0.1. Proyecto Hércules
0.1. Proyecto Hércules.
—Tiene que haber otra forma... hay algo que se nos está escapando... pero no podemos seguir así —hablaba gesticulando, manteniendo su cigarro Golden Bat entre los labios, justo en el límite, controlando su caída.
A su interlocutor siempre lo hipnotizaba cómo mantenía ese pequeño cilindro de papel pegado al borde de su boca, aunque odiaba ese tóxico vicio. Estaba seguro de que algún día lo iba a matar. Cada vez que subía a la azotea de aquel enorme e imponente monstruo de hormigón dedicado a la ciencia, los fumaba de forma compulsiva, uno atrás del otro, como si quisiera compensar el período de abstinencia por el tiempo de trabajo en el laboratorio.
—Encontraremos la manera de mantenerlos con vida. Es importante que lo logremos. Evitaríamos muchas bajas —respondía sin quitar la vista en el humo que desprendía su amigo, siguiendo el dibujo gris que bailaba con el viento hasta desaparecer.
—Pero en el camino, estamos plantando restos de soldados, consumidos por el dolor. ¿Vale la pena que lo último que les dejemos a estos hombres y mujeres sea tal tortura?
—Ellos sabían cuáles podían ser las posibilidades de éxito cuando aceptaron ser voluntarios del experimento —resopló, con cansancio y algo de hastío. No era la primera vez que tenían aquella conversación y cada vez le costaba más infundir ánimos a su socio con cada protesta cargada de desasosiego—. Los necesitamos. Saben que su sacrificio podrá salvar a sus hermanos y hermanas.
—¿Y eso te deja tranquilo con tu conciencia Hank?
Apoyando las manos en el borde sólido de la azotea se quedó mirando al horizonte. A lo lejos, se avecinaba una tormenta. Podía ver cómo los vientos de una fuerza más allá de lo descriptible arremolinaba las nubes oscuras. Relámpagos iluminaban el cielo. Siempre le generaba escalofríos esas muestras de grandeza de la naturaleza. Pero en ese día, sentía que no tenían la misma intensidad que el tormento que se estaba generando en su interior. ¿Había estado equivocado? La ceniza del cigarro volando delante suyo y la voz de su compañero lo trajeron devuelta a la conversación.
—No estarás dudando, ¿no? El proyecto depende de ti. Nosotros dependemos de ti. No puedes echarte atrás ahora, Masao.
El hombre llamado Masao hizo un intento de sonrisa, una mueca torcida con un dejo de nostalgia. Todo su rostro era una clara evidencia de su agotamiento, frustración y tristeza. Sus líneas de expresión surcando su frente, sus ojeras y la mirada perdida lo envejecían mucho más de sus cincuenta años.
—Masao... ¿sabes?, Masao significa <<hombre correcto, que sabe discernir entre el bien y el mal>> —su cuerpo, de por sí pequeño, parecía más encogido ahora que nunca, como derrotado, o peor, avergonzado, buscando desaparecer de la vista del mundo—. Pero yo, he perdido la brújula moral. No sé dónde está mi norte.
El doctor Masao Tasukete, Dr. T como le decían sus estudiantes y los colaboradores más jóvenes, era bajo, bastante menudo, pero la falta de actividad física, al pasarse la mayor parte del día frente al microscopio o al ordenador realizando estudios y análisis, hacía notar una redondez en la cintura, cada vez más prominente. Era fácil que se quedara abstraído en su trabajo, desarrollándolo con extrema minuciosidad. Podía estar horas sin prestarle atención a nada ni a nadie, más que a su labor, olvidando a veces hasta de comer. Tal era su distracción que, sumido en sus pensamientos, siempre giraba por el pasillo equivocado, terminando en cualquier otro lado, menos en el laboratorio al que deseaba llegar. Eso era motivo de broma entre sus compañeros, de las que el mismo Dr. T era partícipe, reconociendo siempre sus despistes y aceptando los comentarios con una sonrisa. Especialmente porque era consciente que sólo era un juego sin malicia, ya que, en su campo, no había nadie mejor que él y era respetado y admirado por ello.
Tenía un carácter afable, reservado, hasta tímido, pero cuando tenía éxito en algún resultado, la celebración era ruidosa y alegre. Festejaba con pequeñas risas y abrazos a cualquiera que estuviera cerca. Aunque últimamente, no tenía ningún motivo para aplaudir. No estaba logrando avanzar y eso lo estaba consumiendo.
Su compañero y amigo, el Dr. Hank Green, era alto y delgado. La cara sociable y resuelta de este dúo de científicos genetistas, que se había conocido mucho tiempo atrás, cuando ambos eran estudiantes en la Universidad Johns Hopkins. De hecho, fue un comienzo con tropezones.
Hank estaba realizando una exposición frente a sus compañeros de clase con su habitual actitud de firme seguridad, proyectando unas filminas, cuando un tímido estudiante, algo torpe y de grandes gafas de marco negro, se puso de pie y desacreditó su conclusiones, marcándole los errores cometidos, delante de sus pares y del profesor. El silencio que había reinado en el salón podría haber amedrentado a cualquiera, pero ese joven se mantenía firme, mirando a Hank. A este último, se le había transformado la cara. Su rostro estaba serio y había tomado color de un rojo intenso. Con un movimiento lento, giró para ver sus fórmulas con escepticismo. No creía que se hubiera equivocado, no él. Sin embargo, revisando los datos, pudo comprobar que no le faltaba razón a ese pequeño y delgado muchacho. ¿Cómo no lo había notado él? Ni nadie. Se sentía ridículo. Para evitar ser el hazmerreír, se volvió a enfrentar a todos simulando una carcajada resuelta.
