1. ¡Está viva! ¡Está viva!
1. ¡Está viva! ¡Está viva!
La sujetaba una vez más entre sus brazos, rogándole, llorando porque no se rindiera. Que lo perdonara, pero sólo escuchó salir de sus labios unas pocas palabras que serían para él como el pedido de juramento a un caballero templario.
—Por favor, doctor, salve a mi bebé.
Le había susurrado aquellas siete palabras sin saber que el poder de ellas le infundirían el valor necesario para tratar de redimirse. A esa solicitud, le siguió otra, de casi la misma corta extensión en letras, pero fuerte en su intensión.
—Dígale que su madre lo amaba.
Después de escuchar el mayor desafío que se le presentaba en su vida, cerró el trato con un asentimiento con la cabeza y ella dejó que las fuerzas la abandonaran en su lucha con los demonios que habían tomado posesión de su cuerpo.
Un trueno lo despertó de un salto, con el corazón a punto de salírsele por la boca. Se había quedado dormido en el escritorio de su laboratorio en la cabaña que había comprado en Japón. Miró las muestras que tenía delante suyo.
Un nuevo fracaso que lo había desanimado.
Otro relámpago volvió a estrujarle el alma. Realmente, odiaba las tormentas y aquella que lo había arrancado de su sueño amenazaba con ser terrible en medio de la montaña, donde llevaba viviendo a meses de cumplir los diez años. Desde que se había fugado de las Industrias Quirón, huyendo de sus pesadas patas para evitar ser aplastado por sus pezuñas bajo el dominio de Cale Cameron.
Masao había tenido que volver a cambiar sus planes cuando al llegar a Nueva Zelanda y comprobar las noticias norteamericanas, supo de la muerte de la reportera.
Otro fantasma del que él era responsable. Serían ciento treinta y tres víctimas. Lo que le extrañó fue que no hubiera ninguna mención al respecto del Proyecto Hércules, lo que le hizo sospechar que su asesinato había sido para callarla y no como castigo.
La habían descubierto.
Los habían descubierto de alguna forma y se adelantaron a la redención que tanto había anhelado al revelar ante la periodista toda su investigación. Se supo entonces en la mira de Meyer y Cameron y que su plan de llegar a Hawái era inviable. Debió adaptarse una vez más y apuntó a Japón. El hogar de sus padres. La tierra que lo había visto nacer a él y a su hermana antes de él. Y hacia allí se dirigió, volviéndose anónimo a varios kilómetros de un pequeño pueblo de montaña, sobreviviendo con la venta de medicina que preparaba en su laboratorio clandestino.
Un nuevo estruendo exterior y otro respingo por parte del menudo hombre. Se puso de pie, lentamente, sacándose los lentes para masajear el puente de su nariz, donde sentía la presión del marco pesado de ellos. Se los volvió a colocar mientras caminaba hacia su mayor y más temible tesoro.
Se encontraba en su propio útero. Uno hecho de vidrio y metal, con varias conexiones a fuentes de alimentación. Ese había sido su nido durante una decena de años, desde donde el doctor había ido observando y acelerando su desarrollo, alcanzando una madurez adulta —aparentando unos veinte años—, que sólo era orgánico.
Tenía conectado su cordón umbilical de manera de obtener lo necesario para sobrevivir en su dorado y líquido mundo. Desde ese tejido el científico había ido modificando los aspecto más relevantes del ADN de su promesa.
Sabía que había logrado la perfección. Un ser superior con mutaciones definidas por él.
Pero no se decidía a despertarla. Ni siquiera estaba seguro de cómo hacerlo. Porque en sus entrañas había ido creciendo una duda tan grande que lograba apagar al sol. ¿Y si ella era lo que Cale Cameron deseaba? ¿Si había creado un monstruo de alma negra? ¿Un engendro que sólo traería a la superficie el infierno que él mismo había desatado al imaginar un suero para soldados?
Después de todo, esa criatura no había sentido los latidos del corazón de su madre, salvo por unas pocas semanas, ya lejanas. No había percibido los movimientos de su progenitora, ni las palabras de cariñosos padres hablándole a un vientre, en cuyo interior existían las esperanzas de una nueva vida que combinara lo mejor de dos personas que se habían amado.
No.
Esa quimera que Masao había compuesto no tenía grabada en su inmaculada alma ningún trazo que la fuera conectando con el mundo que aguardaba en el exterior.
Ese temor que había ido intensificándose en él en los últimos años había hecho que tomara un desvío.
Otra vez.
Se había estado dedicando a trabajar en el uso de aquel ADN mejorado para atacar genes enfermos. Deseaba curar el cáncer, el Alzheimer, el HIV. Tomaba muestras de su creación y lo combinaba con muestras adquiridas de personas enfermas. Pero cada resultado había sido infructuoso, como aquel con el que había estado trabajando cuando se quedó dormido. Si bien, en primera instancia lo que el dorado y brillante ADN hacía era curar, no se detenía una vez que liberaba la muestra del agente invasor, sino que seguía en su ataque, destruyendo completamente toda la muestra. Eso equivaldría a matar a la persona a la que se le suministrara una dosis de la quimérica criatura. Aun si es insignificante.
Se quedó en sus cavilaciones, con la mirada perdida en la figura que reposaba en el fondo acuoso.
Había visto cómo ese parásito, perdido en aquella nave que había construido con sus propias manos, había ido desarrollándose. Había visto el crecimiento del bebé, de la pequeña niña a la adolescente, hasta alcanzar a ser la hermosa joven que, como una bella durmiente, esperaba el beso que la despertara.
Se había sentido en algún momento como un padre y a punto había estado de desconectar su prodigio para encenderla. Tener compañía. Escuchar risas y palabras que vinieran de alguien más que de él. Pero no había tenido el valor. Muchas objeciones lo habían detenido.
Si la hubiera despertado cuando su desarrollo era el de tan sólo una infante... ¿qué haría con una niña si los del Proyecto Hércules lo descubrían? ¿Cómo escapar con ella? O, aun a salvo, si su sangre sirviera para ayudar a enfermos, ¿se pondría a drenar a una chiquilla? No.
Aunque ese no había sido el impedimento real. Su principal obstáculo.
El mayor temor había sido el de la naturaleza desconocida del más poderoso ser. No quería despertarla y hallar en ella la peor de sus pesadillas. ¿Cómo apagas a un demonio que tiene la cara de una niña? Así que, no había hecho nada más que seguir con sus análisis para buscar aprovechar ese supremo ADN en curas.
No lo había logrado, pero esperaba hacerlo. Sino, acabaría con todo. Daría un punto final a un ser humano que ni siquiera llegaría a dar su primer respiro ni contemplaría la luz del sol.
