de su vida—. Chupa tus dedos índice y medio. Mójalos bien en tu boca, succiónalos. —La observó cumplir con la indicación. Ver sus labios rosados y llenos de carne rodear sus dedos le hizo ascender a la cima de la montaña. Imaginaba su propia polla en esa boca. Tragó con fuerza—. Ahora, acaricia tu pezón con ellos. ¿Sientes su humedad en tu tierna piel? —Ella sintió—. Bien, juega con ambos pezones, pellízcalos y estíralos.

Seguía cada dirección de su maestro, dejándose llevar por las reacciones de su cuerpo. El juego en sus pezones le estaba dando descargas eléctricas que la recorrían de pies a cabeza, terminando por anudarse en el punto entre sus piernas. La ronca voz continuaba con las lecciones, instándola a magrear sus propios senos, generoso, turgentes y redondos. Una de sus manos fue dirigida lentamente, rozando con sus yemas por la línea central de su firme abdomen hasta alcanzar el centro palpitante de su placer.

—Frótate sobre tu pubis, busca tu clítoris y explóralo —ordenó. 

Así lo hizo. 

Separó por reflejo sus torneadas piernas. Sus rodillas se habían flexionado. Sus pies, sobre el colchón, presionaban hacia abajo. Sentía sus escasos vellos rizados y rubios bajo sus dedos. Sus manos, como si despertaran de un aturdimiento, se volvían más osadas. La que seguía sobre uno de sus pechos, se adueñó de este. La otra, como si reconociera lo que debía hacer, continuó su camino hasta el interior de su intimidad. Primero un dedo entre sus pliegues. Luego dos. Y no necesitó escuchar más. Actuaba por instinto. Metía y sacaba sus dedos, los hacía bailar en su cavidad mientras se retorcía entre las sábanas.

—¡Joder! Merde, merde, merde... me estás matando mon trésor.

No pudo contener su desesperación. Le resultaba un colosal esfuerzo mantener su mano vendada firme para registrar el espectáculo del que era principal asistente. El único. Y la falta de liberación le hacía doler. Su otra mano sería la encargada de satisfacer lo que no obtendría entre las piernas de la joven.

Ella ya no lo escuchaba, concentrada en su tarea. La mano sobre su pecho se trasladó hacia las sábanas. Necesitaba sujetarse de algún lado y la tela fue lo único que pudo capturar, apretándola fuerte en un puño.

Quería gemir, gritar, liberar a viva voz lo que su cuerpo experimentaba. Pero no lo tenía permitido. Por eso, se apretó el labio, con fuerza, mientras llevaba su cabeza hacia atrás. Su pelvis se movía arriba y abajo, arqueando su espalda, empujando más hacia abajo con la planta de sus pies, encontrando la presión necesaria para provocar mayor goce. Apretó sus piernas, apresando su propia mano. Sentía la humedad desbordarse y su vientre contraerse. Aceleró la danza que hacían mano y pelvis hasta que un intenso hormigueo, que parecía ahogar cada fibra de sus músculos, se convirtió en un estallido. Dio un largo jadeo estirando al máximo su largo cuello hacia atrás y se rindió ante el desastre que tenía en su interior, sintiéndose débil y haciendo que sus piernas flaquearan y cayeran rendidas. Sus manos quedaron lánguidas a su lado, agotadas y su respiración, agitada segundos antes, volvía a su ritmo lentamente.

Aun con los párpados cerrados, percibió cuando la mano de Pierre tomó por la muñeca la que ella había usado para invadirse y se sobresaltó cuando sintió que la llevaba a su boca, lamiendo su esencia.

Délicieuse.

Su voz sonaba áspera y cargada de lascivia.

Abrió sus ojos, al tiempo que su mano era liberada, hallándolos vidriosos por las lágrimas que no había percibido y chocando con la oscuridad de la mirada de Clement. Una mirada que le transmitía un mundo de deseo que anheló poder compartir con él de forma más íntima, pero en extremo peligrosa y prohibida.