—Menos mal que alguien estaba atento para hallar el error... el resto, podría tratar de mantenerse despierto cuando comparto mis trabajos. Gracias, amigo.
Y el resto de los espectadores, que miraban a uno a otro, relajaron sus expresiones y rieron al unísono.
Una vez finalizada la clase, mientras todos se retiraban a sus siguientes compromisos, Hank buscó al chico raro. Quería verlo de cerca.
—¡Eh! ¡Tú! —Corría entre sus compañeros, apartándolos con leves empujones, hasta que finalmente, quedaron frente a frente—. Hola. Me llamo Hank —dijo, al tiempo que le presentaba su mano.
—Masao Tasukete —le respondió, a la vez que le estrechaba la suya—. Me disculpo si mi intromisión te resultó irrespetuosa. No fue mi intensión ofenderte.
—Para nada. El error fue mío por no verlo antes. Debí haber prestado más atención. —Los dos estaban ya afuera del recinto—. Mira, iba a ir a almorzar. ¿Te importaría acompañarme? Me serviría que me ayudaras a encontrar otros errores. Si no es molestia.
Masao se había quedado clavado en el suelo. Ya llevaba un semestre en la universidad y todavía no había hecho amigos, así que le sorprendió la propuesta tan resuelta de ese chico alto, sonriente, que en lugar de sentirse agraviado como tantos otros por sus correcciones, le pedía ayuda.
Hank continuó caminando, hasta que se percató que su compañero no lo seguía. Cuando lo vió atrás, volvió sobre sus pasos y le colocó una mano en el hombro.
—¡Vamos hombre! No es para tanto. Es sólo un almuerzo. No una cita romántica. Prometo ser un completo caballero —compartió una risa relajada.
El joven tímido correspondió a su vez con otra risa, mientras asentía con la cabeza.
—Pero yo elijo el lugar. Hay un restaurante japonés muy bueno aquí cerca.
—Es un trato.
Habían pasado horas charlando, compartiendo sus apuntes y arreglando el mundo desde su pequeña mesa del restaurante japonés. O al menos, soñando con hacerlo mejor.
Desde entonces, no se habían separado. Eran una buena pareja. Ambos brillantes, aunque Hank sabía que Masao lo superaba. Por mucho. Pero Hank era el que lograba los fondos para sus estudios. Conocía a todo el mundo y agradaba con su manera familiar de tratar a todos.
Muchos años después, con una reputación forjada para ambos investigadores, los dos trabajaban para una empresa privada llamada Quirón dedicada a los avances científicos relacionados con la mejora genética con muchas orientaciones, principalmente, la cura de enfermedades por mutaciones o degenerativas.
Pero los últimos años, un pequeño grupo de genetistas había orientado su trabajo a un proyecto especial y secreto, a solicitud del ejército americano, Hércules. Su objetivo: hacer que los soldados sean más fuertes, rápidos y resistentes, disminuyendo de esa forma las bajas en el frente. En lugar de curar mutaciones, las buscaban. <<Es un bien a todos los americanos>>, le habían dicho cuando le solicitaron dirigir la investigación. <<Menos familias llorarán a los soldados perdidos>>. Y el éxito de las misiones serían exponencialmente superiores.
Las primeras dos fases de ese proyecto eran conocidos públicamente, pero había una tercera fase, la cual era el héroe mitológico propiamente dicho. Esta se mantenía confidencial, ya que se estaba experimentando con humanos sin aprobación oficial. Sólo con conocimiento de unos pocos y una sección de la Armada, el mecenas y principal interesado en tener éxito.
Pero cada voluntario al que se le aplicaba los sueros de perfeccionamiento sufría una muerte dolorosa a los pocos días de haberles administrado la solución de color dorado y no lograban avanzar en enmendar sus defectos.
El Dr. Tasukete estaba llegando a su límite. Se cuestionaba si lo que estaban haciendo valía la pena tanto dolor. ¿No habría una mejor manera?
***
Mientras el Dr. T y el Dr. Green estaban dialogando en la azotea de las instalaciones, en la oficina del dueño de la empresa e impulsor principal del programa, el Dr. Johann Meyer, se estaba desarrollando otra discusión, por vía telefónica, que podría cambiar el futuro proyecto y de la vida de todos los involucrados. El Mayor General George Wilkinson estaba dando su ultimátum. Si no obtenían algún resultado positivo, que impulsara la continuación de los experimentos, se cancelaría todo apoyo por parte de la Armada de los Estados Unidos.
—Escúcheme atentamente, Dr. Meyer. No estamos dispuestos a seguir facilitando excombatientes si no se obtienen resultados favorecedores de forma inmediata. Demasiados sacrificios por nada. Y cada vez cuesta más mantener el secreto del programa. Aunque estos voluntarios no tengan familias o vínculos cercanos, sus desapariciones de los centros de veteranos empiezan a notarse.
—Le suplico un poco más de paciencia. Estamos cerca de dar con la fórmula correcta —se agarraba la cabeza, masajeando sus sienes con la mano libre. Temía esa conversación desde hacía tiempo y eso le producía jaqueca. Ni siquiera él creía lo que decía. El aire parecía no ser suficiente en su amplio despacho y en un gesto para facilitar su acceso, aflojó su corbata.
