11. Cancelada
11. Cancelada.
Cale y Johann estaban reunidos en el despacho del segundo, que se veía evidentemente nervioso.
—¿Están seguros?
—Así parece.
—¿Qué haremos ahora?
—Doyle procedió de forma adecuada. Traerán el recipiente.
—Tanque de inmersión.
Ante la corrección el militar se limitó a observarlo antes de proseguir.
—Han y Mark se quedarán allí y cuatro hombres más han ido a sumarse a la búsqueda. Deberán peinar la zona.
—Parece una tarea imposible después de tanto tiempo.
—Sólo requiere paciencia y un procedimiento meticuloso. —El alto hombre caminaba con las manos entrelazadas en su espalda, como si inspeccionara por primera vez el contenido de la biblioteca que se apreciaba en una de las paredes—. Doyle encontró en un primer recorrido al perímetro una bata, del doctor, escondida en un tronco. No creo que se pueda hallar muestras ya que también había un nido entre la tela.
—¿Por qué cree que es del sujeto y no del doctor?
—¿Masao habría dejado escondido una bata para darle cobijo a unos pichones? —Negó con la cabeza, arqueando una ceja—. No, doctor. Estoy seguro que fue abandonada la misma noche que Tasukete murió.
—Quiere decir que tuvieron a nuestro hombre misterioso a unos cientos de metros de ustedes.
Cameron se tensionó. No hacía falta que Meyer mencionara tal fallo garrafal. Desde que Brendan le había informado sus conclusiones, había estallado de furia, como un volcán en erupción. Su propio despacho atestiguaba la detonación.
—No teníamos idea del alcance de los experimentos de ese hombre —<<uno brillante>> no pudo evitar pensar—. De ser cierto, sería admirable su resultado.
—Pero eso no significa que ustedes también puedan convertirse en eso. Hay un gran riesgo al reproducir sus pruebas. Y tampoco conocemos la fórmula correcta ni el tiempo que demora la mutación.
—Siempre contamos con voluntarios desechables. Será cuestión de repetir los pasos de Masao. Para ello, Doyle y Green estarán regresando en las próximas horas. Y el resto de los que quedaron en Japón, iniciarán el rastrillaje por helicóptero a través de las montañas y bosques, y otros se repartirán la investigación de pueblo en pueblo.
—Un trabajo extenso.
—Pero valdrá la pena. No tengo duda de ello.
Su ambición sería recompensada.
Después del arranque explosivo al saberse engañado, había recuperado el temple. No valía la pena reprenderse más. Habían perdido el tiempo. Pero estarían retomando el camino correcto en su misión. Debía controlar su ansiedad, que se agolpaba en su estómago al imaginarse transformado definitivamente en un ser supremo.
***
Durante las primeras horas nocturnas, tuvo que escarmentar a un deudor que se negaba a pagar su préstamo, aduciendo que no tenía el dinero y que necesitaba más tiempo. Pierre, sintiéndose magnánimo, decidió concedérselo, después de darle tremenda paliza que imprimiera en su carne un recordatorio de que no habría una nueva oportunidad.
Esa lección le proporcionó al cruel joven su momento de descargo.
Comprendía la ironía de la situación. Su alma —si es que poseía algo así—, sufría por haber tenido que herir a una muchacha que sólo había visto en dos oportunidades, pero obtenía cierta satisfacción y catarsis golpeando a un pobre imbécil que se había metido con el hombre equivocado, provocando a la bestia que vivía en su interior.
Después de que sus subordinados se encargaran de liberar a un casi inconsciente idiota, se encerró en su despacho.
Sentado detrás de su escritorio, encendió el televisor que colgaba de la pared como única compañía, aunque no le prestara especial atención a la pantalla, que mostraba a un hombre de unos treinta años, atractivo, atlético y musculoso, de cabellos rubios oscuros peinados con fijador hacia atrás y vestido con un traje que de lejos se percibía caro y de sastre. El programa de espectáculos hacía referencia a un evento musical auspiciado por la compañía del mismo joven que al parecer se llevaría a cabo en los siguientes días y que reuniría a celebridades del mundo de la música para recibir unos premios.
