12. ¿Dormir?
12. ¿Dormir?
Algunos de los sujetos que habían acudido para saciar sus depravaciones ya habían estado con anterioridad en el buque.
Arata estaba feliz de haber conseguido captar tanta atención en los hombres débiles que no podían resistirse a una nueva atracción. Y lo que su muñeca especial entregaba no se podía reproducir en ningún otro lado y eso lo comprendían todos aquellos que no querían desaprovechar la oportunidad de poner sus manos encima en tan preciada joya.
El haber dejado caer el rumor de que quedaban escasos días de la visita del Paradise acrecentó el interés por repetir o experimentar por primera vez a Shiroi Akuma. La explotación de su extraña condición implicaba a su vez, el requerimiento de las otras chicas para completar el pequeño tour erótico y pervertido, aumentando en consecuencia los turnos con las esclavas, beneficiándose la organización con ganancias astronómicas solo con las chicas regulares, porque lo que obtenía de la Demonio Blanco, no iba a parar a las arcas de la familia Yoshida. Así lo había decidido su padre, que no quería saber nada de ella.
Sonreía para sí mientras guiaba a los cuatro invitados para el siguiente turno, el primero de golpiza grupal de la jornada. La noche anterior dos de los cuatro que lo acompañaban eran los mismos que habían hecho el dúo y habían quedado extasiados por la experiencia vivida, y el menor de los Yoshida había reconocido inmediatamente el potencial que se le presentaba en bandeja de plata y no dudó de ofrecerles una oportunidad única de ampliar su vivencia. Así, esos dos habían invitado a otros más.
El cuarteto lo seguía con entusiasmo, riendo y bromeando entre ellos. Los nuevos integrantes del grupo eran mucho más jóvenes. Calculaba que tendrían unos veinte años, un par más a lo sumo. No tenía idea de dónde habían salido, pero vestían con ropas caras y habían pagado el alto precio sin protesta alguna. Eso era lo único que le importaba.
Cerraba la procesión uno de los hombres del dueño del barco, el cual se quedaría vigilando la puerta como siempre mandaba hacer ante cualquier inconveniente que pudiera surgir. Después de todo, su niña de oro era su prioridad.
Llegados a destino, Arata abrió la puerta e invitó a sus clientes a ingresar. Dio las indicaciones pertinentes, entregó el habitual conjunto de instrumentos y puntualizó las reglas, especialmente aquella que preservara la virtud de la muchacha. Viendo el brillo lujurioso en las miradas de los cuatro, repitió su tercera norma esperando que no cometieran ninguna estupidez, especialmente los dos más jóvenes que se habían sumado esa noche.
Al salir, exigió a su peón que prestara especial atención a lo que ocurriera en la celda, presto para responder ante cualquier pormenor, porque sería la primera vez que cuatro hombres jugarían con Shiroi Akuma y algo en los ojos vidriosos por el deseo potenciado por alguna droga ingerida, le había clavado cierta duda sobre su proceder.
Sacudió su cabeza, rechazando cualquier pensamiento negativo y se dirigió a su camarote.
***
Cuando la puerta se cerró dejándola como un cordero entre lobos hambrientos, todos sus instintos salieron a flote. Había tenido que dejarse humillar constantemente, golpe tras golpe, abuso tras abuso, debido a la amenaza latente de que otra de las jóvenes fuera asesinada sólo para escarmentarla. Se había jurado que no permitiría que quitaran otra vida por su culpa. Pero no creía poder soportar la magnitud del desafío que tenía frente a ella.
Los hombres fueron despojándose de la ropa que vestían sus torsos y como si estuvieran sincronizados en algún tipo de danza macabra, los recién llegados se desplazaron por la celda para rodearla desde los cuatro extremos. Quiso retroceder, pero chocó con el fuerte pecho de uno de ellos, sintiendo de inmediato cómo la sujetaba por sus brazos, buscando inmovilizarla.
Conocía lo suficiente de ella misma para estar segura que podría zafarse fácilmente de su agarre, pero no tenía sentido resistirse.
Su suerte estaba echada.
Sabía que el que la sostenía era uno de los que la había visitado menos de veinticuatro horas atrás. El de cabello colorado. El pelinegro se encontraba en el punto opuesto, relamiéndose los labios listo para hincarle el diente. Y los otros dos desconocidos no se quedaron atrás.
Cerró sus ojos y dejó que su mente se alejara de la prisión de su cuerpo. Reemplazaba los gemidos, risas y gruñidos roncos con el rugir del río que la había acompañado cada día en los bosques japoneses. Los roces o golpes los imaginaba como el viento que había acariciado su piel o la nieve que vestía todo de blanco en las montañas que fueron su hogar.