Mantuvo su atención en su compañero, al que había ignorado debido a sus sentidos embotados y descubrió que estaba sumido en su propio placer. 

Para él, todavía no había terminado. 

El celular ahora estaba apoyado a su lado, en la cama, mientras él se encontraba todavía de rodillas. Después de su gesto de lamerla, había cerrado sus ojos y llevado la cabeza hacia atrás, aguantando sus propios gemidos. Su mano se movía con velocidad sobre el tronco largo y grueso de su virilidad. Y extrañamente, esa visión la encendió completamente y no dudó en hacer su siguiente movida hacia él.

Había perdido la cabeza. Verla masturbarse fue más intenso de lo que había imaginado. Siguió su juego unipersonal a cada minuto, cuadro a cuadro. El movimiento rítmico de sus generosos senos mientras balanceaba sus caderas y el movimiento sus manos como si fuera una experta, le hizo volar en un cohete. Y eso era precisamente lo que sentía en su bóxer. En cuanto la vio culminar necesitó probar su dulce sabor. Y fue lo último que pudo resistir. Tenía que liberarse desesperadamente o moriría. 

En cuanto conectaron sus ojos y supo que lo había disfrutado, se rindió a darse su propio placer. No pudo contenerse, por lo que comenzó a sacudirse, sacando su enorme problema de la prenda que lo contenía. Sabía que no estaba lejos de su cima. Su mano se movía con intensidad para finalizar su labor, hasta que percibió el contacto de la cálida y delicada mano femenina en su miembro, tomando el relevo que él aceptó sin quejas y con una media sonrisa de satisfacción. 

Gruñó sin darse cuenta.

Los dedos delgados comenzaron con cierta torpeza, por lo que él la guió por unos instantes hasta que la mano rodeó con fuerza todo su grosor y comenzó a cumplir con su tarea con sorprendente confianza y rápido dominio. Se maravilló del control que tenía y se dejó llevar, manteniendo sus ojos cerrados, concentrándose en el tacto de la muchacha sobre su polla, que lo tenía a punto de reventar.

Con la reciente visión de la mujer gozando por su cuenta, sumado a la fricción en su virilidad, alcanzó su punto cúlmine, lanzando su esencia sin pudor. Su corazón golpeaba como caballo desbocado y su respiración esta agitada. Estaba sudado y complacido.

Abrió sus ojos y su mundo se iluminó ante el brillo ambarino que lo tenía deslumbrado. ¿Cómo haría para continuar su vida después de semejante aventura?

—¿Lo hice bien?

Su sonrojo ante su pregunta le enterneció.

—Fue de otro planeta. ¿A ti te gustó?

—Fue... —la intensidad en su rostro se intensificó—. Glorioso. Nunca creí que lo que me asustaba y desagradaba en otros podría darme tanto placer. Temía ver sus caras, sus cuerpos desnudos sobre mí o escucharlos en mi mente, pero fue al contrario. Todo desapareció y sólo existía yo.

—Y espero que yo también —agregó, levantando repetidamente sus cejas, de forma juguetona y traviesa.

Ella rio entre dientes, apretándose contra el cuerpo húmedo y caliente de Pierre, escondiendo su cabeza en el hueco de su cuello.

—Sí —confirmó en voz baja—. Bueno, no todo el tiempo. Al principio te escuchaba, pero luego me perdí sólo en mí. Y me gustó tocarte y verte disfrutar.

—Eso fue fabuloso e inesperado —se puso de pie, alejándose de la cama. 

Ambos sintieron la falta del calor del otro, pero era necesario para que Pierre se limpiara y se acomodara nuevamente el pantalón. Tomó su camisa y la lanzó hacia la joven.

—Por favor, ayúdame a mantener la cordura y cúbrete.

Ella se mordió el labio y obedeció, riendo por lo bajo. La camisa le quedaba grande, cubriendo parte de sus muslos y las mangas caían más allá de sus brazos, por lo que las arremangó hasta sus codos.