Pierre, poco interesado en las explicaciones de la periodista, -que usaba una voz melosa que dejaba en claro que la visión de ese hombre la excitaba de alguna forma-, decidió tomar el control remoto y pasar los canales hasta detenerse en el resumen de un partido de fútbol, concentrándose en los comentarios finales del encuentro entre un equipo británico y uno francés, mencionando el magistral gol del nuevo jugador del conjunto inglés de origen itálico, el único tanto convertido en el duelo.
—Será pendejo este italiano. Tu puto gol me costó una apuesta astronómica. Santoro de mierda —mascullaba rabioso.
Eso, definitivamente, empeoraba su humor.
Pero eso no era lo que realmente calentaba al punto de ebullición su estado de ánimo.
Quitándole el volumen al aparato, bajó la mirada hacia su mano herida por el corte autoinfligido casi dos días atrás, el cual le molestaba después de haberla usado para golpear al imprudente de la jornada, habiéndose olvidado momentáneamente de su estado debido a la adrenalina recorriendo su sistema. Al menos, no era su mano hábil y los golpes con la derecha no habían sido muchos.
Con su mirada distraída en su vendaje, se debatía entre cumplir con su cita o alejarse para siempre de algo que todo su ser gritaba que era un grave error. No sacaría nada de todo eso. No podía salvarla. Y si lo hacía, ¿qué tenía para ofrecerle? Era otro criminal y ella era una criatura inocente y dulce cuya alma no debía seguir siendo contaminada con más basura.
Con su mierda.
Los sonidos de látigos lo asaltaron, haciéndole cerrar sus ojos con fuerza, conteniendo la humedad que amagaba otra vez con invadirle. Odiaba sentirse así de débil. Y por una mujer.
Sus párpados se abrieron de golpe al escuchar que alguien invadía su espacio.
Didier entró como de costumbre, sin golpear la puerta, recibiendo de parte de Pierre una muda reprimenda, deseando que sus ojos pudieran desprender llamaradas para asesinar al intruso, que interrumpía sus cavilaciones con su irreverencia.
El recién llegado ignoró olímpicamente la mueca de Pierre y se sentó en una de las dos butacas que enfrentaban su escritorio, apoyando sus pies sobre la madera, sin mantenerse mucho en esa posición al ser empujado por la mano sana del dueño del despacho.
—¡Quita tus enormes pies de aquí! —rugió molesto.
Didier rio alegre disfrutando de la provocación.
—Pero qué humor, Jean Pierre. Creí que después de despachar a la mierda de Marcel con semejante tunda encima, estarías risueño como una niña en navidad.
—Pues no es el caso.
Suspiró profundo y pasó una de sus manos por su cara antes de continuar conversando con su subalterno. Didier y Adrien, los más jóvenes de la organización y que solían acompañarlo en muchas de sus encomiendas como la de esa noche, eran a la legua un par de inadaptados violentos que, a diferencia de Pierre, no tenían ningún tipo de código, salvo el de no privarse de ningún capricho, exceptuando cuando Clement, su jefe directo, o su padre, los contuvieran en sus impulsos. Aunque muchas veces, eso parecía una tarea casi imposible. Sólo lo lograban bajo amenazas o prometiéndoles alguna compensación, como si fueran un par de niños malcriados. Pierre no dudaba de que en un futuro no muy lejano, uno de los dos, o ambos, le acarrearían problemas al negocio.
O a él mismo.
Negó con su cabeza, desechando ese pensamiento. No estaba para hacer proyecciones a futuro esa noche.
—Maxine te estaba buscando —sus cejas se movían de arriba abajo en un gesto travieso, conociendo la obsesión de la prostituta por su jefe.
—Pues no me buscó bien. Estoy aquí, ¿no?
Didier bufó ante el comentario de Jean Pierre.
—¿Y Marcel? —preguntó, buscando cambiar de tema.
—Lo dejamos caer a unas calles de su casa, tal como lo indicaste —Pierre había abierto la boca para reclamar algo, pero Didier se adelantó, anticipando su cuestionamiento—. Y no, nadie nos vio. Nos aseguramos de que no hubiera testigos ni cámaras por la zona.
—Bien hecho. El resto de la noche te necesito abajo, en el club, asegurándote de que todo marche en orden. Y a Adrien también.
—¿Desaparecerás otra vez?