El verdadero escape surgió ante la visión de aquellos ojos turquesa y el aroma de su pecho tintado que su mente le entregó; y se sintió desaparecer, flotar en una bruma que adormecía sus sentidos, apagaba su mente y cuerpo.
Habían estado paseándola por toda la estancia, aprovechando su anatomía ligera y maleable, sin percatarse de su trance. La víctima ni siquiera supo en qué momento la habían atrapado entre los agarres metálicos que colgaban desde el techo para martirizarla a su antojo, como tampoco reaccionaba ante los impactos violentos, desesperados y crueles.
De las cadenas la habían trasladado al colchón, recostándola sobre su vientre; y su cuerpo regenerado seguía recibiendo castigos en su espalda, nalgas y muslos, que ensangrentaban su piel.
Regresó de forma brusca a su pesadilla cuando una mano masculina buscó invadir su intimidad, comprobando con confusión que su mente volvía a estar alerta. Para su desgracia.
Sintió la humedad de una lengua colarse entre las mejillas de sus nalgas, mordiendo y chupando su tierna y firme carne, acompañando aquella mano que buscaba jugar entre sus pliegues. Dicha invasión manual era más de lo que podía soportar. Protestó en respuesta, cerrando sus piernas, lo que enfureció al responsable. Este, uno de los dos más jóvenes, de cabello castaño, rizado, cuyos rizos estaban pegados a su frente sudada, la tomó de los tobillos volteándola y la arrastró hasta hacerla chocar contra su cuerpo, ubicándose entre sus piernas.
Los otros tres rieron. Dijeron algo en su idioma y aplaudieron cuando su agresor se dejó caer sobre ella, sin importarle que estuviera manchada de sangre. Frotaba su polla vestida dentro de su pantalón con vehemencia, acercando su rostro hacia la hermosa joven que se sacudía. Se reía contra la suave piel de su cuello, donde pellizcaba con sus dientes y lamía su nuevo dulce predilecto .
Otra vez llevó su mano en un nuevo intento de penetrarla con sus dedos.
Unas nuevas palabras, que sonaron a orden, hicieron que sus compañeros sujetaran por brazos y hombros a una desesperada víctima.
Gemía y mordía su labio. Miraba con espanto los semblantes desfigurados por la perversión de los cuatro abusadores. Pero el cuarto, el que estaba encima de ella, era el que amenazaba con atravesar los límites de su integridad. No supo en qué momento el joven había liberado su duro miembro, pero lo esgrimía sobre su entrada mientras con su mano libre presionaba uno de sus pechos, descendiendo con brusquedad por atrás para atrapar su trasero, listo para embestirla con violencia.
Gritó.
Rugió con todas sus fuerzas y sin importarle las consecuencias, llevó una de sus rodillas al pecho para tomar el impulso necesario que la liberase del peso que la aplastaba. Antes que cualquiera se diera cuenta de lo que pretendía, pateó con desesperación la cara de la bestia que se arrastraba sobre ella.
Un golpe certero.
Se hizo el silencio. El muchacho perdió el conocimiento de forma automática y los restantes se quedaron petrificados.
La prisionera de Arata se puso de pie de inmediato aprovechando la perplejidad que invadió a sus captores, plantándose delante de los tres con el fuego en sus ojos, gruñendo dispuesta a defenderse una vez más.
Antes que cualquiera hiciera un movimiento, la puerta se abrió de golpe, mostrando a un furioso Ken Daigo escoltado por aquel a quien Yoshida había dejado custodiando la celda. Las protestas se hicieron presentes con gritos de reclamos y dedos señalándola a ella y al inconsciente. Pero cuando el gigante levantó una mano, nadie volvió a emitir un sonido. Como si hubiera presentido a su jefe, se hizo a un lado cuando este apareció desde atrás.
Yoshida pasó sus rasgados y oscuros ojos por cada ocupante del recinto antes de hablar, deteniéndose en el muchacho inconsciente con su falo ya flácido al descubierto y un lado de su cara claramente golpeada, con el pómulo inflamado y la ceja partida.
—¿Qué ocurrió?
Se dirigió en inglés a los tres que quedaron de pie.
—Tu puta atacó a Didier —respondió el menor de todos, de cabellos lacios, algo largos y de color rubio, señalándola con furia en sus ojos.
No necesitaba comprender ningún idioma para saber que sería responsable y pagaría caro por su atrevimiento. Aun así, no pudo evitar clavar sus dorados y asustados orbes sobre su carcelero, esperando ingenuamente que descubriera lo ocurrido. Tratando de iluminar un poco su entendimiento, se abrazó a sí misma, apretando sus piernas y cubriendo su pubis con una de sus manos, dejando que las lágrimas la invadieran. No podía contenerse.