—Me gusta como huele. A ti.

Él sonrió. 

También le gustaba el aroma que ella desprendía. Tan natural. Irónicamente, le hacía pensar en la libertad. Ridículo, se dijo, considerando que ninguno de los dos era poseedor de semejante atributo. Ella, por su encierro físico y su vida como prisionera de los más bajos y primarios instintos. Él, tal vez podía moverse con la impresión de ser libre, pero no era real. Llevaba las cadenas de una vida criminal que algún día lo arrastrarían al más terrible de los infiernos. 

Sacudió su cabeza para descartar sus pensamientos deprimentes. No tenía caso torturarse más de la cuenta. Las pocas horas que compartirían esa noche, y las siguientes, debían ser para crearse la tonta ilusión de un mundo paralelo. Sabía que era una burbuja frágil, que reventaría en cualquier momento, pero hasta que eso ocurriera, sería otro Jean Pierre Clement. Uno que se imaginaba viviendo junto a su trésor.

Se sentía hambriento, por lo que tomó la fuente de frutas y se trasladó a la cama, cerca de Shiroi. Se sentó apoyando su espalda en la cabecera y puso la fuente entremedio.

—Ten, come algo —la instó, mientras él tomaba una manzana y la mordía. Era jugosa y dulce. Como su tesoro.

Ella dudó. No había probado nada de lo que había allí. Sólo comía la preparación insípida que le entregaban dos veces al día. Sin embargo, imitó a Pierre y capturó otra manzana roja. La saboreó y le pareció maravillosa. Enseguida, se la terminó, dejando el corazón de la fruta a un lado. Cuando el joven tomó una mandarina, ella le sujetó el brazo y negó con la cabeza.

—No, por favor, mandarinas no.

La observó con el ceño fruncido con algo de confusión. Pero duró sólo un segundo al captar la relación con el dueño del barco y el motivo de su reticencia.

—Claro, Arata.

—El Señor Mandarina —repitió, asintiendo. Él reconoció lo acertado del mote—. Ahora que lo pienso, no quiero nada más que provenga de él.

—¿Ni siquiera a mí, que soy su amigo y es por él que estoy aquí? —Lo miró y le dio un leve empujón y él rio—. Porque a mí me encanta que me permita tener a su muñeca especial —tomó su teléfono que había quedado en la cama y aprovechó que la tenía sentada a su lado con la camisa abierta hasta la mitad de su pecho y capturó el momento para siempre.

—Pero pagas por mí, ¿no?

—Sí —aceptó, y algo en él se removió haciéndolo sentir incómodo.

—No te preocupes —notó su turbación—. No sé por qué lo haces, pero el resultado es bueno, ¿verdad?

—Mejor que eso. Al menos, por el momento —recorrió su perfil con su dedo. Le encantaba tocarla y que ella ya no lo rechazara—. No sé por qué tuve la necesidad de ocuparte cada noche. Fue un impulso. Y no me arrepiento. Tal vez fue un ridículo intento por evitar que Arata te usara. Sé que es fútil, porque no cambiará nada una vez transcurridas las cuatro noches que nos quedan. No habré impedido nada para ti. No habré cambiado nada.

—Te equivocas. Algo ha cambiado en mí. Es cierto que los golpes seguirán. La soledad y la oscuridad del que es dueño Yoshida. Pero ahora sé lo que es tener un pedazo de refugio al cual recurrir. Tú eres ese retazo de sol y libertad que tanto extraño. Y aunque dices que eres un criminal, eres mi amigo. El único verdadero que he tenido hasta ahora. Eso es suficiente para cambiar parte de mi mundo. Además, contigo, duermo en paz.

Dicho eso, quitó de en medio el recipiente con las frutas y se acomodó recostada sobre el pecho de Pierre, quien comprendió que era tarde y les quedaban pocas horas de sueño antes de su inminente regreso a la realidad. Pasó su brazo por encima de su hombro y con la otra mano, acarició su cadera, acercándola contra él.