—Lo que yo haga o deje de hacer, no es asunto tuyo, así que no metas tu nariz en mis asuntos si no quieres que te la arranque.
—Pero qué mierda, Jean Pierre. ¡Estás hecho un cabrón!
—No te olvides cuál es tu lugar aquí, Didier. —No tuvo que levantar la voz. Su mirada asesina era todo lo que necesitaba para que hasta un inconsciente como Didier se diera cuenta que estaba rebasando un límite muy peligroso y la sonrisa socarrona desapareció de su rostro—. Ahora, vete a hacer tu trabajo. Si llegara a haber algún inconveniente, estaré aquí. Con eso, respondo a tu anterior cuestionamiento.
—Sí señor —farfulló el joven, apretando los puños y sintiendo la humillación ascender por su cuerpo. Sin más preámbulos, giró sobre sus talones y se retiró dejando a su patrón sumido en sus pensamientos.
Pensamientos que repetían su reciente decisión de permanecer allí. Una que se había manifestado automáticamente, pero que todavía se tambaleaba dudosa al repensarla.
¿O su subconsciente estaba en lo cierto?
Sí. Lo mejor sería olvidar que la había conocido y seguir con su vida como si nada.
No habría desilusión alguna porque nunca le había dicho que la volvería a ver. Al menos, no rompería otra de sus normas, la relacionada con las promesas, porque no había entregado ninguna.
Unos golpes suaves tocaron la puerta de madera y sin esperar por una respuesta, una de las grandes hojas se abrió, dejando pasar a una voluptuosa mujer de piel de chocolate y cabellos tintados en un castaño claro, degradado hasta las puntas. Vestía un vestido corto azul zafiro, ajustado que afirmaba sus curvas sensuales y provocadoras, aquellas que la convertían en una de las prostitutas más solicitadas del club.
La mujer cerró, pasando el pestillo con parsimonia y una sonrisa blanca y enorme se dibujó en su rostro.
—Por fin te encuentro.
—¿Noche agitada?
La pregunta tenía una doble intención que la mujer captó. E ignoró.
—No estuviste las últimas noches. Te busqué. ¿Fuiste a una de esas aburridas fiestas elegantes?
—¿Me extrañaste? ¿Acaso no te alcanzan las vergas de tus clientes?
Su rostro se contrajo en una actitud de desagrado al recordar a su último cliente.
—¿Celoso acaso? —El sarcasmo era evidente, pues si algo había aprendido de Jean Pierre, es que no le interesaban las personas, salvo para su propio beneficio—. Sabes bien que esos son negocios. Ahora vengo por placer. Contigo.
Una de sus manos tomó la otra e hizo girar la piedra que decoraba uno de sus anillos, descubriendo un polvillo blanco que aspiró con fuerza, llevando de un seco movimiento su cabeza hacia atrás. Luego de dejar la sortija en su posición inicial se limpió la nariz con el dorso de su mano. Tendría que pedirle más cocaína a Didier, que retribuiría con favores sexuales. Un intercambio que disfrutaba tanto como él.
—Lo necesitaba después de lo que tuve que tragar esta noche —explicó cuando la mirada de Pierre la examinó.
—Si estás cansada, puedes irte. Tú y tus chicas tienen la libertad de decidir cuándo finalizar.
<<No todas son tan afortunadas>> se dijo a sí mismo y el simple pensamiento de aquella misteriosa muchacha le dejó un vacío inexplicable en el pecho.
—En realidad, tenía en mente llevar a mi boca algo más delicioso.
Caminó con paso de ensayada sensualidad. Nada en ella era espontáneo ni sin premeditación. Una vez junto a la silla giratoria de Pierre, la hizo virar para enfrentarla. Notaba en el semblante duro del joven cierta irritabilidad que pensaba solucionar. Llevó sus manos sobre los muslos duros y fibrosos del francés, separándole las piernas. Despacio, fue ascendiendo con seguridad hasta posar una de ellas sobre la entrepierna, frotándola con experticia.
—No estoy de humor —sujetó la muñeca de la mano hacendosa de la mujer, deteniéndola a mitad de su accionar.
—Eso mismo me comentó Didier —el agarre sobre su miembro se intensificó—. Puede que tus palabras suenen rudas, pero tu amigo dice lo contrario. Parece feliz de tenerme aquí.