—Los próximos reclutas serán los últimos. No someterá a más hombres y mujeres a tales torturas. Tendrá que darme resultados positivos para que pueda presentar en la reunión con el Almirante Mullen el mes entrante. Si no tengo nada para lograr la aprobación de la continuación del programa, nos retiraremos.
La conversación terminó de golpe.
El hombre se había quedado con el receptor en la mano. Despacio, lo depositó en su lugar y en un arranque de furia, lo lanzó al otro lado de la habitación.
Podía sentir algunas gotas de sudor resbalar por su frente, caer por su cuello y perderse en el interior de su camisa mientras su respiración era agitada. Ante el súbito ascenso de la bilis por su garganta, cerró los ojos y tragó duro en busca de recomponerse. Inhaló y exhaló profundo varias veces.
Una vez recuperado el temple, abrió despacio sus ojos y giró sobre su butaca, permaneciendo con la mirada perdida en el paisaje del otro lado del enorme ventanal. Se avecinaba una tormenta. No sólo afuera. Para todos ellos también. Todo por lo que había trabajado hasta ahora se iría a la mierda. Necesitaban resultados ya. Tendría que presionar a ese par de científicos y a todo su equipo.
Se sobresaltó cuando escuchó golpes en la gran puerta de madera.
—¡Qué! —Gritó. No quería que lo molestaran. Necesitaba pensar con urgencia un plan de respaldo.
Se abrió la doble puerta y apareció la señorita Amelia, su asistente personal. Una mujer entrada años y en carnes. De carácter severo y falto de humor. Y extremadamente eficiente en sus funciones.
—Disculpe señor Meyer. Traté de llamarle por el intercomunicador, pero al parecer no funciona —vio el teléfono tirado contra el suelo y le dirigió una mirada reprobatoria—. Llegó su cita de las quince horas.
—¿Qué cita? —Se masajeaba su frente. La cabeza no dejaba de martillearle y no estaba de humor para recibir a nadie. Recordó en ese momento de lo que le hablaba la asistente—. Ah, sí, la periodista. —Lo que le faltaba. Una mujer curioseando por sus instalaciones—. Deme cinco minutos y hágala pasar. Llame a los doctores Tasukete y Green para que vengan inmediatamente, por favor.
—Sí señor Meyer —salió cerrando la puerta tras ella.
Johann se sirvió un vaso con agua que tenía en un rincón del escritorio y buscó en uno de sus cajones una aspirina. La tragó y bebió todo el contenido del vaso. Luego se levantó despacio de su butaca y buscó el teléfono para volver a dejarlo en su escritorio. Se secó la humedad del rostro con un pañuelo de tela que sacó de su bolsillo trasero del pantalón y que enseguida devolvió a su lugar. Acomodó un poco la corbata frente a un espejo junto a la puerta y se colocó el saco, el cual abotonó en el medio. Observó el prendedor del centauro que decoraba su solapa y ensayó una sonrisa.
En ese momento, volvían a golpear la puerta y aparecía Amelia, dando paso a una mujer de traje azul oscuro muy fino, que le calzaba perfectamente y realzaba su alta figura, sin ser provocativo.
—La señorita Audrey Callen.
Se retiró, cerrando la doble puerta y dejándolos solos.
—Mucho gusto señorita Callen. Soy el doctor Johann Meyer —le estrechó la mano.
—Igualmente, Dr. Meyer —avanzó hacia él, para corresponder su saludo.
Ella tenía un saludo firme y elegante, que denotaba mucha seguridad. Sus ojos eran azules oscuro e intensos, haciendo juego con el traje y su cabello recogido en un moño era castaño. Tendría unos cincuenta años muy bien llevados. Parecía más una exitosa mujer de negocios que una periodista.
—Dígame por favor, en qué podemos ayudarle —le señaló el sofá para que tomara asiento, cosa que hizo. Él se desabotonó el saco y se acomodó en un sillón individual, al lado de ella—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
—Estoy bien, gracias —negó con la cabeza en un movimiento refinado, acompañando el gesto son una hermosa sonrisa, que desapareció casi de inmediato. Abrió una pequeña libreta y sacó un sobrio bolígrafo del bolsillo—. En primer lugar, quiero agradecerle por permitirme robarle parte de su tiempo para conversar son usted y su personal sobre el trabajo que realizan en sus instalaciones, Quirón.
—Por favor, nos enorgullece nuestra labor y pensamos que en un futuro más próximo que lejano, nuestros avances podrán asistir a muchas áreas de la ciencia, mejorando la calidad de vida de todos.
—Bueno, es el objetivo principal de su empresa, ¿verdad? Y Quirón es un buen emblema, considerando que, en la mitología griega, era un centauro sabio y maestro de muchos héroes.
—Así es —respondió con orgullo—. Conoce de mitología.
—Poco, en realidad —fijó sus azules ojos sobre el maduro hombre durante un breve momento, midiendo sus siguientes palabras—. Hoy en día, podríamos pensar que dichos héroes son nuestros soldados.
—¿Ah, sí? —Tuvo un vago intento de sonar desentendido del tema. Pero el comentario había suscitado cierto escalofrío en el hombre, que recordó las palabras conversadas minutos antes con Wilkinson sobre que se comenzaban a notar las ausencias de los veteranos. ¿A qué habría ido realmente aquella periodista?