Acarició con algo de nostalgia el cristal que contenía a su mutante, a la altura de su cara, que tenía en parte cubierta por los largos cabellos que bailaban lentamente, suspendidos en su universo. De repente, se sintió mareado y supuso que tendría la glucemia baja. Chasqueó la lengua en una autorecriminación por su falta de cuidado en su alimentación.
Había dejado el vicio del cigarro, tarde para él. Y tampoco se había preservado saludablemente. Su cuerpo se lo recriminaba. Tendría que comer algo urgente.
Se había olvidado de la tormenta, hasta que la intensa luz blanca que se colaba por la pequeña y alargada ventana que rozaba el cielo raso del laboratorio, le anticipó que un estruendo lo sacudiría en cualquier momento. Así fue, sin demora alguna, lo que anunciaba que estaba encima de él; y ni siquiera estando preparado evitó el escalofrío.
Y entonces sucedió. Otro relámpago y se hizo la oscuridad. Abrió grande sus ojos rasgados, tratando de ajustarse al ambiente. En cualquier momento, el generador instalado debería proporcionarle la energía para iluminar la casa y seguir alimentando a la mutante. Pero pasaban los minutos y nada ocurría. Masao levantó la vista, hacia la salida ubicada en la parte superior de la escalera que conectaba su mundo científico con el resto de la casa, como si con ello esperase tener alguna respuesta.
—Con un demonio —protestó. <<El rayo debió afectar al generador>>. Tendría que averiguar qué había ocurrido y rápido, porque la criatura no podía estar mucho tiempo en ese estado. Abandonó con algo de esfuerzo su postura y se encaminó escaleras arriba a arreglar la conexión.
Si el científico creía que estaría en su poder la decisión de destruir o despertar a su creación, recibiría una sorpresa, porque la naturaleza, aún en un laboratorio, era sabia y cuida a sus criaturas y a pesar que los humanos pretendan imitarla y hasta superarla, ella ríe de la ingenuidad y de la ambición del hombre y le propina un golpe aleccionador.
***
Cuando abrió los ojos —un par de orbes de color dorado—, sólo vio negrura. Pero algo en ella se activó que inmediatamente pudo penetrar esa oscuridad, aunque solo viera algo liso e inerte, desconociendo que era el cielo raso, que la contemplaba devuelta del otro lado del líquido donde se hallaba.
El estrecho lugar la angustió. No comprendía lo que ocurría, pero la desesperación por tomar aire, por inspirar la hizo actuar por instinto. Era lo único que podía reconocer aquel ser. El instinto de supervivencia, que le pedía con desesperación que escapara de su encierro.
Su cuerpo reaccionaba solo, abriendo su boca para dar alaridos ahogados sin saber por qué. Las palmas de sus manos comenzaron a moverse contra la superficie que la controlaba arriba de ella, golpeando el cristal. Lo mismos sus piernas, que no podían quedarse quietas. Se sacudía y en su extraña y ansiosa danza, el brillo de sus ojos se encendió de forma intensa, sintiendo que por todo su cuerpo le recorría algo indescriptible que sólo la empujó a golpear con más intensidad ese enemigo cruel que la atrapaba.
Sin intervención de los movimientos naturales del parto de una madre, se abrió camino a la vida. Forzó su llegada rompiendo el cristal, atravesándolo y desgarrándose la piel de sus manos y antebrazos.
El reflejo ante el dolor la detuvo un segundo en su escape. No sabía qué era esa sensación, pero enseguida pasó. Volvió a golpear con ambas palmas ampliando suficientemente el hueco en el vidrio y sacó la cabeza con urgencia, sentándose en el tanque que desbordaba el acuoso contenido que la había abrigado durante diez años.
Tomó una enorme y ruidosa bocanada de aire, con los ojos abiertos, a punto de salírsele de las cuencas.
Con cada profunda respiración, fue controlando su ritmo y en unos pocos segundos, respiraba pausadamente. Todo seguía en completa oscuridad, hasta que un relámpago iluminó la abertura que había en lo alto. Inmediatamente, el estallido que sigue a la luz hizo saltar a la muchacha en su cuna. Luego, otra vez silencio y todo negro.
Sus ojos seguían adaptándose y como si fuera una animal nocturno, no tardó en obtener la información visual de lo que la rodeaba. Lo veía todo a la perfección. Pero no lo comprendía. Y un aroma intenso, desconocido pero atrayente y agradable, invadió sus fosas nasales.
Nuevamente su instinto la inducía a salir de su cautiverio. Pasó una pierna por el hueco que había hecho en la parte superior de la estructura, pero al apoyar su tierna carne en el borde cortante, dio un respingo, rechazando su contacto. Algo manaba del lugar donde había partido esa sensación desagradable, oscureciendo aquel líquido que la bañaba.
Con cuidado, volvió a intentar pasar su pierna evitando rozar esa superficie, hasta alcanzar el suelo al otro lado. Pasó la otra pierna, sujetándose con las dos manos de las partes metálicas que no le producían daño, pero cuando se soltó, sus delgadas e inexpertas piernas no la sostuvieron y cayó estrepitosamente al suelo sobre restos de vidrio roto, lacerándose la dermis, sangrando copiosamente, pero sin emitir sonido alguno desde el fondo de su garganta, manteniéndose en silencio.
Apoyó las manos, girándose para quedar con sus rodillas y palmas sobre el suelo. Ya no la sorprendía esa percepción desagradable que la había detenido en un principio en su objetivo por moverse. Pero el piso resbaladizo y su propio largo cabello, que se enredó entre sus dedos y debajo de sus piernas, tiró de ella cuando buscó volver a ponerse de pie, haciéndola caer de bruces nuevamente. Más cristales se le clavaron, pero seguía sin protestar, apretando con fuerza sus dientes.
Despacio, buscó otro intento vacilante de pararse sobre sus pies, que tuvo un mejor desarrollo. Suave, controlando los desequilibrios y debilidades de sus cuerpo, se irguió. Llevó un pie hacia adelante y cuando quiso avanzar, un tirón la detuvo desde el centro de su organismo. Bajó la vista y encontró su cordón umbilical, que se mantenía unido a la fuente de alimentación de su nave.
Lo miró con curiosidad, tomándolo con una mano. Sintió la viscosidad entre sus dedos al apretarlo con fuerza y comprendiendo que ese extraño e insensible apéndice la mantenía atada a su prisión lo arrancó a la altura de su abdomen con un gesto seco y rápido, pero en su ímpetu, resbaló cayendo sobre sus nalgas. De golpe, todo se iluminó en la sala y ella, asustada, levantó la cabeza hacia el punto de donde procedía aquella agresiva luz que la enceguecía, haciéndole entrecerrar sus párpados.
