Demasiado humano
La prisión no lucía ni la mitad de mal de lo que había imaginado: tenía un enorme patio, en donde podría estirar las piernas; todo se veía impecablemente limpio; los otros reos se ocupaban de sus propios asuntos, sin prestarle atención alguna; y los guardias lo trataban como a un ser humano, no como esos brutos de la policía.
Aquel recorrido inicial fue suficiente para disminuir su nerviosismo, sin embargo, todos sus sistemas se pusieron en alerta cuando lo dejaron encerrado junto a su nuevo compañero de celda. De topárselo frente a frente en la calle, cruzaba al otro lado. No porque fuera enorme, imposible de mirar o luciera como un criminal. No, nada de eso. Lo que resultaba inquietante en aquel hombre delgado, despeinado y desganado eran su rostro inexpresivo y aquella mirada vacía: le entregaban la apariencia de un androide. Más que hombre, parecía una de esas máquinas escalofriantes: dueñas de un rostro humano, pero incapaces de sentir.
—Tu nombre —dijo el tipo de la celda, con voz monótona y fría.
—¡Ah! Javier... Me... me llamo Javier. Y... —Se detuvo a pensar un momento, quizás lo mejor era tratarlo con sumo respeto hasta que le indicara lo contrario—. ¿Y usted?
—Otso.
«¿Otso? —Por más que lo miraba no tenía el aspecto de un hombre nórdico, se veía igual de hispano que él con su cabello negro, piel tostada y ojos cafés; pero ni de broma iba a comentarlo—. Los más peligrosos son los callados, serios e inexpresivos», se dijo.
—Y... ¿Hace cuánto que está usted aquí? —preguntó, en un intento de hacer conversación y, dentro de lo posible, descubrir por qué estaba allí. Le parecía esencial determinar si era seguro acercarse a la litera.
—Cinco años, tres meses y doce días. Homicidio. Fue un crimen necesario en ese momento. Tranquilo, no pretendo matarte.
Javier suspiró aliviado y avanzó hasta su litera, por lo menos no iba a lastimarlo si no le daba motivos. Estuvo agradecido de las preferencias de Otso, porque a él le apestaba la idea de dormir en la cama de arriba. Se recostó, todo era bastante cómodo para ser una prisión.
—¿Por qué llegaste aquí? —preguntó Otso, desde la litera de arriba.
—Pues... Me acusan de matar a mi madre. —Apenas dijo la palabra madre, las manos de hierro de su compañero le rodearon el cuello con una fuerza que resultaba absurda considerando la contextura del hombre—. No fui... No... hice... —añadió con un hilo de voz que, por suerte, su agresor escuchó. Lo soltó tan rápido como lo había tomado.
—Si no fuiste tú, no deberías estar aquí. ¿Por qué te encerraron?
—Pues... —Javier se tomó un par de minutos para recuperarse del susto, bajo la paciente mirada de Otso. Cuando se sintió capaz de continuar, le indicó que se acercara y habló en un susurro—: Estuve fuera toda la mañana. Cuando regresé fui a buscarla al laboratorio. El cuerpo de mi madre yacía sin vida en el suelo. Todos pensaron que la había matado, pero no fui yo. Al otro lado de la habitación, podía ver a la persona que lo hizo, pero denunciarla me condenaría por completo.
—¿Y esto no es una condena? —Otso le regaló una sonrisa burlona.
—Sí, pero la otra era una condena peor.
—¿Cómo así? ¿Qué es peor que perder tu libertad?
—Morir, claro está.
—Serás imbécil. Mejor ser un muerto libre que ser un vivo encadenado.
—Quizás... Pero no era solo mi muerte, también significaba la muerte de mis hermanos.
—¿Cómo así?
Dudó un momento, estuvo a punto de soltarlo, pero al abrir la boca recordó a sus hermanos y decidió callarse. Ya había dicho demasiado. Las celdas tenían cámaras y micrófonos, también había guardias recorriendo los pasillos y las paredes no le parecían demasiado gruesas como para que los reos de la celda vecina no escucharan. Además, acababa de conocer a Otso. Su primera impresión le decía que era un hombre callado, probablemente sabía guardar secretos, pero no iba a arriesgarse a que se supiera la verdad. El verdadero asesino ya le había advertido que, si iban a por él, se los llevaría a todos ellos consigo. Javier sabía que cumpliría con la amenaza, por lo que se sentía más seguro en la prisión.
Después de un largo silencio, Otso pareció comprender su dilema y regresó a la litera de arriba, no hizo más preguntas ni comentarios al respecto. Javier agradeció el gesto en silencio, luego dedicó el resto de la tarde a mirar la base de la litera de arriba y a revivir, una y otra y otra vez, los acontecimientos que lo habían llevado hasta ese punto:
Esa mañana fue exactamente igual a cualquier otra. Él se encargaba de las compras, su madre de trabajar y sus hermanos de hacer la limpieza.
