1. TENLO POR SEGURO
"No quiero caminar entre locos, dijo Alicia.
Oh, no puedes hacer nada, le respondió el gato, todos estamos locos aquí".
~ Lewis Carroll.
Una leve brisa hacía danzar las hojas de un hermoso roble oscuro consumido por sus más de cien años. Con sólo apreciar por un instante el color de su copa, se sabía a ciencia cierta que el otoño tendría lugar. Sus hojas se teñían de un verdoso amarillo, algunas incluso habían adquirido el tono castaño y otras perecían en el suelo como un recuerdo olvidado, uno doloroso que sólo se busca enterrar en lo más profundo de la tierra, allí donde nacían las raíces: donde nacían los pensamientos.
El nacimiento del otoño traía consigo la muerte del verano y con él, los cerrojos de las cadenas que me sometían iban abriéndose uno a uno. El tiempo avanzaba, pero sentía que lo hacía sin mí. Se sentía como navegar a la deriva en un mar de tenebrosas olas que amenazaban con engullir y sumergirme en las más oscuras y profundas aguas.
No obstante, el reloj de arena se estaba consumiendo a una velocidad estrepitosa, y no dejaba de pensar en el momento en el que se detendría, teniendo que revertirlo para rehacer mi vida con una nueva arena. Con el pasar de los días, me sentía aún más perdida. Sólo en algunos momentos olvidaba quién era y dónde me hallaba. Sin embargo, la realidad siempre se presentaba ante mí con una bofetada como muestra de afecto. Y esto era pan de cada día.
A pesar de vivir sumida en mi cabeza, pude oír la fea y maltrecha voz femenina de mi cuidadora, quien perturbaba mi inestable tranquilidad. Pasé olímpicamente de lo que tuviese que comunicarme, centrándome en el hermoso paisaje que adornaba mi ventana y en las voces que en mi cabeza discutían.
La puerta metálica de mi cuarto vibró por dos fuertes y firmes golpes. Mis ojos fueron directamente al quejido procedente de esta. La mujer regordeta de aspecto serio que sacaba lo peor de mí, se asomó. Como todos y cada uno de los días de su jornada laboral, iba ataviada en su uniforme blanco característico del Centro Psiquiátrico.
—¡Arriba, niña! La directora ha solicitado verte —ordenó con exigencias. La respuesta que esperaba no llegaría.
Volteé la cara hacia la ventana, posando nuevamente la mirada en el paisaje otoñal el tiempo necesario para exasperarla. Sabía por experiencia que mi falsa tranquilidad molestaba a Margaret, lo que me convertía en una tocapelotas de cuidado. De esta manera, se marchaba cansada de mi impertinencia. Y como otras tantas veces, esta no sería la excepción.
Apretó la mandíbula, achinó los ojos y en menos de dos segundos, ya la había perdido de vista. Hacerla rabiar estaba bien, pero hacer esperar a la directora no era una opción y menos en las fechas que rondaba; en poco tiempo, el mazo rompería el silencio decretando la decisión final.
Me levanté sacudiendo mi horrible conjunto azul para alisar las máximas arrugas posibles. Recorrí varios pasillos con la misma simetría que sabía de memoria. Si te encierran cuatro años en un laberinto, se supone que te adaptas a lo necesario para sobrevivir, ¿no? Los años que se suponen que son los más inocentes —enamorarse, hacer amigos, cometer locuras, entre otras— los había perdido por completo. Por el contrario, se habían convertido en una lucha diaria contra mí misma; contra el mundo.
Varias miradas fijaron su interés en mi escueto cuerpo, especialmente las que provenían de las habitaciones cerradas que únicamente poseían una minúscula ventana por la que solían asomar la cabeza frecuentemente para cotillear. Sin echar un vistazo a mis costados, seguí caminando.
Primera regla de supervivencia: no poses tu mirada por un largo tiempo en nadie: estarás retando. Es creíble decir que no querría averiguar lo que podrían hacerme en cuestión de minutos o incluso segundos.