Cuando se adaptó a aquel nuevo desafío, un ruido continuo que cada vez sonaba más fuerte la asustó, haciéndola desplazarse con torpes intentos de hacerlo de pie, pero que finalmente lo hizo gateando, hasta un refugio detrás de un escritorio, donde se dio media vuelta y se agazapó en un rincón, con sus manos sobre la fría superficie del suelo y apoyando sus pies, de los cuales manaba sangre por cada herida hecha con los trozos que había arrastrado con ella. Sus largos y viscosos cabellos caían pegados sobre su cuerpo, rozando el suelo.
Observaba con ojos flameantes el punto desde donde parecía proceder aquel extraño retumbar.
Toda su piel se había erizado, sus músculos estaban tensionados y sin saber qué estaba haciendo, su cuerpo se había preparado para saltar en cualquier momento.
***
Una de las descargas eléctricas había hecho saltar las térmicas de la casa y provocado un daño al generador, por lo que el inservible aparato no había cumplido con la única función para la que estaba diseñado.
Maldijo por lo bajo, pero al menos, no tendría inconvenientes en restaurar la electricidad en la casa. Por la mañana arreglaría el generador, esperando que con ello, la siguiente vez que ocurriese algo similar, atendiera a su cometido.
Después de asegurarse que no había nada más dañado, que pudiera darle una descarga a él, levantó aquellas perillas y la luz combatió de manera exitosa aquella tenebrosa oscuridad, que le jugaba malas pasadas, haciéndole creer que había alguien o algo más allí. Hasta había escuchado ruidos amortiguados, pero se había contenido para no salir corriendo en medio de la tormenta.
Finalizada su tarea, dirigió sus pasos a su laboratorio para terminar de limpiar lo que había estado revisando antes de su involuntaria siesta. Se movía con lentitud y de forma pesada, pisando con esfuerzo, casi arrastrando sus pantuflas hasta que llegó al rellano de la escalera.
Comenzó a descender, cuando un perfume a flores de cerezo lo abrumó sin entender su origen. Distraído en sus pensamientos sobre la extraña impresión olfativa, continuó con sus dubitativos pasos por su laboratorio, hasta que notó que sus pies hacían un extraño ruido. Tardó en comprender lo que veía cuando bajó sus oscuros ojos hasta el suelo.
—¿Pero qué...? —No llegó a completar su pregunta cuando, espantado, dirigió su atención a la cámara incubadora. Inconscientemente, reaccionó caminando hacia atrás, pegando su baja entidad contra la pared como si hallara allí algún tipo de protección y prosiguió con su análisis visual.
La transparente cobertura estaba hecha añicos, la superficie bajo sus pies llena de los trozos rotos y un sendero de sangre apuntaba hacia una esquina de la habitación, delatando descaradamente lo que se refugiaba en su rincón.
No sabía qué pensar. Su corazón latía tan fuerte que le dolía y creía, asustado, que en cualquier momento colapsaría. Le dolía la cabeza con tanto golpeteo aturdidor y su pecho se movía acelerado por la respiración, como si no alcanzara el aire del lugar para oxigenarlo.
Notó entonces esos ojos. Nunca los había visto abiertos, pero le parecieron familiares de alguna manera. Como si los conociera de toda la vida. Un estremecimiento le recorrió la columna ante aquella mirada dorada y fascinante, porque parecía la de una fiera a punto de atacar y temió que sus peores conjeturas se hubieran plasmado en aquel ser.
Allí se quedaron los dos por lo que pareció una eternidad. Cada uno, temiendo que el otro iniciara su avance.
Pero nada pasaba, salvo los minutos y la tempestad. Y la tensión en ambos fue disminuyendo.
Masao recuperó algo de cordura y su curiosidad científica se sobrepuso a sus temores. A cada uno de sus cuestionamientos. Algo en él se estaba encendiendo. Había imaginado muchas veces durante diez años aquel trascendental evento. Uno que le había producido pesadillas, pero que también lo había empujado a seguir adelante con sus increíbles y fantasiosos avances.
La tenía delante de él. Por fin. No lo podía creer. Había logrado lo que sólo los más desquiciados científicos habían soñado. O lo que más temían.
Dio un paso hacia el centro del recinto. Lento, casi imperceptible, como si estuviera acercándose a un animal salvaje, escuchándose sólo el chapoteo del líquido dorado y perfumado. Porque no tenía dudas que de alguna maravillosa forma, al aroma de los cerezos de cada primavera pasada había impregnado el suero dador de vida cada vez que había mantenido abierta la ventana de su laboratorio.
Ella, en respuesta, se agazapó más y su iris intensificó su brillo. Eso provocó en el doctor Tasukete un sudor helado, que le recorrió su frente y también su espalda. El miedo lo volvió a anclar a la tierra y sus fantasmas lo atacaron. Ella podría matarlo con tan solo apretar su cuello con una de sus manos.
O al menos, eso creía. Eso temía. O eso imaginaba.
Tal vez exageraba.
Decidió desechar de una vez por todas sus conjeturas y dar paso a los hechos. Debía pasar al plano empírico y dejar de teorizar. Él era un científico que había logrado lo imposible. Así que, tomó aire. Se colmó de la fragancia floral fingiendo con ello captar de su alrededor algo del coraje que carecía y reanudó su camino hacia su criatura, siguiendo el rastro de sangre.
Eso preocupó al científico, que creyó que la joven estaría gravemente herida y necesitaba atención inmediata.
Ella reaccionó moviéndose lentamente hacia atrás. No comprendía qué era eso que se le acercaba, o qué quería de ella y cada vez estaba más inquieta. Algo la golpeaba internamente en el centro de su ser, irradiándose por cada rincón de su organismo. Cuando estaba por dejar que todo su cuerpo decidiera qué hacer, un sonido la paralizó. Uno que salía de aquel invasor que la observaba y que lograba apaciguarla, con un ritmo tenue e hipnotizante.
—Hola mi pequeña —sonrió pensando en la idea que ella era más alta que él—. Soy Masao Tasukete. ¿Me comprendes? —<<Ridículo>>, se dijo. <<Eres un científico brillante y haces una pregunta estúpida>>, se reprimió. Es que no sabía qué decir. Pero al parecer, no importaba, porque la muchacha parecía disminuir la tensión y el brillo ambarino se aplacaba. Sólo debía mantener el tono suave—. No te haré daño. Sólo quiero curar tus heridas.
Mostró sus manos y luego señaló las de ella, llenas de sangre seca. Al igual que sus piernas y un lado de su cuerpo. Había sangrado, de eso no había duda, pero no seguía manando de su cuerpo. Eso le sorprendía a medias. Había visto cómo el suero regeneraba lesiones de los soldados a los que se le había aplicado y siendo ella superior a sus anteriores especímenes, sería lógico que ella también se curase en cuestión de segundos.