El japonés pareció interpretar la idea general de lo sucedido y su rostro se ensombreció.
—¿Se olvidaron de la regla número tres?
Los tres tragaron grueso y se miraron unos a otros. No soltaron palabra alguna.
—Quebrantar las normas trae graves consecuencias. No se equivoquen, no es un negocio con libro de quejas ni reclamos a defensa al consumidor —cambió el gesto y enarboló una perfecta sonrisa de maestro de ceremonias—. Sin embargo, mi pequeña demonio ya se cobró la penalización. Y como me encontraron en tan buen humor, ignoraré su imprudencia y hasta les concederé la posibilidad de terminar de cumplir su tiempo estipulado con algunas de mis otras chicas —contempló al cuarto que seguía inconsciente en el suelo con su flacidez colgando—. A su amigo lo acomodaremos en el helicóptero que los llevará devuelta a su destino en cuanto finalicen —dio una señal con la cabeza al hombre que se encontraba atrás suyo y este se encargó de cargar el peso inerte del incauto Didier una vez cubierto—. Ustedes, síganme a su siguiente parada.
Antes de marcharse le entregó una orden silenciosa a Ken apoyando su mano en el ancho hombro del empleado, que no necesitó oír ninguna indicación para cumplir con la tarea encomendada.
El resto, después de tomar sus pertenencias, desapareció detrás de la puerta.
Solo quedaron Daigo y la mutante, desafiándose mutuamente. No se agradaban. Él había sido el brazo ejecutor que había segado la vida de una inocente sólo para entregarle un intimidante mensaje de obediencia que había respetado hasta el momento. Lo odiaba por lo que había hecho. Arata era el que comandaba y daba las órdenes, pero la muerte de una de sus chicas lo veía como una pérdida molesta. Pero Ken disfrutaba de su tarea, aunque no lo exteriorizaba. Y ella lo sabía. Veía en sus negros ojos el brillo de regocijo cuando su jefe le permitía dejarse llevar por su lado salvaje.
—Cometiste un error. Los clientes no se tocan —siseaba en japonés. Ken imaginaba, al igual que todos en el barco, que Shiroi Akuma no comprendía japonés, pero le hablaba de igual forma sólo para que el tono empleado la amedrentara.
En dos largos pasos, la tomó del cuello y la levantó, despegándola del suelo. Apretó su agarre en la suave piel.
La joven llevó sus manos al musculoso antebrazo de Ken y aunque el aire se negaba a hallar su camino a sus pulmones, no quitaba la vista a su oponente. Sonrió con suficiencia porque podía soportar la ausencia de oxígeno más que cualquier otro, aunque fingía ahogarse para no alargar el contacto físico con aquel monstruo. Tras unos minutos de duelo entre los ojos negros como el petróleo y los dorados que se habían encendido, la lanzó contra la pared y prosiguió con una combinación de patadas y golpes de puño.
Disfrutaría la posibilidad de entrenarse sin tener que medir sus fuerzas. Descargaba toda su brutalidad en la muchacha.
Por su parte, ella recibía cada impacto sin dejar de sonreír. Era el único momento en que desafiaba a su mayor adversario. No le importaba defenderse. Dejaba que la arremetiera como quisiera porque el dolor pasaría, pero verlo perder el control ante su sonrisa, aun cubierta de sangre, lo desquiciaba y eso se lo agenciaba como un pequeño triunfo personal.
Cayó de rodillas al suelo, escupiendo la sangre acumulada en su boca, sin dejar de reír. Daigo, furioso, la pateó dando un giro que desplazó su pierna con una velocidad apabullante, imprimiendo toda la fuerza capturada en el recorrido a un lado de la cabeza de su blanco, haciéndola caer a varios metros de distancia, rodando por el suelo hasta chocar con la puerta, quedando con la espalda sobre el frío metal.
Cuando el gigante estaba por volver a capturar a su presa, la puerta se abrió hacia el pasillo, provocando la caída abrupta hacia atrás del golpeado cuerpo.
La muchacha abrió grande sus ojos aun brillantes observando desde su posición las piernas vestidas con el blanco traje característico de Yoshida y de reojo percibió otro par de piernas envueltas en una prenda oscura y elegante. Su vista ascendió hasta interceptar los ojos del responsable de su encierro, pero cambió su punto de atención cuando la alta figura que acompañaba a Arata emergió por encima de su hombro desde atrás, chocando con unas orbes turquesas y grises.