Cada mente que hay ingresada en este antro funciona de millones de formas diferentes, nunca sabrás quien realmente merece o no estar enjaulado. Podría ponerme a patalear y a despellejar mi garganta gritando que era inocente, que nunca debería haber estado aquí. Pero... ¿no es eso lo que dicen todos los locos?
Me detuve frente a la puerta de roble, era hora de enfrentar la realidad. Podía hacerme una ligera idea de lo que hablaríamos, sin embargo, nunca se puede estar seguro de nada.
Tras dar un toque para hacerle saber que estaba aquí, se escuchó un ligero pase. Me adentré en el despacho de la directora Morgan; mentiría si dijese que era precioso y acogedor, pero tengo una cualidad destacable: la sinceridad impertinente.
El despacho era de todo menos agradable, además de horripilante. Olía igual que todo el maldito edificio, a lejía; esa con la que muchas de las ingresadas se drogaban sin que sus responsables lo supiesen. El espacio era reducido y poca luz entraba, lo que provocaba un reflejo claustrofóbico aún mayor. Dentro, había un escritorio con la foto de un niño pequeño —supuse que era su hijo—, dos sillones negros, un sofá de terciopelo cobrizo y una estantería negra. Aun siendo el negro mi color favorito, para una oficina era bastante fúnebre. Podría hacerse pasar por una funeraria; nadie lo notaría, mucho menos el muerto.
—Señora directora, sabe que un poco de color a este sitio no le vendría mal, ¿no? —solté con tono burlesco—. Parece que se ha puesto de acuerdo con la SCI.
—Siéntese, Kyteler —ordenó la señora directora rodando los ojos cansada de mi molesta presencia—. Tómese este asunto con profesionalidad, por una vez en su vida.
Haciendo el saludo militar, me senté en uno de los grandes sillones de piel negra. Volvió a voltear los ojos pasando tres carajos de mí.
La mujer pelinegra de apariencia mayor que no contaba con más de cuarenta años revolvía algunas carpetas de cartón con muchas hojas hasta dar con la necesaria y posar su ojerosa vista en mí.
—Bien. Como sabrá, dentro de nada estará de patitas en la calle —soltó dejándose caer en el respaldo del sillón, mientras enlazaba sus grandes y arrugadas manos. Esta mujer infundaba mucho respeto, sobre todo con el pasado militar que tenía.
Asentí en respuesta. Estábamos entrando en un tema muy importante y no quería cagarla con alguna de mis estupideces; me mantuve contestando con formalidad, algo impropio en mí.
—Nos ha llegado una carta del juzgado...
—¡Mierda! Me puse tensa como un bate de béisbol. Eso sí que era extremadamente importante.
La tinta de esa carta definiría cuál sería mi arena del reloj. Sinceramente, esperaba que no fuese pasar más tiempo encerrada en este manicomio. He estado haciendo todo lo posible para que mis diagnósticos y charlas semanales con la psiquiatra sean absolutamente perfectos. En pocas palabras, siendo una chica "buena".
—¿Qué dice? —pregunté interrumpiendo. Me lanzó una dura mirada como reprimenda ante mis ansias; luego, bajó sus ojos a una pequeña carta blanca que me entregó. Aunque ya estaba rasgada, tardé en sacar el documento por el temblor nervioso que se apoderó de mis manos.
La señorita Megara Kyteler con datos... blah blah blah... con problemas...blah blah blah... Debido a su gran avance conductual durante estos cuatro años, consideramos que es apta para la reinserción social; nos vemos obligados a reducir su condena cuatro meses quedando libre de sentencia el próximo viernes 20 de septiembre y darle finalmente el alta. La chica de 17 años, menor de edad, quedará bajo la tutela de Elisabeth Johnson, tía materna.
¡Sí!, ¡joder! Di un bote de la silla gritando de emoción. Tantos años haciendo uso de la buena conducta para que me concedan una reducción ha dado sus frutos. Aunque ya me podrían haber mandado la puñetera carta antes. De ese modo me hubiese quitado más tiempo de estar en esta puta jaula de psicópatas.