—¿No lo cree usted? —Cuestionó con una nueva sonrisa la señorita Audrey, mientas entrecerraba los ojos. Creía haber percibido cierta incomodidad por una pregunta inocente. O tal vez, no tan inocente.
—Sí claro. Tiene razón en su apreciación. Son héroes. Igual que los bomberos, médicos, policías.
—¿Y Quirón está dedicando recursos para investigar posibles mejoras que beneficien a esos héroes?
—¿Mejoras?
—Dr. Meyer, —sus ojos oscuros se mantenían clavados sobre los claros del doctor—, tengo entendido que están avanzando en desentrañar los secretos del ADN y sus funciones, como también en el uso de genes de otras especies, ¿o me equivoco?
—Está en lo correcto. Lo hemos hecho público hace años.
—Parece de ciencia ficción.
—Porque aún escapa a nuestro entendimiento muchas de las cosas que podemos lograr. Ahora sólo pensamos en identificar aquello que produce enfermedades y combinarlo con especies inmunes a ellas, como por ejemplo, la esclerosis múltiple.
—¿Y no piensan que esas mejoras pueden también beneficiar a, por ejemplo, soldados? Eso suena aún más a ciencia ficción. —levantó una ceja a modo de interrogante—. O tal vez no tanto. ¿Qué cree usted?
Johann se mantuvo en silencio, observando fijamente a la atractiva mujer. Era realmente incisiva y para nada tonta. Sopesaba cuánto sabría realmente sobre lo que estaba haciendo Quirón y si habría escuchado algo del Proyecto Hércules.
Ella lo miraba, erguida en su asiento, esperando a que respondiera con el bolígrafo listo sobre el papel de la pequeña libreta. El dueño de los laboratorios esbozó una amable y ensayada sonrisa y respondió.
—Tiene mucha imaginación señorita Callen. Por ahora, sólo pensamos en tratar enfermedades. Pero quién sabe, seguramente, algún día, la ciencia ficción se vuelva realidad. Aunque no creo que estemos para verlo.
En ese instante, una interrupción hizo que ambos dirigieran la vista hacia la puerta. Dos hombres ingresaban al despacho vestidos con batas de laboratorio. Un aliviado doctor Meyer y la señorita Audrey se pusieron de pie para recibir a los dos científicos. Ella pudo leer, junto al emblema del centauro grabado en la bata, el nombre de cada uno. Dr. H. Green y Dr. M. Tasukete.
—Oh, Masao, Hank, pasen, pasen. —Su tono exageradamente cordial y familiar extrañó a los dos amigos, que intercambiaron miradas—. Les presento a la señorita Callen.
—Audrey está bien —estrechó las manos de ambos, mientras el Dr. Meyer hacía las presentaciones formales.
—La señorita nos estará acompañando hoy para saber un poco más de lo que hacemos en Quirón —dirigiéndose a ella, agregó—. La dejo en buenas manos. Nadie mejor que ellos para hacer de guía por nuestras instalaciones.
—No es necesario alejar a ambos de sus labores. Uno sólo podría llevarme a realizar el recorrido. Si a usted, Dr. Meyer, le parece bien.
Él se quedó en silencio un momento. Miró a sus colaboradores y luego volvió a clavar la vista en ella. Ciertamente, Hank solía tener mejor recepción con las personas, especialmente con las mujeres, ya que tenía encanto y era agradable a la vista. Mientras que el pobre Masao, tan tímido y encogido, le costaba mucho relacionarse con desconocidos, por lo que el pedido no le pareció de extrañar.
—Sí claro, si así lo prefiere. El doctor Green podrá asistirla en todo lo que necesite.
—De hecho, me interesaría poder aprovechar al doctor Tasukete.
La mujer le dirigió una amplia sonrisa al aludido, que se mostraba evidentemente sorprendido, a modo de súplica para que aceptara dicho pedido. Los otros integrantes del terceto de hombres lo miraron sorprendidos. Con algunas vacilaciones, el Dr. T aceptó la solicitud.
—Sí claro, pero Hank suele ser mejor para entretener y explicar lo que hacemos —trató de excusarse el menudo doctor.
—No lo dudo —dirigiéndose al Dr. Green, se disculpó—. Espero sepa entender, pero estoy interesada en charlar con el doctor Tasukete sobre algunos artículos que él publicó.
—Muy comprensible —negaba con la cabeza y levantaba las manos, mostrándose conforme—. Mi amigo Masao sabrá aclararle toda duda como el increíble profesor que es.
Aceptando el nuevo desafío y tomando con algo de entusiasmo las últimas palabras pronunciadas por su amigo, el doctor dio paso al profesor, pues a Masao le hacía feliz su rol docente. Le gustaba enseñar. A cualquiera que quisiera escucharle.
—Bien, entonces creo que deberíamos comenzar con la clase —sonrió tímidamente el doctor Masao al tiempo que la invitaba con una mano a salir del despacho para comenzar con la entrevista.
En la oficina, los otros dos hombres de ciencia se mostraban preocupados.
—¿Crees que se vaya de boca tu querido amigo? —Hablaba muy serio y preocupado. Su expresión era de hielo—. He invertido una enorme fortuna en esto y no estoy dispuesto a perder las futuras ganancias por una indiscreción que nos comprometa públicamente. Hay mucho en riesgo.