Javier se tomó su tiempo en el mercado, buscando los ingredientes más frescos que pudo encontrar para el almuerzo. Cuando regresó a casa todo estaba en silencio. Supuso que se había tardado mucho y sus hermanos ya habían acabado con los quehaceres, debían estar en medio de un descanso o asistiendo a mamá en el laboratorio.
Error.
Bajó las escaleras que daban al sótano con una sensación extraña en el cuerpo, todo estaba demasiado callado. Se detuvo en seco al llegar abajo. Quedó frío ante la escena macabra que lo recibió en el laboratorio: un charco de sangre, su madre en medio y el doctor Sandoval del otro lado de la habitación, con una sonrisa de oreja a oreja dibujada en el rostro.
Javier corrió para auxiliar a la mujer, pero era tarde, no respiraba y no había pulso. Cuando sus hermanos bajaron, lo vieron sobre ella, con la ropa y las manos manchadas en sangre.
—¡La ha matado! ¡Llamen a la policía! —exclamó el asesino y ellos obedecieron al instante. Javier lo miró espantado. ¡Él nunca le haría daño! El hombre se agachó a su altura, lo hizo tocar el arma y lo miró amenazante—. Si dices una sola palabra acerca de esto, alguien vendrá a torturarte hasta la muerte, igual que a tus hermanos. Además, nadie te va a creer. Es tu palabra, la de un ilegal, contra la mía.
Esas palabras lo habían obligado a callarse. Era un cobarde y morir por delatar al asesino de su madre no le parecía una idea muy atractiva, tampoco que lo torturaran. También, estaba seguro de que sus hermanos no soportarían algo así. Además, ese hombre tenía razón: el doctor Sandoval era un científico de renombre; ellos eran ilegales que vivían allí gracias al gran corazón de aquella mujer. Nadie le iba a creer. No veía otra salida, nada más dejaría las cosas en manos de la policía y de la justicia.
Se quedó quieto junto al cuerpo frío de la mujer que conoció como madre, deseando que por lo menos le dieran un homenaje digno de ella para despedirla. Solo se levantó cuando llegaron los oficiales. El doctor Sandoval le apuntaba con el arma, les dijo a los oficiales que tuvo que tomar la pistola para mantenerlo a raya.
Toda la evidencia de la escena del crimen inculpaba a Javier, era más que obvio que ese monstruo de Sandoval lo había planificado todo minuciosamente. En ese minuto, deseó ser un androide para que la policía pudiera buscar en sus memorias y esclarecer el caso sin que él tuviera que abrir la boca. Bueno, la verdad es que no iban a escucharlo ni aunque hablara, porque la evidencia era bastante contundente y, para peor, él ya era considerado un criminal al ser un ilegal.
Ahora estaba en aquella celda, encerrado por Dios sabía cuánto tiempo, su condena seguía en discusión. El cerrojo de la puerta metálica lo sacó de sus pensamientos, se sentó en la cama y quedó de piedra al ver a quiénes cruzaban la puerta: allí, de pie, en la entrada del cuarto, estaban el asesino y su madre.
La miró incrédulo, acto seguido se dio una bofetada, pensando en que, de tanto repasar los eventos, su mente le jugaba una mala pasada. Cuando volvió a mirar al frente quedó boquiabierto. Ella seguía allí, de pie, respirando, viva. Estaba viva.
—Ma-madre... —balbuceó, incapaz de sin creerlo.
—No lo delataste —dijo ella con reproche.
—No, no podía... Mis hermanos...
—Está bien, supongo que aún necesitas algunos ajustes —interrumpió ella. Se dirigió a Otso—. Gracias por la ayuda, Otso. Fue una excelente actuación, me proporcionaste información muy valiosa.
—No hay de qué, madre —dijo él, sonriente.
—Vamos a llevarnos a Javier para hacer los ajustes correspondientes. Otso ya puede regresar a sus labores habituales —informó el doctor Sandoval al guardia.
Javier no entendía nada. Su compañero de celda bajó de la litera y se marchó sin que nadie le impidiera el paso.
—¿Cómo...? ¿Por qué...? —murmuró Javier confundido.
—Javier, tenemos que hacerte algunos ajustes —informó su madre con una sonrisa.
—¿Qué?
—Tenía sospechas respecto a tu programa, no es fácil dar con los ajustes precisos en los modelos nuevos. Lamento haber montado este teatro, pero fue necesario. Eres demasiado humano para un androide. Ya tenemos millones de humanos emocionales, no necesitamos que los androides también lo sean.
—Pero... ¡Soy un humano! ¡Mírenme! ¡No soy como Otso!
—Doctora, se ve demasiado alterado. Me parece que lo más prudente es desactivarlo —comentó Sandoval.
—¿Desactivarlo? ¡¿Desactivarme?! ¡¿De qué están hablando?! ¡No soy un androide! ¡Soy humano! ¡No pueden desactivarme!
Su madre extrajo un aparato metálico: el que utilizaba para desactivar a los nuevos androides y hacer los ajustes necesarios. La mujer presionó un botón. Javier se apagó.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top