—Descansa mon trésor. Yo velaré tu descanso. 

Pero también cayó rendido.

***

Pocas horas después, abría sus ojos de oro líquido y aspiraba el aroma propio de Pierre, que todavía dormía. 

Se incorporó a medias, apoyándose sobre su codo. Con el torso desnudo del joven, ubicado sobre su espalda, centró su atención en la pieza de metal que atravesaba su pezón derecho y en los dibujos que decoraban su fibroso cuerpo. 

Prácticamente no había hueco en su piel blanca, salvo un espacio sobre su pectoral izquierdo y en sus costillas, cerca de su corazón, entre el pecho y la axila. Todo lo demás era alcanzado por la tinta, en su mayoría negra, hasta sus muñecas. Siguió un impulso y pasó uno de sus dedos con extremo cuidado, delineando los diseños, algunos intrincados y confusos. Otros simples y delicados. Su índice inquieto fue bajando por los relieves del definido abdomen llegando casi hasta la cinturilla del pantalón, rozando los vellos que descendían desde el ombligo. El apretón de la fuerte mano sobre su muñeca la detuvo.

—No inicies algo que no podamos terminar, mon trésor —el brillo de sus ojos denotaban cierto aire juguetón.

—Lo siento —murmuró—. Sólo tenía curiosidad por tus dibujos.

—¿Te gustan los tatuajes?

—Me gustan los tuyos —con su mano nuevamente libre, acarició la piel virgen—. Tienes un espacio sin pintar.

—Espero cubrirlo con algo que me importe mucho —sonrió levemente, pero el gesto no llegó a sus ojos—. Algún día habrá algo que cambie mi mundo, de alguna manera, y que impacte en mi corazón. Aún no ha llegado y no sé si lo hará, después de todo, ni siquiera sé si realmente sigo teniendo esa pieza en mi sistema —dejó escapar un sonido ronco que no logró transformarse en risa—. Nada ha valido la pena hasta ahora —suspiró, rozando su propia piel, reconociendo de memoria cada trazo—. La mayoría reflejan cosas que me apasionan, o que me dan terror, porque son parte de mí, de lo que hacen que sea yo. Me recuerdan lo que he vivido y lo que me condujo a mi presente —miraba hacia su cuerpo, pasando sus dedos por sus marcas. No había compartido con nadie su explicación, pero aquella extraña, sin siquiera proponérselo, hacía manar de él un río desbocado de sensaciones y confesiones imposible de detener—. ¿Te gustaría tener uno?

—No podría hacerme uno. Me regeneraría inmediatamente y la tinta desaparecería de mi anatomía —cruzó el pecho del joven y jugó con la joya que lo decoraba. Pierre dejó escapar un gemido. De forma automática, su pelvis se tensionó y elevó su cadera ante el dulce estímulo en su pezón—. ¿Eso te gusta? ¿No duele?

—Me excita —guio la mano de la chica hasta su dura entrepierna—. ¿Lo sientes? —Ella asintió. Lamió su labio sin darse cuenta y ese gesto oscureció la mirada una vez más de aquellas orbes turquesas—. Yo te pondría un piercing a ti. Te desquiciaría.

—O me lo arrancarían —respondió, sabiendo que era una alta posibilidad en aquel barco. 

Besó la zona perforada. La lamió y tironeó de forma traviesa el piercing. Las palabras en francés que soltaba en susurros le divertía.

—Detente, mon trésor, por favor —suplicó, jadeante.

La arrastró hasta dejarla sentada a horcajadas sobre él. Un accionar imprudente, pero allí la quería. Bajó sus manos hasta apretar su cadera. La sonrisa que le regalaba lo tenía idiotizado. Se controló y en lugar de seguir su provocación, la atrajo hacia su boca y rozó sus labios. 

El aliento de ambos se mezcló. Por primera vez, ella aceptaría un beso. Ella decidía sobre el contacto en sus tiernos labios. 