Su corazón dio un salto y como respuesta llevó una mano a su pecho, buscando contener el violento golpeteo que temía pudiera revelar la alegría de ver al que ya consideraba su amigo, y aunque este mantenía el semblante serio ante los testigos para que no descubrieran su cercana relación, no pudo ignorar que su brillo bicolor se encendió un instante, antes de volverse oscuro por la imagen que le estaba entregando, pues recordó en ese momento que su rostro se encontraba cubierto de magulladuras y heridas abiertas. Para su confirmación, cambió la mano que ocultaba su acelerado corazón y la movió hasta su boca y mejilla, sintiendo la viscosidad y calidez de la sangre. Torció su gesto.
Ese breve instante de conexión fue interrumpido por un Ken furioso que tomó a la joven por sus cabellos y la arrastró a su lado, para liberar el acceso, mientras ella se removía en su lugar, sujetándose del agarre firme del japonés. La joven rió por lo bajo y escupió en sus zapatos, recibiendo por su osadía un rodillazo en su cara y una maldición en japonés.
Cuando se recuperó del golpe, sus dorados ojos volvieron a contemplar a los dos hombres, centrándose en Jean Pierre, que miraba el cuadro presente con evidente rechazo. Su mueca de desagrado no pasó inadvertido por Ken, que gruñó ante la interrupción.
Arata hizo un elocuente movimiento de cabeza y eso fue suficiente para que su subordinado aflojara su mano, liberando los hilos rubios.
—Ken, hazme el favor de llevar a nuestra joven a la ducha. Tiene un último cliente para el resto de la noche.
***
La espera en la habitación que ya conocía se le hizo incómoda por la presencia de Yoshida, a quien cada vez encontraba más repugnante. Soportaba su conversación cabeceando cada tanto o dando monosílabos entre algunos comentarios sólo para aparentar estar interesado en lo que decía el japonés.
—... y mi muñeca especial noqueó a uno de tus compatriotas porque no pudo mantener su verga en sus pantalones.
—La regla número tres —hizo su aporte de forma automática.
—Esa misma —asintió e ingirió otro trozo de mandarina. Extendió la mano hacia Pierre, ofreciéndole compartir la fruta, pero este negó con la cabeza. Mantenía la mirada en la puerta, esperando por su tesoro.
Seguía asintiendo ante el lejano sonido de la voz a su alrededor, pensando en la joven que lo consumía por dentro. Había intentado alejarse. Pero a último momento, mientras veía cómo se desnudaba Maxine en su habitación en el club -y a quien abandonó ignorando sus protestas-, había cambiado de opinión y se presentó de improvisto en el Paradise.
Aunque había estado dudando en todo momento desde que había posado un pie en cubierta, en cuanto la vio en manos de Ken supo que había hecho lo correcto, logrando interrumpir el castigo que estaba aplicando el enorme japonés.
El llamado de Arata interrumpió sus pensamientos.
—¿Entonces?
—Entonces, ¿qué?
Se había desconectado y no sabía dónde había caído en su viaje de retorno.
—¿No me prestaste atención? No importa —movió su mano, quitándole importancia a su falta de atención—. Te recuerdo que prometiste una compensación por haber tenido que suspender los dos últimos turnos de mi Shiroi Akuma por tu inesperada aparición. Asistencia que hoy en la mañana cancelaste.
—Lo sé. Estaba complicado, pero lo solucioné.
—El tema es que tuve que apaciguar su decepción entregándoles gratis otras de mis muchachas.
—No gratis. Te prometí que yo me haré cargo de todo y te pagaré el doble por esta noche. Y sabes que siempre cumplo con mis promesas —atajó sin ocultar su disgusto.
—Sí que me sorprende este cambio de opinión con respecto a golpearla.
—Sólo ignoro el hecho de que es una mujer. Mi padre me está jodiendo la vida últimamente y he descubierto que la terapia con tu chica es lo único que está funcionando para centrarme en mis negocios y no matar al cabrón de mierda que me engendró.
Yoshida caminó hasta el estuche con sus juguetes y pasó sus delgados dedos sobre ellos, percibiendo la variedad de texturas de cada material.
—¿Cuál de estos es de tu preferencia?
—¿Mmm? —Arata levantó la cadena de púas que usaban para ahorcar a la muchacha—. Ah, esos. Prefiero mis puños. Me conecta mejor con mi ira. Probé el látigo y la primera noche me enceguecí tanto que terminé rompiendo una de tus copas y la usé contra ella. Pero no es lo mío. Necesito el contacto directo.
—Noté la copa destrozada. Me extrañó ver el cristal roto. Y la sangre en la alfombra. Algo bastante desconsiderado de tu parte.
—¡Joder! —Bufó con impaciencia, poniendo los ojos en blanco—. Te lo pagaré también. Te has vuelto una perra quejica.
—No hace falta. Cortesía de la casa —rio a carcajadas.