—No te preocupes Johann. Este proyecto es lo más importante para él. Es la concreción de una vida dedicada a la mejora genética. Al fin y al cabo, es por eso por lo que lo elegiste para cumplir con tus planes. Confía en él.
—Más nos vale. Podría ser extremadamente peligroso para todos... Muy peligroso.
El tono lúgubre con el que dijo esas últimas palabras hizo que a Hank le recorriera un escalofrío por la espalda. ¿Cuál sería el alcance de ellas? ¿Hasta dónde sería capaz de llegar para mantener el secreto y obtener el éxito de la operación?
***
Durante el recorrido, tanto el científico como la reportera fueron desechando las impresiones preconcebidas que habían tenido uno del otro. Masao había temido que ella lo avasallara y presionara con preguntas incómodas o que se aburriera con sus explicaciones. Por el contrario, parecía disfrutar y planteaba preguntas inteligentes que él respondía con apasionamiento y anotaba todo con gran velocidad en su libreta.
Para ella, él resultó ser un excelente docente, mucho más entretenido de lo que había imaginado. Cuando pasaban de un laboratorio al otro, siempre observando desde los grandes ventanales que cubrían como peceras los espacios de trabajo, el ánimo del científico iba en aumento, hablando con orgullo de cada uno de los trabajos realizados. Estaban disfrutando de la compañía del otro. Sin percatarse del paso del tiempo.
—Leí alguno de sus artículos. Debo reconocer que no entendí todo, a pesar de que tiene un modo de explicar muy didáctico.
—Gracias. Trato de hacerlo simple. Mientras más gente comprenda lo que hacemos, más podremos inspirar a otros a sumarse a nuestro extraordinario universo de la genética y contribuir así a mejorar el mundo que nos rodea.
—¿Y cree que creando mutantes lo podría hacer?
—¿Mutantes? —Se petrificó con aquella pregunta, sintiendo que requería de todo su esfuerzo para poder disimularlo. ¿Por qué habría hablado de eso? ¿Conocía acaso los secretos del héroe mitológico de las doce tareas de Euristeo? Ella sin embargo, sonrió, con tranquilidad.
—Sí, como me explicaba el Dr. Meyer, combinar genes de otras especies para curar —mintió. Estaba segura que aquel pequeño japonés era el eslabón débil que había supuesto para descubrir la verdad, pero debería ser cuidadosa con su forma de aproximarse, porque parecía un venado iluminado por faroles en medio de una ruta.
Masao respiró aliviado, y recuperando el temple, pasó a explicar a su improvisada audiencia de una persona.
—Señorita Audrey. Ya somos mutantes. No lanzaremos fuego o congelaremos con nuestro aliento, pero la mutación es un elemento clave en la evolución. Sin mutación, no habría superación. La vida no sería como la que conocemos.
—Coincido. Pero nuestras mutaciones, como el del resto de los seres vivos complejos, se dieron como adaptación a los desafíos existenciales, podríamos decir. Ustedes lo crean en un laboratorio.
—Es cierto que se plantean cuestiones morales, inherentes a cualquier avance científico. Y más a puertas de un nuevo milenio, que nos tiene a todos expectantes, como si el mundo fuera a desaparecer o algo diferente apareciese de golpe. Pero el objetivo principal de mi investigación en Quirón es curar y ayudar.
La periodista lo miró con cierta duda que incomodó al doctor Tasukete. En un intento por distraer su atención, se acercó a una de las jóvenes genetistas que trabajaban en el laboratorio.
—Señorita Audrey, permítame presentarle a la próximamente doctora Lucy Kane. Es una estudiante brillante que tiene a cargo la prueba en algunos ratones.
Ambas mujeres se estrecharon la mano. La joven Lucy Kane era una curiosa muchacha. Era delgada y apenas más alta que el doctor Masao. Tenía grandes lentes con marcos de colores. Su pelo, peinado con dos moños a cada lado de la cabeza, era negro con las puntas rosadas. Mostraba una sonrisa franca.
—¿Qué es lo que hacen aquí? —Preguntó la entrevistadora.
—Esta es lo que llamamos fase dos del proceso de mejoramiento del ADN —comenzó a responder con soltura la joven en bata blanca, desde cuyo bolsillo colgaban un par de pequeños y peludos muñecos, que resultaron ser bolígrafos. Una graciosa singularidad—. Aprovechamos los análisis sobre los diferentes genes del ADN, identificando su función en la fase uno, sólo algunas porque es un trabajo extensísimo, y los mejoramos, agregando adaptaciones o corrigiendo mutaciones que sean los responsables de ciertas enfermedades. Luego, en la fase dos, aplicamos esa información y mejora genética a pequeños animales clonados. La clonación la hacemos para aprovechar un sujeto de control y poder comparar la reacción de los otros clones.
—¿Aprovechan también genes de otros animales para modificar un tipo de ADN?
—¿Se refiere a aprovechar la capacidad olfativa de un perro, por ejemplo, modificando nuestro ADN?
—Por ejemplo.
—Bueno, eso es lo que estamos averiguando. Hay tanto por hacer aún. Las diferencias genéticas aun entre especies no es tanta como se cree. Esperamos que eso permita lograr nuestro propósito.
—¿Y ese tipo de modificaciones podrían ayudar en algún futuro a otro tipo de mejoras, más allá de enfermedades?