—Mi amigo puede parecer todo lo que tú quieras, pero puedo asegurarte que mis ganas están ausentes. No me provoques hoy Max.
—Jean Pierre, querido. Eso es justamente lo que deseo hacer. —Sin esperar respuesta, se arrodilló entre sus piernas y con ágiles movimientos, manipuló el cinto que ajustaba al pantalón, para seguir con la cremallera—. Provocarte hasta que olvides lo que sea que te tenga en ese estado. Además, hace varias noches que me tienes abandonada y te he echado de menos —hizo un puchero con sus labios que en cualquier otra situación, a Pierre le hubiera instado a morderlos y succionarlos hasta gastarlos.
Sus ojos negros brillaban, conectando con los turquesas y grises de Pierre, que aunque sus palabras dijeran no, su mirada oscurecida por la lujuria expresaba lo contrario. Sus manos avanzaron en su tarea hasta liberar el miembro que se irguió duro y altivo por fuera de la tela.
Un gruñido gutural se arrastró por la garganta de Pierre, que sin fuerza de voluntad, se supo perdido en aquella pelea. Dejó caer su cabeza hacia atrás, recostándose sobre el asiento, cuando la mano que había comenzado a moverse arriba y abajo sobre la envergadura de su polla fue reemplazada por la húmeda y cálida boca de la prostituta. Una que sabía muy bien cómo hacer su trabajo.
Engullía con hambre el gran pene hasta donde alcanzaba, usando la mano para desplazarse sobre la suave y caliente carne que quedaba libre. La fuerte mano masculina se enredó entre sus cabellos, exigiéndole, demandándole más velocidad en su faena.
Elevaba su pelvis buscando más profundidad en aquella garganta. Los sonidos húmedos de cada chupada, de cada succión lo estaban llevando al límite.
Se dejaba llevar, con sus párpados cerrados, hacia unos ojos dorados. Era todo lo que veía en su mente. La imaginaba a ella arrodillada delante de él, con sus hebras doradas entre sus dedos, sonrojada por el esfuerzo y la pasión. La deseaba.
Y con esa visión, apretó más su agarre contra la cabeza de Maxine, acelerando sus embestidas hasta que se tensionó, corriéndose en aquella boca, anhelando que fuera otra.
Aflojó su mano, que cayó laxa su lado, disfrutando los resquicios de su orgasmo. De su sueño.
—¿No estás más relajado, querido?
Esa voz lo devolvió con desgana a la realidad. Abrió sus ojos, contemplando frente a él a Max, que seguía en el suelo alfombrado. Se pasaba un dedo por la comisura de su labio y su lengua siguió el mismo recorrido, capturando restos de la esencia del hombre. Esa podría haber sido una escena de gran carga erótica que anticipara otra erección. Sin embargo, Pierre sólo sentía rabia consigo mismo.
Rabia porque parecía estar iniciando una batalla contradictoria contra su propia persona otra vez. Una que lo volvería loco.
Su dorada sonrisa, de una ternura indescriptible, se colaba entre sus pensamientos. Él había decidido desistir de más contacto con la dueña de ella, pero su cuerpo picaba por volver a acariciarla. No sólo de forma sexual, como lo que acaba de hacer con Maxine, a pesar de que sus instintos salvajes la hubieran visto a ella en lugar de a la morena. Quería pasar sus dedos por sus curvas y ángulos. Recorrerla de maneras en que nunca antes lo había hecho con alguien más.
Y luego lo asaltaban unos gritos subconscientes que le insistían en borrar de su memoria todo lo concerniente a ella. Volver la normalidad. Delante de él tenía esa normalidad. La única vida que conocía. Que un ser despreciable como él podía tener.
—¿Jean Pierre? —Otra vez, esa voz artificial—. ¿Dónde estás?
—Aquí —masculló después de unos segundos que necesitó para ordenar sus ideas.
Parpadeó varias veces y fijó sus ojos en la prostituta que había sido una de sus amantes habituales desde que había tomado el control del aquel club. Uno de los tantos que manejaba la organización. Suspiró resignado y se acomodó sus prendas. Empujó la silla hacia atrás y se puso de pie ante la confundida mirada de la mujer, que seguía con sus rodillas en la mullida superficie. Pensar en la misteriosa muchacha sólo lo volvería loco. Mejor sería olvidarse de ella entre otras piernas. Extendió su mano hacia Maxine, ayudándola a ponerse de pie.