Ella ladeó su cabeza al escucharlo hablar. La extraña sensación de querer escapar fue desapareciendo y sus músculos ya no estaban tensos. Se relajó e irguió completamente con todo su metro setenta y uno, sin quitar la vista al sujeto bajo delante de ella, que seguía emitiendo sus suaves ruidos.
Creyó comprender que él la señalaba. Miró hacia abajo. A sus manos. Las tenía manchadas. Pero el dolor que había sentido minutos antes ya no estaba. Volvió a observar a aquel que invadía su espacio y cuando lo vio avanzar, no pudo evitar retroceder una vez más.
Suspiró, desanimado. Ella no se dejaría alcanzar por el momento, así que optó por renunciar a atraparla y se quedó mirándola, recorriéndola con la vista por primera vez desde que la había descubierto.
Estando agazapada como una fiera no había podido apreciarla, pero ahora se encontraba de pie, como si se reconociera orgullosa de lo que era. Sin quitarle los ojos de encima, midiéndolo. Su cabello pesado por el pegajoso líquido la cubría hasta su pelvis, cayendo por delante de sus pechos y por su espalda. Sus piernas eran largas, delgadas y esbeltas y lo poco que vislumbraba de sus senos le permitía descubrir que eran redondos y turgentes. Todo su cuerpo era tonificado y curvilíneo. De cintura estrecha y vientre plano. Se lo notaba fuerte a pesar de haber vivido en una cámara incubadora, sin movimiento. ¿Cómo habría logrado ponerse de pie?
Y su rostro.
En él reconocía algo de Olivia, pero este superaba en belleza cualquier otra cosa que hubiera visto en su vida. Totalmente sublime, extraordinario. De pómulos altos y boca redonda y carnosa. Sus enormes ojos eran una maravilla que iba más allá de la realidad. Sólo en sueños se podría encontrar algo tan magnífico. Dorados como el mágico elixir que la había creado. El líquido que en ese momento ensuciaba su laboratorio y aromatizaba el ambiente. Al percatarse de ello, miró hacia abajo. Levantó uno de sus pies y notó su suave calzado de entrecasa empapado.
Sabiendo que no avanzaría en su dirección, decidió dedicarse a limpiar y secar todo. Sería un arduo trabajo. Además, tendría que ver cómo sacar el aparato gigante que había custodiado aquella espectacular diosa del laboratorio del sótano.
Armarlo había sido sencillo, ya que no había conexiones de gas inflamable cuando lo había hecho, usando el soplete para ensamblar las diferentes partes de la cuna. Sin embargo, eso había cambiado por lo que la más insignificante chispa podría hacer estallar todo.
Masao decidió tratar de arrastrar el tanque. Drenó todo lo que quedaba del líquido amniótico en el desagote del suelo, limpiando y secando el desastre en que había quedado la superficie. Después se colocó en un extremo de la estructura para tratar de empujarla. Le había costado todas sus fuerzas lograr que apenas se moviera. Era inútil. Y se sentó rendido apoyando su espalda contra la fría superficie a pensar.
Su respiración estaba agitada, escuchándose un silbido proveniente de su pecho. Un arranque de tos hizo que llevara su mano a su boca. Cada brusca expulsión la sentía como una punzada hiriente en su interior. Después de unos breves minutos que fueron como infinita tortura, se recostó otra vez sobre el armatoste.
Un impulso lo llevó a mirar la palma de su mano al sentir cierta humedad después de haberla usado para cubrir su tos. Lo que vio en ella, no lo sorprendió. No era la primera vez que pequeñas gotas de sangre eran despedidas. Rebuscó en el bolsillo de la bata y sacó un pañuelo de tela que usó para limpiarse y luego pasó un extremo limpio por su frente para secar su sudor.
Todavía necesitaba pensar cómo deshacerse de la cuna.
Cuando se le ocurrió una idea dio unas palmadas sobre sus muslos y volvió a ponerse de pie con cierta dificultad. Buscó largas y fuertes sogas para sujetarla y pasó las correas por columnas para armar poleas. Comenzó a tirar, pero lo único que obtuvo fue un leve desplazamiento. Aunque había distribuido mejor el peso, aún era mucho para ese pobre viejo. Y todavía le faltaba superar las escaleras. Se le reventaría el corazón antes de poder llevar el aparato afuera, pero no se desanimaba. Sabía que estaba bien encaminado. Sólo debía corregir los puntos de apoyo. Aflojó la soga y se sentó una vez más.
La adrenalina por toda la emoción de la llegada de su criatura se le estaba yendo y se sintió mareado. Cerró sus ojos. Seguía sin comer, por lo que lo más probable era que su malestar fuera producto de la baja de azúcar junto a su cruel y debilitante condición médica. Tendría que comer algo y descansar.
Irónicamente, se le antojaba desesperadamente un Golden Bat.
Buscó un caramelo del otro bolsillo para mitigar su ansiedad y hambre. Era el último del paquete y se lo comió. Esperaría un momento antes de retomar su tarea. Al menos, ya no había truenos y eso lo agradecía enormemente.
Ella lo contemplaba, de pie, desde su escondite, del otro lado del laboratorio, ladeando su cabeza y mordiendo su labio inferior. Parecía tratar de comprender qué deseaba hacer el extraño hombre. Seguía con la mirada atenta los movimientos de ida y vuelta de Masao, que cambiaba de maniobras, buscando la mejor estrategia para sacar la cuna por las escaleras. Hasta que lo vio sentarse y cerrar los ojos. Se había quedado quieto.
Masao intentaba recuperarse, cuando de golpe, cayó de espaldas al suelo. Había perdido su apoyo y desde su posición, llevando su cabeza hacia atrás, veía al mundo al revés. Seguía de forma incrédula a la urna que se alejaba de él haciendo ruido. Se levantó de un salto, asombrado por lo que tenía ente sus ojos.
La delgada muchacha tiraba de la soga con naturalidad, como su estuviera izando una bandera, logrando llevar hasta el escalón superior el hogar que había albergado a la chica.
Toda la fatiga se había disipado en el pequeño hombre, como si un fuerte viento hubiera limpiado todas las nubes del cielo. Y así parecía que había ocurrido realmente, porque cuando la siguió hasta el piso de arriba, donde ella seguía llevando el tanque, pudo apreciar a través de las ventanas, que ya no llovía y el cielo se estaba despejando gracias al viento que alejaba velozmente las nubes.
No dejaba de observar a la desnuda mujer, que con sus cabellos dorados y empapados caídos hacia adelante, mantenía el ritmo constante, sin esfuerzo aparente, mientras Masao la guiaba con gestos.