No sabía cómo hacerlo, pero confiaba en una nueva lección por parte de su maestro. Como si le hubiera leído el pensamiento, su voz profunda erizó su piel.

—¿Has besado a alguien alguna vez? —Ella negó—. Déjame darte un verdadero beso. 

Aceptó, ansiosa.

Sentían los golpes de los corazones de ambos en una batalla piel con piel. Rozando con lentitud intencional por la columna de la joven por sobre la tela de la camisa, llevó su mano hasta la base de su cabeza y la presionó, obligándola a chocar sus bocas. Inició despacio, lamiendo la dulzura de su labio, guiándola para que lo siguiera en aquella danza. Mordió, succionó y lamió su carne de cereza. Ella correspondía obediente y en un gemido inconsciente, él aprovechó para introducir su lengua, recorriendo su cavidad.

El beso se fue intensificando, y sus cuerpos necesitaban no quedar atrás, por lo que comenzaron a balancearse, a friccionarse. 

En un momento de lucidez, Pierre interrumpió el beso. 

Estaban agitados, con los labios hinchados y los ojos vidriosos. Ella lo observó confundida.

—¿No estuvo bien? Porque a mí me gustó.

—Oh, mon trésor, tuve que frenarnos porque era excepcional y terminaríamos incendiándonos—. Ella se sonrojó y el la apretó contra su pecho, rodeándola con sus brazos para sentirla perderse contra su cuerpo. 

Buscando borrar sus instintos por romper los límites e introducirse en ella, retomó la conversación, picado por la curiosidad.

—¿Cómo es que tienes esa condición?

Esa incógnita le daba vueltas por la cabeza desde que supo de ella. Creía que el nivel de confianza entre ellos permitía hurgar en su vida. Pero la insistente negativa, y el miedo en sus ojos, le indicó que no estaba lista para eso.

—Tranquila, mon trésor. No tienes que decirme nada que no desees. Sólo espero que en algún momento puedas confiar en mí.

Ella lo miró agradecida. Él no sabía que en realidad creía que lo estaba protegiendo de alguna forma, porque lo ocurrido con el Dr. T. la perseguía cada día.

No había dejado de pensar si ella no sería la responsable de la muerte del científico. Sabía que él se había ocultado por años, lejos de la civilización durante el desarrollo de su creación. De ella. Su criatura. La mutante. Prácticamente no tenía dudas que era el motivo que justificara aquel accionar. Estar bajo el control de Arata podría no ser lo peor que podría ocurrirle. 

No quería imaginar qué podría hacerle el Centauro, - a quienes temía Masao,- si la capturaban. Ese ser mitológico que imaginaba era la organización a la que pertenecían los desconocidos invasores. El alto hombre de piel oscura que parecía estar al mando había gritado por un suero. Algo que ella desconocía. Y aunque parecía que eso era lo que buscaban, su existencia tan peculiar no podía ser considerada una mera casualidad sin relación con lo sucedido.

Era por ello que tenía que mantener el secreto de su origen.

—Gracias por no presionarme. Créeme, es mejor así, aunque... —tomó la mano herida que había estado acariciando su espalda—, no sólo puedo regenerarme. También puedo hacerlo por otros —sostuvo con su mano la de Pierre y se concentró. 

El joven fue testigo de cómo sus ojos se encendían tanto como el fuego, hipnotizándolo, y sintió un aumento de temperatura en la zona hasta que el contacto se acabó y la calor se apaciguó.

Su curiosidad lo mordió y usó su otra mano para corroborar la magia de la que había hablado la criatura. Despegó el vendaje de su palma y ninguna marca surcaba ya su carne. No podía creerlo. Estaba maravillado.

—Increíble —susurró. Abría y cerraba la mano, comprobando que ninguna molestia se manifestaba—. Eres increíble —volvió a cubrir la palma, para evitar que otros notaran la veloz e improbable sanación que podría delatar la relación de ambos. 

Dejó caer sus ojos hacia los de su compañera.