La plática fue interrumpida, para alivio de Pierre, con la presencia de Ken y Shiroi Akuma, que llegaba una vez más con su cabello húmedo y restos de gotas de agua sobre su dorada piel, haciéndola lucir como la más terrible de las tentaciones. Tuvo que contenerse para no revelar la ansiedad por tenerla entre sus brazos. En su lugar, hizo tronar sus dedos y su cuello, como si estuviera anticipándose a una lucha cuerpo a cuerpo.
Arata, captando la indirecta, se metió su último gajo de mandarina en la boca y se acercó a la joven para darle un beso en los labios. Ella volteó el rostro para alejarse del invasivo olor de la fruta, que le desagradaba cada día más, haciendo que el contacto llegara sobre su mejilla. El japonés la tomó con fuerza de la barbilla y le plantó el beso que no aceptaría que le negara y se fue riendo junto a su enorme sombra, dejando a la pareja a solas, encerrada en aquella habitación.
Allí se quedaron. Cada uno desde un extremo del camarote sentía la fuerza de sus respectivos corazones como si fueran tambores que martillaban en sus oídos.
Ella se mordía el labio, sin atreverse a romper el silencio. No pudo evitar inspeccionar al responsable de su ansiedad. Vestía, como lo había visto las veces anteriores, con un pantalón elegante oscuro que remarcaba sus fuertes piernas y una camisa blanca con los dos primeros botones aflojados, bastante adherida a su torso, delineando los músculos de su pecho, abdomen y brazos. Estaba descalzo y sin su chaqueta. Su cabello oscuro, con ondulaciones y algo crecido, caía sobre su frente con cierta rebeldía. Se fijó en su mano con el trozo de venda adherida a su palma.
Sin poder contenerse más, habló en un susurro tímido, jugando con sus dedos contra la piel de sus muslos.
—Pierre. Volviste. No creí que te vería otra vez —su voz escondía la alegría de tenerlo una vez más con ella.
—Pues aquí me tienes, mon trésor.
¿Cómo había dudado en tenerla otra vez para él? Si el mero hecho de compartir el mismo aire era todo un milagro. ¿Cómo negarle a sus ojos la contemplación de la más perfecta creación? Aunque no fuera merecedor. Y su voz, suave como una dulce melodía. Una dicha que aunque tuviera un vencimiento cercano, no podía desaprovechar.
—Acércate, mon trésor.
Como niña obediente, inició su marcha para eliminar la distancia que los separaba con una sensualidad natural que desbordaba por cada poro de su ser, volviendo loco a Pierre, que volteó sus ojos y gruñó con lujuria.
No dejó que ella llegara a él. En su desesperación por no desperdiciar ni un segundo, se abalanzó como un animal salvaje sobre su presa, atrapándola en su cuerpo usando sus brazos como amarres. El contacto con su piel lo estremeció y pegó su mejilla sobre las húmedas hebras, sorprendiéndose una vez más por captar el aroma a flores, bosques y montaña en ella. La aupó, despegándola del suelo, provocando que casi liberara una risa alegre, que logró retener escondiendo su rostro en la curva del cuello de Clement. Después de todo, no se suponía que aquella sala se colmara de carcajadas.
El liviano cuerpo fue trasladado sin rozar el suelo hasta ser depositado con delicadeza sobre las suaves sábanas de la cama. Pierre se lanzó pasando por encima de la figura femenina, recostándose del otro lado.
—Tengo entendido que en unos días se marchan y no quería perder la oportunidad de dormir contigo estas últimas noches —hablaba pasando las yemas de sus dedos por todo el largo de la pierna de la muchacha sin nombre.
Una curiosa idea se cruzó al sentirla tan suave. Al parecer, Arata la mantenía en perfectas condiciones estéticas, depilada casi completamente. Un contraste extraño considerando cómo la tenía en su celda, con marcas de sangre seca en las paredes y un simple colchón por cama.
Continuó su recorrido subiendo lentamente y con algo de duda hasta alcanzar uno de sus pezones, que se erguían hinchados ante el sutil contacto, mientras sentía la aceleración de sus latidos bajo la piel de su cuello.
Llevó sus ojos para conectar con los de ella, que se habían empañado ligeramente con algo que interpretó como un leve temor, por lo que esperó a que llegara alguna protesta o reclamo. Pero no fue el caso. Sonrió orgulloso. Estaba ganando terreno en una batalla que le había parecido en un principio casi imposible de conquistar.
Aun así, no quiso presionar y liberó el pezón apretado entre sus dedos y se contentó con sujetarla por la cintura. Supo que había tomado la decisión correcta cuando un leve suspiro se liberó del pecho de la muchacha y su respiración se volvió acompasada.