Busqué por todos lados algún calendario para averiguar qué día era. Al no hallarlo, no me quedó otra que preguntar.
—¿Qué día es?
—Es miércoles, querida. Deberás recoger tus cosas, tu tía vendrá mañana —respondió con una sonrisa más falsa que las dos caras de Edward Mordrake.
Asentí varias veces mientras salía del despacho. No cabía en mí de la emoción. Volví lo más rápido posible a mi habitación a recoger lo poco que tenía. ¿Qué haría ahora con mi vida?
🗡🗡🗡
Oscuridad.
La oscuridad del vacío era lo único que lograba ver en aquella pequeña habitación. Acurrucada contra la esquina, esperaba el momento más terrorífico del día. Sabía perfectamente donde me encontraba: el sótano. Y también sabía lo que ocurriría.
Unos pasos bajando la escalera resonaron por toda la habitación, formando un eco aterrador al ritmo que mi corazón martilleaba contra el pecho a una velocidad desorbitante. Los pasos siguieron sonando contra la madera de la escalera envejecida por los años como golpes sordos hasta llegar al final. Se escuchó el "clic" del interruptor. La bombilla comenzó a titilar hasta volver la luz completamente nítida. Un fuerte olor a alcohol llegó a mis fosas nasales; fue ahí cuando supe que no saldría viva.
—Papi ha llegado —susurró una áspera y escalofriante voz.
Desperté con un sudor helado recorriéndome cuello y frente. Busqué desorientada el reloj de mesilla: las tres de la madrugada. Pues ¡genial!, una perfecta hora para despertar.
Me removí en la cama mirando la pared e intentando conciliar el sueño, pero tras varios intentos de buscar el calor que deberían proporcionar las sábanas, desistí y me levanté. Mi mente aún no estaba lista para tener un momento de tregua. Sabía que recordar me traería pésimos momentos, pero... ¡Joder! ¡¿De verdad iban a ser así todas las putas noches de mi existencia?! Vivía en una ansiedad constante; puede que a lo mejor sí que debería estar aquí encerrada.
¡¡No!!
No merecía estar aquí, apenas recuerdo lo que sucedió; sólo me defendí, sólo...
Confesé.
¿Qué iba a hacer una cría de 14 años? Era evidente lo que había ocurrido. Sin embargo, pensé que la justicia sería menos severa. Aun así, el daño mental que deja tres muertos es lo suficientemente grande como para generar serios problemas psicológicos. A día de hoy, agradezco que únicamente decidieran enviarme a un centro de rehabilitación y no a la cárcel de menores. Los análisis corroboraron mi inestabilidad mental y física. Aunque si le debía las gracias a alguien era a Elisabeth Johnson.
Hace un año que dejó de venir a verme. Tuve un problema con una loca del centro; sus amenazas eran demasiado explícitas. Le pedí que dejara de venir, lo que me costó la vida convencerla.
Al menos sus cartas nunca dejaron de llegar, seguía preocupándose por mí. Era la única persona que no me juzgaba, sabía por qué había hecho lo que hice. No estaba orgullosa conmigo misma, pero no cambiaría jamás mis actos aunque supiese cuáles serían las consecuencias venideras. No obstante, este pensamiento debía quedarse en el fondo de mi mente, donde sólo podría ser juzgado bajo mi autoridad. Nadie debía enterarse porque no significaría un avance en mi diagnóstico.
Tras quedarme observando los reflejos de la luna que atravesaban mi ventana, decidí salir a tomar un poco de aire. ¿Lo tenía permitido? La respuesta era obviamente que no. Era tan sencillo que parecía un juego de críos. Aunque siempre era más divertido en compañía: esa era Leslie. Una fantástica chica que padecía un trastorno alimentario. A pesar de sus horribles recaídas ya se encontraba muchísimo mejor, era cuestión de tiempo que le dieran el alta. El peso que había perdido, lo recuperó en varios meses ejercitándose y obteniendo musculatura.