Se asombraba que, habiendo nacido casi dos horas atrás, pudiera comprender lo suficiente para cumplir con la tarea. No sólo había logrado "incubar" un ser humano adulto. Había logrado que pudiera hacer cosas increíbles. Estaba demostrando no sólo tener una fuerza impresionante. También la inteligencia para comprender la secuencia de sucesos que estaba ocurriendo, interpretando las intenciones del hombre y proporcionar para ello la solución adecuada.
¿Significaría además, que sus miedos de crear un ser desalmado eran infundados? ¿La joven estaba demostrando empatía? Una luz brillante y cálida de esperanza se encendía en su interior y se emocionó. Esperaba compensar de alguna forma todo el mal que había hecho llevando curas a enfermos. Mantenía esos pensamientos sin dejar de trabajar con su milagro y, como si se hubieran sincronizado, ella empujaba la cuna una vez liberada de los amarres atravesando la casa, siguiendo al doctor que señalaba emocionado el camino a tomar, hasta alcanzar la puerta de entrada.
La abrió e indicó que la dejara afuera, al lado de la puerta. Hombre, mujer y urna estaban sobre la hierba mojada. Ella se mantenía de pie, en silencio. Pero Masao comenzó a festejar. Estaba feliz. Por fin. Después de tantos años, tenía un motivo para celebrar y lo hacía a su modo. Sus viejos huesos no eran tan ágiles como antes, pero eso no le impidió disfrutar del momento. Saltaba y aplaudía. Estaba eufórico.
La muchacha estaba confundida ante el espectáculo. Hasta que en un impulso, Masao la abrazó en su habitual festejo, porque no había nadie más a quien rodear con sus brazos. Ella se asustó y lo empujó, alejándolo un par de metros y a punto estuvo de hacerlo caer otra vez de espaldas.
Enseguida el pequeño hombre se dio cuenta de su error y se paralizó. Ella no comprendía lo que ocurría y él temió haber desencadenado algo terrible. No sabía cuál podría ser su reacción. Tampoco tenía idea de cómo disculparse. Mucho menos saber si lo entendería, pero debía intentarlo.
Bajó la cabeza y los brazos. Debía buscar la forma de explicarle que era una muestra de felicidad lo que había hecho. Que era algo bueno. Sólo se le ocurrió tratar de acercarse despacio a ella. Pero la chica retrocedió una vez más en respuesta volviendo a enseñar unos ojos encendidos casi amenazantes detrás de unos párpados entrecerrados.
Ambos se quedaron quietos. Y sin quitarse la vista de encima, el japonés le sonrió. Esperaba lograr tranquilizarla. Con tono suave, buscó recuperar la breve confianza que habían adquirido.
—Tranquila. Lo siento. No quise asustarte —levantaba las manos, para tranquilizarla y darle a entender que él no le haría daño—. Soy tu amigo —mantenía su gran sonrisa, buscando con ello que la tensión entre ambos disminuyera.
Ella ladeó la cabeza y la intensidad de su fuego bajó levemente. Parecía comprender algo de lo que intentaba demostrarle. Se relajó, enderezándose. Y cuando sonrió, devolviendo el gesto que había hecho el Dr. Masao, a este se le detuvo el corazón. Aunque todavía estaba empapada por el líquido ambarino, llena de sangre, y los cabellos largos le cubrían parte de la cara y del cuerpo, recibió la sonrisa más hermosa que jamás hubiera visto. Él ya era un viejo. Pero de haber tenido treinta años menos, habría caído rendido a sus pies.
Se acercó suavemente a ella.
Despacio, le tomó las manos. Ella se dejó. Parecía comenzar a confiar en él.
No podía creerlo. Por fin la tocaba y esa sensación lo movilizó al punto de casi hacerlo llorar. Era real. De carne y hueso. Y suave. Su piel era suave. Entonces, Masao se percató, que, en su intento de abrazo de celebración, él también se había mojado con la viscosidad, ensuciando sus prendas. Tenía que remediar el estado en el que se encontraban ambos.
Mojados, ella desnuda y los dos en la fría intemperie de un otoño que llegaba a su fin en medio de la montaña. No le extrañaba que no mostrara ningún tipo de incomodidad ante la baja temperatura. El suero elevaba la temperatura o descendía lo necesario para equilibrar al organismo. Una ventaja para los soldado en combate.
Él había escuchado y cumplido cada petición. O al menos eso buscaría comprobar en las siguientes jornadas junto a la híbrida muchacha.
Lentamente, la guió al interior, dejando el arca al lado de la puerta. Más tarde lo arreglaría para que pareciera un cantero y esconder así lo que había sido.
Adentro, llevó a la joven al baño. Ella se dejó llevar hasta su destino. Allí, la soltó, dejándola un segundo de pie para correr a la ducha a abrir el grifo y esperar a que el agua se calentara un poco.
La joven se sobresaltó al advertir otro extraño que la miraba, retomando una posición de ataque, haciendo que el pequeño hombre se asustara al ver su reacción antes de comprender lo que ocurría.
Ella acababa de advertir su reflejo por primera vez en el espejo, sin saber lo que estaba observando. Cuando Masao se paró a su lado y ella contempló el reflejo de ambos, se volteó a mirarlo, extrañada. Sus ojos iban de la imagen proyectada al doctor y volvían al espejo. Estaba asimilando lo que veía. El Dr. T, tomando el papel de docente, sujetó la mano de la niña y la llevó hasta la fría superficie del elemento para que comprobara que no había nadie más del otro lado, y lo señaló.
—Espejo.
No estaba seguro de qué lograría diciendo aquello, pero no cupo de su sorpresa cuando escuchó su voz.
—Espejo —repitió ella. Su voz era suave y aterciopelada.
—¡Sí! ¡Puedes hablar! ¡Es increíble! —Otra vez, estaba exultante. Ella podía hablar. Giró sobre sí mismo, levantando los brazos y riendo. Volvió a abrazarla, pero se apartó rápido. No quería volver a asustarla. Sin embargo, esa vez, ella no lo rechazó. Sonreía.
—Probemos otra. Cepillo de dientes —habló lento, sosteniendo el objeto que había tomado del lavamanos.
—Cepillo de dientes —repitió en la misma tonalidad.
—¡Así es! Después te enseñaré sobre su uso para la higiene bucal —agarró un jabón de la jabonera—. Jabón.
—Jabón.
—¡Muy bien! Esto es fantástico.
Fue probando con diferentes objetos dentro del baño. Hasta que se señaló.
—Masao.
—Masao.
—Así es. Yo soy Masao. O Dr. T —se volvía a señalar. Luego se quedó en silencio. Contemplándola—. Y tú. Tendremos que pensar en algún nombre para ti —se quedó cavilando—. Ya lo haremos más adelante. Y ahora, a la ducha.