—¿Dormir? ¿Volviste para dormir conmigo? —su voz sonó ahogada y carraspeó ocultando su turbación, lo que hizo reír a Pierre.
—¿Tienes algo más en mente, pequeña pervertida? —ronroneó provocador, elevando una ceja.
—Yo no soy pervertida, pero tengo varios meses ya de vivenciar sobre los deseos masculinos, por desgracia —sus dichos fueron acompañados por una mueca de desagrado—. ¿Por qué no desearías algo más?
—Lo siento. Fue muy torpe de mi parte —quiso golpearse la cabeza pasa sacar la estupidez de su sistema—. Pero debes comprender que somos animales pasionales. Hombres y mujeres. Aunque creo que nosotros nos volvemos cavernícolas y desaparece cualquier raciocinio cuando las vemos. Y si encima llegas tú, desnuda, deslumbrante y hermosa, yo no me puedo controlar.
—Pero lo haces.
—A duras penas —como si su cuerpo quisiera darle batalla a su fuerza de voluntad, y contradecirlo vergonzosamente, su miembro se endureció dolorosamente dentro de sus pantalones—. Merde! —Protestó y para enfriarse, soltó la prensión en la tierna cintura de su tesoro y se dejó caer sobre su espalda, alejándose levemente del cálido cuerpo que yacía a su lado.
La joven siguió cada gesto y movimiento de Pierre, y no se le escapó el dilema presente en su pelvis, por lo que agradeció mentalmente su forma de actuar con ella. Cuando había capturado su pezón, sentimientos contradictorios y confusos la habían invadido. Miles de manos se le aparecieron en la mente.
Sin embargo, el contacto que le daba Pierre se diferenciaba de cada una de ellas. Todas las caricias que habían recorrido sus líneas y curvas la habían asqueado, hasta que él había llegado a su vida. No estaba segura de qué sentía ante su tacto. Pero desagrado no le producía. Miedo, ansiedad, nervios, seguro. Pero también nuevos sentimientos desconocidos. ¿Serían acaso deseo, lujuria, ansias, pasión? No lo sabía. Sin embargo, era curiosa ante lo inexplorado y lo que tenía presente, en la figura masculina, fuerte y alta de Jean Pierre Clement, era territorio que tenía a mano para descubrir. Quería saber más.
—¿Es doloroso? —preguntó con timidez, mordiendo su labio inferior y su rostro se encendió.
Se sentía tan avergonzada que mantuvo su mirada hacia el techo, manteniéndose boca arriba sobre el colchón. Sus dedos bailaban entre sí sobre su vientre plano para calmar su turbación. Pierre volteó su rostro y al ver el color en sus mejillas se puso aún más duro.
—¿Qué cosa? —La miró confundido.
—El sexo.
Él sonrió de forma traviesa.
—No para los hombres, salvo cuando no obtenemos nuestra liberación y nuestras bolas duelen.
<<Como en este mismo momento>>.
—¿Y para las mujeres?
—La primera vez puede ser algo doloroso, por eso del himen, ya sabes. Al menos, es una vez y no como sus cólicos con los períodos menstruales que algunas sufren. —La rubia parpadeó ante lo que decía, dándose cuenta que ella no había tenido nunca un sangrado femenino, aunque no pudo continuar con su reflexión, regresando su atención a Pierre—. Pero créeme, el placer de un orgasmo compensa todo. Y después de esa vez, ya no se siente la misma molestia y sólo habrá gozo. Bueno, siempre y cuando sean tratadas como se merecen. Es triste que un hombre no logre satisfacerlas.
—¿Tú dejas siempre satisfechas a tus mujeres?
Mordió con más fuerza su labio al tiempo que giraba todo su cuerpo y lo enfrentaba. El la imitó, alzando su cabeza para apoyarla sobre su mano.
Quiso soltar una carcajada, pero recordó que no podían ser muy ruidosos si no querían despertar las sospechas de Arata y sus hombres, por lo que hizo un esfuerzo para contenerse. Desconocía quién podía estar afuera escuchando. Fijó sus orbes sobre los de su tesoro, que lo contemplaba entre avergonzada y molesta por su reacción.
—En primer lugar, mon trésor, yo no tengo mujeres. Tengo polvos esporádicos. Y, en segundo lugar, y respondiendo a tu cuestionamiento, te aseguro que las dejo más que satisfechas.
—¿Jamás has tomado a una mujer por la fuerza?
—Nunca —respondió rápido y con cierta cantidad de rabia—. No creo que sea de hombres violentar a una mujer, invadirla hasta desgarrarla por dentro. Es de cobardes. Y no me considero uno. Cada una con las que estuve lo deseaba y les di el máximo placer que pudiera esperar.