Desde que llegué, ella siempre intentó ayudarme. Se podría decir que crecimos juntas, como si fuésemos amigas de preescolar. Nuestra relación se basaba simplemente en los jodidas que estábamos, fin; ambas necesitábamos un hombro en el que apoyarnos, así de sencillo. Éramos el pilar de la otra.
No solíamos aburrirnos, pero si eso pasaba siempre encontrábamos un remedio casero. La mayoría eran locuras a escondidas. Que ¿qué hacíamos? Bien... Además de hallar en mí un fuerte estrés postraumático y una leve tendencia suicida, los médicos descubrieron que mi cerebro trabajaba cien veces más rápido que el del resto de personas normales. La definición exacta es que tengo una gran habilidad para resolver problemas de gran dificultad en los que se requiere un alto nivel lógico. O como diría mi tía en un tiempo muy atrás "soy más lista que el hambre". También, se podría decir que tengo un coeficiente intelectual mucho más alto que la media de la población. Y esto señores, es lo que tanto asustaba a los sanitarios mentales. Siempre he pensado que esto es lo que les aterraba tanto: la combinación de superdotada y trastornada. ¡Pff!, ¡ni que me fuera a comer el mundo!
Retomando la pregunta anterior: escapábamos. Cuando nos sentíamos muy mal ahí dentro, salíamos a pasear por el bosque. Cada vez que decidíamos hacerlo creábamos un plan nuevo, con el objetivo de quitarnos el puñetero aburrimiento. Era realmente fan de la planificación, y de que todo cuadrase a la perfección; se podría decir que era bastante analítica en ese aspecto.
Abrí la puerta de mi cuarto lo suficiente para asomar la cabeza al pasillo. En horario nocturno, las puertas debían permanecer cerradas. Sin embargo, el cerrojo exterior de la mía, lo había forzado hacía mucho tiempo atrás con una insignificante y dura manecilla de reloj de mesa. Nunca se puede subestimar aquello que no parece de utilidad.
Busqué vestigios de personal de seguridad. Unos profundos ronquidos hacían eco por el corredor. Como era de esperar, la segurata dormía plácidamente en una silla.
Aunque siempre buscábamos esquivar las cámaras, alguna que otra vez nos habrían pillado; sin embargo, nadie nunca se había dado cuenta porque ni siquiera se dignaban a revisar las filmaciones.
En principio, no me consideraba una persona de potencial riesgo para sociedad si me escapaba de aquí —o al menos eso pensaba yo—, pero había personas que estaban realmente mal y si las peores mentes se escapaban... Creo que todos podríamos imaginarnos la escenita a lo Carrie.
Subí las escaleras pisando con cuidado y esquivando las cámaras de seguridad hasta llegar a la terraza. Cuando abrí la puerta, una leve brisa azotó mi cara y pelo; se sentía bien. Era la típica última noche de verano donde las estrellas reflejaban su preciosa luz, dejando ver la hermosa constelación de la Osa Mayor, junto a su hija pequeña, la Osa menor.
Me senté en el borde de la terraza pensando en la cantidad de veces que había subido a este sitio con la intención de acabar con el sufrimiento y todas las veces que no había tenido el coraje suficiente para hacerlo. Pero ahora... Ahora tenía una nueva oportunidad, una oportunidad de borrar mi pasado, empezar de cero. Claramente, con nuevos objetivos.
—¿Disfrutando las vistas? —preguntó una suave voz. Seguí admirando el paisaje del amanecer sin girarme. No le contesté, la respuesta era obvia—. Es hermoso —admiró junto a mí.
—Sí, sí que lo es —le respondí a una maravillada Leslie.
—¿Has vuelto a tener pesadillas? —preguntó con un semblante preocupado. Asentí. Ella sabía absolutamente todo de mí. Tras un silencio incómodo, añadió: —He oído que te marchas.
—¡Vaya! ¡Cómo vuelan los rumores! —Era impresionante lo chismosas que eran aquí las internas—. Pero sí, has oído bien —asentí levemente.
—Y yo pensando que éramos amigas —ironizó con tono burlesco.
—Sabes que eres una hermana para mí y que odio las despedidas. —Al girarme pude ver lo triste que estaba.