La volvió a tomar de las manos y con cuidado, la guio hasta ubicarla delante del agua, que caía débilmente, ya que no tenía mucha presión.
Ella se detuvo. No sabía qué es lo que Masao quería que hiciera.
—Ducha —señaló el agua—. Es buena para limpiarte —le indicaba, metiendo sus propias manos y frotándoselas. Y luego, llevándoselas a la cara.
—Ducha —y repitió el gesto. Mojó sus manos y luego las llevó a la cara.
—Sí, debes colocarte debajo de ella —le decía al tiempo que la empujaba suavemente hasta colocarla en posición.
Ella gritó cuando el agua cayó sobre su cuerpo, pero no fue de espanto. Se reía. Cerraba los ojos y levantaba la cabeza. Estaba disfrutando y él seguía cada acción embelesado.
El sonido de su risa fue encantador.
Despertó de su trance y despacio le fue indicando paso a paso lo que debía hacer. Sin tocarla. Sólo la observaba. La estudiaba con ojo clínico. A pesar de su belleza, y de la impresión que le había dado, debía que mantenerse en su rol de investigador. Después de todo, era lo más cercano a ser padre de lo que nunca iba a estar.
La dejó duchándose. Él se quedó en el lavabo. También necesitaba lavarse y cambiarse de ropa. ¡Ropa! No tenía nada que le entrara. Ella era más alta que él. Y mucho más delgada. Lo único que se le ocurrió que podría servirle, al menos por ahora, era su bata de laboratorio. Era lo suficientemente larga para cubrirle hasta la mitad de sus muslos. Aunque a ella, que no comprendía lo que era el pudor, no le importara quedarse desnuda. Ya iría explicándole sobre convenciones sociales. Suponiendo que no sufría del frío no tendría que preocuparse porque no tuviera abrigo adecuado.
Fue a su dormitorio a cambiarse rápido y luego a buscar la bata. Al volver al baño, encontró todo empapado y lleno de espuma.
Ella había estado jugando con el jabón y al descubrir las burbujas y la espuma que se formaban, había experimentado con ello, sin dejar de reír a carcajadas.
Masao cerró el grifo refunfuñando. Ya era suficiente que hubiera estado secando el laboratorio. Ahora repetiría la tarea en el baño. Ella protestó con gruñidos cuando le arrebataron su diversión. Quería seguir jugando. La cara que puso le causó gracia al doctor y comenzó a reírse, enseñando una dentadura blanca y perfecta. No podía molestarse con ella.
A continuación, la retiró de la ducha y la secó con una toalla provocándole risas al sentir las cosquillas de los pequeños dedos del científico sobre la tela. Realmente era una pequeña niña en el cuerpo de una sensual joven. Notó entonces que no tenía vello en su cuerpo. Apenas una suave sombra rubia sobre su pubis en forma de minúsculo diamante. Lo que envidiaría cualquier mujer.
Sonrió para sí, al recordar dudar al realizar esa mutación, pero en ese instante, supo que había estado en lo correcto. Ella lo agradecería cuando comprendiera lo que le había ahorrado. También tendría que comprobar si había logrado anular sus períodos menstruales.
Distraído, no se había dado cuenta que sacudía demasiado la toalla sobre la cabeza de la criatura. El pelo se le había enredado todo y se maldijo. No tenía experiencia con cabellos largos y volvía a protestar.
—Lo siento. Ni tú ni yo sabemos qué hacer con tanto pelo —se detuvo y miró pensativo la maraña que había hecho—. Espero que no te enojes, pero creo que lo más práctico será que lo corte.
Y tomó unas tijeras de uno de los cajones que había en el mueble del baño.
Ella lo miraba sin inmutarse. No sabía lo que iba a hacer.
Con mucho cuidado. Tomó un mechón de uno de los lados y lo cortó a la altura del hombro. Se apartó rápido, esperando alguna reacción de ella. Pero sólo se quedó mirando el objeto que tenía en la mano.
—Tijeras —se la mostró.
—Tijeras —repitió.
—¿Qué te parece si repasamos todo lo aprendido?
Y sin esperar respuesta, fue señalando desde donde estaban lo que le había enseñado antes, al mismo tiempo que proseguía con su trabajo de estilita. Memoria perfecta. No se equivocó nunca. Ciertamente no era una prueba complicada, pero él iba registrando mentalmente cada observación y progreso. Considerando que apenas tenía un par de horas de vida, era impresionante. Ya quería comenzar una batería de evaluaciones de mayor dificultad.
Se detuvo. Tarea finalizada.
Admiró su obra.
—Bueno, estás lista.
Cerró uno de sus ojos para valorar el resultado. Le quedó algo desparejo, pero no creía que a ella fuera a importarle. Aun así, estaba satisfecho con su trabajo de coiffeur.
La llevó hasta el espejo para que viera su nueva imagen. Ella se tocó las puntas de su cabello ondulado y se giró para observar los restos de su cabellera larga y dorada, tirada sobre el suelo. Luego miró al doctor y sonrió y con ello el ambiente se iluminó y el corazón del pobre hombre dio un salto. Sentía por primera vez algo de calidez y paz en su pecho, extendiéndose por todo el cuerpo.
El perfume a cerezo seguía presente y se percató que este se desprendía de la impoluta piel de su niña haciéndolo su sello personal.
La cubrió con la bata y se dirigieron nuevamente al laboratorio.
Quería comenzar con los primeros exámenes. Lo más difícil y primordial, era la comunicación. Debía enseñarle inglés. Iría por etapas. La sentó en su escritorio y acercó su pizarra móvil. Borró todo lo que tenía escrito y comenzó con lo básico. El abecedario. Luego armaría palabras y pasaría a la gramática. No sabía cómo resultaría o cuánto tiempo le demoraría lograr que pudiera armar frases coherentes y comprendiera conceptos básicos.
Pero, una vez más, quedó anonadado.
Habían pasado toda la noche trabajando en eso y antes del amanecer, no sólo hablaba, leía y escribía perfecto inglés. Su vocabulario era extenso y comprendía conceptos aventajados de diferentes áreas del conocimiento. En la mañana tenía pensado incursionar con el japonés.
Ya no podía esperar a comenzar con los estudios avanzados más complejos.
Ahora que ya podían comunicarse, tenía que pasar a la real tarea.
—Pequeña, te tengo que pedir algo importante —sentía un verdadero regocijo al poder conversar realmente con alguien después de tantos años de soledad en su casa.
El orgullo de que aquella niña recién nacida tuviera la fluidez de cualquier muchacha de veintiún años era indescriptible.
—¿Qué es?
—Ven, siéntate aquí. Necesito tomar una muestra de sangre.
—¿Para qué? —Arrugó su entrecejo, ladeando la cabeza.