En este punto, el doctor Masao retomó la palabra. La señorita Kane parpadeó varias veces con cierta confusión por la interrupción del experimentado científico, pero enseguida prosiguió con su labor, mientras el pequeño hombre y la alta mujer seguían el recorrido.
—¿A qué se refiere? —Le indicó con la mano otro pasillo por donde seguir y caminaron solos.
—Sabe de lo que hablo. Mejorar a las personas. Hacerla más fuertes o rápidas. Algo que podría ser muy conveniente para... —hizo una pausa intencional y habló en un murmullo—, soldados.
—Sería conveniente para cualquier persona, pero eso no parece posible. En mi caso, me gustaría obtener más altura —trató de bromear, pero se sintió torpe.
Audrey acompañó el intento de broma con una sonrisa cordial y decidió tomar otra línea de interrogación.
—¿Y la fase tres?
Tras escuchar esas palabras, Masao se congeló otra vez. No soportaba la tensión, que hacía que su corazón bombeara más rápido, provocando que los latidos lo ensordecieran y el mareo parecía querer hacerle caer de bruces. Respiró profundo, buscando calmarse pero las preguntas llegaban raudas a su mente. ¿Qué sabía realmente esta mujer? ¿Lo había estado engañando y en realidad estaba al tanto de la fase tres y las pruebas en soldados? Pues no dejaba de presionar todas las teclas adecuadas.
—¿La fase tres? —No pudo ocultar el temblor de su voz en cuanto habló. Carraspeó para ocultar su turbación.
—Sí. Calculo que, si la fase uno es el estudio y análisis de los genes, la fase dos es la modificación adaptada en ratones, lo lógico sería que haya una fase tres de aplicación en humanos.
Se hizo el silencio entre ambos. Uno denso y asfixiante. Audrey lo miraba con intensidad. El científico no podía distinguir si la pregunta había sido una conclusión racional del proceso o sospechaba algo y trataba de encontrar confirmación. Creía que iba a colapsar en cualquier momento.
Ella volvió a hablar, esgrimiendo una pregunta que calaría hasta el alma torturada del pobre hombre.
—¿Qué le dice el nombre de Josef Mengele, Dr. Tasukete? ¿Acaso buscaba algo de inspiración, doctor? —Cuestionó con cinismo entrecerrando sus párpados.
—¡Señorita! —Sintió la pulla y eso le dolió en el centro de su pecho.
El Dr. T se sentía mortificado. Lo último que deseaba era ser comparado con ese ser nefasto. Pero una estridente voz en su interior se burló de él. Sentía cómo ese minúsculo invasor, tal vez su consciencia, lo señalaba acusatoriamente, coincidiendo con la evidente conclusión de la reportera.
Había comenzado creyendo en los beneficios de Hércules y aún se quería convencer que había algo de bueno en ello. A pesar de los cuerpos incinerados que lo atormentarían por el resto de su vida. Y por nada del mundo quería confirmar sus terribles temores. Que él era un monstruo.
Controlando un tartamudeo, buscó defenderse, obteniendo una evasiva que aun antes de soltarla, le parecía ridícula.
—Los alemanes no son los únicos en la historia interesados en el perfeccionamiento... piense sino en los Espartanos, que lanzaban desde el Taigeto a los niños que consideraban no aptos o imperfectos. Una práctica cruel y desalmada. —Era una excusa endeble—. Con el proyecto, lo que buscamos es mejorar la calidad de vida. Curar enfermedades, nada más.
—O el desempeño en combate —seguía insistiendo en su teoría y no parecía querer soltar aquel hueso, que sujetaba igual que un pitbull.
El científico boqueó como un pez desesperado por oxígeno, pero antes que otra palabra saliera de su boca, la mujer lo interrumpió.
—Algo parecido a lo que se pretendía con el ejército nazi durante la segunda guerra mundial. ¿No cree que es repetir la historia? Y una siniestra. Claro, si ese fuera el objetivo final de estos experimentos.
El pequeño científico comprendió la comparación y aunque era en efecto, una investigación similar, él se convencía de que los hombres y mujeres a los que ayudarían buscaban hacer de este mundo un lugar mejor.
Tosió, tratando de obtener un poco de tiempo para recomponerse, decidiendo a arriesgarse a creer que todo era una suposición de la señorita Callen y sólo afirmó lo que cualquiera podría aceptar sin comprometer el proyecto.
—Señorita Callen.
—Audrey —no se le escapó que había cambiado el tono y se refería a ella otra vez por su apellido.
—Perdón, señorita Audrey —se aclaró la garganta—. No puedo negar que el objetivo de superación ha sido constante a lo largo de la historia humana. Y los sueros nazis a los que usted hace mención no son los únicos intentos habidos. Lo que ocurre, es que la investigación genética es mucho más reciente que, por ejemplo, casarse entre hombres y mujeres que se creían superiores desde la antigüedad, o la ambrosía de la que se obtenía la inmortalidad de los dioses —elevó una de las comisuras de su labio para dar una burda muestra de sonrisa que no terminó de crecer—. Sin embargo, las pruebas en humanos no están permitidas. Estamos muy lejos todavía y es por eso que no existe la fase tres.
—Podría ser peligroso, quiere decir.
—¿Cómo dice?
—Que, si hubiera voluntarios, sería peligroso para ellos probar estas modificaciones.
—Sí, claro. Pero le aseguro que no hemos llegado a eso. Si en algún momento obtenemos las autorizaciones, usted será la primera en saberlo.