En menos de un segundo la tuve encima, abrazándome. Apenas tenía algunos centímetros menos que yo, y aun así, se veía pequeña. Era la persona más fuerte que había conocido. La estreché contra mí como si nunca la fuese a volver a ver. Muchos recuerdos dolorosos que prefería dejar en un cajón cerrado llegaron a mi cabeza.
—Estaba esperando para contarte que también he recibido la carta. Salgo el mes que viene; la psicóloga cree que estoy apta para hacer por fin vida normal.
—¡Eso es genial! —solté emocionada. Asintió muy sonriente—. Ese mismo día estaré aquí —prometí dándole un dramático beso en la frente.
—Me lo has prometido —dijo cruzando su dedo meñique con el mío en forma de promesa.
Estuvimos contemplando un tiempo más el cielo, hasta que comenzó a amanecer. Regresamos con mucho cuidado a nuestras respectivas habitaciones, no sin antes abrazarnos por la que parecía ser nuestra última vez.
🗡🗡🗡
Las horas se hicieron eternas y la espera insufrible. No pude volver a conciliar el sueño tras volver a la habitación; los nervios me carcomían por dentro. Maté el tiempo vistiéndome con la ropa que alguna cuidadora me había dejado en el armario. Se limitaba a unos vaqueros, una camiseta blanca y unas botas militares negras.
Había pensado recoger y limpiar un poco la habitación; no obstante, esa idea se borró al instante en el que me enteré de que Margaret era la encargada de ello. Aún no tenía muy claro el momento en el que había nacido nuestra enemistad. No me gustaba como trataba a los pacientes, no había mucho más que eso.
Minutos más tarde, me comunicaron la asistencia al despacho de la directora. Llegué tranquilamente, memorizando cada detalle característico de este sitio. Aún recuerdo la primera paliza que me llevé por andarme de sobrada. Fue la primera, pero no la última.
Con el tiempo y la ayuda de Leslie, me puse en forma. Sabía cómo defenderme en casos extremos. Las palizas solían ser en parejas y cuando menos las esperabas, como en los baños. Había que estar siempre alerta.
Al llegar al despacho, lo único a lo que pude atender fue a la cabellera rubia que había sentada frente a la directora.
Una mujer de mediana estatura, con notables signos de vejez que mostraban su avanzada edad —aunque eso no le restaba belleza— y ojos claros que ya no irradiaban esa luz característica que una vez tuvo, se levantó y vino corriendo hacía mí para regalarme un fuerte y cariñoso abrazo.
La había echado tanto de menos.
—¡Dioses! ¡Pero qué mayor y guapa estás! —me analizó de arriba abajo con una mirada nostálgica y triste, mientras me sostenía por los mofletes. La verdad sea dicha; en ese mismo momento, el adjetivo guapa no me caracterizaba.
Al darse cuenta del notorio parecido que tenía con mi madre, se llevó una mano a la boca. Su cara reflejaba la pena que sentía al recordarla. Lo único que nos diferenciaba era el color de ojos. Mientras que mi madre tenía una mirada azulada parecida a la de su hermana, yo tenía dos rodajas de claras aceitunas.
—Te pareces tanto a ella —logró decir finalmente. Forcé una sonrisa que acabó convirtiéndose en una mueca.
La directora comenzó a realizar el papeleo necesario. Nos hizo firmar un trillón de papeles. Me recalcó seriamente que no buscase problemas, así como que siguiera asistiendo a terapia al menos una vez por semana para mantener la rutina. Bueno, eso tendría que verse.
Cuando ya me estaba yendo, la firme voz de la mujer pronunció:
—Espero no volverla a ver, señorita Kyteler.
—Eso tenlo por seguro, Dire.
Y con una sonrisa maliciosa, salí de aquel tenebroso despacho.
🗡🗡🗡
¡Hola, dementes!
¿Qué tal os está pareciendo? ¿Qué ocurrirá ahora? ¡Quédate para averiguarlo! Tened cuidado, es fácil perder la cordura.
Besitos de tu psicópata de confianza,
Ele ❤
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top