—Me permitirá saber cómo estás, cómo funciona tu sangre. Sentirás un leve pinchazo y una molestia mientras hago la extracción, pero no durará mucho.
Le explicaba esto al tiempo que tomaba los implementos necesarios para ejecutar la acción. Le tomó con suavidad el brazo, limpiando con alcohol la zona a pinchar. Le alcanzó una pelota de goma que tenía, para que la apretara mientras él localizaba la vena e introdujo la aguja con la jeringa, extrayendo el líquido rojo oscuro, que creía jurar, parecía brillar con algo de dorado dependiendo de cómo golpeara la luz. Seguro sería su imaginación.
—Listo. No fue terrible, ¿verdad?
Ella negó. Él se levantó y fue hasta otra mesa, donde tenía uno de los microscopios. Colocó una muestra en el portaobjetos y comenzó con el procedimiento para su observación.
Mientras el doctor trabajaba concentrado en la sangre de ella y la combinación con diferentes muestras de sangre enferma, esperando que se produjera alguna mejoría a partir de la mutación genética, la recién llegada caminaba por el laboratorio, identificando todos los objetos con lo que había aprendido en las últimas horas.
Le gustaba pensar en todas las combinaciones de elementos y lo que se podía crear con ellos. Después de un rato, escuchó al Dr. T maldecir. Se acercó para saber qué ocurría.
—¿Algo malo? ¿Mi sangre no es buena?
—No preciosa. Tu sangre es perfecta. Tu ADN es inmejorable, pero, aun así, no logro que tu capacidad regenerativa pueda curar genes con mutaciones que provocan enfermedades. O mejor dicho, que después de curar, no aniquile todo lo demás.
De golpe, se sintió mareado. Menos mal que ya estaba sentado. Ella se asustó. No entendía qué ocurría, pero él la tranquilizó levantando la mano y moviendo la cabeza con lentitud.
—Es cansancio.—Tanta emoción lo había mantenido en estado de alerta, pero su cuerpo y su mente ya no tenían la energía de su juventud—. Y falta de comida. —Seguro tendría los valores glucémicos muy por debajo de lo que debería. Buscó en sus bolsillos algún caramelo. Ya no tenía—. Hazme un favor —señalaba un cajón ubicado en otro escritorio, del otro lado del laboratorio—. Abre el cajón de la derecha y tráeme un paquetito de colores.
Ella obedeció y le llevó lo solicitado.
—Gracias.
Ella se quedó mirándolo.
—Cuando alguien te dice gracias, debes responder "de nada".
—¿Por qué?
—Son modales. Buenos modales. Cuando alguien pide algo, debe hacerlo diciendo "por favor". De lo contrario, sería una orden. Y eso no es amable. El "gracias" se emplea cuando te dan algo que necesitas o te dicen algo bueno. Y el "de nada" es la respuesta al gracias. Después hay otros gestos de educación: pedir permiso para hacer algo o perdón cuando se lastima u ofende a otro.
—Comprendido. De nada —sonrió, achinando los ojos.
—Muy bien.
Con el paquete en mano, lo abrió y comió un par de caramelos de azúcar afrutada. Ella lo observaba fijamente.
Le compartió uno, para que probara. Ella lo tomó con delicadeza y se lo llevó a la boca. Primero jugó un poco con el caramelo en su lengua, sintiendo su textura. Y a medida que el sabor estallaba en su boca, abría más los ojos que brillaban con alegría, disfrutando del descubrimiento de esa dulce maravilla. Lo interrogó con la mirada.
—Ahora corresponde que digas "gracias".
—Gracias.
—De nada —sonrió.
Ella lo imitó. Qué hermosa sonrisa tenía. Digna de los dioses.
—Caramelos de fruta. Una deliciosa perdición —volvió a sonreír—. Pero no es lo que deberíamos comer —se levantó despacio—. Fui muy descortés. No te he ofrecido nada para comer o beber en todo el día, o la noche, mejor dicho —la tomó del brazo—. Acompáñame. Iremos a la cocina a comer algo, aunque debo prevenirte que no sé cocinar. Sólo abro latas de carne o legumbres y las caliento un poco. Evito ir al pueblo cercano a realizar compras, por lo que todo lo que tengo es para almacenar. Sí preparo un delicioso té.
Después de comer, y beber té enseñándole con paciencia cómo sujetar los cubiertos y los modales en la mesa y acompañando con repasos a todo lo trabajado hasta el momento, el doctor Masao se levantó de la silla y desperezándose se despidió de la joven.
—Descansaremos un poco para retomar luego con más fuerza. Tenemos tanto que hacer —bostezó de forma ruidosa—. Lo siento. Estoy exhausto. Y tú, seguro que también lo estarás.
—De hecho, no tengo sueño. Puedo quedarme en el laboratorio.
Masao se quedó observándola fijamente, rascándose el mentón con una mano de forma pensativa.
—Tengo una mejor idea.
El científico levantó un dedo, entrecerrando sus ojos ya de por sí rasgados, con una sonrisa pícara.
—Ven. Sígueme.
Ella no comprendía a dónde la llevaba, pero le gustaba verlo sonreír, a lo que ella respondía con su propia sonrisa. Se detuvieron detrás de las puertas corredizas de madera y papel y de un gesto, Masao las alejó entre sí, abriendo ante ellos una habitación colmada de libros.
—¿Qué es esto?
—Este lugar es mi biblioteca.
Comenzó a caminar por la sala, acariciando los objetos rectangulares de diferentes tamaños y colores apilados de forma vertical y horizontal por todos lados. Atrapó uno entre sus manos y lo abrió, descubriendo que había finas hojas cubiertas de palabras. Se giró, interrogando con la mirada a su creador.
—Un libro.
Ella asintió. Reconocía el concepto. Como con cada cosa que aprendía en teoría, necesitaba asociarla con su objeto físico.
—Los libros nos hacen ricos.
—¿Ricos? ¿Por qué?
—Porque nos dan conocimiento. Nos abren la mente y movilizan nuestros corazones. Nos muestran mundos maravillosos. Nos hacen cuestionarnos y al plantear dudas nos empujan a alcanzar respuestas. Y las respuestas, como la experiencia que nos da el camino recorrido en su búsqueda, nos hacen más ricos. Más sabios —capturó un libro y lo levantó, usándolo como estandarte que acompañara su discurso—. Cada uno de estos comparte el trayecto de alguien antes que nosotros en su propia búsqueda. De esta forma, pretenden motivarnos a continuar avanzando. Aun cuando su contenido sea erróneo, es un paso más hacia la luz del saber.
—Comprendo —revisó el lugar. Ese hombre debía ser muy rico, porque no había un espacio que no estuviera cubierto por uno de sus tesoros.