Audrey suspiró. Llevó su atención al elegante reloj de su muñeca y chasqueó la lengua.
—Me alegro de que diga eso —sacó de su bolsillo una de sus tarjetas de presentación y se la entregó al doctor—. Tome, le dejo mi número de contacto. Llámeme cuando quiera. Le agradezco por su tiempo —fijando la vista más allá de los grandes ventanales que daban al exterior, agregó—. Será mejor que me vaya. La tormenta se acerca y no me gusta conducir con lluvia. Gracias por todo doctor Tasukete.
Se estrecharon las manos. El Dr. T se quedó observando la espalda de la hermosa mujer que se retiraba. La mano con la que la había saludado seguía en el aire y con la otra, sostenía el pequeño pedazo de cartulina de fino material y elegantes letras que indicaban los datos de contacto de la periodista. La guardó enseguida en uno de sus bolsillos y miró a ambos lados, asegurándose que nadie se hubiera percatado de que había recibido tan comprometedor papel.
***
Audrey Callen conducía rápido su potente Mercedes. Siempre lo hacía. Eso ponía nerviosa a su familia que insistía en que fuera más despacio. Pero era terca y le gustaba la sensación en sus manos de controlar el volante de una máquina poderosa. Tomó de su gran bolso su teléfono móvil sin dejar de mirar la ruta que se abría delante de ella y usando sólo una mano sobre el volante, hizo una llamada.
—Cariño, ya estoy volviendo. Espero llegar en una de hora. ¿Tú ya estás en casa?
—No. Tengo bastante trabajo aun en la oficina. Volveré antes de cenar. —Con tono de pícara súplica, preguntó—. ¿Vas a decirme sobre qué estás investigando?
—Ni lo sueñes. Un artista no muestra su obra antes de finalizarla. Ya sabes que no te revelaré nada hasta que no tenga terminada la investigación.
—Lo sé, lo sé. Al menos, dime cómo fue.
—Mi instinto me dice que hay gato encerrado. Y de ser así, el impacto de hacer pública esta noticia será increíble. Alcanzará muchos niveles.
—Ten cuidado Audrey, querida.
—Sí cariño. Siempre lo tengo.
—Y baja la velocidad.
—Trataré —sonrió para sí. La conocía bien—. Te amo.
—Yo también.
Cortó la comunicación y dejó caer el aparato sobre el cuero de su bolso, mientras soltaba un poco la presión del acelerador. Reflexionaba sobre lo que el doctor Tasukete y la señorita Kane le habían contado, pero más le importaba, lo que había silenciado el pequeño científico. El semblante del hombre había empalidecido cuando preguntó por la fase tres y las mutaciones en soldados. Sonrió, sabía que estaba bien encaminada y eso la entusiasmaba.
Acarició los eslabones de oro del colgante que llevaba y siguió su recorrido hasta perderse en su escote. Tiró de él para sostener su extremo en su palma. Tomó las dos sortijas y las besó antes de dejarlas caer por fuera de las prendas.
Volvió a empujar el pie contra el pedal de aceleración. No podía resistirlo y consideraba que ya había cumplido lo suficiente. Al menos, por unos minutos.
***
—¿Cómo fue Dr. Tasukete? ¿Cree que habrá quedado satisfecha con las respuestas que usted le dio? —Johann clavaba sus ojos en los negros de Masao. Quería asegurarse que no hubiera hablado de más y comprometido el proyecto.
—Creo que bien —le sostenía la mirada, pero no sabía por cuánto tiempo más lo lograría. En realidad, no sabía qué había dicho o si sus palabras habrían revelado algo. A veces se entusiasmaba y hablaba sin prestar atención a lo que decía.
—Esperemos que sea así. No sería conveniente para ninguno de nosotros que fuera de público conocimiento el Proyecto Hércules o la fase tres. —El tono de voz que había usado le heló la sangre al pequeño científico—. Especialmente poco saludable para usted.
Cambió la inflexión de su voz. Seguía preocupado, pero no era tan amenazador como en el instante anterior.
—Tenemos un ultimátum para Hércules. Si no logramos que funcione dentro de un mes, perderemos el apoyo la Armada.
—¡Un mes! Imposible. Es una locura —meneaba la cabeza de un lado a otro con ímpetu, acompañando su inconformidad.
—Tendrás que hacer magia, porque es el plazo que nos dio el Mayor Wilkinson. El próximo grupo de veteranos será el último.
***
Cuando Tasukete volvió al laboratorio, no sin antes terminar en otro laboratorio por error previo de lograr llegar al suyo, se sentó y se quedó mirando sus manos. No podía contener el temblor de ellas y deseó desesperadamente tener uno de sus cigarrillos entre sus dedos. En un intento por sentir que ese pequeño cilindro cargaría de alguna manera con sus nervios, buscó su paquete en uno de los cajones de su escritorio y tomó un Golden Bat, que sostuvo apago, mirándolo fijamente, como si esperase que obrara su magia.
Nada. Se agarró la cabeza y la llevó hasta las rodillas. Se sentía desfallecer. Repasaba mentalmente lo que creía recordar de la entrevista. Todo había ido muy bien. Hasta que, en un punto, ella comenzó a ser más incisiva con sus preguntas.