—Todavía no hemos terminado, Max.
Ambos sonrieron ante aquella tentadora afirmación.
La llevó hasta una puerta que pasaba desapercibida en una esquina de la estancia tras la cual se hallaba una habitación que solía usar el hombre cuando se quedaba hasta tarde en el establecimiento y que tantas veces había sido el punto de encuentro entre ellos, o con cualquier otra de las prostitutas que muy dispuestas, solían compartir su calor entre sus sábanas.
—Así que me extrañaste...
Y con esas palabras, Maxine supo que Pierre dejaba atrás lo que fuera que lo hubiera tenido tenso para dejarse arrastrar por otra noche de lujuria.
—Mucho, querido.
—Aquí me tienes —cerrando la puerta de la habitación una vez se encontraron adentro, comenzó a desvestirse.
Se sentía arder. Y aunque sabía que la mujer que tenía en frente no era la causa del fuego de sus entrañas, buscaría sofocarlo en ella. O al menos, agotarse en el intento hasta caer rendido y apagar cualquier pensamiento.
Definitivamente, su cita estaba cancelada.
***
Los golpes entumecían brevemente todos sus sentidos, pero enseguida se reponía, lo que estimulaba aún más al nuevo cliente de Arata.
Mentalmente había estado llevando patrones de cada uno de los que la habían torturado desde el día que había iniciado aquella tenebrosa rutina. Podían llegar en cualquier horario, pero todos parecían cumplir con los mismos parámetros. Hombres que ostentaban joyas, en sus dedos, muñecas o cuellos. Eran maduros, arrogantes, repugnantes y sin estado físico. Sus cuerpos, en la gran mayoría, eran corpulentos, sudorosos y velludos. Algunos lograban esconder su pestilencia con fragancias intensas. Pero los que aun así apestaban, agregaban una tortura más a la que sufría su cuerpo.
Lo peor, era que parecían haberse puesto de acuerdo para eyacular sobre ella. Entre sus pechos, sobre su vientre o en su espalda. Los que no terminaban de vaciarse sobre su cuerpo, continuaban con su recorrido metiéndose en otra de las habitaciones y eso también la hería, porque sabía que lo que con ella habían iniciado, terminaba en una de las adolescentes con las que había llegado. Eran sólo niñas que habían adiestrado para complacer a cada hombre rico que descubría el secreto del Paradise.
Imaginar a la pequeña Nomi aplastada por esas bestias primitivas, saciándose en ella la enfurecía. Pero había comprobado de la peor forma que estaban condenadas.
Otro patrón que había notado, era el acento de los hombres. Las primeras veces, era inglés, como el que le había enseñado el Dr. T. Con el transcurrir de las semanas, tiempo que calculaba gracias a las rutinas diarias, los idiomas habían mutado, los rasgos de los sujetos que se presentaban, las vestimentas, y si hablaban en inglés, poseían extraños acentos.
Los días que llevaban en el lugar que fuera en el que estuvieran, había notado la misma forma de hablar que Pierre, por lo que dedujo que se encontraban en sus tierras. Lamentó no haberle podido preguntar dónde estaban o qué idioma era el suyo. Pero había temido que si preguntaba demasiado, también fuera interrogada de la misma manera y eso la pondría en entredicho. Su origen mutante debía permanecer secreto. Prefería que creyeran que era una criatura del averno, mística o mágica, porque revelar lo que el científico había hecho podría significar que alguien más se pusiera en peligro y terminara como el pequeño hombre de ciencia.
O que revelaran su ubicación al Centauro.
Esa jornada, había sido particularmente agitada. No sabía en qué día de la semana se encontraban, pero por su experiencia, siempre había dos días, o noches, que más clientes tenían, y ese era el primero de uno de esos días, lo que significaba que al siguiente sería igual. Y allí se encontraba, una vez más, en su celda, con otro cerdo aprisionándola entre sus gruesas piernas, acostada boca abajo sobre el suelo, mientras golpeaba sus costillas como si fuera la causante de todos los problemas del mundo. O de los suyos.