Ella parecía reflexionar sobre la respuesta de Pierre. Muchas ideas se agolpaban en su cabeza. Buscó el refugio en la cercanía del hombre y escondió su cabeza debajo de su mentón, apoyando su mejilla sobre el pecho fuerte y fibroso cubierto por la elegante camisa que olía a él.
—Ojalá algún día pueda sentir ese placer.
Esas pocas palabras decían mucho más y sabían lo que se escondía entre ellas. No era un simple anhelo. Era el angustioso pedido de ser libre para elegir a quién darle su cuerpo y su alma. Poder ser feliz dejándose arrastrar por el deseo sin temor a sus consecuencias. Gemir y expresarse sin control, estallando en mil pedazos en un mundo alejado de sus opresores y pesadillas.
—¿Te gustaría que yo fuera tu primer hombre? —su voz se enronqueció, volviéndose profunda—. ¿Quisieras que fuera yo quien te diera tu primera vez? —reformuló, pegando sus labios a su cuello Modigliani.
Su cuerpo reaccionó sin pedir permiso a su cerebro y nuevos cambios se manifestaron de forma atrevida humedeciendo su zona más íntima. Un jadeo huyó de su boca cuando llevó su cabeza hacia atrás, cerrando sus ojos, imaginando cómo sería esa experiencia. ¿Qué era lo que le ocurría? Apretó fuerte el labio con sus dientes para recuperar su cordura.
—Es algo que me gustaría —concedió con timidez. Enseguida negó con la cabeza, conteniendo la rabia—. Pero no puedo. No podemos. Mantenerme virgen me asegura algo más de tiempo.
—¿Tiempo?
—Sin que me usen también para eso. Los golpes se van, pero ser ultrajada tan íntimamente, no sé cómo lo resistiría.
No necesitó más aclaración por parte de ella. Y maldijo el mundo de mierda que paría basuras como Yoshida y él mismo. No merecían compartir el mismo cielo que ella. Ni siquiera poder contemplarla debería estar permitido para seres miserables como ellos. Al menos, él lo sabía, y sacaba provecho de ello, aunque se daba cuenta en ese momento, que desearía ser un verdadero merecedor de sus besos, de sus caricias y de perderse en su interior.
—Sé que llegará el día que me venderá también para eso. A uno sólo para que se vuelva mi dueño o para cualquiera que suba al barco —suspiró resignada ante el eventual futuro que se cernía sobre ella. Un destino inexorable.
—Espero que llegado el momento, sea un hombre atractivo, casi tanto como yo —guiñó su ojo con picardía, provocándole una sonrisa que cambió su anterior semblante—. Cuidadoso y amable, que te haga disfrutar los placeres del juego carnal. Que te quiera, y a quien tú puedas querer.
Lo decía en serio aunque ambos pensaran que era una utopía.
Pero más fuerte era el deseo de ser él ese hombre.
Las fantasías de tenerla debajo de él, perdiéndose los dos en el cuerpo del otro lo atormentaban cada minuto de cada día. Quería hacerla suya, elevarla al cielo y envolverla en la bruma de la lujuria y el placer. Se estremecía al imaginarla susurrando o gritando su nombre. Ese apetito retomó con fuerza la evidencia de su miembro, aumentando su dureza dentro de su pantalón. Se maldijo por dentro ante el inminente dolor y la imposibilidad de un próximo alivio. Tener a su trésor tan cerca era una dulce tortura.
Sonrió para sí cuando la sintió removerse contra su pecho y la abrazó con más fuerza sintiendo la humedad de sus cabellos. Sí. Era una tortura, pero la saborearía como si fuera el más pecaminoso de los banquetes.
Una idea surcó por su mente y se alejó del cálido abrazo de la joven, bajando de la cama.
Ella lo observó confundida, sin quitarle la vista a su espalda mientras caminaba hacia la silla donde colgaba como en las veces anteriores, su chaqueta. Lo vió meter su mano en uno de los bolsillos y sacó algo de él.
—¿Qué haces con eso? —Sus ojos ambarinos se abrieron enormes, brillando con curiosidad cuando Pierre se acercó a la cama con lo que creía era su teléfono móvil, para volver a recostarse junto a ella—. ¿Qué hay de la primera regla?
Él se limitó a sonreír y sin mirarla por unos segundos, manipuló algunas teclas del aparato hasta que sus labios se estiraron aún más.
—Esa regla no se me aplica. Nadie me registra por ser amigo de Arata.
Ella hizo una mueca de desagrado al recordar el lazo entre los hombres, pero sacudiendo su cabeza, se concentró otra vez en el dispositivo.
—¿Por qué lo trajiste?
Volvió a insistir sin quitar la mirada del objeto. No había tenido uno tan cerca con anterioridad, mucho menos, usado uno. Los había visto en manos de Arata y los suyos cuando hablaban o escribían en ellos.