Dejó en su sitio aquel que tenía en la mano y tomó otro. Comenzó a leerlo y le gustó que hablara sobre el origen del universo. Quería saber más. Elevó sus ojos de aquellas palabras mágicas que hablaban de una explosión cósmica y los posó suplicantes en su compañero.
—Dr. T, ¿podría quedarme leyendo mientras usted descansa?
—Claro, claro, mi pequeña —se sintió henchir de orgullo. Su criatura ya podía leer. Vería cuánto comprendería de lo que leyera, pero aunque fuera una mínima parte, sería suficiente para comenzar a planear su futuro como científica—. No encontrarás novelas. Pero creo que disfrutarás de los misterios de la ciencia.
La dejó en frente a la biblioteca que había podido armar en los últimos años, con lo que iba consiguiendo en la librería del poblado y muchas veces, a pedido por ser material científico muy específico, como algunos de los libros de su amigo el Dr. Hank Green, y el de su antigua estudiante, la ahora doctora Lucy Kane.
Recordó el día que supo de su libro sobre genética interespecies. Sintió un paternal orgullo, aunque el tema pareciera de ciencia ficción. Él mejor que nadie sabía que se podría lograr. Pero la doctora Kane no vería nunca esa realización.
Pensó también en la hermosa e inteligente periodista, que había investigado sobre ese tema y el Proyecto Hércules y que habían asesinado por su culpa. Culpa que aún lo carcomía, por haberle compartido todo sobre la investigación del programa. También había leído sobre su propia muerte y las palabras de un amigo conmocionado. Pobre Hank, que vivía creyendo que Masao había caído por un acantilado, como leía la nota. Eso había sido un golpe de suerte para el hombre, pensando que con eso, la persecución de Cameron desaparecería, pero como no confiaba en ello, porque su cuerpo nunca había aparecido, no dejaba de tomar todos los recaudos necesarios.
Se retiró a su dormitorio arrastrando los pies por el cansancio. A medida que se preparaba para meterse en la cama, reflexionaba sobre su vida en los últimos años. Había necesitado ir a un lugar remoto, donde consideró que no sería alcanzado por las tenebrosas pezuñas de Quirón. Abandonó todo lo que conocía y la vida que había construido con mucho esfuerzo. Todo por una promesa a la madre de esa niña y lo que representaba.
Cuando estaba a punto de darse por vencido, de dar por acabado su proyecto, algo mágico había ocurrido. No era lo que esperaba o lo que buscaba. Pero no era la primera vez que cambiaba su rumbo. El programa había mutado tantas veces, como las modificaciones genéticas que había introducido en ese ser. Pero no podría confesarle que el objetivo principal de su creación era el de un soldado perfecto. Y aún tenía que comprobar si su sangre, ahora que estaba más viva que nunca, permitiría concretar su nuevo propósito.
Si funcionaba, ese sería su legado y no más muertes. Aunque nunca podría liberar su consciencia de las víctimas del suero. O la periodista.
Se sentó en el borde de su cama. Lo había logrado. Nadie sabría nunca del ser perfecto que ahora se encontraba en su biblioteca. No tenía con quién compartirlo.
O tal vez sí. Buscó en el cajón de su cómoda el celular que pocas veces usaba. Uno comprado al poco tiempo de su arribo al país oriental. Aunque nadie tuviera conocimiento de ese número, lo mantenía apagado todo el tiempo, temiendo que lo localizaran de alguna forma.
Pero ahora, imaginó que tan sólo un breve mensaje de texto no sería peligroso. Ni para Masao ni para Hank. Incluso, podría ser que su querido amigo ni siquiera tuviera el mismo número. Número que todavía recordaba perfectamente.
Encendió el aparato y en cuanto brilló la pantalla, escribió unas pocas letras y lo volvió a apagar. Le había prometido que le avisaría si lo lograba. Y así lo hizo.
Se metió entre las sábanas y a pesar de la emoción del día, se durmió inmediatamente.
***
—¡Lo encontramos!
El Dr. Meyer no entendía de qué le hablaba Cameron. Lo había llamado al celular y cuando respondió, lo primero que dijo fueron esas dos palabras. Pero no las comprendió.
—¿A quién?
—Al Dr. Tasukete
Ahora sí supo de lo que le hablaba, pero le parecía inverosímil. Habían pasado casi diez años. Todo ese tiempo había pensado que Masao había muerto, cayendo por un barranco cuando trataba de escapar del capitán Cale Cameron y su equipo.
A pesar de que los mercenarios habían acabado en el aeródromo por donde tenía pensado huir, con las manos vacías, el científico debió creer que lo buscarían por todos lados.
Así había sido, pero nunca encontraron su rastro. Sabían que el objetivo era refugiarse en Hawái en la casa de su fallecida hermana y por eso continuaron la persecución allí, pero tampoco llegó. De ahí la conclusión de su muerte. Pero las palabas que acababa de escuchar lo dejaron perplejo.
—¿Están seguros?
—Absolutamente. Le envió un mensaje al Dr. Hank Green y lo localizamos.
—¿Dónde?
—En Japón. Una región perdida entre montañas. No pudimos ubicarlo con más precisión, pero será suficiente para comenzar la búsqueda.
—¿Cómo saben que es él?
—El mensaje. Al parecer, el Dr. Tasukete lo logró.
—¿El suero?
—Eso debe ser. No decía nada más. Pero fue dirigido a su amigo.
—¿Todo este tiempo estuvieron esperando a que apareciera?
—Dr. Meyer... —la severa voz del capitán no daba lugar a dudas de su compromiso con el proyecto—, ...si no aparece un cuerpo, no confirmamos la muerte. Para nosotros, él estuvo vivo todo este tiempo.
—Pero nosotros también hemos conseguido un suero. Ya no lo necesitamos.
—Lo siento doctor. Pero lo que usted y el Dr. Green nos ofrecen, es una mejoría momentánea. Lo queremos todo. Pagamos por obtener el soldado completo siempre. No por dos horas.
—Entiendo —aceptó entre resignado y avergonzado por no lograr el objetivo propuesto—. ¿Y ahora, qué debemos hacer?
—Partiremos de inmediato, pues tenemos casi un día de viaje. Iremos un grupo reducido de agentes para convencerlo de volver. Nos distribuiremos por la región desde donde provino la señal. Hasta localizarlo.
—¿Y si no lo logran?
—No aceptaremos un no por respuesta. El Programa Hércules es demasiado importante para nosotros.
N/A
Capítulo extenso, pero era importante contar todo esto...
Nuestra mutante por fin a despertado!! Qué le esperará ahora? Y al Dr. T?
El nombre del capítulo "Está viva! Está viva!" Es una alusión (en femenino) el grito del Dr. Frankenstein al despertar su criatura.
No te olvides de votar y hacer feliz mi día!!
Gracias por leer!
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