Sospechaba de algo. Ahora se daba cuenta que lo había engañado. Ella se había percibido que se sentía incómodo contestando sus preguntas. Pero lo que más le asustó, fue el tono intimidatorio de Meyer. ¿Hasta dónde sería el alcance de su amenaza? ¿Y era su vida la única que estaba en peligro?
Se enderezó justo a tiempo para ver entrar a su oficina a su amigo Hank. Que lo contemplaba con curiosidad y preocupación.
—Me acaba de decir Johann lo de la Armada. ¡Un mes! ¡Es una locura!
—Sí, lo sé. Le dije lo mismo —dejó de lado su preocupación por la entrevista, devolviendo el cigarro a su refugio de cartón hasta que lograra escapar a la azotea a fumárselo, y se concentró en el gran desafío que tenían en sus manos. No podía pensar en los dos problemas. Al menos, Hércules era sobre lo que conocía. Aunque tampoco viera la luz de la solución.
—Esta noche llegarán los últimos voluntarios. Tenemos que lograrlo.
—Tenemos, sí... o de lo contrario, estaremos en dificultades —dijo más para sí mismo que para su amigo, aunque este llegó a escucharlo, afirmando quedamente con la cabeza.
***
Los traían de noche, cuando el gran edificio estaba vacío, para que el resto de los empleados no los vieran. Después de todo, el Proyecto Hércules estaba reservada a un grupo reducido de científicos de Industrias Quirón. Eran ellos dos y un par más de asistentes los que trabajaban desde un ala de acceso restringido a personal no autorizado. Y esa noche, una de tormenta que sobrecogía el corazón de Masao, parecía clamar por las vidas de las que serían las últimas víctimas del científico y su suero.
El silencio en que se mantenían todos sólo se interrumpía desde el exterior cuando el fulgor de un relámpago era inmediatamente seguido por el rugido de un trueno. No se escuchaba la lluvia torrencial, pero Masao la imaginaba. Cada estallido brutal de la naturaleza sobresaltaba al hombre, que sentía que eran un aviso divino que le advertía del castigo que le sobrevendría por sus monstruosidades.
Allí estaban Hank y Masao cuando vieron entrar al último grupo de veteranos. Cinco en total. Cuatro hombres y una mujer, que llegaban empapados a pesar de dar unos pocos pasos desde el vehículo hasta el ingreso a los laboratorios.
Tasukete personalmente era el que aplicaba el suero a los voluntarios y los seguía en su evolución. Una aplicación cruel al tener que efectuarla sobre la médula espinal, provocando dolor y gruñidos desesperados, con la caída de alguna lágrima sin importar si eran hombres de gran envergadura acostumbrados a los castigos físicos.
Esa responsabilidad auto impuesta lo consideraba su obligación y, con cada muerte horrenda, él también se encargaba de las autopsias. Era el castigo al que se sometía, una especie de correspondencia kármica, aunque sabía que no era suficiente. Debía soportarlo por los hombres y mujeres que lo hacían culpable con cada mirada, suplicantes de alivio. Esos ojos salidos de sus órbitas, inyectados de sangre y cuerpos convulsionados clamando porque terminara con su suplicio, a los que ni siquiera podía sujetarles las manos a la hora de su muerte sin ponerse en peligro él mismo.
No olvidaría nunca los ojos de cada uno. Y con la brevedad del experimento sufrido por cada voluntario, la acumulación de los fantasmas crecía vertiginosamente.
Cuando después de las varias horas de aplicado el suero, ejecutaban las pruebas físicas, el soldado demostraba una fuerza, resistencia y habilidad cognitiva superiores y los ánimos de todos comenzaban a exaltarse, ilusionándose con haber conseguido la fórmula adecuada. Pero el doctor Tasukete se mantenía cauteloso, al igual que su amigo el doctor Green. La experiencia les había demostrado, durante varios años ya, que eso sólo era una ilusión. Un espejismo.
Este grupo, que entraba con paso esperanzado, esperando tener una nueva oportunidad de volver al frente para combatir y dejar de sentir el dolor y vacío que les había dado su forzada vuelta por baja producto del estrés post traumático o heridas, sería el definitivo. Ya no tendrían más apoyo. Un apoyo que Masao tampoco deseaba, no a costa de tantas vidas.
Pobres ignorantes, en menos de unos días toda esa esperanza sería reemplazada por desesperación. Por anhelo de muerte, el único alivio para tal tortura.
Cada voluntario fue separado en una sala vidriada diferente. Los mantendrían así para seguir la evolución de cada uno de ellos por el tiempo que durara el experimento. Y sus vidas. Lo más seguro es que esas habitaciones serían su último hogar en esta tierra, ya que no albergaba expectativa alguna de que sobrevivieran. Necesitaba más tiempo para adaptar la fórmula y no se lo darían.
En cuanto el último de ellos ingresó a su celda asignada, guiado por alguno de los asistentes, Masao avanzó a la primer víctima, así los veía, con paso derrotado. No dejaba de pensar en si no habría otra forma de obtener un soldado perfecto que no requiriera tanto sacrificio, que incluía condenar a las eternas llamas del infierno su maldita alma.
N/A:
Bueno, aquí tienen parte del inicio. Estos primeros capítulos tratarán sobre los antecedentes que darán origen a nuestra protagonista. Tengan paciencia y sigan conmigo.
Quiero agradecer a Editorial_Daher por el fantástico banner que diseñaron como premio al segundo puesto en la categoría DE TODO.
Gracias por leer!
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