Sin embargo, por primera vez, sus pensamientos la alejaban de su prisión. Se perdían entre unos brazos y un torso tatuado que le entregaron un sueño seguro. Un estado de paz que se había tornado desconocido para ella.
Deseó en ese momento haber prestado atención a sus dibujos. Haberlos guardado en su memoria para aprovecharlos como refugio al cual escapar cada vez que lo necesitara. Había tenido un amigo por una noche. Y eso fue suficiente para ella.
Perdida como estaba, casi no se percató de que volvía a encontrarse sola en su habitáculo. Sólo despertó de sus recuerdos cuando fue alzada por uno de los hombres de Arata para darle su baño. Si se le podía decir así, ya que en realidad consistía en un brusco e intenso chorro de agua fría que manaba de una enorme manguera y que la golpeaba. Seguramente, la dejarían presentable para la siguiente sesión.
Al menos, tenían esa cortesía hacia ella esa noche, pues otras veces la dejaban en el estado en que los clientes la abandonaban una vez realizado sus caprichos.
Desconocía si era de día o de noche. Estando siempre en su encierro, no había visto la luz del sol, o los astros nocturnos desde su llegada y eso, era uno de los perores tormentos que sufría. Extrañaba a sus acompañantes celestes.
Las hora pasaban y nadie abría la puerta. Imaginó que su jornada habría terminado y se sentó en su colchón, llevando su cabeza hacia atrás, contra la pared, manteniendo sus ojos cerrados y sin siquiera percibirlo, una tenue sonrisa decoró sus rosados labios. Pierre había sido amable con ella, el segundo hombre en su vida que lo había sido, aunque a veces notara su turquesa mirada oscurecida por la lujuria. Aun así, sólo esperaba que se encontrara bien y que no continuara afligido por lo ocurrido la noche anterior.
Deseaba que fuera feliz. Que pudiera abandonar su vida criminal y que compartiera la ternura que también había visto con alguna mujer merecedora de ella. Un sueño tonto, se dijo, pero como soñar era lo único que no podían quitarle, lo haría gustosa el tiempo que le quedara en esa celda.
El sonido del cerrojo la alertó. La comida ya la habían traído rato atrás, por lo que su corazón saltó de emoción ante el anhelo de que vinieran por ella una vez más para llevarla con Pierre. Podía ser una ilusión que acarrearía una enorme decepción en caso de no ser cierto y que lo que se presentara del otro lado de la puerta fuera otro cliente.
Para su desgracia, detrás del Señor Mandarina, no llegaba un hombre. Eran dos, de unos treinta años. Altos, atléticos y vestidos con vaqueros, camisas y chaquetas de cuero. Uno de cabellos oscuros y otro de un color rojizo. Ese par rompía con el esquema habitual de estereotipo de los visitantes que la abordaban.
Se puso de pie y automáticamente llevó su cuerpo desnudo contra una de las paredes, erguida y desafiante, sintiendo un vuelco al corazón y un vacío en el estómago.
Seguía la conversación aunque simulara no conocer lo que explicaba el japonés. Se sabía el discurso con sus tres reglas. Sin embargo, presentía que había algo diferente en aquella oportunidad. Los dos sujetos que la observaban de arriba a abajo con una sonrisa ladeada en ambos rostros asentían a las palabras dichas en inglés de Arata, hasta que este les entregó el estuche con los implementos de tortura que siempre acompañaba sus sesiones, apoyándolo en el único estante de la habitación y se despidió, pero la forma en que lo hizo, con un <<diviértanse>>, dejó pasmada a la muchacha.
Había hablado en plural.
Se vio encerrada con los dos, los cuales iban deshaciéndose de las prendas que cubrían la parte superior de sus cuerpos al mismo tiempo que conversaban en su lengua. Cuando sus torsos quedaron desnudos, luciendo un pecho y abdomen definidos en cada uno con algunos tatuajes, las risas siniestras la hicieron temblar, provocando que sus piernas perdieran las fuerzas. Se cernían sobre ella y al intentar esquivar las manos que buscaban sujetarla, se vio detenida por los pelos.