—Porque quiero fotografiarte y filmarte. —Levantó la vista al escuchar su deseo para conectar con los ojos turquesas y pestañeó varias veces como si no hubiera comprendido lo que le estaba pidiendo. Él se anticipó a sus dudas, atajándolas con una sonrisa ladeada—. No quiero olvidarte. Aunque no creo que ni en mil años pueda hacerlo. Quiero registrarte, guardarte en videos, para reproducir cada vez que quiera ver lo que tienes para darme —se acercó a ella, hasta rozar sus labios en su oído, golpeando con su aliento su piel—. Quiero escucharte gemir cada vez que reproduzca la mejor película que veré en mi vida.
—No comprendo qué es lo que quieres que haga.
—Quiero verte darte placer a ti misma.
—¡Yo no sé hacer eso! —Reclamó, llevando sus manos a sus mejillas que sintió enrojecerse ante la atrevida solicitud.
—Yo te guiaré. Te diré lo que tienes que hacer. No te tocaré si tú no quieres. Pero me gustaría darte un regalo.
—Ya me has regalado más de lo que he tenido en mi vida. Me das tu amistad y me has dado felicidad, refugio, libertad de ser yo misma sin miedo durante unas noches. Recordarte mientras otros me usan es lo que me sostiene —sonrió con ternura—. Me das fuerzas para volar lejos.
—Oh, mon trésor —susurró, tratando de controlar el nudo en su garganta.
Ella había hablado sin darse cuenta el impacto de su simple declaración. Sabía que les quedaban cuatro noches juntos. Horas que descontaba con angustia, antes de que el Paradise siguiera su nefasto recorrido para alejarse de sus tierras, de su vida, y no sabía si volverían a cruzar sus caminos, o cuándo lo harían en caso de hacerlo. Su dulce niña aceptaba su destino con entereza porque sostenía que el tiempo que compartían juntos sería su escape mental cada vez que lo necesitara.
—Entonces, como amigo, quiero mostrarte lo que es el verdadero placer, el gozo de un orgasmo. No la mierda que te han hecho los demás para obtener el suyo a costa de herirte y humillarte. Descubrirte y descubrir a otro no debería ser una pesadilla, sino un sueño, un deleite. Lo que te enseñaré, lo podrás hacer siempre que así lo desees en la soledad de tu habitación. —Hizo una pausa y sus ojos se encendieron de forma traviesa, provocando que la joven lo observara con los ojos entrecerrados con suspicacia ante las palabras que esperaba que soltara—. Y espero que cuando lo hagas, pienses en mí.
—¡Pierre! ¡Estás loco!
—Tú me vuelves loco. No te das una idea del esfuerzo que hago por no comerte toda, por lamerte y follarte de tantas maneras que borraría de ti todo lo vivido hasta el momento.
—Por favor, no me digas eso —susurró. Quería llorar. Él se dio cuenta y con la mano libre acarició su mejilla, consolándola. Volvió a centrar su atención en la oferta de Pierre y las dudas la embargaron—. ¿Y si nunca llego a tener orgasmos? ¿Si no soy buena para ello?
—Bueno... —se arrodilló en la cama y arqueó una ceja de forma provocativa, levantando con su mano el aparato que seguía sosteniendo en su mano—. Hoy te enseñaré a darte tus propios orgasmos.
—¡Estás demente!
—Mon trésor —la tomó del tobillo y la arrastró hasta dejarla en el centro del colchón y ella se tapó la boca con las dos manos ahogando su grito de sorpresa y la risa que le siguió—. Lo que te enseñaré es algo natural. Fabuloso. Íntimo. Algo que será el mejor de los recuerdos y tu propia liberación cada vez que lo desees. —Se le ocurrió retarla como estrategia de provocación—. ¿O me dirás que eres una cobarde que no puede aceptar un desafío como este? —Supo que había dado en el clavo cuando la escuchó resoplar ofendida y lanzar llamas de sus ojos encendidos—. Veo que aceptas el reto.
Se sorprendió de sentir hervir su sangre en un nuevo sentimiento que nunca había tenido cabida en ella. Orgullo. Uno herido ante semejante insulto. Frunció sus labios en un delicioso puchero. Pero no mantuvo por mucho su enfado ante la sonrisa seductora que le entregaba Pierre y cedió fácilmente. Muy en el fondo, debía admitir para sí misma, que quería aventurarse a explorar su propio cuerpo.
—¿Qué debo hacer?
N/A:
Encendiendo motores...
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La referencia de Modigliani es de un pintor italiano que se caracterizaba por hacer figuras con cuellos alargados.
Gracias por leer, Demonios!
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