La sonrisa con la que lo contempló lo calentó aún más. Tanto en el centro de su pecho como entre sus piernas. Pero no pudo poner remedio a su segundo percance porque el llamado en la puerta los arrancó de su trance.

Señor Clement, su helicóptero estará listo para usted en veinte minutos.

—Gracias.

Se miraron en silencio. Ambos sentían la pesadez de la inminente despedida hundirlos en el suelo. Después de haber tocado las nubes, ahora se sentían caer a un frío abismo. La primera en abandonar su posición fue la muchacha, que se quitó la camisa con triste lentitud y se la entregó a su dueño.

Él aceptó la prenda y pasó a vestirse y a colocarse los zapatos.

—Pierre, debemos hacerlo —capturó el látigo que esperaba a ser usado sobre su piel.

—No, mon trésor —ella volteó la vista hacia él, confundida. Por respuesta, recibió un guiño de complicidad de su ojo turquesa—. Le dije a Arata que no me gusta usar sus instrumentos. Prefiero los puños.

—Con eso, no dejas marcas de sangre si sólo me golpeas en el cuerpo y no en la cara. Eso fue listo.

—Exacto. No sólo soy una cara bonita.

—Nunca lo pensé —rio sutilmente cuando él levantó una ceja en protesta—. Eres atractivo. Pero tu perspicacia se hizo evidente siendo el único en darse cuenta de que comprendo inglés.

—Gracias —hizo una reverencia, sonriendo de lado.

—También hablo japonés.

—Impresionante.

—Por cierto... —se acercó al joven, acomodando el cuello de su camisa. La cercanía entre ambos los estremeció a los dos—. ¿En qué idioma hablas a veces? Y tienes acento al hablar en inglés.

—Soy francés, mon trésor. Estás en Francia, en mis tierras —comprendiendo que no tenían tiempo para divagar, se prepararon para su despedida—. Podemos seguir hablando esta noche.

Ella asintió distraída. Estaban en Francia. Lejos, muy lejos de Japón. Del Centauro que imaginaba tenía su escondite allí. Irónicamente, estando en ese barco, se sintió a salvo. Sonrió registrando las últimas palabras mencionadas por Pierre.

—Esta noche... me gusta saber que te veré otra vez.

Levantó su cabeza y se puso de puntas de pie buscando disminuir la distancia con Pierre. Él, por su lado, bajó lo necesario para llegar a los carnosos labios que lo provocaban para compartir un roce con su boca con una ternura poco habitual en él. Un toque sutil que aun así le dio una corriente eléctrica que le hizo temblar las piernas.

Suspiraron y sonrieron. Sin más ceremonia, ella fue a ubicarse en un rincón y se sentó, abrazando sus rodillas. Era hora de la función. Escondió su cabeza entre sus piernas justo a tiempo para recibir a Ken.

Pierre cuadró sus hombros y con la mandíbula apretada y el semblante inexpresivo, cabeceó a modo de saludo y sin decir palabra, se marchó.

Shiroi Akuma sintió el hueco en su corazón cuando la mano del japonés la aferró del brazo. Pierre se había ido y ella volvía a su averno personal.

***

¿Pero qué mierda te pasó Didier?

Didier y Adrien estaban fumando un cigarrillo al lado de la camioneta que lo esperaba en el estacionamiento de su edificio para llevarlo en uno de los recorridos para revisar las cuentas de sus negocios legales. Aquellos que servían para mostrar su lugar de prestigio en la alta sociedad francesa. Cuando Jean Pierre bajó de su penthouse acomodándose la corbata le sorprendió ver la mitad de la cara de Didier de color violeta, con el pómulo inflamado y un corte en la ceja.

Anoche, en el bar, a un imbécil gigante no le causó gracia que me metiera con su chica —respondió, dejando caer el cigarrillo casi consumido al suelo, pisándolo con la punta de su zapato italiano.

Si por imbécil gigante te refieres a una rubia de cincuenta kilos con unas tetas y un culo de infarto, tienes razón —contradijo entre risas el más joven.