Uno de ellos, el que la había capturado por sus cabellos, la lanzó contra el suelo, quedando sobre su espalda entre medio de las largas y fornidas piernas de sus próximos torturadores. El mismo que la había revoleado enredaba una vez más su mano entre las hebras doradas, haciéndola poner de pie, arrastrándola hasta las cadenas que colgaban del techo. Su acompañante se encargó de ajustarlas en sus muñecas y desde esa posición, su tortura doble comenzó.
En su juego previo, cada uno desde uno de los frentes, comenzó a recorrer su cuerpo, descubriendo sus líneas usando las manos, sus bocas y sus lenguas. Lo que inició como sensuales caricias sobre su frente y espalda, ascendiendo y descendiendo por su piel, avanzó con mordidas. Suaves al principio, pero en el fuego de la lujuria, los dientes apretaron más fuerte sobre su carne, hiriéndola, y las manos se volvieron ansiosas magreando con desesperación sobre sus senos o nalgueando su trasero.
Reían, jadeaban y se frotaban sobre ella hasta que uno de ellos se detuvo brevemente para tomar las primeras herramientas, entregando una a su compañero.
Los besos se tornaron golpes y sacudidas.
El primero la atacaba por atrás, al tiempo que el otro la golpeaba de frente. Usaban todas las opciones ofrecidas por el anfitrión, rotando cada tanto las armas.
Ruidos de huesos rotos creaban una tétrica sinfonía.
Las risas roncas se extendieron por lo que percibió como una eternidad. Luego fueron transformándose en gemidos y jadeos de excitación al comprobar que cada herida sanaba, permitiéndoles ampliar su violento placer por más tiempo, hasta que la soltaron de su agarre metálico y la desplazaron hacia el colchón, donde pretendían terminar con su retorcido encuentro, masturbándose sobre ella, refregándose contra su cuerpo marcado por su propia sangre, apretando sus pechos o llevando sus labios por su piel, cada uno desde uno de sus flancos, rodeándola completamente.
No quería llorar. No delante de ellos. Por eso mordía su labio con fuerza y cerraba los ojos para contener sus lágrimas y dejar de verlos. Quería que acabaran de una vez. Que llegaran a su cima de placer y la dejaran para liberar su dolor, su asco. No quería sentir más aquellas manos invadiendo su cuerpo, marcándola con el trazo de sus dedos, usando su sangre como pintura sobre su cuerpo como si fuera un lienzo.
Supo que su anhelo se cumplía al sentir en su rostro y en su vientre plano la calidez de ambas esencias masculinas. Quiso voltear su cara, pero el que se encontraba a esa altura la forzó a mantenerse de frente al atraparla por ambas mejillas usando una sola mano. Las risas se intensificaron cuando ella cerró más sus párpados y su ceño se frunció.
No comprendía las palabras, pero no necesitaba hacerlo. Sabía que se estarían burlando de ella y no le importaba.
El alivio la alcanzó cuando el calor corporal que la rodeaba desapareció. Sin siquiera abrir sus ojos, se colocó de lado, dando la espalda a los dos hombres, percibiendo los sonidos del grifo ubicado en un rincón de su celda y supo que se estaban higienizando antes de terminar de vestirse. Dos fuertes golpes a la puerta de metal fue el punto final de su presente pesadilla y la soledad la envolvió una vez más.
Los minutos pasaban y nadie llegaba.
Se levantó de su lugar y caminó hasta el pequeño lavabo ubicado junto a un retrete, lo mínimo para sus necesidades básica y prosiguió a limpiarse el semen que habían lanzado en su cara y abdomen. Podía soportar mantenerse sucia con su propia sangre, pero no permitiría que quedara sobre ella evidencia de cada degenerado que se aprovechaba de su situación.
Se lavó con el hilo de agua que manaba del grifo y con su rostro húmedo, regresó a su posición, colocándose en un ovillo, como si estuviera en el vientre materno y lloró. No pudo evitarlo y dejó salir su rabia y sus miedos. Lloró toda la noche, sin lograr dormir, siempre a la espera de otro monstruo.
***
Arata le había reclamado que no le hubiera avisado con anticipación que no cumpliría con el encuentro programado de la noche anterior.
Cuando el japonés le había hablado con tono de fingida ofensa, sintió una molestia encender su pecho, que estaba seguro no se debía a lo que su amigo le decía.
Sólo pensaba en ella. En Shiroi Akuma y la sensación de haberle fallado se extendía en su interior como si fuera lava quemando sus entrañas. Y ese mismo sentimiento lo fastidiaba. Se tenía que convencer que no le había fallado a nadie porque no le debía nada a ella o a alguien más.
Su mundo giraba alrededor de una sola persona y esa persona era él mismo. Sólo se debía a él. Y no estaba dispuesto a que unos bonitos ojos ambarinos, una sonrisa deslumbrante y una boca carnosa y rosada que sólo había sido suya en un beso robado le hicieran olvidar sus prioridades.
—¿Volverás a fallarme esta noche, Clement? —Arata insistía desde el otro lado del aparato de comunicación móvil—. Debes decirme, porque debo organizar los turnos. Si no vienes, tengo otras posibilidades para llenar sus horas. Anoche, ante tu inesperada cancelación, aproveché para innovar en una nueva oferta. —Se hizo silencio. El japonés esperaba que a su amigo le picara el bicho de la curiosidad e indagara sobre su idea. Pero como el francés no parecía estar interesado en ahondar sobre lo que ocurriera con Shiroi Akuma, continuó con su exposición sin esperar una invitación para seguir—. Bueno, aunque no preguntes, te contaré en qué consiste mi nueva promoción. —Otro silencio que buscaba darle un toque dramático a lo que diría a continuación—. Golpizas grupales.
Pierre creyó haber escuchado mal. Deseó haber malinterpretado sus dichos. Porque lo que se cruzó por su mente al escuchar la alegre voz de Arata le resultó algo que incrementaba de forma exponencial su nivel de obscenidad y perversión.
—¿Cómo dijiste? ¿Golpizas grupales?
—¡Sí! ¿No es una idea genial? Pueden venir varios a compartir un mismo turno para disfrutar en compañía su condición por un precio más que generoso.
—Cuando creo que no hay manera de que tu putrefacción pueda ser superada, me sorprendes.
Yoshida rio de manera exagerada y ruidosa. Le estaba resultando cada vez más insoportable escuchar ese sonido que le crispaba los nervios.
—Como sea. Fue un éxito. Para hoy tengo un grupo de cuatro. Te aseguro que esa niña es una mina de oro.
—Eres repugnante.
Su estómago se estaba revolviendo. Quería terminar con la conversación. Olvidar todo lo charlado y dedicarse el resto del día a lo suyo. Mejor aún, olvidarse de todo lo que tuviera que ver con Arata, sus muchachas y su barco de inframundo por el resto de su vida. Deseaba no haber pisado ese lugar nunca en su vida para continuar ignorando lo que ocurría allí. Lo que le tocaba vivir a ella.
La joven de ojos de oro.
Su trésor.
<<Mierda>> se dijo.
Mientras más quería alejarse, más volvía a pensar en ella. Perdería la cabeza con sus contradicciones. Su instinto de supervivencia le estaba fallando, porque en lugar de huir para protegerse, quería regresar a meter las manos en el fuego más peligroso. El fuego del deseo ciego e imprudente. Tendría que recurrir a cada gramo de voluntad de su ser para ignorar la atracción vertiginosa que amenazaba con arrastrarlo al torbellino en que aquella sirena quería ahogarlo.
Pensar en sus manos incendiadas hizo que se fijara en la que estaba cubierta por un vendaje. El corte le picaba y molestaba debajo de la tela. Pero eso no era lo que se llevaba su atención. Ver su herida era un recordatorio de la vulnerabilidad que había surgido de su interior para mostrarse vergonzosamente en la presencia de aquella criatura mágica. Se había vuelto un niño llorón. Uno que se había jurado no volver a ser.
Eso cerró el trato.
—Deberé cancelar la visita. Surgieron inconvenientes que me tendrán ocupado en unos negocios esta noche.
Listo, lo había hecho. Mantendría su posición. Seguramente sentiría algún tipo de malestar, pero sólo tenía que soportarlo unos pocos días y cuando Arata levara anclas, no habría ninguna tentación que le hiciera perder la cordura.
N/A:
Hay que prestar atención a los nuevos nombres... más personajes se van sumando en esta aventura.
¿La decisión de Pierre es la correcta?
Espero les haya gustado el capítulo. Ya saben qué hacer en ese caso... ⭐
Gracias por leer, Demonios!
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