¿De qué mierda hablan? ¿Fue un tipo o una mujer?

¡Una mujer!

¡Cállate Adrien! —Bramó furioso el herido, dándole un golpe con la palma en la nuca al rubio que no paraba de reír a carcajadas. Pierre imaginaba que si era cierto, sería su orgullo el que había recibido el mayor impacto.

Conociendo lo cabrón que puedes llegar a ser, seguro que te lo merecías —ingresó a la parte trasera del vehículo riendo por lo bajo y los otros dos se ubicaron en los puestos del piloto y copiloto—. Debe ser una mujer muy interesante.

¡Una puta! ¡Eso es lo que es! Una que no sabe para qué sirve un coño.

Y tú querías enseñarle —añadió, divertido su compañero, iniciando el viaje de su jefe, que seguía la conversación desde el asiento trasero. 

Por respuesta recibió de Didier su dedo medio en alto.

Clement odiaba esos comportamientos, pero le divertía ver la rabia en Didier, que cada vez que intentaba protestar manifestaba un gesto de dolor. Esperaba que la dama en cuestión no volviera a cruzarse en su camino, porque no habría nada que impidiera que el joven buscara algún tipo de retribución. Hombres como él no tenían ningún tipo de reparo, sin importar si eran mujeres.

Pues claro!

Sin embargo, estaba prohibido. Lo que ocurre es que estabas tan drogado que preferiste ignorar la regla del japonés.

Todos sus sentidos se pusieron en alerta al escuchar sobre el japonés, la regla y la prohibición de coger a una puta. ¿Qué probabilidades había de que estuvieran hablando de su trésor? Todas.

¿Dices que era una puta que no podían follar? —Intentó indagar más, sin que se notara la tensión en su voz—. ¿Hablas de Shiroi Akuma? ¿La muñeca especial de Yoshida?

Sí Jean Pierre, la de tu amigo. ¿La conociste? —Preguntó extrañado, ya que conocía su aversión al maltrato a la mujeres.

Bueno, es mi amigo. Claro que me contó sobre ella.

Su instinto lo hizo callar con respecto a cuánto la conocía.

Es especial. Tanto que en realidad no es para un polvo, sino para golpear porque tiene una condición que hace... —un golpe en el hombro lo calló. Este se dio cuenta que estaba soltando demasiado sobre algo que se suponía no se debía mencionar fuera del barco, a no ser que sea para un posible cliente y que además sabían su jefe no apreciaría como divertimento. Ignoraban completamente que él ya estaba perdido por esa muchacha y que había tenido varios encuentros con cierta intimidad única—. Lo siento Jean Pierre. A ti no te interesa saber lo que se le puede hacer.

Entiendo. No te preocupes Adrien. No me interesa lo que hagan en su tiempo libre. Sin embargo Didier, no puedes estar yendo conmigo si luces así. Te quedarás en el coche y cuando terminemos, te irás a casa. Hasta que no luzcas mejor, no quiero verte.

En realidad, no quería tener cerca al que comprendía ahora, había sido el responsable de la golpiza que había recibido su diosa en manos de Daigo, y que él había atestiguado. Había hecho que la rabia ascendiera en él y el buen humor con el que se había encontrado tras la intensa experiencia compartida con su trésor se había esfumado.

Resopló, desanimado. ¿En qué mierda se había metido? ¿Cómo es que no podía dejar de pensar en ella? Se estaba moviendo en arenas movedizas y nada saldría bien de todo eso. Pero no podía evitarlo. Sería su lado masoquista que no quería alejarse mientras pudiera aprovechar aunque fuera un minuto aquellos ojos dorados y el perfume de su piel. Perfume que se había mantenido en su camisa después de haber vestido a la joven al dormir.

N/A:

Capítulo dedicado a Mónica López... 😉

Si te gustó, dale una estrellita a la escena entre Shiroi Akuma y Pierre. Es la primera de varias.

Gracias por leer, Demonios! 

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